Que dificil es ser Dios - Стругацкие Аркадий и Борис 8 стр.


— ?Cuanto le habeis dado? — pregunto Don Tameo.

— Una miseria — dijo Rumata con indiferencia -. Dos piezas de oro.

— ?Por la joroba de San Miki! — exclamo Don Tameo — o ?Debeis ser rico! Si lo deseais, os vendo mi potro jamajareno.

— No, gracias — dijo Rumata -. Prefiero ganaroslo a la taba.

— ?Llevais mucha razon! — dijo Don Sera, deteniendose -. ?Por que no nos sentamos a jugarnoslo?

— ?Aqui? — pregunto Rumata.

— ?Y por que no? — se sorprendio Don Sera -. No veo nada que pueda impedir el que tres nobles Dones se pongan a jugar a la taba en el lugar que mas les acomode.

En aquel momento Don Tameo se cayo, sin saber como. Don Sera se enredo en sus pies y cayo estrepitosamente sobre su companero.

— Lo habia olvidado por completo — dijo cuando se hubo repuesto -. Se supone que debemos entrar de guardia.

Rumata levanto a los dos y los arrastro sujetandolos por los codos. Al pasar frente a la lobrega casa de Don Satarin, se detuvo y dijo:

— ?Y si hicieramos una visita a nuestro buen viejo Don?

— No veo inconveniente en que tres nobles Dones entren a ver al viejo Don Satarin — dijo Don Sera.

Pero en aquel momento Don Tameo abrio los ojos y recito: — Mientras estemos al servicio del rey debemos mirar siempre al futuro. Don Satarin es una etapa caduca. ?Adelante siempre! Ya es hora que estemos en nuestros puestos.

— Adelante pues — asintio Rumata.

Don Tameo hundio la cabeza en su pecho y no volvio a despertarse, aunque siguiera andando. Don Sera, doblando los dedos, se puso a contar sus exitos amorosos. Asi llegaron hasta palacio. Rumata deposito a Don Tameo en un banco del cuerpo de guardia y respiro aliviado. Don Sera se sento ante la mesa, echo a un lado un fajo de ordenes firmadas por el Rey, y dijo que por fin habia llegado el momento de beber vino de Irukan frio. Decid al patron que traiga un barril, ordeno, y a esas mozas (y al decir esto senalo a los oficiales de la guardia que estaban jugando a las cartas en otra mesa) que vengan aqui. En aquel momento llego el jefe de la guardia, un teniente, y miro fijamente a Don Tameo y de reojo a Don Sera. Este ultimo le pregunto «por que se habian marchitado todas las flores del amor furtivo», y aquello acabo de convencer al teniente de que era inutil que ocuparan sus puestos en aquellas condiciones y que era mejor dejarles dormir un rato.

Entonces Rumata se sento a jugar con el teniente, y este le gano una pieza de oro. Mientras jugaban, charlaron de las nuevas bandoleras de los uniformes, y de los distintos procedimientos para afilar las espadas. A proposito de aquello, Rumata dijo que pensaba ir a ver a Don Satarin, que poseia una magnifica coleccion de armas blancas antiguas. Grande fue su afliccion cuando supo por boca de su interlocutor que el distinguido cortesano habia acabado de perder por completo la cabeza, y hacia un mes que habia puesto en libertad a todos sus prisioneros, disuelto su milicia y donado al tesoro publico su riquisimo arsenal de maquinas de tortura. El viejo, que tenia ya ciento dos anos, habia manifestado su inquebrantable deseo de dedicar el resto de su vida a las buenas obras. Por lo visto le quedaba ya poca.

Tras despedirse del teniente, Rumata salio de palacio y se dirigio al puerto. Iba rodeando charcos y saltando por encima de los hoyos llenos de agua putrefacta, empujando sin consideracion a la muchedumbre que se cruzaba en su camino, guinandole el ojo a las muchachas, en las que su apostura producia un irresistible impacto, saludando cortesmente a las damas en sus palanquines y a los conocidos que se cruzaban con el, y aparentando no advertir a los Milicianos Grises.

Dio un pequeno rodeo para ir a la Escuela Patriotica. La escuela habia sido fundada bajo el patrocinio de Don Reba dos anos atras, y tenia por objeto preparar cuadros militares y administrativos, educando para ello a los hijos de la pequena nobleza y de los comerciantes. El edificio era de piedra, de nueva construccion, sin columnas ni bajorrelieves, pero con gruesos muros provistos de estrechas ventanas a modo de aspilleras y torres semicirculares a ambos lados de la entrada principal. En caso de necesidad, el edificio podia ser defendido facilmente.

Rumata subio por una estrecha escalera hasta el segundo piso y, haciendo sonar sus espuelas sobre las losas, se dirigio al despacho del procurador, pasando por delante de las aulas. En estas se oian murmullos y voces coreadas: «?Quien es el Rey? Su Majestad. ?Quienes son los Ministros? Hombres fieles que desconocen la duda…» «Y Dios, nuestro Creador, dijo: «Maldecire». Y maldijo…» «…Cuando el cuerno suena dos veces, hay que dispersarse de dos en dos formando cadena y bajar las picas…» «…Si el torturado pierde el conocimiento, hay que interrumpir el tormento y no dejarse llevar…»

A eso se llama escuela, penso Rumata. Un nido de sabiduria. Un puntal de la cultura.

Empujo la pequena y arqueada puerta y entro en el despacho sin llamar. Era una estancia oscura y fria, con apariencia de sotano. De detras de una enorme mesa, repleta de papeles y de junquillos para castigar a los alumnos, salio a su encuentro un hombre larguirucho, anguloso y calvo, de ojos hundidos, que vestia un ajustado uniforme gris con los emblemas del Ministerio de Seguridad de la Corona. Era el procurador de la Escuela Patriotica, el muy docto padre Kin, un criminal sadico metido a monje, autor del Tratado sobre la delacion, una obra que llamo poderosamente la atencion de Don Reba.

Rumata respondio a su amanerado saludo con una distraida inclinacion de cabeza, y se sento sin mas preambulos en un sillon, cruzando las piernas. El padre Kin permanecio de pie, un poco inclinado hacia adelante, en postura de respetuosa atencion.

— ?Como marchan las cosas? — pregunto Rumata -. ?Estamos degollando a unos sabihondos y empezamos ya a preparar otros?

El padre Kin sonrio mostrando los dientes.

— No todos los instruidos son enemigos del Rey — dijo -. Son enemigos del Monarca los instruidos que suenan, que dudan, que no creen. Aqui preparamos…

— Esta bien — dijo Rumata -. Te creo. ?Que estas escribiendo ahora? He leido tu tratado. Me parece un libro util pero absurdo. ?Como es posible que tu…?

— No me propuse llamar la atencion por mi inteligencia — respondio Kin dignamente -. Lo unico que pretendi fue ser util al Estado. No necesitamos gente lista, sino fiel. Y nosotros…

— Bueno, bueno — interrumpio Rumata -. Te creo. Pero dime, ?estas escribiendo o no algo nuevo?

— Quiero someter a la consideracion del Ministro unos razonamientos sobre la nueva forma que debe tener el Estado, tomando como modelo la Region de la Orden Sacra. — ?Y que pretendes? — exclamo Rumatra -. ?Que nos hagamos todos frailes?

El padre Kin apreto los punos y se inclino hacia adelante.

— Permitidme que os explique, noble Don — dijo exaltadamente -. La esencia del proyecto es otra completamente distinta. Esta esencia dimana de los fundamentos del nuevo Estado, y a su vez estos son claros y se reducen a tres, a saber: fe ciega en la infalibilidad de las leyes, obediencia ciega a las mismas y vigilancia incesante de todos por cada uno.

— ?Oh! — interrumpio Rumata -. ?Y para que?

— ?Como «para que»?

— Si, a pesar de todo me parece que estas algo chiflado — dijo Rumata -. Pero bueno, te creo. ?Que es lo que te queria decir? ?Ah, si! Manana tienes que admitir a dos nuevos preceptores. Uno de ellos es el padre Tarra, un respetable anciano que se dedica a la… cosmografia, y el otro el hermano Nanin, que tambien es una persona fiel y conocedor de la historia. Es gente mia, asi que recibelos con todo respeto. Aqui tienes la fianza — echo sobre la mesa un saquito del que escapo un tintineo de monedas -. Tu parte esta tambien aqui, son cinco piezas de oro. ?Entendido?

— Si, noble Don — dijo el padre Kin.

Rumata bostezo y miro a su alrededor.

— Me alegra que lo hayas entendido — dijo -. Mi padre, no se por que, tenia mucho carino a esos dos, y me encargo en su testamento que me preocupara por ellos. Dime, tu que eres un hombre culto, ?de donde le puede venir a un noble esta simpatia por alguien que sabe leer?

— Es posible que se deba a servicios prestados — aventuro Kin.

— ?A que te refieres? — pregunto Rumata, como sospechando algo -. Aunque… oh, ?por que no? Si… es posible que alguna de sus hijas o hermanas fuera hermosa… ?No tienes vino?

El padre Kin abrio los brazos con gesto de desolada disculpa y dijo que no. Rumata cogio una de las hojas de papel que habia sobre la mesa y la sostuvo durante algun tiempo a la altura de sus ojos.

— Acuciamiento… — leyo -. ?Que talentos! — dejo que la hoja de papel cayera al suelo y se levanto -. Te advierto: ten mucho cuidado con que tu jauria de letrados no ofenda a los mios. Vendre de tanto en tanto a verlos, y si me entero de algo… — Rumata acerco su poderoso puno a la nariz de Kin -. Bueno, bueno, no te asustes. No te hare nada.

El padre Kin solto una respetuosa risita. Rumata se despidio de el con una inclinacion de cabeza y se dirigio a la puerta, rayando el suelo con sus espuelas.

Al pasar por la calle del Agradecimiento Infinito entro en la armeria, compro unas anillas nuevas para las vainas de sus espadas, probo un par de punales (los tiro contra la pared para observar como se clavaban, midio el ajuste de las empunaduras a su mano, y finalmente los rechazo), y luego se sento en el mostrador y se puso a charlar con el dueno, el padre Gauk. Este tenia unos ojos bondadosos y tristes y unas manos pequenas, palidas y manchadas de tinta. Rumata discutio con el acerca de los meritos de la poesia de Tsuren, le escucho un interesante comentario sobre el verso que empezaba: «Cual hoja marchita cae sobre el alma…», y le rogo que recitase algo nuevo. La indecible tristeza de las estrofas les hizo suspirar al unisono. Antes de marcharse Rumata declamo el «Ser o no ser…», que el mismo habia traducido al irukano.

— ?San Miki! — exclamo entusiasmadisimo el padre Gauk -. ?De quien son esos versos?

— Mios — dijo Rumata, y salio de la tienda.

Luego entro en La Alegria Gris, tomo un vaso de vino

agrio de Arkanar, le dio unas palmaditas en la mejilla a la mujer del dueno, volco con un agil movimiento de espada la mesa del confidente oficial, que lo miro con ojos ausentes, y se dirigio al rincon mas apartado, donde lo esperaba un hombre barbudo y de deslucida indumentaria, que llevaba un tintero colgado del cuello.

— Buenas tardes, hermano Nanin — dijo Rumata -. ?Cuantas peticiones has escrito hoy?

El hermano Nanin sonrio vergonzosamente, mostrando unos dientes pequenos y careados.

— Ahora son pocos los que escriben peticiones, noble Don — dijo -. Unos piensan que es inutil pedir, y otros que pronto lo tendran todo sin necesidad de pedirlo.

Rumata se acerco a el y le dijo en voz baja que ya estaba arreglado su ingreso en la Escuela Patriotica.

— Toma dos piezas de oro — le dijo luego -. Vistete y aseate. Y se prudente, al menos los primeros dias. El padre Kin es un elemento peligroso.

— Le dare a leer mi Tratado sobre los rumores — dijo el hermano Nanin alegremente -. Muchas gracias por todo, noble Don.

— ?Que no se hace por la memoria de un padre? — dijo Rumata -. Y ahora dime, ?donde puedo encontrar al padre Tarra?

El hermano Nanin dejo de sonreir y parpadeo, azarado.

— Ayer hubo aqui una rina — dijo -. El padre Tarra habia bebido un poco excesivamente, y como es pelirrojo… Bueno, le rompieron una costilla.

Rumata profirio una enojada exclamacion.

— Que mala suerte — dijo -. ?Por que bebeis siempre tanto?

— Porque hay veces en que cuesta trabajo abstenerse — respondio tristemente el hermano Nanin.

— Es cierto — asintio Rumata -. En fin, que le vamos a hacer. Toma otras dos piezas de oro, y cuida de el.

El hermano Nanin se inclino con intencion de besarle la mano, pero Rumata la retiro rapidamente.

— Vamos, vamos — dijo -. Esta no es la mejor de tus bromas, hermano Nanin. Adios.

En el puerto olia como en ninguna otra parte de Arkanar. Olia a agua salada, a limo putrefacto, a especias, a resina, a humo, a cecina pasada, y las tabernas atufaban a pescado frito y a cerveza agria. En aquel aire casi irrespirable flotaba un rumor de conversaciones plurilingue y maldiciente. En los muelles, en los angostos callejones, entre los almacenes y en los alrededores de las tabernas se agolpaba gente de aspecto singular. Eran marineros desalinados, mercaderes presuntuosos, pescadores taciturnos, traficantes de esclavos, rufianes, prostitutas pintarrajeadas, soldados borrachos, tipos raros llenos de armas y andrajosos con brazaletes de oro en sus sucias extremidades. Todos parecian estar nerviosos e irritados. Hacia tres dias que Don Reba habia dado orden de que ningun barco ni persona podia salir del puerto. Junto a los muelles brillaban las carniceras hachas de los Milicianos Grises, que escupian desvergonzada y maliciosamente mirando al gentio. En los atestados barcos se veian grupos de cinco o seis hombres huesudos y de piel bronceada vestidos con peludas pieles y cascos de cobre. Eran los mercenarios barbaros, gente que no servia para la lucha cuerpo a cuerpo, pero que a distancia eran temibles por lo bien que manejaban sus cerbatanas con flechas emponzonadas. Y mas alla del bosque formado por los mastiles, en la rada abierta, oscurecian las tranquilas aguas las largas galeras de combate de la armada real. De tiempo en tiempo surgian de ellas rojos chorros de fuego y humo que hacian arder el mar. Quemaban petroleo para mantener el respeto y el temor.

Rumata paso por la aduana, ante cuyas cerradas puertas se agrupaban los sombrios lobos de mar en inutil espera del permiso de salida, se abrio paso a empujones a traves de una vociferante multitud que vendia todo lo imaginable (desde esclavas y perlas negras hasta narcoticos y aranas amaestradas), salio a los muelles, miro de soslayo a toda una fila de cadaveres descalzos, con camisetas marineras, expuestos al publico a pleno sol, y despues de dar un rodeo por un terreno baldio lleno de inmundicias, entro en los pestilentes callejones del arrabal del puerto. Alli reinaba el silencio. En las puertas de los prostibulos dormitaban las rameras, en una esquina se hallaba tirado boca abajo, en medio de la calle, un soldado borracho con la cara rajada y los bolsillos vueltos hacia afuera, pegados a las paredes se deslizaban tipos sospechosos con palidos rostros de noctambulos.

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