Michael, que tenía ciega confianza en la palabra de su padre, hizo un gesto de asentimiento.
Mientras se dirigían a la entrada del hospital, Don Corleone se quedó un poco atrás, con su hijo menor. Le apoyó la mano en el hombro, y sin que los otros pudieran oír sus palabras, le dijo:
– Cuando termines los estudios, ven a verme; quiero hablar contigo. Tengo algunos planes que te gustarán.
Michael no contestó.
– Sé cómo eres, hijo -gruñó el Don, exasperado-. No te voy a pedir que hagas nada que no te guste. Esto es algo especial. Ahora, muchacho, ve a lo tuyo. Pero ven a verme cuando hayas terminado tus estudios.
La esposa y las tres hijas de Genco Abbandando, toda su familia, estaban muy juntas en el pasillo del hospital, de pie, vestidas de luto riguroso. Cuando vieron a Don Corleone salir del ascensor, se acercaron a él en un movimiento instintivo, como si buscaran su protección. La madre, majestuosa con su vestido negro; las hijas, robustas y sencillas; pero todas con la aflicción pintada en el rostro. La señora Abbandando besó la mejilla de Don Corleone.
– Es usted un santo -le dijo entre sollozos-. ¿Quién iba a pensar que vendría aquí en el día de la boda de su hija?
– ¿No debo un gran respeto al amigo que ha sido mi brazo derecho durante veinte años? -contestó el Don, como quitando importancia a su gesto.
Había comprendido que la que pronto sería viuda no pensaba que su marido moriría aquella misma noche. Genco Abbandando llevaba un año en el hospital, muriendo cada día un poco -tenía cáncer-, y su esposa se había acostumbrado a considerar la fatal dolencia de su esposo como una circunstancia normal. Para ella, sólo se trataba de otra crisis.
– Vaya a ver a mi marido -dijo-, ha preguntado varias veces por usted. ¡Pobrecito! Quería venir a la boda, pero el médico no se lo permitió. Luego dijo que usted vendría a verle aquí al hospital, pero yo no lo creí posible. Está visto que los hombres sienten la amistad más que las mujeres. Pase, pase a su habitación; le hará feliz. De la habitación de Genco Abbandando salieron una enfermera y un médico. El doctor era joven, de expresión seria, y todo en él indicaba que había nacido para mandar. Dicho de otro modo: tenía el aire del que ha sido inmensamente rico toda su vida.
– Escuche, doctor Kennedy ¿podemos pasar a verle? -preguntó tímidamente una de las hijas.
El doctor Kennedy, con un gesto de exasperación, dirigió una mirada al grupo. ¿Es que no se daban cuenta de que aquel hombre estaba muriéndose y que sufría lo indecible? Hubiese sido mucho mejor que lo dejaran morir en paz.
– Solamente los familiares más próximos -dijo con su voz exquisitamente educada.
El doctor quedó sorprendido al ver que la esposa y las hijas se volvían hacia el hombre bajo y fuerte que estaba con ellas, como si esperaran su decisión.
El hombre corpulento habló con un apenas perceptible acento italiano.
– Estimado doctor Kennedy ¿es cierto que se está muriendo?
– Sí -afirmó el médico.
– Entonces, su trabajo ha terminado ya -dijo Don Corleone-. Nosotros le relevaremos. Consolaremos al moribundo, le cerraremos los ojos, nos ocuparemos de su entierro, lloraremos en su funeral, y después velaremos para que nada falte a su esposa y a sus hijas.
Al oír las anteriores palabras, la señora Abbandando comprendió la situación y se echó a llorar.
El doctor Kennedy se encogió de hombros. Era inútil intentar explicar nada a aquellos campesinos. Pero al mismo tiempo comprendió la desnuda verdad que encerraban las palabras del hombre bajo y gordo: su papel había terminado. Siempre con su perfecta cortesía, el médico dijo:
– Por favor, esperen a que la enfermera les dé permiso para entrar, pues tiene todavía un poco de trabajo con el paciente.
Y se alejó del grupo, con su bata blanca agitándose por el impulso que sus rápidos pasos producían.
La enfermera volvió a entrar en la habitación. Finalmente, salió otra vez y sostuvo la puerta para que entrara el grupo.
– Está delirando a causa del dolor y de la fiebre. Traten de no excitarle. Podrán permanecer en la habitación sólo durante unos pocos minutos, excepto la esposa -dijo, en voz baja.
La enfermera reconoció a Johnny Fontane cuando éste pasó junto a ella, y sus ojos, asombrados, se abrieron desmesuradamente. Johnny le dedicó una de sus simpáticas sonrisas, y la chica le dirigió una mirada invitadora mientras él seguía a los otros al interior de la habitación del enfermo.
Genco Abbandando había disputado una larga lucha con la muerte, y ahora, vencido, yacía exhausto sobre aquella blanca cama. Se había convertido en un esqueleto, y lo que antaño había sido una cabellera espesa y negra era ahora un puñado de pelo lacio y sin vida.
– Genco, amigo mío -dijo Don Corleone en tono alegre-. He venido con mis hijos, pues todos querían venir a presentarte sus respetos. Y, mira, también está Johnny, que ha viajado desde Hollywood.
El moribundo levantó sus ojos hacia el Don en señal de gratitud y permitió que los jóvenes tomaran entre las suyas su huesuda mano. Su esposa e hijas, de pie a ambos lados de la cama, le dieron un beso en la mejilla mientras le sostenían la otra mano.
El Don apretó la mano de su viejo amigo, y, para animarle, le dijo:
– Date prisa en recuperarte, pues quiero ir contigo a hacer un viaje a Italia, a nuestro pueblo. Jugaremos a las _bochas_ delante de la taberna, como hacían nuestros padres.
El moribundo movió la cabeza. Con un gesto indicó a los jóvenes y a su familia que se alejaran de la cama e instó al Don a que se aproximara más. Trataba de hablar. El Don se sentó junto a la cama y acercó el oído a la boca del enfermo. Genco balbuceaba algo sobre sus años de infancia. Luego, sus ojos, negros como el carbón, adquirieron una expresión de astucia. Murmuró algo. El Don se acercó aún más y los otros se asombraron al ver que lloraba. La cavernosa voz se hizo más fuerte, llenando la habitación. Con un esfuerzo sobrehumano, Abbandando levantó la cabeza, y señalando al Don con uno de sus sarmentosos dedos, dijo:
– Padrino, Padrino, sálvame de la muerte, te lo ruego. La carne me está quemando, y siento que los gusanos me están comiendo el cerebro. Cúrame, Padrino, sé que tienes poder para hacerlo; seca las lágrimas de mi esposa. De niños, en Corleone, jugábamos juntos. ¿Vas a dejarme morir ahora? ¿No te das cuenta de que temo ir al infierno por todos los pecados que he cometido?
El Don permaneció en silencio.
– Es el día de la boda de tu hija. No puedes negarme nada -prosiguió Abbandando.
El Don habló con suavidad y en tono grave, cortando el blasfemo delirio del enfermo:
– Amigo mío, no tengo tal poder. Si lo tuviera, sería más misericordioso que Dios, no lo dudes. Pero no temas a la muerte ni al infierno. Haré que digan una misa por ti todas las noches y todas las mañanas. Tu esposa y tus hijas rezarán por ti. ¿Cómo quieres que Dios te castigue, si seremos tantos abogando por ti?
El esquelético rostro adquirió una expresión socarrona.
– Así, pues ¿está todo arreglado?
Cuando el Don respondió, su voz sonó fría, sin asomo de cordialidad.
– No blasfemes. Resígnate.
Abbandando apoyó la cabeza en la almohada. Sus ojos perdieron el destello de esperanza que hasta entonces habían mantenido. La enfermera entró en la habitación y les hizo salir. El Don se levantó, pero Abbandando le tomó de la mano.
– Padrino -dijo-, quédate junto a mí y ayúdame a encontrarme con la muerte. Quizá si te ve a mi lado, se asustará y me dejará en paz. O tal vez puedas convencerla, moviendo algunos hilos ¿eh? -El moribundo parpadeó, como si estuviera burlándose del Don, que ya no estaba tan serio como instantes antes. Enseguida añadió-: Somos hermanos de sangre, después de todo.
Y luego, como si temiera haber ofendido al Don, le tomó la mano.
– Quédate conmigo, déjame tener mi mano entre las tuyas. Venceremos al enemigo que me está atacando, como hemos vencido a los otros. No me traiciones, Padrino.
Con un gesto, el Don indicó a los demás que salieran. Una vez a solas con Genco Abbandando le tomó la seca mano entre las suyas. Con suavidad, muy amistosamente, consoló a su amigo, en espera de que llegara la muerte. Como si el Don pudiera realmente arrancar la vida de Genco Abbandando de las garras de la más loca y criminal enemiga del hombre.
El día terminó muy bien para Connie Corleone. Carlo Rizzi cumplió con su deber de esposo con destreza y vigor, estimulado por el contenido de la bolsa de la novia, que totalizaba más de veinte mil dólares. La novia, sin embargo, entregó su virginidad más a gusto que su bolsa. Tanta fue su resistencia a desprenderse del dinero, que Carlo tuvo que ponerle un ojo morado.
Lucy Mancini esperaba en su casa a que Sonny Corleone la llamara, convencida de que le pediría una cita. Finalmente, llamó a casa de Sonny, pero cuando oyó a través del hilo una voz de mujer, colgó. Lo que ella no podía saber era que prácticamente todos los invitados se habían dado cuenta de la larga ausencia de ellos dos durante la fiesta, como tampoco podía saber que se murmuraba que Santino Corleone había encontrado otra víctima, que «se había aprovechado» de la dama de honor de su propia hermana.
Amerigo Bonasera tuvo una terrible pesadilla. En sueños vio a Don Corleone ataviado con una visera, polainas y guantes, descargando unos cadáveres acribillados a balazos enfrente de la funeraria, y gritando: «Recuerda, Amerigo, ni una palabra a nadie, y entiérralos enseguida». Tan apremiantes debieron de ser sus gruñidos, que su esposa se despertó.
– ¡Eh! ¿Pero qué clase de hombre eres? -se quejó-. Mira que tener pesadillas después de una boda…
Paulie Gatto y Clemenza escoltaron a Kay Adams hasta su hotel de Nueva York. El automóvil era grande y lujoso, y lo conducía Gatto, a cuyo lado se sentó ella, mientras Clemenza lo hacía en el asiento posterior. Los dos hombres le parecieron tremendamente exóticos. Hablaban con la jerga típica de Brooklyn, pero a ella la trataron con exagerada cortesía. Durante el trayecto, la conversación se centró en menudencias, y Kay se sorprendió al observar el respeto y el afecto que parecían sentir por Michael. Pese a que éste le había hecho creer que era completamente ajeno al mundo en el que su padre se movía, Clemenza le aseguró, con su extraño lenguaje y su voz gutural, que «el viejo» estaba convencido de que Michael era el mejor de sus hijos, el que seguramente heredaría los negocios de la familia.
– ¿Qué clase de negocios son? -preguntó Kay, con toda naturalidad y con más o menos fingida inocencia.
Paulie Gatto le dirigió una rápida mirada mientras tomaba una curva.
– ¿No se lo ha dicho Michael? -respondió Clemenza en tono de sorpresa-. Don Corleone es el mayor importador de aceite de oliva italiano de Estados Unidos. Ahora que la guerra ha terminado, el negocio marchará viento en popa. Necesitará a un muchacho listo como Michael.
En el hotel, Clemenza insistió en acompañarla hasta el mostrador de recepción.
– El patrón dijo que nos aseguráramos que llegara bien -adujo, ante las protestas de la muchacha-, y debo asegurarme de que así sea.
Cuando le hubieron entregado la llave de su habitación, Clemenza la acompañó hasta el ascensor y esperó a que entrara. Ella, sonriente, se despidió con la mano y de nuevo se sorprendió al ver la amistosa sonrisa de Clemenza. Claro que su impresión hubiera sido muy diferente si hubiera podido ver al hombre de Don Corleone acercándose al recepcionista para preguntarle con qué nombre se había registrado.
El empleado del hotel miró fríamente a Clemenza. Este puso un billete en la mano del empleado, quien lo tomó inmediatamente, al tiempo que respondía: «Señora Corleone».
– Una dama muy distinguida ¿eh? -dijo Paulie Gatto, una vez en el automóvil.
– Mike se la está tirando -gruñó Clemenza.
Aunque tal vez se habían casado en secreto, pensó.
– Llámame mañana temprano -dijo a Paulie Gatto-. Hagen tiene un trabajo para nosotros. Parece que es algo delicado.
El domingo por la noche, Tom Hagen se despidió cariñosamente de su esposa y se dirigió al aeropuerto. Con su tarjeta especial de prioridad (regalo de un alto funcionario del Pentágono) no tuvo problema alguno para encontrar plaza en un avión con destino a Los Ángeles.
Para Tom Hagen, el día había sido agotador, pero se sentía satisfecho. Genco Abbandando había muerto a las tres de la mañana, y cuando Don Corleone regresó del hospital, había informado a Hagen de que a partir de aquel momento pasaba a ser el _consigliere_ oficial de la Familia. Por ello, Tom Hagen estaba seguro de que llegaría a ser un hombre muy rico, y, además -¿por qué no decirlo?-también muy poderoso.
El Don había roto una larga tradición. Los _consigliere_ habían sido siempre de sangre cien por cien siciliana. Sólo a un siciliano, a un iniciado en el sistema de la amena, la ley del silencio, podía confiársele el puesto clave de _consigliere_, Entre el cabeza de la Familia, Don Corleone, que dictaba lo que debía hacerse, y los ejecutivos, que llevaban a cabo lo ordenado por el Don, había tres abogados. De este modo, los ejecutivos no tenían contacto alguno con el más alto nivel. Para el jefe, el único peligro podía venir únicamente de un _consigliere_ traidor. Aquel domingo por la mañana, Don Corleone dio instrucciones explícitas sobre lo que debía hacerse con los dos jóvenes que habían maltratado a la hija de Amerigo Bonasera. Sin embargo, las órdenes las había dado en privado a Tom Hagen, quien a su vez, más tarde y también sin testigos, dio instrucciones a Clemenza. Este último era quien debía transmitir la orden a Paulie Gatto para que realizara el encargo, cuidara de reclutar a los hombres necesarios y dirigiera la operación. Ni Paulie Gatto ni sus hombres sabrían por qué tenían que realizar aquella tarea, ni quién la había ordenado. Para que un eslabón de la cadena se rompiera, habría sido necesario que alguien traicionara al Don, y esto nunca había ocurrido, aunque nadie aseguraba que no pudiera suceder en un futuro. En tal caso, también estaba previsto el remedio. Haciendo desaparecer el eslabón de la cadena afectado, todo solucionado.