El Padrino - Mario Puzo 9 стр.


Recibió a Hagen con ademanes corteses, y en su bronceado y perfectamente rasurado rostro apareció una levísima sonrisa. A pesar de todo su dinero, a pesar de los cuidados de los más reputados técnicos, aparentaba la edad que realmente tenía, y unas profundas arrugas surcaban su rostro. No obstante, sus movimientos poseían una enorme vitalidad, y tenía, al igual que Don Corleone, el aire del hombre que manda de un modo absoluto en el mundo donde se desenvuelve.

Hagen fue directo al grano y le informó de que era el emisario de un amigo de Johnny Fontane. Le dijo que este amigo, un hombre muy poderoso, agradecería infinitamente al señor Woltz que le concediera un pequeño favor. El pequeño favor consistía en la inclusión de Johnny Fontane en la nueva película bélica que el estudio comenzaría a rodar al cabo de una semana.

El arrugado rostro de Woltz permaneció impasible, fríamente cortés. Luego, habló con un deje de condescendencia apenas perceptible.

– ¿Cómo me demostraría su agradecimiento el amigo de Johnny Fontane?

Hagen fingió no haber reparado en la condescendencia de Woltz.

– Parece que en el horizonte hay algunos nubarrones en forma de conflictos laborales. Mi amigo puede garantizarle la desaparición de tales nubarrones. Por ejemplo, usted tiene un contrato con una estrella que hace ganar a sus estudios grandes cantidades de dinero, pero que acaba de pasarse de la marihuana a la heroína. Mi amigo le garantizaría que esa gran estrella no volvería a conseguir más heroína. Y si en el transcurso de los años se le presentara a usted algún otro pequeño obstáculo, quedaría resuelto con una simple llamada telefónica.

Jack Woltz escuchó las palabras de Hagen como lo hubiera hecho con las baladronadas de un niño. Luego, con voz cortante y en un tono deliberadamente barriobajero, preguntó:

– Intentan presionarme ¿eh?

– En absoluto -replicó Hagen con frialdad-. Me limito a pedirle un favor para un amigo. Sólo trato de explicarle que usted no perdería nada con ello.

De repente, en el rostro de Woltz se dibujó una expresión de profunda ira. Apretó los labios y sus espesas cejas teñidas de negro formaron una gruesa línea sobre sus ojos centelleantes. Se inclinó sobre la mesa, acercándose a Hagen.

– Muy bien, hijo de puta. Dejemos las cosas claras, tanto para usted como para su jefe, sea quien sea: Johnny Fontane no tendrá el papel. No me preocupa que la Mafia quiera imponerme su voluntad. Y ahora -añadió, apoyándose de nuevo en el respaldo-, quisiera darle un consejo, amigo: J. Edgar Hoover ¿ha oído hablar de él, verdad?, es amigo mío. Si le explico que me están presionando, los amigos de usted nunca sabrán de dónde habrá partido el golpe.

Hagen escuchó con paciencia. Había esperado otra actitud de un hombre de la categoría de Woltz. ¿Era posible que un individuo capaz de reaccionar de manera tan estúpida hubiera llegado a ser el propietario de una empresa valorada en centenares de millones de dólares? Era algo que debía meditar profundamente, pues el Don buscaba nuevas actividades para invertir dinero, y si los mejores cerebros de la industria cinematográfica eran tan brutos, el cine podía ser el negocio ideal. Las palabras de Woltz no habían afectado a Hagen en absoluto. Éste había aprendido del mismo Don el arte de la negociación. «Nunca te enfades -le había repetido miles de veces-. No profieras amenaza alguna. Razona con la gente». El arte del razonamiento consistía en desoír todos los insultos, todas las amenazas; algo así como poner la otra mejilla. Hagen había visto al Don sentado en una mesa de negociaciones durante ocho horas, tragando insultos, tratando de persuadir a un hombre testarudo para que cambiara su punto de vista sobre determinado asunto. Al final de las ocho horas, Don Corleone había levantado las manos en señal de desesperanza, y dirigiéndose a los otros hombres de la mesa, había dicho: «Es totalmente imposible razonar con este individuo», y acto seguido levantarse para salir de la habitación. El individuo testarudo había palidecido de terror. Alguien corrió a convencer al Don para que regresara a la mesa de negociaciones. El acuerdo se había realizado, pero dos meses más tarde, el individuo testarudo había aparecido mortalmente herido en su barbería favorita.

Así, pues, Hagen, con voz completamente serena, volvió a tomar la palabra:

– Mire mi tarjeta. Soy abogado. ¿Cree usted que pondría en peligro mi carrera? ¿He proferido alguna amenaza? Déjeme decirle que estoy preparado para aceptar cualquier condición que usted imponga para que Johnny Fontane haga la película. Creo que ofrezco mucho, teniendo en cuenta la pequeñez del favor que pido. Un favor que redundaría, creo yo, en su propio beneficio. Según me ha contado Johnny, usted mismo admite que él sería el intérprete ideal de esa película. Y permítame asegurarle que de no ser así, no le pediríamos el favor. De hecho, si le preocupa la inversión monetaria, mi cliente estaría dispuesto a financiar la película. Pero, por favor, que queden las cosas claras. Si usted se niega, entenderemos que lo hace conscientemente y por su voluntad. Nadie puede ni quiere presionarle. Sabemos de su amistad con el señor Hoover, y puedo asegurarle que mi jefe le respeta a usted mucho por eso.

Woltz había estado jugueteando con una larga pluma roja. A la sola mención de la palabra dinero se despertó su interés.

– El presupuesto de la película es de cinco millones -dijo, muy serio.

Hagen emitió un ligero silbido, para demostrar que estaba impresionado.

– Mi jefe tiene amigos que apoyarán su opinión -comentó luego sin darle importancia.

Por vez primera Woltz pareció tomar en serio el asunto y leyó atentamente la tarjeta de visita de Hagen.

– Nunca había oído hablar de usted -dijo-, aunque conozco a la mayoría de los grandes abogados de Nueva York.

– Trabajo para un solo cliente -contestó Hagen con sequedad, y se levantó, dispuesto a marcharse-. No quiero robarle más tiempo.

Tendió la mano a Woltz, que la estrechó. Hagen se dirigió a la puerta, pero antes de llegar a ella se detuvo y se volvió para mirar al productor.

– Comprendo que tiene usted que tratar con mucha gente que intenta parecer más importante de lo que en realidad es -dijo-. En mi caso ocurre lo contrario. ¿Por qué no pregunta sobre mí a nuestro mutuo amigo? Si cambia de opinión sobre el asunto, llámeme a mi hotel

Después de una corta pausa, Hagen añadió:

– Esto le parecerá un sacrilegio, pero la verdad es que mi cliente puede hacer por usted muchas cosas que no están al alcance del señor Hoover.

Vio que Woltz entornaba los ojos. El productor comenzaba a comprender. Entonces, Hagen aprovechó para concluir, en el tono de voz más amable que pudo:

– Por ejemplo, soy un gran admirador de sus películas. Espero y deseo que pueda continuar usted su excelente trabajo. Nuestro país lo necesita.

Durante la tarde de aquel mismo día, Hagen recibió una llamada telefónica de la secretaria del productor, diciéndole que antes de una hora un coche pasaría a recogerlo para llevarlo a cenar a la finca campestre del señor Woltz. La chica le dijo que el viaje duraría unos tres cuartos de hora, pero que el vehículo tenía bar y que podría tomar un aperitivo durante el trayecto. Hagen sabía que Woltz había hecho el viaje en su avión particular, y se preguntaba por qué no le había invitado. La voz de la secretaria interrumpió sus elucubraciones.

– El señor Woltz ha sugerido que lleve usted un traje de etiqueta. Mañana por la mañana él mismo le llevará al aeropuerto.

– De acuerdo -dijo Hagen.

Ya tenía otra cosa en qué pensar. ¿Cómo sabía Woltz su intención de regresar a Nueva York en avión a la mañana siguiente? Lo más probable, decidió Hagen después de meditar unos minutos, era que el productor hubiera contratado un detective para que le investigara. En consecuencia, era muy posible que Woltz ya supiera que representaba al Don, lo cual significaba que ya había averiguado algo sobre Don Corleone y que estaba dispuesto a considerar seriamente el asunto. Algo podría hacerse, después de todo, pensó Hagen. Y quizá Woltz era más listo de lo que había aparentado por la mañana.

La casa de campo de Jack Woltz parecía un lujoso escenario de película. Era una enorme mansión que recordaba las de las antiguas plantaciones, rodeada de verdes campos y circundada por un camino en herradura sembrado de tierra negra, por establos y por pastos para una manada de caballos. Las cercas y los jardines estaban tan bien cuidados como el rostro de una estrella de la pantalla.

Woltz saludó a Hagen en un porche acristalado, en cuyo interior se disfrutaba de un ambiente perfectamente climatizado. El productor iba vestido con sencillez. Llevaba una camisa de seda azul con el cuello abierto, unos pantalones color mostaza y unas sandalias de cuero. Enmarcada en el lujoso y multicolor ambiente, su arrugada cara destacaba notablemente. Ofreció a Hagen un _martini_ y se sirvió otro, de una bandeja en la que había otros vasos llenos de diversas bebidas. Parecía más amistoso que por la mañana.

– Como todavía tenemos un poco de tiempo antes de cenar -dijo, apoyando la mano en el hombro de Hagen-, vamos a echar una mirada a mis caballos.

Mientras se dirigían a los establos, prosiguió:

– Me he enterado de quién es usted, Tom; debería haberme dicho que su jefe es Corleone. Pensé que era usted un picapleitos de tres al cuarto que Johnny enviaba para asustarme. Y yo no me asusto, aunque por supuesto tampoco deseo tener enemigos. Bueno, hablemos de otras cosas y dejemos los negocios para después de la cena.

Sorprendentemente, Woltz demostró ser un anfitrión muy amable y considerado. Explicó sus nuevos métodos, con los cuales convertiría su cuadra en la mejor del país. Hagen comprobó que los establos estaban construidos a prueba de incendios, desinfectados hasta el máximo, y protegidos por un equipo de guardas privados. Finalmente, Woltz lo acompañó hasta un establo especial, en cuya puerta estaba clavada una enorme placa de bronce. En la placa se leía la palabra JARTUM.

El caballo que ocupaba el establo era, incluso a los ojos inexpertos de Hagen, un animal hermosísimo. La piel de Jartum era de un negro intenso, a excepción de una mancha blanca que tenía en la ancha frente. Sus grandes ojos color marrón brillaban como manzanas doradas, y su negra piel parecía de seda.

– Es el mejor caballo de carreras del mundo -dijo Woltz, con orgullo infantil-. Lo compré el año pasado en Inglaterra por seiscientos mil dólares. Apuesto cualquier cosa a que ni siquiera los zares rusos llegaron a pagar tanto por un solo caballo. Pero no voy a hacerlo correr; sólo quiero que constituya un adorno para mis establos. Voy a tener la mejor cuadra americana de todos los tiempos.

Mientras acariciaba la negra crin del noble animal, murmuró para sí:

– Jartum, Jartum.

Su voz sonaba amorosa, y el animal pareció reconocerla. Luego, Woltz dijo a Hagen:

– Soy un buen jinete, como debe usted saber; y eso que empecé a montar a los cincuenta años -soltó una carcajada y añadió-: Tal vez alguna de mis antepasadas, allá en Rusia, fue raptada por un cosaco, y yo llevo su sangre.

Regresaron a la mansión para cenar. La mesa estuvo servida por tres camareros que trabajaban a las órdenes de un mayordomo. Los cubiertos eran de oro y plata, pero la comida, en opinión de Hagen, fue mediocre. Era evidente que Woltz vivía solo y que el productor no era hombre que se preocupara demasiado de la comida. Hagen esperó a que ambos hubieran encendido sus respectivos habanos.

– ¿Tendrá o no tendrá Johnny el papel? -preguntó Hagen entonces.

– Imposible -dijo Woltz-. No podría dar el papel a Johnny aunque quisiera. Los contratos ya están firmados y empezaremos el rodaje la próxima semana. No existe posibilidad alguna de cambiar las cosas.

– Señor Woltz -dijo Hagen con cierta impaciencia-, la gran ventaja de tratar con el jefe supremo es que una excusa como ésta no es válida. Usted puede hacer todo lo que quiera. ¿Acaso no cree que mi cliente cumpla las promesas?

– Creo que voy a tener problemas laborales -dijo Woltz, ásperamente-. Goff me lo advirtió, el muy cerdo, y por el tono de sus palabras, nadie hubiera imaginado que le estoy pagando cien mil dólares anuales, bajo mano. También creo que pueden ustedes lograr que mi supuesta estrella masculina deje la heroína. Pero todo esto me tiene sin cuidado, pues puedo financiar mis propias películas. Odio profundamente a ese cerdo de Fontane. Diga a su jefe que no puedo hacerle el favor que me pide, pero que estoy dispuesto a complacerle en cualquier otra cosa. En todo lo que pida.

Hagen se preguntó para qué diablos le había hecho ir a su finca. El productor estaba tramando algo.

– No creo que entienda usted la situación -dijo Hagen fríamente-. El señor Corleone es el padrino de Johnny Fontane. Como usted seguramente sabe, se trata de una relación religiosa, sagrada y muy íntima.

Woltz inclinó respetuosamente la cabeza ante la referencia que Hagen acababa de hacer a la religión.

– Los italianos dicen que la vida es tan dura que el hombre debe tener dos padres que velen por él -prosiguió Hagen-, por eso todos tienen un padrino. Dado que el padre de Johnny murió, el señor Corleone se siente obligado a velar por su ahijado. Además, quisiera que tuviera usted en cuenta que el señor Corleone es un hombre muy sensible. Nunca pide un segundo favor a quien ya le ha negado uno.

Woltz se encogió de hombros.

– Lo siento. La respuesta sigue siendo no. Pero ya que está usted aquí ¿cuánto me costaría arreglar lo del problema laboral? El pago sería inmediato y en efectivo.

Eso esclareció una de las preguntas que Hagen se habían planteado. Ya sabía por qué Woltz le dedicaba tanto tiempo, pese a haber decidido negar el papel a Johnny. Hagen comprendió que no podría cambiar nada, al menos en el curso de aquella entrevista. Woltz se sentía seguro, y no temía en absoluto el poder de Don Corleone. Desde luego, con sus relaciones con destacados políticos, su amistad con el jefe del FBI, su enorme fortuna personal y su inmenso poder en la industria cinematográfica, ni siquiera Don Corleone podía amenazarlo. Cualquier hombre inteligente, y Hagen lo era, hubiera pensado que Woltz había sabido valorar correctamente su posición. Nada podría hacer el Don si el productor estaba dispuesto a afrontar las pérdidas causadas por la huelga. Sin embargo, había algo más, algo con lo que Woltz no contaba. El Don había prometido a su ahijado que obtendría el papel de protagonista en la película, y que Hagen supiera, Don Corleone nunca había faltado a su palabra.

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