– Considero, se?or, que est?is abusando de la bondad y la confianza que siempre os he demostrado. ?Qui?n sois? ?Qui?n os ha dado permiso para emplear conmigo ese tono insolente?
?l se inclin? y volvi? a ser el hombre fr?o e indiferente de siempre y, tras recuperar su habitual tono zumb?n, dijo:
– Os felicito, se?orita, por la rapidez con que comenz?is a adaptaros al gran papel que vais a interpretar. -Adaptaos vos tambi?n, se?or m?o -replic? ella volvi?ndole la espalda.
– ?Adaptarme a ser polvo vil bajo el altivo pie de la se?ora marquesa? -pregunt?-. Espero que sabr? ocupar mi lugar en el futuro.
Esa frase detuvo a Aline. Al volverse de nuevo, Andr?-Louis percibi? en sus ojos un brillo sospechoso. Y por un momento la burla del joven se tradujo en arrepentimiento.
– ?Oh, Dios, he sido un necio, Aline! -exclam? avanzando hacia ella-. Te pido que olvides lo que he dicho.
Al volverse, ella casi ten?a la intenci?n de pedirle perd?n tambi?n. Pero la contrici?n de ?l hizo que no fuera necesario.
– Tratar? de olvidarlo -dijo ella-, siempre y cuando prometas no ofenderme de nuevo.
– No, no lo har? -contest? ?l-. Pero yo soy as?. Luchar? por salvarte hasta el fin; luchar? contra ti misma si es necesario, me perdones o no.
As? estaban los dos, frente a frente, un poco como ret?ndose, cuando otras personas salieron al porche.
El primero en salir fue el se?or marqu?s de La Tour d'Azyr, conde de Solz, caballero de las ?rdenes del Esp?ritu Santo y de Saint Louis, y general de brigada del ej?rcito del rey. Era un caballero alto, de talante gentil, marcial, y expresi?n desde?osa. Iba magn?ficamente ataviado con casaca de terciopelo morado adornada de oro. Su chaleco, tambi?n de terciopelo, ten?a el tono dorado del albaricoque. El calz?n y sus medias eran de seda negra, y los zapatos de raso ten?an tacones de laca roja y hebillas con diamantes. Sus cabellos empolvados se recog?an en la nuca con una ancha cinta de seda; debajo del brazo llevaba un tricornio y de su cinto colgaba una espada con empu?adura de oro.
Ahora que estudiaba al caballero con absoluta imparcialidad, al ver la magnificencia de su porte, la elegancia de sus movimientos, su gentil y desde?osa expresi?n, Andr?-Louis tembl? por Aline. Ante sus ojos ten?a al irresistible conquistador cuyos galanteos le hab?an convertido en la comidilla de todos, en la desesperaci?n de las viudas con hijas en edad de merecer y en la desolaci?n de los maridos con esposas atractivas.
Contrastando con ?l, le segu?a de cerca el se?or de Kercadiou. Las cortas piernas del se?or de Gavrillac soportaban a duras penas un cuerpo que a los cuarenta y cinco a?os empezaba a inclinarse hacia la obesidad y una enorme cabeza llena de indiferencia hacia todo. Su rostro era sonrosado y estaba levemente marcado por las huellas de la viruela, que de joven estuvo a punto de acabar con su vida. Su atav?o mostraba un descuido rayano en el desaseo, y a esto, sumado el hecho de no haberse casado nunca -despreciando el primer deber de un caballero, que es tener un heredero-, deb?a la fama de mis?gino que le atribu?an en la comarca.
Detr?s del se?or de Kercadiou iba Philippe de Vilmorin, muy p?lido y control?ndose, con los labios apretados y el ce?o fruncido.
En eso, un elegante joven descendi? del carruaje y sali? a encontrarse con ellos. Era el caballero de Chabrillanne, primo del se?or de La Tour d'Azyr, quien, en tanto que aguardaba el regreso de su pariente, hab?a observado con creciente inter?s, y sin que nadie notara su presencia, el paseo de Andr?-Louis con Aline por la terraza.
Al ver a Aline, el se?or de La Tour d'Azyr se apart? de sus acompa?antes y se dirigi? hacia ella. El marqu?s inclin? la cabeza para saludar a Andr?-Louis, con aquella mezcla de cortes?a y condescendencia que le era habitual. Socialmente, el joven abogado estaba en una extra?a situaci?n. Por su origen, no pod?a clasificarse entre los nobles ni entre los plebeyos, y mientras ninguna de las dos clases le reclamaba como suyo, ambas lo trataban con id?ntica familiaridad. Devolvi? fr?amente al marqu?s su saludo y, con discreci?n, se apart? de ?l y de Aline para ir a reunirse con su amigo.
El marqu?s tom? la mano que la joven le tend?a y la llev? a sus labios.
– Se?orita -dijo mirando el azul profundo de sus ojos que a su vez le sonre?an-. Vuestro se?or t?o me ha permitido el honor de cortejaros. ?Quer?is hacerme el honor de recibirme ma?ana? Tengo algo de gran importancia que comunicaros.
– ?De gran importancia, se?or marqu?s? Casi me asust?is…
Pero el sereno rostro de la joven no denotaba temor alguno. No en balde Aline se hab?a graduado en la versallesca escuela del artificio.
– Nada m?s lejos de mi intenci?n -dijo ?l.
– Pero, se?or, ?es un asunto de gran importancia para vos o para m??
– Espero que para los dos -respondi? ?l, lanz?ndole una ardiente mirada.
– Despert?is mi curiosidad, se?or. Y, por supuesto, como soy una sobrina muy sumisa, me sentir? honrada recibiendo vuestra visita.
– Soy yo quien se sentir? honrado. Que sea ma?ana a esta hora, pues.
?l volvi? a inclinarse y se llev? los dedos de ella hasta sus labios. A su vez, ella hizo una reverencia para romper el hielo. Despu?s, sin otra cosa que esta mera formalidad se separaron.
La joven estaba un poco aturdida ante la innegable belleza de aquel hombre, ante su aire principesco y la seguridad que parec?a emanar de su poder?o. Casi involuntariamente, lo compar? con el hombre que acababa de criticarla -el delgado e imprudente Andr?-Louis, con su casaca pardusca y aquellos zapatos sencillos con hebillas de acero- y se sinti? culpable de una imperdonable ofensa por haberle permitido que criticara al marqu?s. Al d?a siguiente el se?or de La Tour d'Azyr se presentar?a ante ella para ofrecerle una gran posici?n, un encumbrado t?tulo. Y ella ya hab?a menoscabado la dignidad de aquel t?tulo prest?ndose a o?r palabras insolentes. Nunca m?s volver?a a tolerarlo; no cometer?a otra vez la puerilidad de permitirle a Andr?-Louis que se expresara en t?rminos denigrantes al hablar de un hombre en comparaci?n con el cual no era m?s que un lacayo.
Estos argumentos, surgidos espont?neamente de su vanidad, de su ambici?n, y de su enorme disgusto, no eran del todo convincentes.
Mientras tanto, el se?or de La Tour d'Azyr subi? a su carruaje, no sin antes despedirse brevemente del se?or de Kercadiou y de Philippe de Vilmorin, quien, en respuesta a sus palabras, se hab?a inclinado en se?al de silencioso asentimiento.
La carroza parti?. Detr?s, muy derecho en su puesto, iba el lacayo de peluca empolvada con su casaca azul y oro, mientras el se?or de La Tour d'Azyr, desde la ventana, le dec?a adi?s a Aline, quien respond?a a su vez con un adem?n de la mano.
Philippe de Vilmorin tom? del brazo a su amigo, y le dijo:
– Vamos, Andr?.
– Pero ?por qu? no os qued?is los dos a comer? -exclam? el hospitalario se?or de Gavrillac-. Beberemos brindando por… -a?adi? haciendo un gui?o dirigido a la joven que se acercaba. El bueno del se?or de Gavrillac carec?a de astucia.
Philippe de Vilmorin deplor? que una cita contra?da anteriormente le impidiera aceptar tal honor. Se mostraba muy grave.
– ?Y t?, Andr?? -le pregunt? a su ahijado.
– ?Yo? No puedo quedarme; tambi?n he sido citado, padrino -minti?- Y tengo mi superstici?n contra los brindis…
En realidad Andr?-Louis no quer?a quedarse all?. Estaba enojado con Aline por el risue?o recibimiento que le hab?a dispensado al marqu?s de La Tour d'Azyr y por el s?rdido negocio que la convert?a en mercanc?a. Sufr?a una terrible desilusi?n.
CAP?TULO III La elocuencia de Vilmorin
Mientras bajaban la colina, Vilmorin permanec?a callado mientras Andr?-Louis hablaba. El tema de su peroraci?n era la mujer en sentido general. Pretend?a haberla descubierto aquella ma?ana, y las frases que se le ocurr?an sobre las mujeres eran poco halag?e?as y, en ocasiones, casi groseras. Philippe de Vilmorin apenas le escuchaba; aunque pueda parecer extra?o en un joven franc?s de su tiempo, no le interesaban las mujeres. El pobre Philippe era una excepci?n en muchos aspectos.
Frente a El Bret?n Armado -posada y casa de postas situada a la entrada del pueblo de Gavrillac-, Philippe interrumpi? a su compa?ero justo cuando llegaba a la culminaci?n de su diatriba contra las mujeres, devolvi?ndolo s?bitamente a la realidad, pues entonces advirti? la carroza del marqu?s de La Tour d'Azyr parada ante la puerta del mes?n.
– No puedo creer que no me hayas estado escuchando -dijo Andr? a su amigo.
– De haber estado menos absorto en tu propio discurso, lo hubieras notado antes y te habr?as ahorrado la saliva. La verdad es que me das pena, Andr?. Parece que has olvidado por completo a qu? hemos venido. Sabes muy bien que estoy citado aqu? con el marqu?s, quien desea que le explique mejor el asunto. All? arriba, en Gavrillac, no pod?a resolverse nada. No era el momento oportuno. Pero conf?o en el marqu?s.
– ?Conf?as… en qu??
– En que har? cuanto est? en sus manos para reparar el da?o. Se encargar? de la viuda y de los hu?rfanos. Si no fuera as?. ?Por qu? habr?a de querer o?rme de nuevo?
– ?Me extra?a tanta condescendencia en ?l! -exclam? Andr?-Louis, y a?adi?-:
El marqu?s abri? desmesuradamente los ojos.
– ?Qu? causa? -exclam? mir?ndole por encima del hombro.
– ?C?mo que qu? causa? Me refiero a la causa de la viuda y los hu?rfanos del infortunado Mabey.
El marqu?s dej? vagar la mirada de Vilmorin a su primo, quien de nuevo se ech? a re?r, d?ndose esta vez una palmada en la rodilla.
– Me parece -dijo lentamente el marqu?s- que ha habido un malentendido. Yo os ped? que vinierais aqu? porque el castillo de Gavrillac no era el sitio m?s adecuado para tener una discusi?n, y porque vacil? en haceros recorrer el largo camino que hay hasta mi castillo. Pero a m? solamente me interesan ciertas frases pronunciadas por vos en el castillo de Gavrillac. Es a causa de esas frases por lo que est?is aqu? y por lo que quiero o?r vuestras explicaciones… si quer?is honrarme con ellas.
Andr?-Louis empez? a notar algo siniestro en el aire. Su intuici?n era m?s r?pida que la de Vilmorin, quien ?nicamente se sent?a un poco sorprendido.
– No comprendo, caballero -dijo el joven seminarista-. ?A qu? frases os refer?s?
– Parece, se?or m?o, que debo refrescaros la memoria -dijo el marqu?s lade?ndose en su c?modo asiento de modo que, al fin, qued? frente a Philippe de Vilmorin-. Os referisteis, muy elocuentemente a pesar de estar completamente errado, a la «infamia» del hecho de sumaria justicia realizado por un criado m?o sobre ese tal Mabey, o como se llame ese ladr?n. «Infamia» fue precisamente la palabra empleada por vos. Y no os retractasteis de ella ni siquiera cuando tuve el honor de informaros que mi guardabosque actu? as? cumpliendo una orden m?a.
– Si fue un acto infame -dijo Vilmorin-, eso es algo que no puede cambiarlo la alcurnia de la persona responsable. Lejos de ser un atenuante, la altura de esa alcurnia es un agravante.
– ?Ah! -dijo el marqu?s sacando una tabaquera de oro de su bolsillo-. Un acto infame, dec?s… ?He de entender que ya no est?is tan convencido de esa «infamia» como, al parecer, lo estabais antes?
Philippe de Vilmorin estaba perplejo. No acababa de comprender adonde pretend?a ir a parar con todo aquello.
– Se me ocurre pensar, se?or marqu?s, en vista de vuestro deseo de asumir tal responsabilidad, que tal vez est?is convencido de tener alguna justificaci?n que escapa a mi entendimiento.
– As? est? mejor, mucho mejor.
El marqu?s tom? un poco de rap? y luego sacudi? el polvo que hab?a ca?do sobre el encaje de su chorrera. Entonces prosigui?:
– Me alegra que por fin comprend?is que, no siendo vos propietario, no ten?ais clara idea del caso y pod?ais haberos lanzado a una conclusi?n precipitada e injustificable. Que esto sea un aviso para vos, de ahora en adelante. Cuando os diga que desde hace meses me vienen molestando con parecidos saqueos, comprender?is tal vez que era necesario imponer un correctivo lo bastante en?rgico para acabar con ellos. Ahora que esa gentuza sabe el riesgo que corre, creo que al fin mis cotos de caza quedar?n protegidos. Y a?n hay algo m?s, se?or de Vilmorin. No me enoja tanto el robo en s? como el desprecio hacia mi absoluto e inviolable derecho. Hay, se?or m?o, como no habr?is dejado de observar, un diab?lico esp?ritu de rebeld?a en el ambiente, y s?lo existe un modo de hacerle frente. La tolerancia, incluso la m?s leve, la indulgencia m?s insignificante que practiquemos hoy, nos obligar? ma?ana a tener que tomar medidas m?s duras. Estoy seguro de que me comprend?is y de que tambi?n apreciar?is mi condescendencia al explicaros cosas que en modo alguno tengo que explicarle a nadie. Si algo de lo que acabo de decir no os parece suficientemente claro, os ruego acud?is a las leyes de caza, de las que vuestro amigo el abogado puede daros una idea.
Y dicho esto, el caballero se volvi? de nuevo hacia el fuego. Era como si hubiera dado por terminada la entrevista. Y, sin embargo, el perplejo y vagamente inquieto Andr?-Louis no ten?a la misma impresi?n. El joven abogado pensaba que aquella disertaci?n era tan extra?a como sospechosa. Sospechaba que el arist?crata fing?a dar explicaciones con palabras corteses mientras que, en realidad, no hac?a sino estimular y aguijonear con su tono calculadamente insolente la impaciencia de un hombre con las ideas de Philippe de Vilmorin. Y esto fue precisamente lo que sucedi?.
Philippe se puso en pie.
– ?Pero es que no hay en el mundo otras leyes que las de caza? -pregunt? en?rgicamente-. ?No hab?is o?do hablar jam?s de las leyes que no est?n escritas, las leyes de la humanidad?
El marqu?s suspir? fastidiado de tener que continuar la conversaci?n:
– ?Y qu? tengo yo que ver con las leyes de la humanidad? -dijo extra?ado.
Vilmorin le mir? un instante sin saber, en medio de su estupor, c?mo contestarle.
– Nada, se?or marqu?s; lo veo claramente. Pero ojal? no teng?is que recordarlo cuando os ve?is precisado de apelar a esas leyes de las que ahora os burl?is.
El se?or de La Tour d'Azyr ech? atr?s la cabeza con gesto altanero.
– ?Qu? significan esas palabras? No es la primera vez que hoy os expres?is en t?rminos ambiguos que acaso pudieran contener una velada amenaza.
– No es una amenaza, se?or marqu?s, es… una advertencia. Una advertencia de que actos como este que se ha cometido contra un ser humano, una criatura de Dios… ?Oh, pod?is burlaros, se?or, pero esas gentes tambi?n son criaturas de Dios, ni m?s ni menos como vos y como yo… aunque esa idea pueda herir vuestro orgullo! A los ojos de Aquel que todo lo ve…
– Por favor, no me ech?is ahora un serm?n, futuro se?or abate.
– Os burl?is, se?or marqu?s. Os re?s. ?Os reir?is acaso cuando Dios os pida cuenta de la sangre y del saqueo que manchan vuestras manos?
– ?Se?or! -grit? el caballero de Chabrillanne haciendo restallar esa palabra como un l?tigo y poni?ndose en pie de un salto. Pero el marqu?s lo contuvo.
– Sentaos, caballero. Hab?is interrumpido al se?or abate y me gustar?a seguir oy?ndole. Me interesan mucho sus raras teor?as.
Un poco apartado de los dem?s, Andr? tambi?n se hab?a puesto en pie, realmente alarmado ante la expresi?n que ley? en el hermoso rostro del se?or de La Tour d'Azyr. Entonces se acerc? a la chimenea y tom? del brazo a su amigo:
– Ser? mejor que nos vayamos -le dijo.
Pero Philippe de Vilmorin, dando rienda suelta a la pasi?n largo tiempo reprimida, se precipit? sin reflexionar:
– ?Oh, se?or! -dijo-, pensad en lo que sois y lo que ser?is. Deteneos a pensar c?mo vos y los vuestros viv?s exclusivamente de abusos que, a la larga, s?lo pueden acarrear otros abusos.
– ?Revolucionario! -espet? el marqu?s con desprecio-. ?Ten?is el descaro de presentaros ante m? para soltarme esa f?tida jerga de los que ahora os hac?is llamar intelectuales?
– ?Jerga? ?Lo pens?is as? de veras? ?Os parece una jerga recordarle al se?or feudal c?mo oprime en su provecho todo lo que encuentra a su paso? ?No ejerce sus derechos sobre las aguas del r?o, sobre el fuego devorador, sobre el pan, la hierba o la cebada del pobre, en fin, sobre el viento que hace girar las aspas del molino? La verdad de mi jerga os dice que el pobre campesino no puede dar un paso en el sendero, cruzar un puente sobre el r?o ni comprar una vara de tela sin tropezarse con la rapacidad feudal y sin que lo carguen con impuestos feudales. ?No os parece ya bastante, se?or marqu?s? ?Debe exigirse tambi?n la m?sera vida de cada uno en pago del menor delito contra vuestros sacrosantos privilegios, sin que os importe que queden viudas y hu?rfanos desvalidos? ?No est?is contentos si vuestra sombra no sobrevuela el pa?s como una maldici?n? ?Acaso vuestro orgullo os hace creer que Francia, este paciente Job de las naciones, ha de sufrir eternamente?
Philippe se detuvo como aguardando una respuesta. Pero no hubo r?plica. El marqu?s le contemplaba extra?amente, con ojos siniestros y sonriendo a medias, desde?osamente.
– Vamonos, Philippe -dijo Andr?-Louis tirando de la manga de su amigo.
Pero el joven seminarista se libr? de su mano, y sigui? hablando exaltado:
– ?No veis c?mo se amontonan las nubes anunciando tormenta? ?Imagin?is quiz? que la Asamblea Nacional convocada por Necker y prometida para el a?o que viene s?lo os dar? nuevos medios para contribuir a la bancarrota del Estado? Os enga??is. En esa reuni?n, el Tercer Estado, al que tanto despreci?is, ser? la fuerza preponderante y hallar? la forma de poner fin a la llaga gangrenosa de los privilegios que devora a nuestro desgraciado pa?s.
El marqu?s se movi? en su sill?n y al fin contest?:
– Ten?is, caballero, el peligroso don de la elocuencia. Es un don que no emana tanto de vuestra causa como de vos mismo. Porque, despu?s de todo, ?qu? es lo que me ofrec?is? Los platos recalentados de los efusivos discursos pronunciados en vuestros salones literarios e inspirados en m?seros emborronadores de papel como Voltaire, Jean-Jacques y otros. Entre vuestros j?venes fil?sofos no hay ni uno s?lo con suficiente talento para comprender que somos una clase consagrada por derecho de antig?edad y que, al defender nuestros derechos y privilegios, nos asiste la autoridad de los siglos.
– La humanidad -replic? Philippe- es m?s antigua que la aristocracia. Los derechos del hombre empezaron cuando el hombre fue creado.
El marqu?s se ech? a re?r, encogi?ndose de hombros.
– He ah? una respuesta que deb?a haberme esperado. Es la misma cantinela de todos los fil?sofos.
Entonces terci? el caballero de Chabrillanne:
– ?Para qu? tantos rodeos? -dijo a su primo con impaciencia.
– Para llegar hasta este punto -respondi? el marqu?s-. Primero quer?a estar bien seguro.
– A fe m?a que ahora no pod?is tener ninguna duda.
– Ahora no.
El marqu?s se levant? y se volvi? a Vilmorin, quien no hab?a comprendido el sentido del breve di?logo entre La Tour d'Azyr y su primo.
– Se?or abate -dijo el arist?crata-, realmente ten?is el peligroso don de la elocuencia. Ese don puede arrastrar a otros hombres a su ruina. De haber nacido caballero, no hubierais adquirido con tanta facilidad esos falsos puntos de vista que proclam?is.
El se?or de Vilmorin le mir? fijamente sin comprender.
– ?De haber nacido yo caballero? -repiti? lentamente y confundido-. Pero he nacido caballero, se?or. Mi familia es tan antigua y mi sangre tan pura como la vuestra.
El marqu?s enarc? las cejas y pesta?e? con indulgente sonrisa. Sus ojos obscuros y l?quidos se clavaron en el rostro de Philippe de Vilmorin.
– Temo que en ese punto os han enga?ado.
– ?Enga?ado…?
– Vuestros sentimientos delatan la indiscreci?n en la que, sin duda, incurri? vuestra se?ora madre.
Despu?s de aquel insulto brutal en son de burla, dicho con total frialdad, sobrevino un silencio sepulcral. Andr?-Louis permanec?a mudo, aterrado, mientras su amigo escudri?aba el rostro del se?or de La Tour d'Azyr como buscando un significado que se le escapaba. S?bitamente entendi? la vil afrenta. La sangre le subi? a las mejillas y la indignaci?n ardi? en sus ojos. Un convulsivo estremecimiento lo sacudi?. Entonces, tras lanzar un grito inarticulado, alz? la mano y le propin? una bofetada al marqu?s en su cara burlona.