El Abisinio - Rufin Jean-christophe 2 стр.


Era muy poco frecuente que un extranjero se aventurase por la ciudad vieja de El Cairo. Desde el siglo XVI, y en virtud de las capitulaciones que el Jeir Eddin Barbarroja habia firmado con Francia, los europeos gozaban de la proteccion del Gran Turco. Pero aunque podian comerciar libremente y disfrutar de ciertos derechos, los cristianos nunca estaban tranquilos. Las constantes reyertas dividian a los egipcios; era habitual que el pacha se sublevara contra las milicias, los jenizaros contra los beyes, los beyes contra los imanes y los imanes contra el pacha, si no era al reves. Cuando las facciones musulmanas se concedian una tregua y fingian una breve reconciliacion, era porque todos se unian unanimemente contra los cristianos. Pero el asunto no iba nunca demasiado lejos; mandaban apalear a uno o dos, y de inmediato todo volvia al orden, es decir, a la discordia. Sin embargo, esto bastaba para que los francos, como se les llamaba entonces, juzgaran prudente salir lo menos posible del barrio que se les habia asignado.

Por esta razon aun era mas sorprendente ver a alguien de maneras tan desenvueltas como las del joven que caminaba aquella tarde por las callejuelas de la ciudad vieja de El Cairo. Habia salido poco antes de una casa arabe, cerrando tras de si una humilde puerta de madera y ahora se dirigia hacia el dedalo de la ciudad con la seguridad familiar de un autoctono, y aunque a todas luces era un franco, no hacia ningun esfuerzo por disimularlo. El jamsin habia soplado toda la manana su aire torrido y saturado de arena, de forma que incluso en aquellas calles estrechas, al amparo de la sombra, el ambiente era sofocante y seco. El joven, ataviado con una simple camisa ligera de cuello abierto, calzas de tela y botas flexibles, iba con la cabeza al descubierto y llevaba un jubon de pano azul marino en el brazo. Frente a la mezquita de Hassan se cruzo con dos arabes ancianos; ambos le dirigieron un saludo amable al que respondio con una palabra en su idioma, sin detenerse. Todos sabian en la ciudad que se llamaba Jean-Baptiste Poncet y que desempenaba un cargo importante en la corte del pacha, con caracter extraoficial, evidentemente, pues no era turco.

El joven musculoso, lleno de vigor, de hombros anchos y cuello poderoso, se habia preguntado muchas veces por que el destino no habia querido servirse de el para las galeras, para las que parecia destinado. Sobre aquel cuerpo robusto de una inopinada finura se erguia una cabeza alargada y juvenil, poblada de cabellos negros que enmarcaban un rostro donde resaltaba el brillo glauco de su mirada. Sus rasgos carecian de simetria; el pomulo izquierdo era un poco mas alto que el derecho, y la curiosa disposicion de sus ojos acentuaba la intensidad de su mirada. No obstante, esta imperfeccion imprimia fuerza y misterio a su sencillez.

Jean-Baptiste Poncet habia llegado a El Cairo tres anos atras, y con el tiempo se habia convertido en el medico mas afamado de la ciudad. Aquel mes de mayo de 1699 habia cumplido veintiocho anos.Al caminar balanceaba en la mano un maletin que contenia algunos de los remedios elaborados personalmente con ayuda de su socio. Los frascos chocaban unos con otros, produciendo un tintineo ahogado por el cuero. Jean-Baptiste se entretenia poniendole ritmo a aquel cascabel cristalino que acompanaba sus pasos, y miraba al frente con una sonrisa apacible, a sabiendas de que era observado desde muchas persianas y celosias de madera. En todas las casas era bien recibido, ya fuera para ejercer su arte o para compartir con sus generosos vecinos un te o una cena como un invitado mas. Conocia gran parte de los pequenos secretos de la ciudad -y hasta de una pequena parte de los grandes-, y estaba acostumbrado a ser objeto de la curiosidad de todo el mundo, sobre todo de las mujeres en esos harenes oscuros donde se cuece el deseo y la intriga. El joven aceptaba la situacion sin complacencia ni pasion y, aunque ya no le divertia tanto como al principio, no le importaba desempenar el papel del animal acosado por miles de ojos que vigilan el menor de sus movimientos.

En su camino paso cerca del bazar de perfumes y luego llego a la orilla del Kalish. Remonto durante unos minutos el curso casi seco de ese riachuelo que, en otras estaciones, las tempestades inundaban repentinamente, y luego siguio caminando por el estrecho puente de casas que lo franqueaba. Alli siempre se congregaba algo de gente, pues era la unica via de acceso que unia la ciudad vieja de El Cairo con los barrios arabes. Pero aquel dia habia mas agitacion que de costumbre, de modo que Jean-Baptiste se abria camino con dificultad. Cuando estaba en medio del puente se dio cuenta de que pasaba algo raro y distinguio la espesa humareda que salia de una de aquellas viviendas. Segun le dijeron, las ascuas de un hornillo habian prendido fuego a la casa de un comerciante de tejidos. Para sofocar las llamas, una multitud de egipcios vocingleros cargaban a todo correr con cubos de agua que extraian de un pozo vecino. El incendio pronto estaria controlado y no habia catastrofe que temer. No obstante, en esta ciudad donde los acontecimientos eran tan escasos, el incidente estaba causando tal tumulto que casi se hacia imposible avanzar. Asi pues, Jean-Baptiste continuo abriendose paso a codazos. En la desembocadura del puente, en el extremo opuesto a aquel por donde el joven habia llegado, el gentio inmovilizaba una carroza de caballos. Cuando estuvo a su altura, Jean-Baptiste vio el blason del consul de Francia en el carruaje y empezo a empujar aun con mas impetu a los mirones para escapar cuanto antes de aquel lugar.

Aunque oficialmente estaba registrado como farmaceutico, Poncet ejercia la medicina ilegalmente pues carecia de diploma. A los turcos no les importaba, pero sus compatriotas lo consideraban un individuo sospechoso, sobre todo cuando habia medicos titulados, lo que afortunadamente no era el caso en ese momento. Las denuncias ya le habian obligado a abandonar dos ciudades, asi que por prudencia solia mantenerse alejado del consul, que era el representante de la ley para todas las cuestiones concernientes a los francos.

Cuando estaba a punto de dejar atras la carroza, con la cabeza encogida entre los hombros y la vista dirigida hacia otro sitio, oyo que alguien lo llamaba imperiosamente en frances:

– ?Senor, se lo ruego! ?Senor! ?Podria decirnos que pasa?

Jean-Baptiste temia al consul, pero al percatarse de que afortunadamente se trataba de una voz femenina se acerco. Una dama sacaba la cabeza por la portezuela, disponiendose a bajar. Hacia un calor insoportable y la pobre mujer transpiraba a mares; se le habia corrido el colorete y el albayalde que se habia aplicado en la cara no era mas que una nivea capa de grietas. Saltaba a la vista que aquellas estrategias artificiales, destinadas a retrasar el paso de los anos, solo conseguian acelerarlo mas. Si el ruinoso maquillaje no le hubiera causado tantos estragos en el rostro, se habria podido contemplar una mujer de cincuenta anos, sencilla y sonriente, que aun conservaba parte de su antigua belleza en su mirada azul, pero sobre todo un semblante timido, tierno y bondadoso.

– ?Podria decirnos a que se debe tanto alboroto? ?Cree usted que corremos algun peligro?

Jean-Baptiste reconocio a la esposa del consul, a quien habia visto en alguna ocasion en el jardin de la legacion.

– Se acaba de producir un incendio, senora, a eso se debe esta aglomeracion, pero todo volvera enseguida a la normalidad.

La dama hizo un ademan de alivio, y despues de agradecer amablemente sus atenciones al joven volvio a entrar en el carruaje, se acomodo en el asiento y empezo a sacudir de nuevo el abanico. En ese momento Jean-Baptiste advirtio que no estaba sola. Un rayo de luz oblicua se reflejaba en el Kalish, iluminando a la joven que se sentaba enfrente.

No es preciso decir que los defectos de una resaltaban las cualidades de la otra; es mas, ambas eran completamente opuestas. El emplasto que abotargaba la piel de la esposa del consul contrastaba con la tersura natural de la joven. Y la angustia impaciente de la primera ensalzaba la serenidad inmovil de la damisela. Jean-Baptiste no habria sabido describir a aquella muchacha que encarnaba la imagen de la belleza, y tal vez por eso solo pudo captar una impresion general. Unicamente reparo en un detalle absurdo y adorable, unas cintas azules de seda que anudaban las trenzas de su tocado. Jean-Baptiste miro a la joven completamente extranado y, aunque no le faltaba audacia, estaba tan sorprendido que no pudo hacerse una idea real de su cara. La carroza arranco bruscamente con un latigazo del cochero, interrumpiendo la muda conversacion de sus miradas. Jean-Baptiste se quedo alli plantado en medio del puente, desconcertado y feliz.

«Diablos, nunca habia visto nada semejante en El Cairo», se dijo.

Y continuo a paso mas lento hasta el barrio franco donde vivia.

2

El consul, el senor De Maillet, era un hombre de la pequena nobleza; habia nacido en el este de Francia, donde la estirpe de su exigua familia aun echaba algunas raices. No se podia decir que los Maillet estuvieran arruinados pues nunca habian poseido gran cosa. Estos nobles de poca monta, rodeados de burgueses emprendedores y campesinos prosperos, se enorgullecian de no hacer nada y eran aun mas soberbios porque no tenian nada. Lo unico que les impedia hacer comparaciones, y por lo tanto sufrir, era su alcurnia mediocre que transfiguraba sus restantes mediocridades. Siempre habian sabido que la salvacion llegaria de arriba. Estaban convencidos de que un dia forzosamente ascenderia algun miembro de su linaje y de que tal ascenso, aunque fuera de alguien muy lejano, encumbraria a toda la parentela. El milagro se hizo esperar pero se produjo al fin cuando Pontchartrain, emparentado con la madre del senor De Maillet por parte de una prima hermana, fue nombrado ministro y luego canciller del gran Rey, entonces en el cenit de su poder. Es evidente que nadie puede llegar tan alto solo, por muchos meritos propios que tenga. Hay que tener amigos, y muchos, para situarlos, conservarlos y, un dia, presionarlos para que actuen. Pontchartrain sabia que los individuos que no son nada pueden resultar muy serviciales cuando se hace algo por ellos. Por eso no se olvido en absoluto de utilizar a su familia.

En sus anos de juventud, piadosos y despreocupados, el senor De Maillet habia aprendido muy poco en los libros y menos aun sobre la vida. No obstante, su influyente tio lo saco de esta especie de vacio y lo coloco en el consulado de El Cairo.

El protegido profesaba a su protector una gratitud febril pues eraconsciente de que no podria hacer nada para pagar una deuda semejante por si solo. Llegaria sin duda un dia fatal en que ese hombre puedelotodo -que incluso era capaz de hundirlo para siempre- le encomendaria una tarea de tal envergadura que no podria llevarla a cabo sin exponerse a algun peligro. Lo malo era que al senor De Maillet no le gustaba el peligro.

El consulado de El Cairo era uno de los destinos mas envidiados de todo el Levante porque estaba relativamente alejado de la embajada de Francia en Constantinopla, de quien dependia, y ademas porque la ciudad de El Cairo no era un puerto de paso, lo que tambien suponia menos complicaciones. Su funcion se reducia exclusivamente a gobernar un turbulento tropel de mercaderes y aventureros. Aquellos hombres, arrastrados hasta alli por un cumulo de circunstancias generalmente fuera de lo comun, tenian la osadia de considerar el valor como una virtud, el dinero como una fuerza poderosa, y los anos de exilio como un titulo insigne. No obstante, el consul tenia a bien recordarles que el unico poder era la ley -que por lo demas no los amparaba demasiado-, y que la unica virtud era la ascendencia noble, que no alcanzarian jamas. Pero por encima de todo, y el senor De Pontchartrain habia insistido mucho en ello, lo mas importante era entenderse lo mejor posible con los turcos. A este respecto, la gran politica de Francia -que favorecia, aunque en secreto, la alianza otomana contra el Imperio-, era tan importante como la seguridad cotidiana, y nada tranquilizaba tanto a la nacion franca como saber en todo momento que, a una senal del consul, los turcos procederian a la expulsion inmediata de los aguafiestas.

A esto hay que anadir que el consul no pagaba alquiler, que recibia cuatro mil libras de renta anual, seis mil quinientas libras para el condumio y el personal, y que su posicion le daba derecho a disfrutar de una franquicia que le permitia adquirir cien toneladas de vino anuales a dos piastras y media, lo cual le procuraba un beneficio considerable. En prueba de gratitud por estos favores que lo hacian rico, cada mes el senor De Maillet reiteraba los halagos a su protector en las cartas que partian en los barcos de la Compania de las Indias con escala en Alejandria. El proposito fundamental de estas misivas era el elogio, evidentemente; no obstante, para evitar que tantos cumplidos terminaran cansando a su destinatario o le produjeran animadversion, el consul los disimulaba con otros asuntos sacados de la realidad local. De modo que, cuando su discurso estaba bien nutrido, podia adoptar la forma de breves memorias como aquella -su gran orgullo, aunque nunca estuvo seguro del efecto causado- que contemplaba la posibilidad de unir el Mediterraneo y el mar Rojo a traves de un canal.

El senor De Pontchartrain respondia siempre a sus cartas. Las comentaba y en ocasiones agregaba algunas puntualizaciones politicas. En su ultimo correo, fechado hacia mas de un mes, el ministro, por primera vez, habia hecho una alusion que podia interpretarse como una instruccion directa. Segun sus palabras, el consul debia prepararse para recibir la visita de un jesuita que habia estado en Versalles y que en aquellos momentos seguramente estaria camino de Roma. El ministro instaba expresamente al senor De Maillet a ejecutar los designios del clerigo, cuya voluntad debia acatar como si fuera la del Consejo y la del Rey en persona.

E,l senor De Maillet se habia alarmado por la forma de obrar de su tio. Imaginaba que si se tomaban la molestia de mandar a un mensajero para evitar el riesgo de una correspondencia, solo podria deberse a que las ordenes eran estrictamente confidenciales. Sin embargo, como el jesuita no aparecia, el consul se habia tranquilizado pensando que la politica de los soberanos es un quehacer misterioso que puede cambiar de rumbo constantemente. Tambien era posible que otras intrigas hubieran puesto fin a esta y se requiriese la presencia del jesuita en otros lugares. A menos que, sencilla y llanamente, se hubiese extraviado por el camino.

Pero he aqui que ese viajero incierto reaparecia ahora, medio desnudo y cautivo, en la residencia del aga de los jenizaros. El turco no habia puesto traba alguna para devolver a su prisionero, entre otras cosas porque esperaba que el consul le diera una explicacion. El asunto despertaba ya cierta curiosidad, y era evidente que ni el pacha ni el resto de las naciones extranjeras representadas en la ciudad cejarian en su empeno hasta dilucidar el misterio de aquel enviado del Rey Sol que habia llegado cubierto de barro y que habia cometido la imprudencia de proclamar que era portador de un mensaje politico.

Estos angustiosos pensamientos rondaban por la cabeza del senor De Maillet mientras recorria sin cesar la amplia sala del consulado. Habia mandado poner la mesa para su huesped, y poco despues cenaria a solas con el. Su mujer y su hija acudirian a presentar sus respetos a aquel bendito y luego los dejarian conversar tranquilamente. En la escalera se oian los pasos diligentes de los servidores nubios que subian y bajaban con cubos de agua fresca para el bano del viajero. Ciertamente, el anciano cautivo se tomaba su tiempo. El senor De Maillet, impaciente, se puso de mal humor. Dejo de deambular y fue a sentarse en un taburete situado justo enfrente del cuadro que se estaba restaurando. Cuando vio que la cara del Rey estaba intacta se quedo atonito. La mancha habia desaparecido y la encarnacion original surgia en toda su pureza. El consul se acerco; si uno miraba con mucha atencion, se podia observar que las zonas antes maculadas ahora poseian un tinte ligeramente mas sonrojado que el resto de la cara. En la mejilla de un nino, una senal asi se habria podido confundir por la marca de un bofeton, pero en el augusto Rey esa sombra, malva solo podia ser un exceso de afeite, extendido para dar fe de la salud del monarca y transmitir optimismo a su pueblo.

Por un instante, el senor De Maillet creyo estar presenciando un milagro. La aparicion del jesuita y la desaparicion de la mancha parecian manifestar la presencia de una Providencia activa que sostenia toda la casa en su mano divina. Despues se dio cuenta de lo ocurrido y corrio en busca del tirador para llamar.

– ?Digale al maestro Juremi que pase por aqui manana a primera hora! -le grito al lacayo.

Ese hereje insolente habia tenido el atrevimiento de terminar la restauracion en su ausencia… El resultado estaba bien, lo cual era una suerte, pero hubiera podido ocurrir una catastrofe… El trabajo terminado merecia el salario que el consul ya habia negociado con anterioridad. No obstante, la desobediencia merecia un castigo. La autoridad tenia que hacerse valer frente a bribones como aquel, asi que al dia siguiente el droguero habria de elegir entre ocho dias de arresto o una multa. El senor De Maillet no solo se sentia satisfecho de que la restauracion hubiera terminado con exito sino que ademas barajaba la posibilidad de ahorrarse el importe. Dadas estas circunstancias, el consul estaba de un humor excelente cuando el padre Versau aparecio por la puerta.

– ?Amigo mio! ?Amigo mio! -exclamo el jesuita apretando las manos del consul-. Su acogida me ha impresionado. Tengo la sensacion de volver a la vida. Este bano, estos habitos limpios, esta casa tranquila… no puede imaginarse cuanto he sonado con esto.

Los ojos del jesuita se llenaron de lagrimas de gratitud. Y si es verdad como afirma Maquiavelo que amamos a alguien por el bien que nos ha hecho, no cabe extranarse de que el consul se granjeara todas las simpatias de un hombre con quien acababa de mostrarse tan generoso.-He saludado a la senora De Maillet en el vestibulo -dijo el jesuita-, y me ha informado de que no cenara con nosotros. No es mi intencion alterar el orden de esta casa…

– En absoluto, en absoluto. Pero debemos hablar a solas. Consideraremos esta cena como una sesion de trabajo, cuando menos en parte.

– Asi es, en cierto modo. Tambien me he cruzado con su hija, la senorita, y debo felicitarle por su gracia y discrecion. ?Como ha podido educarla con tanto acierto en una tierra extranjera donde imagino que apenas hay preceptores y menos aun establecimientos docentes?

– Estuvo en Francia hasta los catorce anos. Solo ha pasado con nosotros los ultimos anos.

Casi no se conocian, y sin embargo la conversacion versaba ya sobre temas familiares. El jesuita admiro el retrato del Rey y «su excelente conservacion, teniendo en cuenta semejante clima». Despues le hizo aun dos o tres amables preguntas sobre su salud y las obligaciones del cargo, y por ultimo se sentaron a la mesa para pasar a hablar de cosas mas serias.

– Padre, estoy ansioso por conocer los detalles de su viaje. Me decia que un naufragio le habia hecho caer en esta indigencia…

– Un naufragio, si, y de los mas terribles. A estas horas deberia de estar muerto, pero la inmensa bondad de la Providencia me ha salvado.

Y sin mas dilacion, empezo a contar con toda suerte de detalles como se habia embarcado en una galera griega despues de abandonar Roma, ya que su intencion era ganar Levante si necesidad de recurrir a un barco italiano. Sin embargo, una vez a bordo, descubrio aterrorizado la incompetencia del capitan y de la tripulacion. Para colmo el barco encallo en un banco de arena frente a la costa de Chipre. Al darse cuenta de que el naufragio era inminente, el jesuita mando echar un bote al agua y se embarco con algunos marineros. La corriente lo arrastro hasta una costa escarpada batida por el oleaje, dio contra las rocas y se lo tragaron las olas. Durante un instante, el padre Versau tuvo el pesar de no tener una sepultura en tierra firme, una contingencia que, como todos saben, hace mas incierta la resurreccion entre los muertos el dia del juicio final. Pero resolvio dejar el problema en manos de Dios, al igual que su vida y el destino de su orden, y perecio. Su ultimo recuerdo fue su muerte en un agua fria, agitada por enormes olas negruzcas. Y el siguiente su despertar tendido en la arena de una pequena cala, aferrado a un gran madero. Estaba tan solo, tan desnudo, tan asustado y tan muerto de frio como Adan el dia de la Creacion. Pero Dios no lo habia abandonado. La orilla estaba poblada por pescadores que lo vistieron como pudieron, y dos dias mas tarde lo embarcaron con ellos hasta las costas de Egipto, donde iban a echar sus redes. Finalmente lo desembarcaron en una playa proxima a Alejandria, segun su deseo. Como habia entrado en territorio turco sin salvoconducto, el padre Versau prefirio evitar la gran ciudad y dio un rodeo por el desierto con el proposito de alcanzar el Nilo, adentrandose ligeramente en el interior. Ademas tuvo la audacia de negociar su pasaje hasta El Cairo con unos marineros, a sabiendas de que no tenia ni un centimo.

– Lo demas ya lo sabe -dijo modestamente.

El senor De Maillet, que habia lanzado mil exclamaciones de asombro y pavor durante el relato, miraba a aquel hombrecillo esmirriado al tiempo que se preguntaba como habria podido sobrevivir a tantas peripecias.

Назад Дальше