Anaconda - Quiroga Horacio 15 стр.


Y el hombre, siempre con la rodilla entre las manos, me miraba con sus azules ojos de pajaro complaciente, muy satisfecho, al parecer, de que a el lo destituyeran y de que yo lo reemplazara.

Precisa que yo le diga a usted, ahora que conoce mi propia historia de cuando fui encargado escolar, que aquel diablo de muchacho tenia una seduccion de todos los demonios. No se si era lo que se llama un hombre equilibrado; pero su filosofia pagana, sin pizca de acritud, tentaba fabulosamente, y no paso rato sin que simpatizaramos del todo.

Procedia, sin embargo, no dejarme embriagar.

– Es menester -le dije formalizandome un tanto- que yo abra esa correspondencia.

Pero mi muchacho me detuvo del brazo, mirandome atonito:

– ?Pero esta usted loco? -exclamo-. ?Sabe usted lo que va a encontrar alli? ?No sea criatura, por Dios! Queme todo eso, con barril y todo, y pincelo a la playa…

Sacudi la cabeza y meti la mano en el baul. Mi hombre se encogio entonces de hombros y se echo de nuevo en su sillon, con la rodilla muy alta

entre las manos. Me miraba hacer de reojo, moviendo la cabeza y sonriendo al final de cada comunicacion.

?Usted supone, no, lo que dirian las ultimas notas, dirigidas a un empleado que desde hacia dos anos se libraba muy bien de contestar a una sola? Eran simplemente cosas para hacer ruborizar, aun en un cuarto oscuro,

al funcionario de menos verguenza… Y yo debia cargar con todo eso, y contestar una por una a todas.

– ?Ya se lo habia yo prevenido! -me decia mi muchacho con voz compasiva- Va usted a sudar mucho mas cuando deba contestar… Siga mi consejo, que aun es tiempo: haga un judas con barril y notas, y se sentira feliz.

?Estaba bien divertido! Y mientras yo continuaba leyendo, mi hombre, con su calva luciente, su aureola de pelo rizado y su guardapolvo de brin de hilo, proseguia balanceandose, muy satisfecho de la norma a que habia logrado ajustar su vida.

Yo transpiraba copiosamente, pues cada nueva nota era una nueva bofetada, y conclui por sentir debilidad.

– ?Ah, ah! -se levanto-. ?Se halla cansado ya? ?Desea tomar algo? ?Quiere probar mi chocolate? Vale la pena, ya le dije…

Y a pesar de mi gesto desabrido, pidio el chocolate y lo probe. En efecto, era detestable; pero el hombre quedo muy contento.

– ?Vio usted? No se puede tomar. ?A que atribuir esto? No descansare hasta saberlo… Me alegro de que no haya podido tomarlo, pues asi cenaremos temprano. Yo lo hago siempre con luz de dia aun… Muy bien; comeremos de aqui a una hora, y manana proseguiremos con las notas y demas… Yo estaba cansado, bien cansado. Me di un hermosisimo bano, pues mi joven amigo tenia una instalacion portentosa de confort en esto. Cenamos, y un rato despues mi huesped me acompano hasta mi cuarto.

– Veo que es usted hombre precavido -me dijo al verme retirar un mosquitero de la maleta- Sin este chisme, no podria usted dormir. Solamente yo no lo uso aqui.

– ?No le pican los mosquitos? -le pregunte, extranado a medias solamente.

?Usted cree? -me respondio riendo y llevandose la mano a su calva frente-. Muchisimo… Pero no puedo soportar eso… ?No ha oido hablar usted de personas que se ahogan dentro de mosquiteros? Es una tonteria, si usted quiere, una neurosis inocente, pero se sufre en realidad. Venga usted a ver mi mosquitero.

Fuimos hasta su cuarto o, mejor dicho, hasta la puerta de su cuarto. Mi amigo levanto la lampara hasta los ojos, y mire. Pues bien: toda la altura y la anchura de la puerta estaba cerrada por una verdadera red de telaranas, una selva inextricable de telaranas donde no cabia la cabeza de un

fosforo sin hacer temblar todo el telon. Y tan lleno de polvo, que parecia un muro. Por lo que pude comprender, mas que ver, la red se internaba en el cuarto, sabe Dios hasta donde.

– ?Y usted duerme aqui? -le pregunte mirandolo un largo momento.

– Si -me respondio con infantil orgullo-. Jamas entra un mosquito. Ni ha entrado ni creo que entre jamas.

– Pero usted ?por donde entra? -le pregunte muy preocupado.

– ?Yo, por donde entro? -respondio. Y agachandose, me senalo con la punta del dedo:

– Por aqui. Haciendolo con cuidado, y en cuatro patas, la cosa no tiene mayor dificultad… Ni mosquitos ni murcielagos… ?Polvo? No creo que pase; aqui tiene la prueba… Adentro esta muy despejado… y limpio, crea usted. ?Ahogarme?… No, lo que ahoga es lo artificial, el mosquitero a cincuenta centimetros de la boca… ?Se ahoga usted dentro de una habitacion cerrada por el frio? Y hay -concluyo con la mirada sonadora- una especie de descanso primitivo en este sueno defendido por millones de aranas que velan celosamente la quietud de uno… ?No lo cree usted asi? No me mire con esos ojos… ?Buenas noches, senor gobernador!, concluyo riendo y sacudiendose ambas manos.

A la manana siguiente, muy temprano, pues eramos uno y otro muy madrugadores, proseguimos nuestra tarea. En verdad, no faltaba sino recibirme de los libros de cuentas, fuera de insignificancias de menor cuantia.

?Es cierto! -me respondio- Existen tambien los libros de cuentas… Hay, creo yo, mucho que pensar sobre eso… Pero lo hare despues, con tiempo. En un instante lo arreglaremos. ?Urquijo! Hagame el favor de traer los libros de cuentas. Vera usted que en un momento… No hay nada anotado, como usted comprendera; pero en un instante… Bien, Urquijo; sientese usted ahi; vamos a poner los libros en forma. Comience usted.

El secretario, a quien habia entrevisto apenas la tarde anterior, era un sujeto de edad, muy bajo y muy flaco, hurano, silencioso y de mirar desconfiado. Tenia la cara rojiza y lustrosa, dando la sensacion de que no se lavaba nunca. Simple apariencia, desde luego, pues su vieja ropa negra no tenia una sola mancha. Su cuello de celuloide era tan grande, que dentro de el cabian dos pescuezos como el suyo. Tipo reconcentrado y de mirar desconfiado como nadie.

Y comenzo el arreglo de cuentas mas original que haya visto en mi vida. Mi amigo se sento enfrente del secretario y no aparto un instante la vista de los libros mientras duro la operacion. El secretario recorria recibos, facturas y operaba en voz alta:

– Veinticinco meses de sueldos al guardafaro, a tanto por mes, es tanto y tanto…

Y multiplicaba al margen de un papel.

Su jefe seguia los numeros en linea quebrada, sin pestanear. Hasta que, por fin, extendio el brazo:

– No, no, Urquijo… Eso no me gusta. Ponga: un mes de sueldo al guardafaro, a tanto por mes, es tanto y tanto. Segundo mes de sueldo al guardafaro, a tanto por mes, es tanto y tanto; tercer mes de sueldo… Siga asi, y sume. Asi entiendo claro.

Y volviendose a mi:

– Hay yo no se que cosa de brujeria y sofisma en las matematicas, que me da escalofrios… ?Creera usted que jamas he llegado a comprender la multiplicacion? Me pierdo en seguida… Me resultan diabolicos esos numeros sin ton ni son que se van disparando todos hacia la izquierda… Sume, Urquijo.

El secretario, serio y sin levantar los ojos, como si fuera aquello muy natural, sumaba en voz alta, y mi amigo golpeaba entonces ambas manos sobre la mesa:

– Ahora si -decia-; esto es bien claro.

Pero a una nueva partida de gastos, el secretario se olvidaba, y recomenzaba:

– Veinticinco meses de provision de lena, a tanto por mes, es tanto y tanto…

– ?No, no! ?Por favor, Urquijo! Ponga: un mes de provision de lena, a tanto por mes, es tanto y tanto…; segundo mes de provision de lena…, etcetera. Sume despues.

Y asi continuo el arreglo de libros, ambos con demoniaca paciencia, el secretario, olvidandose siempre y empenado en multiplicar al margen del papel y su jefe deteniendolo con la mano para ir a una cuenta clara y sobre todo honesta.

– Aqui tiene usted sus libros en forma -me dijo mi hombre al final de cuatro largas horas, pero sonriendo siempre con sus grandes ojos de pajaro inocente.

Nada mas me queda por decirle. Permaneci nueve meses escasos alla, pues mi higado me llevo otra vez a Espana. Mas tarde, mucho despues, vine aqui, como contador de una empresa… El resto ya lo sabe. En cuanto a aquel singular muchacho, nunca he vuelto a saber nada de el… Supongo que habra solucionado al fin el misterio de por que su chocolate, hecho con elementos de primera, habia salido tan malo…

Y en cuanto a la influencia del personaje… ya sabe mi actuacion de encargado escolar… Jamas, entre parentesis, marcharon mejor los asuntos de la escuela… Creame: las tres cuartas partes de las ideas del peregrino mozo son ciertas… Incluso las matematicas…

Yo agrego ahora: las matematicas, no se; pero en el resto -Dios me perdone- le sobraba razon. Asi, al parecer, lo comprendio tambien la Ad ministracion, rehusando admitirme en el manejo de su delicado mecanismo.

MISS DOROTHY PHILLIPS, MI ESPOSA

Yo pertenezco al grupo de los pobres diablos que salen noche a noche del cinematografo enamorados de una estrella. Me llamo Guillermo Grant, tengo treinta y un anos, soy alto, delgado y trigueno, como cuadra, a efectos de la exportacion, a un americano del sur. Estoy apenas en regular posicion, y gozo de buena salud.

Voy pasando la vida sin quejarme demasiado, muy poco descontento de la suerte, sobre todo cuando he podido mirar de frente un par de hermosos ojos todo el tiempo que he deseado.

Hay hombres, mucho mas respetables que yo desde luego, que si algo reprochan a la vida es no haberles dado tiempo para redondear un hermoso pensamiento. Son personas de vasta responsabilidad moral ante ellos mismos, en quienes no cabe, ni en posesion ni en comprension, la frivolidad de mis treinta y un anos de existencia. Yo no he dejado, sin embargo, de tener amarguras, aspiracioncitas, y por mi cabeza ha pasado una que otra vez algun pensamiento. Pero en ningun instante la angustia y el ansia han turbado mis horas como al sentir detenidos en mi dos ojos de gran belleza.

Es una verdad clasica que no hay hermosura completa si los ojos no son el primer rasgo bello del semblante. Por mi parte, si yo fuera dictador decretaria la muerte de toda mujer que presumiera de hermosa, teniendo los ojos feos. Hay derecho para hacer saltar una sociedad de abajo arriba, y el mismo derecho -pero al reves- para aplastarla de arriba abajo. Hay derecho para muchisimas cosas. Pero para lo que no hay derecho, ni lo habra nunca es para usurpar el titulo de belleza cuando la dama tiene los ojos de raton. No importa que la boca, la nariz, el corte de cara sean admirables. Faltan los ojos, que son todo.

El alma se ve en los ojos -dijo alguien-. Y el cuerpo tambien, agrego yo. Por lo cual, erigido en comisario de un comite ideal de Belleza Publica, enviaria sin otro motivo al patibulo a toda dama que presumiera de bella teniendo los ojos antedichos. Y tal vez a dos o tres amigas.

Con esta indignacion y los deleites correlativos- he pasado los treinta y un anos de mi vida esperando, esperando.

?Esperando que? Dios lo sabe. Acaso el bendito pais en que las mujeres consideran cosa muy ligera mirar largamente en los ojos a un hombre a quien ven por primera vez. Porque no hay suspension de aliento, absorcion mas paralizante que la que ejercen dos ojos extraordinariamente belios. Es tal, que ni aun se requiere que los ojos nos miren con amor. Ellos son en si mismos el abismo, el vertigo en que el varon pierde la cabeza, sobre todo cuando no puede caer en el. Esto, cuando nos miran por casualidad; porque si el amor es la clave de esa casualidad, no hay entonces locura que no sea digna de ser cometida por ellos.

Quien esto anota es un hombre de bien, con ideas juiciosas y ponderadas. Podra parecer frivolo pero lo que dice no lo es. Si una pulgada de mas o de menos en la nariz de Cleopatra -segun el filosofo- hubiera cambiado el mundo, no quiero pensar en lo que podia haber pasado si aquella senora llega a tener los ojos mas hermosos de lo que los tuvo: el Occidente desplazado hacia el Oriente trescientos anos antes, y el resto.

Siendo como soy, se comprende muy bien que el advenimiento del cinematografo haya sido para mi el comienzo de una nueva era, por la cual cuento las noches sucesivas en que he salido mareado y palido del cine, porque he dejado mi corazon, con todas sus pulsaciones, en la pantalla que impregno por tres cuartos de hora el encanto de Brownie Vernon.

Los pintores odian al cinematografo porque dicen que en este la luz vibra infinitamente mas que en sus cuadros cinematograficos. Lo comprendo bien. Pero no se si ellos comprenderan la vibracion que sacude a un pobre mortal, de la cabeza a los pies, cuando una hermosisima muchacha nos tiende por una hora su propia vibracion personal al alcance de la boca. Porque no debe olvidarse que contadisimas veces en la vida nos es dado ver tan de cerca a una mujer como en la pantalla. El paso de una hermosa chica a nuestro lado constituye ya una de las pocas cosas por las cuales valga la pena retardar el paso, detenerlo, volver la cabeza, y perderla. No abundan estas pequenas felicidades.

Ahora bien: ?que es este fugaz deslumbramiento ante el vertigo sostenido, torturador, implacable, de tener toda una noche a diez centimetros los ojos de Mildred Harris? ?A diez, cinco centimetros! Piensese en esto. Como aun en el cinematografo hay mujeres feas, las pestanas de una misera, vistas a tal distancia, parecen varas de mimbre. Pero cuando una hermosa estrella detiene y abre el paraiso de sus ojos, de toda la vasta sala, y la guerra europea, y el eter sideral, no queda nada mas que el profundo eden de melancolia que desfallece en los ojos de Miriam Cooper.

Todo esto es cierto. Entre otras cosas, el cinematografo es, hoy por hoy, un torneo de bellezas sumamente expresivas. Hay hombres que se han enamorado de un retrato y otros que han perdido para siempre la razon por tal o cual mujer a la que nunca conocieron. Por mi parte, cuanto pudiera yo perder incluso la verguenza- me pareceria un bastante buen negocio si al final de la aventura Marion Davies -pongo por caso- me fuera otorgada por esposa.

Asi, provisto de esta sensibilidad un poco anormal, no es de extranar mi asiduidad al cine, y que las mas de las veces salga de el mareado. En ciertos malos momentos he llegado a vivir dos vidas distintas: una durante el dia, en mi oficina y el ambiente normal de Buenos Aires, y la otra de noche, que se prolonga hasta el amanecer. Porque sueno, sueno siempre. Y se querra creer que ellos, mis suenos, no tienen nada que envidiar a los de soltero -ni casado- alguno.

A tanto he llegado, que no se en esas ocasiones con quien sueno: Edith Roberts… Wanda Hawley… Dorothy Phillips… Miriam Cooper…

Y este cuadruple paraiso ideal, sonado, mentido, todo lo que se quiera, es demasiado magico, demasiado vivo, demasiado rojo para las noches blancas de un jefe de seccion de ministerio.

?Que hacer? Tengo ya treinta y un anos y no soy, como se ve, una criatura. Dos unicas soluciones me quedan. Una de ellas es dejar de ir al cinematografo. La otra…

Aqui un parentesis. Yo he estado dos veces a punto de casarme. He sufrido en esas dos veces lo indecible pensando, calculando a cuatro decimales las probabilidades de felicidad que podian concederme mis dos prometidas. Y he roto las dos veces.

La culpa no estaba en ellas -podra decirse-, sino en mi, que encendia el fuego y destilaba una esencia que no se habia formado aun. Es muy posible. Pero para algo me sirvio mi ensayo de quimica, y cuanto medite y torne a meditar hasta algunos hilos de plata en las sienes, puede resumirse en este apotegma:

No hay mujer en el mundo de la cual un hombre -asi la conozca desde que usaba panales- pueda decir: una vez casada sera asi y asi; tendra este real caracter y estas tales reacciones.

Se de muchos hombres que no se han equivocado, y se de otro en particular cuya eleccion ha sido un verdadero hallazgo, que me hizo esta profunda observacion:

Yo soy el hombre mas feliz de la tierra con mi mujer; pero no te cases nunca.

Dejemos; el punto se presta a demasiadas interpretaciones para insistir, y cerremosle con una leyenda que, a lo que entiendo, estaba grabada en las puertas de una feliz poblacion de Grecia: Cada cual sabe lo que pasa en su casa.

Ahora bien; de esta conviccion expuesta he deducido esta otra: la unica esperanza posible para el que ha resistido hasta los treinta anos al matrimonio es casarse inmediatamente con la primera chica que le guste o le haya gustado mucho al pasar; sin saber quien es, ni como se llama, ni que probabilidades tiene de hacernos feliz; ignorandolo todo, en suma, menos que es joven y que tiene bellos ojos.

En diez minutos, en dos horas a lo mas -el tiempo necesario para las formalidades con ella o los padres y el R. C.-, la desconocida de media hora antes se convierte en nuestra intima esposa.

Ya esta. Y ahora, acodados al escritorio, nos ponemos a meditar sobre lo que hemos hecho.

No nos asustemos demasiado, sin embargo. Creo sinceramente que una esposa tomada en estas condiciones no esta mucho mas distante de hacernos feliz que cualquier otra. La circunstancia de que hayamos tratado uno o dos anos a nuestra novia (en la sala, novias y novios son sumamente agradables), no es infalible garantia de felicidad. Aparentemente el previo y largo conocimiento supone otorgar esa garantia. En la practica, los resultados son bastante distintos. Por lo cual vuelvo a creer que estamos tanto o mas expuestos a hallar bondades en una esposa improvisada que decepciones en la que nuestra madura eleccion juzgo ideal.

Dejemos tambien esto. Sirva, por lo menos, para autorizar la resolucion muy honda del que escribe estas lineas, que tras el curso de sus inquietudes ha decidido casarse con una estrella del cine.

De ellas, en resumen, ?que se? Nada, o poco menos que nada. Por lo cual mi matrimonio vendria a ser lo que fue originariamente: una verdadera conquista, en que toda la esposa deseada -cuerpo, vestidos y perfumes- es un verdadero hallazgo. Queremos creer que el novio menos devoto de su prometida conoce, poco o mucho, el gusto de sus labios. Es un placer al que nada se puede objetar, si no es que roba a las bodas lo que deberia ser su primer dulce tropiezo. Pero para el hombre que a dichas bodas llegue con los ojos vendados, el solo roce del vestido, cuyo tacto nunca ha conocido, sera para el una brusca novedad cargada de amor.

No ignoro que esta mi empresa sobrepasa casi las fuerzas de un hombre que esta apenas en regular posicion; las estrellas son dificiles de obtener. Alla veremos. Entre tanto, mientras pongo en orden mis asuntos y obtengo la licencia necesaria, establezco el siguiente cuadro, que podriamos llamar de diagnostico diferencial:

Miriam Cooper – Dorothy Phillips – Brownie Vernon – Grace Cunard. El caso Cooper es demasiado evidente para no llevar consigo su sentencia: demasiado delgada. Y es lastima, porque los ojos de esta chica merecen bastante mas que el nombre de un pobre diablo como yo. Las mujeres flacas son encantadoras en la calle, bajo las manos de un modisto, y siempre y toda vez que el objeto a admirar sea, no la linea del cuerpo, sino la del vestido. Fuera de estos casos, poco agradables son.

El caso Phillips es mas serio, porque esta mujer tiene una inteligencia tan grande como su corazon, y este, casi tanto como sus ojos.

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