El Viejo y el Mar - Хемингуэй Эрнест Миллер 10 стр.


No quería mirar al pez. Sabía que la mitad de él había sido destruida. El sol se había puesto mientras el viejo peleaba con los tiburones.

- Pronto será de noche -dijo-. Entonces podré acaso ver el resplandor de La Habana. Si me hallo demasiado lejos al este, veré las luces de una de las nuevas playas.

“Ahora no puedo estar demasiado lejos -pensó-. Espero que nadie se haya alarmado. Sólo el muchacho pudiera preocuparse, desde luego. Pero estoy seguro de que habrá tenido confianza. Muchos de los pescadores más viejos estarán preocupados. Y muchos otros también -pensó-. Vivo en un buen pueblo.”

Ya no le podía hablar al pez, porque éste estaba demasiado destrozado. Entonces se le ocurrió una cosa.

- Medio pez -dijo-. El pez que has sido. Siento haberme alejado tanto. Nos hemos arruinado los dos. Pero hemos matado muchos tiburones, tú y yo, y hemos arruinado a muchos otros. ¿Cuántos has matado tú en tu vida, viejo pez? Por algo debes de tener esa espada en la cabeza.

Le gustaba pensar en el pez y en lo que podría hacerle a un tiburón si estuviera nadando libremente. “Debí de haberle cortado la espada para combatir con ella a los tiburones”, pensó. Pero no tenía un hacha, y después se quedó sin cuchillo.

“Pero si lo hubiera hecho y ligado la espada al cabo de un remo, ¡qué arma! Entonces los habríamos podido combatir juntos. ¿Qué vas a hacer ahora si vienen de noche? ¿Qué puedes hacer?”

- Pelear contra ellos -dijo-. Pelearé contra ellos hasta la muerte.

Pero ahora en la oscuridad y sin que apareciera ningún resplandor y sin luces y sólo el viento y sólo el firme tiro de la vela sintió que quizá estaba ya muerto. Juntó las manos y percibió la sensación de las palmas. No estaban muertas y él podía causar el dolor de la vida sin más que abrirlas y cerrarlas. Se echó hacia atrás contra la popa y sabía que no estaba muerto. Sus hombros se lo decían.

“Tengo que decir todas esas oraciones que prometí si pescaba el pez -pensó-. Pero estoy demasiado cansado para rezarlas ahora. Mejor que coja el saco y me lo eche sobre los hombros.”

Se echó sobre la popa y siguió gobernando y mirando a ver si aparecía el resplandor en el cielo. “Tengo la mitad del pez -pensó-. Quizá tenga la suerte de llegar a tierra con la mitad delantera. Debiera quedarme alguna suerte. No -dijo-. Has violado tu suerte cuando te alejaste demasiado de la costa.”

- No seas idiota -dijo en voz alta-. Y no te duermas. Gobierna tu bote. Todavía puedes tener mucha suerte.

- Me gustaría comprar alguna si la vendieran en alguna parte.

“¿Con qué habría de comprarla? -se preguntó-. ¿Podría comprarla con un arpón perdido y un cuchillo roto y dos manos estropeadas?”

- Pudiera ser -dijo-. Has tratado de comprarla con ochenta y cuatro días en el mar. Y casi estuvieron a punto de vendértela.

“No debo pensar en tonterías -pensó-. La suerte es una cosa que viene en muchas formas, y ¿quién puede reconocerla? Sin embargo, yo tomaría alguna en cualquier forma y pagaría lo que pidieran. Mucho me gustaría ver el resplandor de las luces -pensó-. Me gustarían muchas cosas. Pero eso es lo que ahora deseo.” Trató de ponerse más cómodo para gobernar el bote y por su dolor se dio cuenta de que no estaba muerto.

Vio el fulgor reflejado de las luces de la ciudad a eso de las diez de la noche. Al principio eran perceptibles únicamente como la luz en el cielo antes de salir la luna. Luego se las veía firmes a través del mar que ahora estaba picado debido a la brisa creciente. Gobernó hacia el centro del resplandor y pensó que, ahora, pronto llegaría al borde de la corriente.

“Ahora he terminado -pensó-. Probablemente me vuelvan a atacar. Pero ¿qué puede hacer un hombre contra ellos en la oscuridad y sin un arma?”

Ahora estaba rígido y dolorido y sus heridas y todas las partes castigadas de su cuerpo le dolían con el frío de la noche. “Ojalá no tenga que volver a pelear -

pensó-. Ojalá, ojalá que no tenga que volver a pelear.”

Pero hacia medianoche tuvo que pelear y esta vez sabía que la lucha era inútil. Los tiburones vinieron en manada y sólo podía ver las líneas que trazaban sus aletas en el agua y su fosforescencia al arrojarse contra el pez. Les dio con el palo en las cabezas y sintió el chasquido de sus mandíbulas y el temblor del bote cada vez que debajo agarraban a su presa. Golpeó desesperadamente contra lo que sólo podía sentir y oír y sintió que algo agarraba la porra y se la arrebataba.

Arrancó la caña del timón y siguió pegando con ella, cogiéndola con ambas manos y dejándola caer con fuerza una y otra vez. Pero ahora llegaban hasta la proa y acometían uno tras otro y todos juntos, arrancando los pedazos de carne que emitían un fulgor bajo el agua cuando ellos se volvían para regresar nuevamente.

Finalmente vino uno contra la propia cabeza del pez y el viejo se dio cuenta de que había terminado. Tiró un golpe con la caña a la cabeza del tiburón donde las mandíbulas estaban prendidas a la resistente cabeza del pez, que no cedía. Tiro uno o dos golpes más. Sintió romperse la barra y arremetió al tiburón con el cabo roto. Lo sintió penetrar y sabiendo que era agudo lo empujó de nuevo. El tiburón lo soltó y salió rolando. Fue el último de la manada que vino a comer. No quedaba ya nada más que comer.

Ahora el viejo apenas podía respirar y sentía un extraño sabor en la boca. Era dulzón y como a cobre y por un momento tuvo miedo. Pero no era muy abundante.

Escupió en el mar y dijo:

- Cómanse eso, galanos. Y sueñen con que han matado a un hombre. Ahora sabía que estaba firmemente derrotado y sin remedio y volvió a popa y halló que el cabo roto de la caña encajaba bastante bien en la cabeza del timón para poder gobernar.

Se ajustó el saco a los hombros y puso el bote sobre su derrota. Navegó ahora livianamente y no tenía pensamientos ni sentimientos de ninguna clase. Ahora estaba más allá de todo y gobernó el bote para llegar a puerto lo mejor y más inteligentemente posible. De noche los tiburones atacan las carroñas como pudiera uno recoger migajas de una mesa. El viejo no les hacía caso. No hacía caso de nada, salvo del gobierno del bote. Sólo notaba lo bien y ligeramente que navegaba el bote ahora que no llevaba un gran peso amarrado al costado.

“Un buen bote -pensó-. Sólido y sin ningún desperfecto, salvo la caña. Y ésta es fácil de sustituir.”

Podía percibir que ahora estaba dentro de la corriente y veía las luces de las colonias de la playa y a lo largo de la orilla. Sabía ahora dónde estaba y que llegaría sin ninguna dificultad.

“El viento es nuestro amigo, de todos modos -pensó-. Luego añadió: A veces. Y el gran mar con nuestros amigos y enemigos. Y la cama -pensó-. La cama es mi amiga. La cama y nada más -pensó-. La cama será una gran cosa. No es tan mala la derrota -pensó-. Jamás pensé que fuera tan fácil. ¿Y qué es lo que te ha derrotado, viejo?”, pensó.

- Nada -dijo en voz alta-. Me alejé demasiado.

Cuando entró en el puertecito las luces de la Terraza estaban apagadas y se dio cuenta de que todo el mundo estaba acostado. La brisa se había ido levantando gradualmente y ahora soplaba con fuerza. Sin embargo, había tranquilidad en el puerto y puso proa hacia la playita de grava bajo las rocas. No había nadie que pudiera ayudarle, de modo que adentró el bote todo lo posible en la playa. Luego se bajó y lo amarró a una roca.

Quitó el mástil de la carlinga y enrolló la vela y la ató. Luego se echó el palo al hombro y empezó a subir. Fue entonces cuando se dio cuenta de la profundidad de su cansancio. Se paró un momento y miró hacia atrás y al reflejo de la luz de la calle vio la gran cola del pez levantada detrás de la popa del bote. Vio la blanca línea desnuda de su espinazo y la oscura masa de la cabeza con el saliente pico y toda la desnudez entre los extremos.

Empezó a subir nuevamente y en la cima cayó y permaneció algún tiempo tendido, con el mástil atravesado sobre su hombro. Trató de levantarse. Pero era demasiado difícil y permaneció allí sentado con el mástil al hombro, mirando al camino. Un gato pasó indiferente por el otro lado y el viejo lo siguió con la mirada. Luego siguió mirando simplemente al camino.

Finalmente soltó el mástil y se puso de pie. Recogió el mástil y se lo echó al hombro y partió camino arriba. Tuvo que sentarse cinco veces antes de llegar a su cabaña.

Dentro de la choza inclinó el mástil contra la pared. En la oscuridad halló una botella de agua y tomó un trago. Luego se acostó en la cama. Se echó la frazada sobre los hombros y luego sobre la espalda y las piernas y durmió boca abajo sobre los periódicos, con los brazos por fuera, a lo largo del cuerpo, y las palmas hacia arriba.

Estaba dormido cuando el muchacho asomó a la puerta por la mañana. El viento soplaba tan fuerte, que los botes del alto no se harían a la mar y el muchacho había dormido hasta tarde. Luego vino a la choza del viejo como había hecho todas las mañanas. El muchacho vio que el viejo respiraba y luego vio sus manos y empezó a llorar. Salió muy calladamente a buscar un poco de café y no dejó de llorar en todo el camino.

Muchos pescadores estaban en torno al bote mirando a lo que traía amarrado al costado, y uno estaba metido en el agua, con los pantalones remangados, midiendo el esqueleto con un tramo de sedal.

El muchacho no bajó a la orilla. Ya había estado allí y uno de los pescadores cuidaba el bote en su lugar.

- ¿Cómo está el viejo? -gritó uno de los pescadores.

- Durmiendo -respondió gritando el muchacho. No le importaba que lo vieran llorar-. Que nadie lo moleste.

- Tenía dieciocho pies de la nariz a la cola -gritó el pescador que lo estaba midiendo. -Lo creo -dijo el muchacho.

Entró en la Terraza y pidió una lata de café.

- Caliente y con bastante leche y azúcar.

- ¿Algo más?

- No. Después veré qué puede comer.

- ¡Ése si que era un pez! -dijo el propietario-. Jamás ha habido uno igual. También los dos que ustedes cogieron ayer eran buenos.

- ¡Al diablo con ellos! -dijo el muchacho y empezó a llorar nuevamente.

- ¿Quieres un trago de algo? -preguntó el dueño,

- No -dijo el muchacho-. Dígales que no se preocupen por Santiago. Vuelvo enseguida

- Dile que lo siento mucho.

- Gracias -dijo el muchacho.

El muchacho llevó la lata de café caliente a la choza del viejo y se sentó junto a él hasta que despertó. Una vez pareció que iba a despertarse. Pero había vuelto a caer en su sueño profundo y el muchacho había ido al otro lado del camino a buscar leña para calentar el café.

Finalmente el viejo despertó.

- No se levante -dijo el muchacho-. Tómese esto -le echó un poco de café en un vaso.

El viejo cogió el vaso y bebió el café.

- Me derrotaron, Manolín -dijo-. Me derrotaron de verdad.

- No. Él no. Él no lo derrotó.

- No. Verdaderamente. Fue después.

- Perico está cuidando del bote y del aparejo. ¿Qué va a hacer con la cabeza?

- Que Perico la corte para usarla en las nasas.

- ¿Y la espada?

- Puedes guardártela si la quieres.

- Sí, la quiero -dijo el muchacho-. Ahora tenemos que hacer planes para lo demás.

- ¿Me han estado buscando? -Desde luego. Con los guardacostas y con aeroplanos.

- El mar es muy grande y un bote es pequeño y difícil de ver -dijo el viejo. Notó lo agradable que era tener alguien con quien hablar en vez de hablar sólo consigo mismo y con el mar-. Te he echado de menos -dijo-. ¿Qué han pescado?

- Uno el primer día. Uno el segundo y dos el tercero.

- Muy bueno.

- Ahora pescaremos juntos otra vez.

- No. No tengo suerte. Yo ya no tengo suerte.

- Al diablo con la suerte -dijo el muchacho-. Yo llevaré la suerte conmigo.

- ¿Qué va a decir tu familia?

- No me importa. Ayer pesqué dos. Pero ahora pescaremos juntos porque todavía tengo mucho que aprender.

- Tenemos que conseguir una buena lanza y llevarla siempre a bordo. Puedes hacer la hoja de una hoja de muelle de un viejo Ford. Podemos afilarla en Guanabacoa. Debe ser afilada y sin temple para que no se rompa. Mi cuchillo se rompió.

- Conseguiré otro cuchillo y mandaré afilar la hoja de muelle. ¿Cuántos días de brisa fuerte nos quedan?

- Tal vez tres. Tal vez más.

- Lo tendré todo en orden -dijo el muchacho-. Cúrese las manos, viejo.

- Yo sé cuidármelas. De noche escupí algo extraño y sentí que algo se había roto en mi pecho.

- Cúrese también eso -dijo el muchacho-. Acuéstese, viejo, y le traeré su camisa limpia. Y algo de comer.

- Tráeme algún periódico de cuando estuve ausente -dijo el viejo.

- Tiene que ponerse bien pronto, pues tengo mucho que aprender y usted puede enseñármelo todo. ¿Ha sufrido mucho?

- Bastante -dijo el viejo.

- Le traeré la comida y los periódicos -dijo el muchacho-. Descanse bien, viejo. Le traeré medicina de la farmacia para las manos.

- No olvides de decirle a Perico que la cabeza es suya. -No. Se lo diré.

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