¿Por Quién Doblan Las Campanas? - Хемингуэй Эрнест Миллер 15 стр.


- No es ningún sueño, y tú vete para adentro y arregla las cosas -le dijo Pilar-. ¿Qué hacemos? -preguntó, volviéndose a Robert Jordan-. ¿Vamos a caballo o a pie?

Pablo la miró y murmuró algo.

- Como usted quiera -contestó Robert Jordan.

- Entonces, iremos a pie -dijo ella-. Es bueno para el hígado.

- El caballo es también bueno para el hígado.

- Sí, pero malo para las posaderas. Iremos a pie. ¿Y tú…? -La mujer se volvió hacia Pablo.- Ve a hacer la cuenta de tus caballos y mira si los aviones se han llevado alguno volando.

- ¿Quieres un caballo? -preguntó Pablo a Robert Jordan.

- No, muchas gracias. ¿Y la muchacha?

- Es mejor que vaya a pie -dijo Pilar-. Si fuera a caballo, se le entumecerían muchos lugares y luego no valdría para nada.

Robert Jordan sintió que su rostro se ponía rojo.

- ¿Has dormido bien? -preguntó Pilar. Luego dijo-: La verdad es que por aquí no hay nadie malo. Podría haberlo. Pero, no sé por qué, no lo ha habido. Hay probablemente un Dios, después de todo, aunque nosotros le hayamos suprimido. Vete -dijo a Pablo-; esto no tiene nada que ver contigo. Esto es para gente más joven que tú y hecha de otra pasta. Vete. -Luego, a Robert Jordan:- Agustín se cuidará de tus cosas. Nos iremos en cuanto llegue.

El día era claro, brillante y aparecía ya templado por el sol. Robert Jordan se quedó mirando a la mujerona de cara atezada, con sus ojos bondadosos y muy separados, con su rostro cuadrado, pesado, surcado de arrugas y de una fealdad atractiva; los ojos eran alegres, aunque la cara permanecía triste, mientras los labios no se movían. La miró y luego volvió su vista al hombre, pesado y corpulento, que se alejaba entre los árboles, hacia el cercado. La mujer también le seguía con los ojos.

- ¿Qué, habéis hecho el amor? -preguntó la mujer.

- ¿Qué es lo que le ha dicho ella?

- No ha querido decirme nada.

- Entonces yo tampoco le diré nada.

- Entonces es que habéis hecho el amor -dijo la mujer de Pablo-. Tienes que ser muy cariñoso con ella.

- ¿Y si tuviera un niño?

- No estaría mal -contestó la mujer-; eso no es lo peor que puede pasarle.

- El lugar no es muy a propósito para tenerlo.

- No seguirá mucho tiempo aquí; se irá contigo.

- ¿Y adonde iré yo? No podré llevarme ninguna mujer a donde yo tenga que ir.

- ¿Quién sabe? Quizá cuando te vayas te lleves a dos.

- Esa no es manera de hablar.

- Escucha -dijo la mujer de Pablo-; yo no soy cobarde, pero veo con claridad las cosas por la mañana temprano, y creo que de todos los que estamos vivos hoy hay muchos que ya no verán el próximo domingo.

- ¿Qué día es hoy?

- Domingo.

- ¡Qué va! -dijo Robert Jordan-; el domingo está muy lejos. Si vemos el miércoles, podremos darnos por contentos. Pero no me gusta que hable así.

- Todo el mundo- tiene necesidad de hablar con alguien -dijo la mujer de Pablo-; antes teníamos la religión y otras tonterías. Ahora debiéramos disponer todos de alguien con quien poder hablar francamente; por mucho valor que se tenga, uno se siente cada vez más solo.. -No estamos solos; estamos todos juntos.

- La vista de esos cacharros produce cierta impresión sentenció la mujer de Pablo-. Una no es nada contra esas máquinas.

- Sin embargo, se las puede vencer.

- Oye -dijo la mujer de Pablo-; si te digo lo que me preocupa, no creas que me falta resolución. A mí resolución no me falta nunca.

- La tristeza se disipará con el sol. Es como la niebla.

- Bueno -contestó la mujer-; como quieras. Mira lo que es hablar de Valencia y ese desastre de hombre que ha ido a ver a sus caballos… Le he hecho mucho daño con esa historia. Matarle, sí. Insultarle, sí. Pero herirle, no; no me gusta.

- ¿Cómo ha llegado a juntarse con él?

- ¿Cómo se junta una con uno? En los primeros días del Movimiento, y antes también, era algo muy serio. Pero ahora se ha acabado. Quitaron el tapón y el vino se derramó todo del pellejo.

- A mí no me gusta.

- El tampoco te quiere, y tiene sus motivos. Ayer, por la noche, dormí con él. -Sonreía, moviendo la cabeza de uno a otro lado.- Vamos a ver, le dije, Pablo, ¿por qué no has matado al extranjero?

»-Es un buen muchacho, Pilar; un buen muchacho.

»-¿Te das cuenta de que soy yo la que mando?

»-Sí, Pilar, sí -me respondió. Después, me di cuenta de que estaba despierto y llorando. Lloraba de una manera entrecortada, fea, como hacen los hombres, como si tuviese dentro un animal que le estuviera sacudiendo.

»-¿Qué te pasa, Pablo? -le pregunté, sujetándole.

»-Nada, Pilar, nada.

»-Sí, algo te pasa.

»-La gente -exclamó él-; el modo que han tenido de abandonarme. La gente.

»-Sí -le dije-, pero están conmigo, y yo soy tu mujer.

»-Pilar, acuérdate de lo del tren. -Y después, añadió:- Que Dios te ayude, Pilar.

»-¿Para qué hablas de Dios? -le pregunté-. ¿Qué manera de hablar es ésa?

»-Sí -dijo él-; Dios y la Virgen.

»-¡Qué va, Dios y la Virgen! ¿Es ésa manera de hablar?

»-Tengo miedo de morir, Pilar. Tengo miedo de morir, ¿comprendes?

»-Entonces, sal de esta cama -le ordené-; no hay sitio para mí, para ti y para tu miedo. Somos demasiados.

»Entonces él se avergonzó, se quedó quieto y yo me dormí. Pero el hombre está hecho una ruina.

Robert Jordan no dijo nada.

- Toda mi vida he tenido esta tristeza en algunos momentos -dijo la mujer-; pero no es como la tristeza de Pablo. No tiene nada que ver con mi resolución.

- Lo creo.

- Quizá sea como los períodos de la mujer -dijo ella-; quizá no sea nada. -Se quedó en silencio y luego añadió:- He puesto muchas ilusiones en la República. Creo mucho en la República y tengo fe en ella. Creo en ella como los que tienen fe en la religión creen en los misterios.

- Lo creo.

- ¿Y tú, tienes esa fe? si!

- ¿En la República?

- Sí.

- Claro -contestó él, confiando en que fuese verdad.

- Bueno -dijo la mujer-; ¿y no tienes miedo?

- Miedo de morir, no -contestó él con entera sinceridad.

- Pero ¿tienes miedo de otras cosas?

- Solamente de no cumplir como debo con mi misión.

- ¿No tienes miedo a que te cojan, como el otro?

- No -contestó él con sinceridad-; si tuviera miedo de eso estaría tan preocupado que no serviría para nada.

- Eres muy frío.

- No lo creo.

- Digo que eres muy frío de la cabeza.

- Es porque estoy muy preocupado de mi trabajo.

- ¿No te gusta la vida?

- Sí, mucho; pero no quiero que perjudique a mi trabajo.

- Te gusta beber; lo sé; lo he visto.

- Sí, mucho; pero no me gusta que perjudique a mi trabajo.

- ¿Y las mujeres?

- Me gustan mucho, aunque nunca les he dado gran importancia.

- ¿No te interesan?

- Sí, pero no he encontrado ninguna que me haya conmovido como ellas dicen que deben conmovernos.

- Creo que estás mintiendo.

- Quizá mienta un poco.

- Pero quieres a María.

- Sí, mucho; no sé por qué.

- Yo también la quiero. La quiero mucho. Sí, mucho.

- Yo también -dijo Robert Jordan, y sintió oprimírsele la garganta-. Yo también. Sí. -Le causaba placer decirlo y lo dijo solemnemente en español:- La quiero mucho.

- Os dejaré solos cuando volvamos de ver al Sordo.

Robert Jordan no dijo nada de momento. Pero luego:

- No es necesario.

- Sí, hombre. Es necesario. No tendréis mucho tiempo.

- ¿Has visto eso en mi mano?

- No, no debes creer en esas tonterías.

Y así alejaba ella todo lo que podía perjudicar a la República.

Robert Jordan no agregó nada. Miró a María, que estaba arreglando la vajilla en la alacena. La muchacha se secó las manos, se volvió y sonrió. No había oído las palabras de Pilar; pero al sonreír a Robert Jordan enrojeció bajo su piel tostada y luego volvió a sonreír.

- Está el día también -dijo la mujer de Pablo-. Tenéis la noche para vosotros, pero también podéis aprovechar el día. ¿Dónde están el lujo y la abundancia que había en Valencia en mi tiempo? Pero podréis coger algunas fresas o cualquier cosa por el estilo. Y se echó a reír.

Robert Jordan puso la mano en los recios hombros de Pilar.

- La quiero a usted -dijo-; la quiero a usted mucho.

- Eres un Don Juan Tenorio de marca mayor -repuso la mujer de Pablo, turbada ligeramente-. Sientes cariño por ¡todo el mundo, hombre. Aquí llega Agustín.

Robert Jordan se metió en la cueva y se acercó a María. La muchacha le vio acercarse con los ojos brillantes y con el rubor cubriéndole todavía mejillas y garganta.

- ¡Hola, conejito! -dijo, y la besó en la boca. Ella se apretó contra él y luego le miró a la cara.

- ¡Hola, hola! -dijo.

Fernando, que estaba aún sentado a la mesa, fumando un cigarrillo, se levantó, movió la cabeza con expresión de disgusto y salió cogiendo la carabina, que había dejado apoyada contra el muro.

- Es una cosa indecente -le dijo a Pilar- y no me gusta eso. Debieras cuidar más de esa muchacha.

- La cuido -contestó Pilar-; ese camarada es su novio.

- ¡Ah! -exclamó Fernando-, en ese caso, puesto que están prometidos, todo me parece normal.

- Me siento muy dichosa de que piense así -dijo la mujer.

- Lo mismo digo -asintió Fernando gravemente-. Salud, Pilar.

- ¿Adonde vas?

- Al puesto de arriba, a relevar a Primitivo.

- ¿A dónde diablos vas? -preguntó Agustín al hombrecilio grave, cuando éste comenzaba a subir por el sendero.

- A cumplir con mi deber -contestó Fernando, con dignidad.

- ¿Tu deber? -preguntó Agustín, burlón-. Me c… en la leche de tu deber. -Y luego, dirigiéndose a la mujer de Pablo:- ¿Dónde está ese c… que tengo que guardar?

- En la cueva -contestó Pilar-; dentro de los dos sacos. Y estoy cansada de tus groserías.

- Me c… en la leche de tu cansancio -siguió Agustín.

- Entonces vete ye… en ti mismo -dijo Pilar, sin irritarse.

- Y en tu madre -replicó Agustín.

- Tú no has tenido nunca madre -le dijo Pilar; los insultos habían alcanzado esa extremada solemnidad española, en que los actos ya no son expresados, sino sobrentendidos.

- ¿Qué es lo que hacen ahí dentro? -preguntó Agustín a Pilar confidencialmente.

- Nada -contestó Pilar-; nada. Después de todo, estamos en primavera, animal.

- ¿Animal? -preguntó Agustín paladeando el piropo-. Animal. Y tú, hija de la gran p… Me c… en la leche de la primavera.

- Lo que es a ti -dijo ella, riendo con estrépito- te falta variedad en tus insultos. Pero tienes fuerza. ¿Has visto los aviones?

- Me c… en la leche de sus motores -contestó Agustín, levantando la cabeza y mordiéndose el labio inferior.

- No está mal -dijo Pilar-. No está mal, aunque es difícil de hacer.

- A esa altura, desde luego -dijo Agustín, sonriendo-. Desde luego. Pero vale más reírse.

- Sí -dijo la mujer de Pablo-; vale más reírse. Tú eres un tío que tiene redaños y me gustan tus bromas.

- Escucha, Pilar -dijo Agustín, y hablaba ahora seriamente-. Algo se está preparando. ¿No es cierto?

- ¿Qué es lo que piensas?

- Que todo esto me huele muy mal. Esos aviones eran muchos aviones, mujer; muchos aviones.

- Y eso te hace cosquillas, como a otros, ¿no?

- ¿Qué crees tú que es lo que preparan?

- Escucha -dijo Pilar-, puesto que envían a un mozo para lo del puente, es que los republicanos preparan una ofensiva. Y los fascistas se preparan para recibirla, ya que envían aviones. Pero ¿por qué exponer a sus aviones de esta manera?

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