»Estábamos todos repartidos por los tejados, por el suelo o al pie de los muros a la media luz de la madrugada y la nube de polvo de la explosión no había acabado de posarse porque había subido muy alto por el aire y no había viento para disiparla; tirábamos todos por la brecha abierta en el muro; cargábamos los fusiles y disparábamos entre la humareda, y, desde el interior, salían todavía disparos, cuando alguien gritó entre la humareda que no disparásemos más y cuatro guardias civiles salieron con las manos en alto. Un gran trozo del techo se había derrumbado y venían a rendirse.
»-¿Queda alguno dentro? -gritó Pablo.
»-Están los heridos.
»-Vigilad a ésos -dijo Pablo a cuatro de los nuestros, que salieron desde donde estaban apostados disparando-. Quedaos ahí, contra la pared -dijo a los civiles. Los cuatro civiles se pusieron contra la pared, sucios, polvorientos, cubiertos de humo con los otros cuatro que los guardaban, apuntándoles con los fusiles, y Pablo y los demás se fueron a acabar con los heridos.
»Cuando hubieron acabado y ya no se oyeron más gritos, lamentos, quejidos, ni disparos de fusil en el cuartel, Pablo y los demás salieron. Y Pablo llevaba su fusil al hombro y una pistola máuser en una mano.
»-Mira, Pilar -dijo-. Estaba en la mano del oficial que se suicidó. No he disparado nunca con esto. Tú -dijo a uno de los guardias-, enséñame cómo funciona. No, no me lo demuestres, explícamelo.
»Los cuatro civiles habían estado pegados a la tapia, sudando, sin decir nada mientras se oyeron los disparos en el interior del cuartel. Eran todos grandes, con cara de guardias civiles; el mismo estilo de cara que la mía, salvo que la de ellos estaba cubierta de un poco de barba de la última mañana, que no se habían afeitado, y permanecían pegados a la pared y no decían nada.
»-Tú -dijo Pablo al que estaba más cerca de él-, dime cómo funciona esto.
»-Baja la palanca -le dijo el guardia con voz incolora-. Tira la recámara hacia atrás y deja que vuelva suavemente hacia delante.
»-¿Qué es la recámara? -preguntó Pablo, mirando a los cuatro civiles-. ¿Qué es la recámara?
»-Lo que está encima del gatillo.
»Pablo tiró hacia atrás de la recámara, pero se atascó.
Se ha atascado.
»-Y ahora ¿qué? -dijo-. Se ha atascado. Me has engañado.
»-Échalo más hacia atrás y deja que vuelva suavemente hacia delante -dijo el civil, y no he oído nunca un tono semejante de voz. Era más gris que una mañana sin sol.
»Pablo hizo como el guardia le decía y la recámara se colocó en su sitio, y con ello quedó la pistola armada con el gatillo levantado. Era una pistola muy fea, pequeña y redonda de empuñadura, con un cañón plano, nada manejable. Durante todo ese tiempo los civiles miraban a Pablo y no habían dicho nada.
»-¿Qué es lo que vais a hacer de nosotros? -preguntó uno de ellos.
»-Mataros -respondió Pablo.
»-¿Cuándo? -preguntó el hombre, con la misma voz gris.
»-Ahora mismo -contestó Pablo.
»-¿Dónde? -preguntó el guardia.
»-Aquí -contestó Pablo-. Aquí. Ahora mismo. Aquí y ahora mismo. ¿Tienes algo que decir?
»-Nada -contestó el civil-. Nada. Pero no es cosa bien hecha.
»-Tú eres el que no estás bien hecho -dijo Pablo-. Tú, asesino de campesinos. Tú, que matarías a tu propia madre.
»-Yo no he matado nunca a nadie -dijo el civil-. Y te ruego que no hables así de mi madre.
»-Vamos a ver cómo mueres, tú, que no has hecho más | que matar.
»-No hace falta insultarnos -dijo otro de los civiles-. Y nosotros sabemos morir -dijo otro.
»-De rodillas contra la pared y con la cabeza apoyada en el muro -ordenó Pablo. Los civiles se miraron entre sí.
»-De rodillas he dicho -insistió Pablo-. Agachaos hasta el suelo y poneos de rodillas.
»-¿Qué te parece, Paco? -preguntó uno de los civiles al más alto de todos, el que había explicado lo de la pistola a Pablo. Tenía galones de cabo en la bocamanga y sudaba por todos sus poros, a pesar de que, por lo temprano, aún hacía frío.
»-Da lo mismo arrodillarse -contestó éste-. No tiene importancia.
»-Es más cerca de la tierra -dijo el primero que había hablado; intentaba bromear, pero estaban todos demasiado graves para gastar bromas, y ninguno sonrió.
»-Entonces, arrodillémonos -dijo el primer civil, y los cuatro se pusieron de rodillas, con un aspecto muy cómico, la cabeza contra el muro y las manos en los costados. Y Pablo pasó detrás de ellos y disparó, yendo de uno a otro, a cada uno un tiro en la nuca con la pistola, apoyando bien el cañón contra la nuca, y uno por uno iban cayendo a tierra en cuanto Pablo disparaba. Aún puedo oír la detonación, estridente y ahogada al mismo tiempo, y puedo ver el cañón de la pistola levantándose a cada sacudida y la cabeza del hombre caer hacia delante. Hubo uno que mantuvo erguida la cabeza cuando la pistola le tocó. Otro la inclinó hasta apoyarla en la piedra del muro. A otro le temblaba todo el cuerpo y la cabeza se le bamboleaba. Uno solo, el último, se puso la mano delante de los ojos. Y ya estaban los cuatro cuerpos derrumbados junto a la tapia cuando Pablo dio la vuelta y se vino hacia nosotros con la pistola en la mano.
»-Guárdame esto, Pilar -dijo-. No sé cómo bajar el disparador -y me tendió la pistola. El se quedó allí, mirando a los cuatro guardias desplomados contra la tapia del cuartel. Todos los que estaban con nosotros se habían quedado mirándolos también, y nadie decía nada.
«Habíamos ocupado el pueblo, era todavía muy temprano y nadie había comido nada ni había tomado café; nos mirábamos los unos a los otros y nos vimos todos cubiertos del polvo de la explosión del cuartel y polvorientos, como cuando se trilla en las eras; yo me quedé allí parada, con la pistola en la mano, que me pesaba mucho, y me hacía una impresión rara en el estómago ver a los guardias muertos contra la tapia. Estaban cubiertos de polvo como nosotros; pero ahora manchando cada uno con su sangre el polvo del lugar en que yacían. Y mientras estábamos allí, el sol salió por entre los cerros lejanos y empezó a lucir por la carretera, adonde daba la tapia blanca del cuartel, y el polvo en el aire se hizo de color dorado; y el campesino que estaba junto a mí miró a la tapia del cuartel, miró a los que estaban por el suelo, nos miró a nosotros, miró al sol y dijo: "Vaya, otro día que comienza."
»-Bueno, ahora vamos a tomar el café -dije yo.
»-Bien, Pilar, bien -dijo él y subimos al pueblo, hasta la misma plaza, y ésos fueron los últimos que matamos a tiros en el pueblo.»
- ¿Qué pasó con los otros? -preguntó Robert Jordan-. ¿Es que no había más fascistas en el pueblo?
- ¡Qué va! Claro que había más fascistas. Había más de veinte. Pero a ésos no los matamos a tiros.
- ¿Qué fue lo que se hizo con ellos?
- Pablo hizo que los matasen a golpes de bieldo y que los arrojaran desde lo alto de un peñasco al río.
- ¿A los vein te?
- Ya te contaré cómo. No es nada fácil. Y en toda mi vida querría ver repetida una escena semejante, ver apalear a muerte a uno, hasta matarle en la plaza, en lo alto de un peñasco que da al río.
El pueblo de que te hablo está levantado en la margen más alta del río y hay allí una plaza con una gran fuente, con bancos y con árboles que dan sombra a los bancos. Los balcones de las casas dan a la plaza. Seis calles desembocan en esta plaza y alrededor, excepto por una sola parte, hay casas con arcadas. Cuando el sol quema, uno puede refugiarse a la sombra de las arcadas. En tres caras de la plaza hay arcadas como te digo y en la cuarta cara, que es la que está al borde del peñasco, hay una hilera de árboles. Abajo, mucho más abajo, corre el río. Hay cien metros a pico desde allí hasta el río.
»Pablo lo organizó todo como para el ataque al cuartel. Primero hizo cerrar las calles con carretas, como si preparase la plaza para una capea, que es una corrida de toros de aficionados. Los fascistas estaban todos encerrados en el Ayuntamiento, que era el edificio más grande que daba a la plaza.
En el edificio se encontraba un reloj empotrado en la pared, y, bajo las arcadas, estaba el club de los fascistas y en la acera se ponían las mesas y las sillas del club, y era allí, antes del Movimiento, en donde los fascistas tenían la costumbre de tomar el aperitivo. Las sillas y las mesas eran de mimbre. Era como un café, pero más elegante.»
- Pero ¿no hubo lucha para apoderarse de ellos?
- Pablo había hecho que los detuvieran por la noche, antes del ataque al cuartel. Pero el cuartel estaba ya cercado. Fueron detenidos todos en su casa, a la hora en que el ataque comenzaba. Eso estuvo muy bien pensado. Pablo es buen organizador. De otra manera hubiera tenido gente que le hubiese atacado por los flancos y por la retaguardia mientras asaltaba el cuartel de la guardia civil.
Pablo es muy inteligente, pero muy bruto. Preparó y ordenó muy bien el asunto del pueblo. Mirad, después de acabar con éxito el ataque del cuartel, rendidos y fusilados contra la pared los cuatro últimos guardias, después que tomamos el desayuno en el café que era siempre el primero que abría, por la mañana, y que es el que está en el rincón de donde sale el primer autobús, Pablo se puso a organizar lo de la plaza. Las carretas fueron colocadas exactamente como si fuese para una capea, salvo que por la parte que daba al río no se puso ninguna. Ese lado se dejó abierto. Pablo dio entonces orden al cura de que confesara a los fascistas y les diera los sacramentos.»
- Y ¿dónde se hizo eso?
- En el Ayuntamiento, como he dicho. Había una gran multitud alrededor, y mientras el cura hacía su trabajo dentro, había un buen escándalo fuera; oíanse groserías, pero la mayor parte de la gente se mostraba seria y respetuosa. Quienes bromeaban eran los que estaban ya borrachos por haber bebido para celebrar el éxito de lo del cuartel, y eran seres inútiles que hubieran estado borrachos de cualquier manera.
»Mientras el cura seguía con su trabajo, Pablo hizo que los de la plaza se colocaran en dos filas.
»Los distribuyó en dos filas como suelen colocarse para un concurso de fuerza en que hay que tirar de una cuerda, o como se agrupa una ciudad para ver el final de una carrera de bicicletas, con el espacio justo entre ellos para el paso de los ciclistas, o como se colocan para ver el santo al pasar una procesión. Entre las filas había un espacio de dos metros y las filas se extendían desde el Ayuntamiento atravesando la plaza, hasta las rocas que daban sobre el río. Así, al salir por la puerta del Ayuntamiento, mirando a través de la plaza, se veían las dos filas espesas de gente esperando.
»Iban armados con bieldos, como los que se usan para aventar el grano, y estaban separados entre sí por la distancia de un bieldo. No todos tenían bieldo, porque no se pudo conseguir número suficiente. Pero la mayoría tenían bieldos que habían sacado del comercio de don Guillermo Martín, un fascista que vendía toda clase de utensilios agrícolas. Y los que no tenían bieldo llevaban gruesos cayados de pastor o aguijones de los que se usan para hostigar a los bueyes, u horquillas de madera de las que se utilizan para echar al viento la paja después de la trilla. También los había con guadañas y hoces; pero a éstos los colocó Pablo al final de la hilera que estaba junto a la barranca.
»Los hombres de las filas guardaban silencio y el día era claro, hermoso, tan claro como hoy, con nubes altas en el cielo como las de hoy, y la plaza no estaba todavía polvorienta, porque había caído un rocío espeso por la noche y los árboles daban sombra a los hombres que estaban en las filas y se oía fluir el agua que brotaba del tubo de cobre que salía de la boca de un león e iba a caer en la fuente donde las mujeres llenaban sus cántaros.
»Solamente cerca del Ayuntamiento, en donde estaba el cura cumpliendo con su deber con los fascistas, había algún escándalo y provenía de aquellos sinvergüenzas, que, como he dicho, estaban ya borrachos y se apretujaban contra las ventanas, gritando groserías y bromas de mal gusto por entre los barrotes de hierro de las ventanas. La mayoría de los hombres que estaban en las filas aguardaban en silencio y oí que uno a otro preguntaba: "¿Habrá mujeres?" Y el otro contestó: "Espero que no, Cristo."
»Entonces, un tercero dijo: "Mira, ahí está la mujer de Pablo. Escucha, Pilar. ¿Va a haber mujeres?"
»Le miré y era un campesino vestido de domingo que sudaba de lo lindo y le dije: "No, Joaquín; no habrá mujeres. Nosotros no matamos a las mujeres. ¿Por qué habíamos de matar a las mujeres?"
»Y él dijo: "Gracias a Dios que no habrá mujeres. ¿Y cuándo va a empezar? "
»-En cuanto acabe el cura -le dije yo.
»-¿Y el cura?
»-No lo sé -le dije y vi que en su rostro se dibujaba el sufrimiento, mientras se le cubría la frente de sudor.
»-Nunca he matado a un hombre -dijo.
»-Entonces, ahora aprenderás -le contestó el que estaba a su lado-. Pero no creo que un golpe de ésos mate a un hombre -y miró el bieldo que sostenía con las dos manos.
»-Ahí está lo bueno -dijo el otro-. Hay que dar muchos golpes.
»-Ellos han tomado Valladolid -dijo alguien-; han tomado Avila. Lo oí cuando veníamos al pueblo.
»-Pero nunca tomarán este pueblo. Este pueblo es nuestro. Les hemos ganado por la mano. Pablo no es de los que esperan a que ellos den el primer golpe -dije yo.
»-Pablo es muy capaz -dijo otro-. Pero cuando acabó con los civiles fue un poco egoísta. ¿No lo crees así, Pilar?