Un día más largo que un siglo - Айтматов Чингиз Торекулович 10 стр.


Empezó con esto. El pueblo se le hizo odioso. En otro tiempo, allí, en las arcillosas pendientes de la ribera, había medio centenar de casas. Pescaban los peces del Aral. Había una cooperativa. Y así vivían. Y ahora no quedaba más que una aldea de chozas bajo el despeñadero. No había ningún hombre, a todos los había barrido completamente la guerra. A pequeños y mayores sin excepción. Muchos de ellos se habían dispersado por otras aldeas koljosianas, o de cría de ganado, para no morir de hambre. La cooperativa se había deshecho. No había nadie para salir al mar. Ukubala también habría podido marcharse a su casa natal, pertenecía a uno de los pueblos de la estepa. Vinieron a buscarla sus parientes y querían llevársela a casa. «En nuestra casa —dijeron— dejarás pasar los años malos, y cuando Yediguéi vuelva del frente volverás en seguida a tu pueblo pescador de Zhangueldi.» Pero Ukubala se negó en redondo. «Esperaré a mi marido. He perdido a mi hijito. Si vuelve, que por lo menos encuentre a su esposa esperándole. No estoy sola aquí, hay viejos y niños, los ayudaré y viviremos con el esfuerzo de todos.»

Actuó acertadamente. Pero Yediguéi empezó a decir desde los primeros días que no podía soportar la idea de continuar allí, junto al mar, sin hacer nada. En eso tenía razón. Los parientes de Ukubala, que fueron a visitar a Yediguéi, le propusieron que se trasladaran a su pueblo. «Vivirás en nuestra casa —dijeron—, junto a los rebaños de la estepa. Allí, tu salud irá mejorando, trabajarás en algo, podrás sacar el ganado a pastar...» Yediguéi les dio las gracias pero no aceptó. Comprendió que sería una carga para ellos. Hospedarse un par de días en casa de los parientes cercanos de la esposa no tiene importancia. Pero luego, si el huésped no trabaja duro, nadie le necesita.

Y entonces, él y Ukubala resolvieron arriesgarse. Decidieron irse al ferrocarril. Pensaron que sería posible encontrar algún trabajo adecuado para Yediguéi: guardia, vigilante, o bien levantar y bajar la barrera en algún paso a nivel. Allí, necesariamente, acogerían a un inválido de guerra.

Y con eso, partieron en primavera. Nada ataba entonces a la joven pareja. En los primeros tiempos, pernoctaron en diferentes estaciones. Pero no consiguieron encontrar ningún trabajo adecuado. Y con la vivienda se encontraron aún peor. Vivían donde podían, malcomían gracias a diferentes trabajos eventuales en el ferrocarril. Ukubala los sacó entonces de apuros, era fuerte y joven, y era la que trabajaba la mayoría de las veces. Yediguéi, con su aspecto aparentemente sano, se contrataba para diferentes cargas y descargas, pero era Ukubala la que hacía el trabajo.

De esta forma se encontraban un día, ya a mitad de la primavera, en la estación del gran nudo de comunicaciones de Kumbel. Descargaban carbón. Los vagones de carbón se acercaban por vías secundarias hasta los patios traseros del depósito. Allí, echaban el carbón al suelo para liberar cuanto antes los vagones, y luego lo trasladaban en carretillas cuesta arriba para echarlo en montones enormes como casas. Era la reserva para todo el año. Un trabajo duro, polvoriento y sucio. Pero había que vivir. Yediguéi echaba el carbón a la carretilla con una pala, y Ukubala se llevaba la carretilla para arriba, por el entarimado, la vaciaba y volvía para abajo de nuevo. Otra vez ponía Yediguéi el carbón en la carretilla, y otra vez Ukubala, como un caballo de tiro, arrastraba hacia arriba, con las fuerzas que le quedaban, aquella carga pesada, impropia de la fuerza de una mujer. Por si fuera poco, hacía cada vez más calor, el día era sofocante, y el calor y el polvo de carbón flotante alteraban y daban náuseas a Yediguéi. Él mismo se daba cuenta de cómo iba perdiendo las fuerzas. Sentía grandes deseos de echarse al suelo, directamente sobre los montones de carbón, para no levantarse más. Pero lo que más le abatía era que su mujer, ahogándose en la negra polvareda, tuviera que hacer en su lugar lo que él debería haber hecho. Le resultaba muy duro contemplarla. Una negra pátina de carbón la cubría de la cabeza a la planta de los pies, y sólo el blanco de los ojos, y los dientes, relucían. Y estaba cubierta de sudor; éste, debido al negro carbón, chorreaba en oscuros reguerones por su cuello, su pecho y su espalda. ¿Habría permitido semejante cosa de haber tenido las fuerzas de antes? Habría trasladado él mismo una decena de vagones de aquel maldito carbón con tal de no ver los tormentos de su mujer.

Cuando abandonaron el desierto pueblo pescador de Zhangueldi con la esperanza de que a Yediguéi, un soldado herido, le encontrarían un trabajo adecuado, no tuvieron en cuenta una cosa: soldados como él los había a montones en todas partes. Todos tenían que adaptarse de nuevo a la vida normal. Y menos mal que Yediguéi había conservado sus piernas y sus brazos. Eran muchos los inválidos –cojos, mancos, con muletas, con prótesis– que vagaban entonces por el ferrocarril. En las largas noches, cuando después de instalarse en el rincón de algún local de la estación, abarrotado y pestífero, esperaban que pasara el tiempo, Ukubala pedía perdón y dirigía su silencioso agradecimiento a Dios por tener el marido a su lado y porque la guerra no le hubiera estropeado de forma terrible e irreparable. Pues lo que veía en las estaciones le infundía horror y sufrimiento. Cojos, mancos, inválidos y mutilados, con sus desgastadas guerreras y otros diferentes harapos, con carritos bajo el trasero, con muletas, con lazarillos, sin domicilio, desconcertados, viajaban transhumantes por trenes y estaciones, forzando la entrada en comedores y bufets, sacudiendo el alma con sus aullidos de borracho y sus llantos... ¿Qué deparaba el porvenir a cada uno de ellos? ¿Cómo compensarlos de lo que nada podía compensar? Y por el mero hecho de que tamaña desgracia hubiera pasado de largo, y podía no haber pasado, sólo por el hecho de que el marido hubiera vuelto, contusionado, sí, pero no inválido, Ukubala estaba dispuesta a trabajar por todo el mundo en las labores más pesadas. Y por ello no protestaba, no cedía, y nada dejaba traslucir incluso cuando ya no tenía fuerzas para arrastrar los pies, cuando parecía que cualquier aguante había tocado a su fin.

Pero eso no aliviaba a Yediguéi. Era preciso emprender algo, instalarse de forma más firme en la vida. No irían vagando de un lugar para otro toda su vida. Y cada vez más a menudo acudían a su mente esos pensamientos: ¿Y si se dijera a sí mismo «Taubakell [6] »y se fuera a la ciudad a probar fortuna? Con tal de que le volviera la salud, con tal de que pudiera reponerse de aquella maldita contusión. Entonces aún podría luchar, defenderse... En la ciudad, naturalmente, las cosas habrían podido salir de muchas maneras, probablemente se habrían adaptado con el tiempo y se habrían convertido en ciudadanos, como muchos otros, pero el destino lo decidió de otra forma. Sí, en eso intervino el destino, o cualquier otro nombre que quiera dársele...

En aquellos días en que se contrataron en la estación de Kumbel para amontonar el carbón de los vagones en el patio trasero del depósito, apareció un kazajo montado en un camello; seguramente, venía de la estepa por sus asuntos. Así por lo menos lo parecía a primera vista. El recién llegado trabó el camello para que pastara en un solar de las cercanías mientras él, echando una mirada de preocupación a su alrededor, se alejaba con un saco vacío bajo el brazo.

–Eh, amigo –se dirigió a Yediguéi al pasar junto a él–. Tenga la bondad de vigilar que la chiquillería no haga travesuras con él. Tienen la mala costumbre de provocar y pegar al animal. Incluso pueden desatarlo para divertirse. Vuelvo en seguida, estaré poco tiempo fuera.

–Váyase, váyase, ya vigilaré –prometió Yediguéi mientras manejaba la pala y se enjugaba con un trapo negro, pesado por el sudor absorbido.

El sudor manaba incesantemente de su rostro. Yediguéi debía rodear la montaña de carbón, cargando la carretilla, de modo que podía vigilar al mismo tiempo que los mocosos de la estación no molestaran al camello. En otras ocasiones ya había sido testigo de sus hazañas: habían irritado hasta tal punto al animal que éste se había puesto a bramar furiosamente, a escupir y a perseguirlos. Y esto aún los divertía más, y como cazadores primitivos rodeaban con gritos salvajes a la bestia, le golpeaban con piedras y bastones. Y no cobró poco el pobre camello hasta que llegó su amo...

Y aquel día, como adrede, se presentó de donde menos se esperaba una ruidosa pandilla de pilluelos que iba corriendo a jugar a fútbol. Y empezaron a lanzar pelotazos con todas sus fuerzas sobre el camello trabado. El animal se apartaba, y ellos le daban con la pelota en los flancos, a ver quién lo hacía con más fuerza, con más habilidad. El que le acertaba estaba tan entusiasmado como si hubiera metido un gol...

–¡Eh, vosotros, fuera de aquí, no lo molestéis! –blandió Yediguéi la pala hacia ellos–. ¡Si no, ya veréis!

Los niños retrocedieron, calculando que debía ser el amo, o quizá el aspecto del cargador de carbón era demasiado terrorífico, y quién sabe si no estaría borracho, y entonces lo iban a pasar mal, por lo que de pronto echaron a correr dándole al balón. No se les ocurrió que podían molestar impunemente al camello cuanto les viniera en gana, pues Yediguéi sólo los había amenazado con la pala para guardar las apariencias; en realidad, en la situación en que se encontraba, nunca se hubiera dispuesto a perseguirlos. Cada paletada de carbón arrojada a la carretilla le costaba ímprobos esfuerzos. Nunca había pensado lo malo, lo humillante, que es ser débil, enfermo, de poca valía. La cabeza le daba vueltas continuamente. También el sudor le molestaba. Manaba y agotaba a Yediguéi, a quien el polvo de carbón hacía respirar pesadamente, mientras en el pecho le oprimía una dura y negra humedad. Ukubala se esforzaba por cargar sobre sí una gran parte del trabajo, para que él descansara un poco, se sentara por allí mientras ella cargaba la carretilla y la arrastraba hasta la parte superior de la montaña de car bón. Sin embargo, Yediguéi no podía ver con tranquilidad cómo ella se agotaba, y por eso se levantaba de nuevo, tambaleándose, y volvía a poner manos a la obra...

El hombre que le pidió que vigilara al camello regresó pronto con una carga sobre la espalda. Colocado el saco y a punto ya de ponerse en camino, se acercó a Yediguéi para cambiar unas palabras. Sin saber por qué, entablaron inmediatamente una conversación. Era Kazangap, del apartadero de Boranly-Buránny...

Resultaron ser paisanos. Kazangap le contó que él también procedía de las aldeas ribereñas del Aral. Esto hizo nacer rápidamente su amistad.

En aquel momento, a ninguno de los dos se le ocurrió que aquel encuentro determinaría toda la vida posterior de Yediguéi y de Ukubala. Simplemente, Kazangap les convenció para que fueran con él al apartadero de Boranly-Buránny, a vivir y a trabajar allí. Hay un tipo de personas que predispone en su favor desde el primer momento de conocerlas. Kazangap no tenía nada especial, al contrario, su misma sencillez delataba al hombre cuya sensatez ha sido alcanzada a través de una dura lección. Por su aspecto, era un kazajo de los más corrientes, y sus ropas, muy usadas y quemadas por el sol, habían tomado ya unas formas cómodas para él. Los pantalones de piel de cabra curtida tampoco los llevaba porque sí: eran cómodos para cabalgar sobre el camello. Pero también conocía el valor de las cosas: una gorra de uniforme ferroviario relativamente nueva, guardada para los viajes, adornaba su gran cabeza; sus botas de becerro, que había llevado muchos años, estaban cuidadosamente remendadas y cosidas por muchos sitios. Era un hombre enraizado en la estepa, un duro trabajador, y eso podía observarse por su moreno rostro curtido por el ardiente sol y por el continuo viento, y también por sus duras y nudosas manos. Encorvado prematuramente por el trabajo, sus poderosos hombros colgaban para abajo y el cuello parecía largo, extendido como el de los patos, aunque era un hombre de estatura mediana. Sus ojos eran sorprendentes, castaños, comprensivos, atentos, sonrientes, rayados por las desparramadas arrugas cuando los fruncía.

Kazangap frisaría entonces los cuarenta años. Y es muy posible que así lo pareciera porque tanto sus bigotes, brevemente recortados en forma de cepillo, como la pequeña barbita parda, le daban los rasgos propios de la madurez. Pero la confianza que infundía se debía ante todo a lo sensato de su discurso. Ukubala sintió inmediatamente respeto por aquel hombre. Todo cuanto dijo estaba en su lugar. Y dijo cosas muy sensatas. «Puesto que os aflige esta desgracia, puesto que la contusión está todavía en el cuerpo, a qué estropearse más la salud. En seguida he visto, Yediguéi, lo duro que te resulta este trabajo. Todavía no estás lo bastante fuerte para estas faenas. Apenas puedes arrastrar los pies. Ahora deberías estar donde más fácil te fuera, al aire libre y beber leche pura a voluntad. En nuestro apartadero, por ejemplo, tenemos extrema necesidad de personal para los trabajos de la vía. El nuevo jefe del apartadero, cada día me dice lo mismo: "Tú, que eres de los veteranos de aquí, a ver si me traes gente conveniente". ¿Y de dónde la saco yo a esa gente? Todos están en la guerra. Y el que ha salido licenciado también encuentra trabajo suficiente en otros lugares. Naturalmente, la vida en nuestro lugar no es un paraíso. Vivimos en un sitio duro: alrededor está Sary-Ozeki, el desierto, la falta de agua. El agua la traen con una cisterna para toda la semana. Y a veces hay interrupciones en el servicio del agua. Suele también suceder. En este caso, hay que ir a los lejanos pozos de la estepa y traerla en pellejos, uno sale por la mañana y no vuelve hasta la tarde. De todos modos —prosiguió Kazangap—, es mejor estar en casa en Sary-Ozeki que errar de esta manera por diferentes lugares. Tendréis un techo sobre vuestras cabezas, tendréis trabajo fijo, os mostraremos y enseñaremos lo que hay que hacer, y podréis tener vuestro propio corral. Eso, si os ponéis manos a la obra. Entre los dos, vais a ganaros la vida. Allí volverá la salud, el tiempo os aconsejará, si os aburrís, os vais a otro lugar mejor...»

Eso fue lo que les dijo. Yediguéi se lo pensó muy bien y aceptó. Y aquel mismo día se marcharon con Kazangap a Sary-Ozeki, al apartadero de Boranly-Buránny, pues los preparativos de Yediguéi y Ukubala eran muy breves incluso en aquella época. Reunieron sus pocas pertenencias, y en marcha. No les costaba nada entonces, y decidieron probar también esa suerte. Y según luego se vio, fue su destino.

Yediguéi recordó toda la vida el camino por Sary-Ozeki desde Kumbel hasta Boranly-Buránny. Primero avanzaron a lo largo de la vía férrea, luego, gradualmente, se fueron desviando por unos senderos hacia uno de los laterales. Según les explicó Kazangap, cortaban de través unas diez verstas, pues la línea del ferrocarril describía allí un gran arco para evitar el fondo de una gran llanura arcillosa, de un salado y desecado lago que existió en otro tiempo. La sal y la pantanosa humedad salen de las entrañas de la llanura aún hoy día. Cada primavera, la llanura salada despierta: encharcándose, deshaciéndose, convirtiéndose en impracticable, pero en verano se cubre de una capa de sal, se endurece como una piedra hasta la siguiente primavera. Eso de que en otro tiempo existiera allí un vasto lago salado lo decía Kazangap repitiendo las palabras de un geólogo de Sary-Ozeki, Elizárov, con el que posteriormente tuvo Yediguéi una gran amistad. Era un hombre muy inteligente.

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