Todos los servicios del portaviones Conventsia, incluyendo el ala de aviación y a los grupos de seguridad, estaban alerta, completamente preparados...
Ya hacía más de un día que, aullando suavemente durante la marcha y rozando el suelo de un modo apenas audible, trotaba la blanca camella Akmai por los barrancos y llanos de la gran estepa de Sary-Ozeki; su dueña no hacía sino arrearla y estimularla por aquellas ardientes tierras desiertas. Sólo por la noche se detenían junto a uno de los raros pozos existentes. Por la mañana se levantaban de nuevo y salían a la búsqueda de la gran manada de camellos perdida entre los innumerables pliegues de Sary-Ozeki. Allí, precisamente en aquella parte de las tierras medias, no lejos de la escarpadura de arena roja del Malakumdychap, que se extiende durante muchas verstas, los mercaderes habían encontrado hacía poco al pastor mankurt que ahora buscaba Naiman-Ana. Hacía ya dos días que daba vueltas alrededor del Malakumdychap temiendo tropezar con los zhuanzhuan, pero por mucho que miraba y explorara, en todas partes no había más que estepa y falsos espejismos. Una vez, cediendo a esta visión, había recorrido un largo camino zigzagueante hacia una ciudad aérea, con sus mezquitas y murallas. ¿No estaría allí su hijo, en el mercado de esclavos? Entonces habría podido subirle a Akmai, detrás de ella, y a ver quién intentaba alcanzarlos... El desierto producía una impresión penosa, y de ahí procedían las alucinaciones.
Naturalmente, era difícil encontrar a una persona en Sary Ozeki, un hombre era allí como un granito de arena, pero si con él había una gran manada, que ocuparía un gran espacio para pastar, tarde o temprano podría observar primero un animal, luego otros, y al pastor junto a la manada. Con eso contaba Naiman-Ana.
Sin embargo, de momento no había descubierto nada en ninguna parte. Empezaba ya a temer que hubieran trasladado la manada a otro lugar o, lo que es peor, que los zhuanzhuan hubiesen llevado todo aquel rebaño de camellos a Jivá o a Bujará para venderlos. En ese caso, ¿volvería el pastor desde tan lejanos lugares? Cuando la madre salió del pueblo sufriendo su tristeza y sus dudas, sólo tenía un sueño: ver con vida a su hijo, aunque fuera mankurt, aunque no recordara nada ni reflexionara, pero que fuera su hijo vivo, simplemente vivo... ¡No era poco! Pero al internarse en Sary-Ozeki, al acercarse al lugar donde podría encontrarse el pastor que habían visto hacía poco los mercaderes de la caravana, cada vez tenía más miedo de ver a su hijo con su cerebro mutilado, y el horror la angustiaba y oprimía. Entonces rezaba a Dios para que no fuera él, no fuera su hijo, sino otro desgraciado, y estaba dispuesta a aceptar irremisiblemente que su hijo no estaba ni podía estar entre los vivos. Iba solamente para echar una mirada al mankurty convencerse de que sus dudas no tenían razón de ser, y una vez convencida, volver y dejar de torturarse, esperando acabar su vida como el destino dispusiera... Pero luego cedía de nuevo a la tristeza y al deseo de encontrar en Sary-Ozeki no a un hombre cualquiera sino precisamente a su hijo, significara esto lo que significase...
En medio de estos sentimientos contradictorios, al pasar al otro lado de una achatada elevación, vio una numerosa manada de camellos, un centenar de cabezas, que pastaba libremente por un anchuroso valle. Los pardos camellos en libertad vagaban entre las pequeñas matas y los matorrales de espino mordisqueando la punta de las hierbas. Naiman-Ana golpeó a su Akmaiy echó a correr con todas sus fuerzas. Al principio, se ahogaba de alegría por haber encontrado al fin la manada, pero luego se asustó y sintió un escalofrío ante el horror que le producía pensar que vería inmediatamente a su hijo convertido en mankurt. Después se alegró de nuevo sin comprender ya a ciencia cierta qué le pasaba.
La manada estaba pastando, pero ¿dónde se encontraba el pastor? Tenía que estar por allí, en alguna parte. Y vio a un hombre en el otro extremo del valle. Desde lejos, no podía distinguir quién era. El pastor estaba de pie con un largo bastón en la mano y llevaba de la brida, tras de sí, a un camello de montar cargado de fardos al tiempo que miraba tranquilamente, por debajo de su encasquetada gorra, cómo ella se aproximaba.
Y cuando estuvieron cerca, cuando reconoció a su hijo, no pudo recordar Naiman-Ana cómo había resbalado por la espalda del camello. Le pareció que había caído, pero ¡qué le importaba eso!
—¡Hijo mío! ¡Querido! ¡Te buscaba por todas partes! —y se precipitó hacia él—. ¡Soy tu madre!
Y al instante lo comprendió todo y se echó a llorar dando patadas en el suelo, torciendo de amargura y horror sus labios, que temblaban convulsivamente, intentando contenerse pero sin fuerzas para dominarse. Para sostenerse sobre sus piernas, se agarró fuertemente del hombro de su indiferente hijo y no cesó de llorar, ensordecida por la pena que había colgado mucho tiempo sobre ella y que ahora se había desplomado estrujándola y arrastrándola. Y llorando, mirando a través de las lágrimas, entre las pegajosas hebras de sus canosos cabellos húmedos, entre sus temblorosos dedos, con los que se embadurnaba la cara con polvo del camino, los conocidos rasgos de su hijo, intentando continuamente captar su mirada, esperando aún, manteniendo la esperanza de que la reconocería, pues en realidad era muy fácil: ¡reconocer a su propia madre!
Pero su aparición no produjo en él ningún efecto, como si ella estuviera allí siempre y cada día le visitara en la estepa. Ni siquiera le preguntó quién era y por qué lloraba. En un determinado momento, el pastor se quitó del hombro la mano de su madre y siguió adelante, arrastrando a su inseparable camello, con los fardos, al otro extremo de la manada para cerciorarse de que los jóvenes animales no se alejaban demasiado en sus juegos.
Naiman-Ana se quedó allí, se puso en cuclillas sollozando, apretándose la cara con las manos, y estuvo así sin levantar la cabeza. Luego, hizo acopio de valor, se acercó a su hijo procurando conservar la tranquilidad. El hijo mankurt, como si nada ocurriera, la miraba indiferente y distraído por debajo de su bien encasquetada gorra. Algo parecido a una débil sonrisa se deslizó por su enflaquecida cara, curtida por el viento hasta la negrura, áspera. Pero sus ojos expresaban una soñolienta falta de interés por cualquier cosa de este mundo y continuaban indiferentes como antes.
–Siéntate y hablaremos –dijo Naiman-Ana con un profundo suspiro.
Se sentaron en el suelo.
–¿Me conoces? –preguntó la madre.
El mankurtmovió negativamente la cabeza.
–¿Cómo te llamas?
Mankurt–respondió él.
Ahora te llaman así. ¿Y no recuerdas tu nombre anterior? Anda, recuerda tu verdadero nombre.
El mankurtguardó silencio. La madre vio que intentaba recordar, que grandes gotas de sudor aparecían sobre el puente de la nariz a causa de la tensión y que sus ojos se envolvían en temblorosa niebla. Pero ante él debió, levantarse un muro infranqueable que no podía superar.
–¿Cómo se llamaba tu padre? ¿Quién eres? ¿Dónde naciste? ¿Sabes por lo menos en qué lugar naciste?
No, no recordaba nada, no sabía nada.
–¡Lo que hicieron contigo! –murmuró la madre, y de nuevo sus labios comenzaron a bailotear contra su voluntad.
Ahogándose de ira, dolor y agravio, Naiman-Ana se puso de nuevo a sollozar intentando vanamente calmarse. El dolor de una madre no emocionó en absoluto al mankurt.
–Se puede arrebatar la tierra, se puede arrebatar la riqueza, se puede quitar la vida –dijo en voz alta–, pero ¿de quién es la idea de atentar contra la memoria de un hombre? ¡Oh, Señor!, si existes, ¿cómo infundiste tal idea a los hombres? ¿No hay ya, sin eso, bastante maldad sobre la tierra?
Y entonces, mirando al hijo mankurt, pronunció su célebre retahíla aflictiva sobre el sol, Dios y ella misma, que recita aún hoy día la gente que conoce la historia cuando se habla de SaryOzeki...
Y entonces empezó su llanto, que aún hoy día recuerda la gente:
Men botasi olguen boz maia, Tulibin kelip iskeguen... [14]
Y se le escaparon del alma sus llantos, largos y desconsolados gemidos en medio de los desiertos silenciosos e ilimitados de Sary-Ozeki...
Pero nada conmovía a su hijo el mankurt.
Y entonces, Naiman-Ana decidió darle a conocer quién era, pero no con preguntas sino inculcándoselo.
–Tu nombre es Zholamán. ¿Me oyes? Tú eres Zholamán. Tu padre se llamaba Donenbái. ¿No te acuerdas de tu padre? Ya sabes, te enseñó desde niño a disparar con el arco. Y yo soy tu madre. Tú eres mi hijo. Eres de la tribu de los naimanos, ¿entiendes? Eres un naimano...
Él escuchaba cuanto ella le decía con una total falta de interés, como si no se hablara de nada. De la misma manera que habría escuchado el canto del grillo en la hierba.
Y entonces, Naiman-Ana preguntó a su hijo mankurt:
¿Y qué había antes de que llegaras aquí?
No había nada –dijo él.
¿Existía la noche o existía el día?
–No había nada –dijo él.
¿Con quién te gustaría charlar?
–Con la Luna. Pero no nos oímos uno a otro. Allí hay alguien.
–¿Y qué más te gustaría?
–Llevar una trenza en la cabeza, como mi amo.
–Deja que vea lo que hicieron con tu cabeza –alargó la mano Naiman-Ana.
El mankurtse apartó bruscamente, retrocedió, se llevó las manos a la gorra y ya no volvió a mirar a la madre. Ella comprendió que no convenía recordarle nunca su cabeza.
En aquel momento apareció en la lejanía un hombre montado en un camello. Se dirigía hacia ellos.
–¿Quién es? –preguntó Naiman-Ana.
Me trae la comida –respondió su hijo.
Naiman-Ana se alarmó. Tenía que esconderse cuanto antes para que el zhuanzhuan, que tan súbitamente había aparecido, no la viera. Hizo sentar a su camello en el suelo y se encaramó a la silla.
–No digas nada. Volveré pronto –dijo Naiman-Ana. El hijo no respondió. Le daba lo mismo.
Naiman-Ana comprendió que había cometido un error al alejarse sobre el camello entre la manada que pastaba. Pero ya era tarde. El zhuanzhuan, que cabalgaba hacia la manada, podía verla cabalgando sobre el camello blanco. Tenía que haberse ido a pie, escondida entre los animales que pastaban.
Una vez a considerable distancia del pastizal, Naiman-Ana penetró en un profundo barranco con los bordes poblados de ajenjo. Allí desmontó y colocó a Akmaien el fondo de la depresión. Y desde aquel lugar empezó a observar. Sí, así había sido. La había visto. Poco después arreando su camello al trote, apareció el zhuanzhuan. Iba armado de lanza y flechas. El zhuanzhuan estaba intrigado, claramente indeciso, echaba miradas a su alrededor: ¿dónde se habría metido el jinete del camello blanco que había divisado desde lejos? No sabía a ciencia cierta en qué dirección había partido. Corrió hacia un lado, luego hacia otro. Y la última vez pasó muy cerca del barranco. Menos mal que Naiman-Ana había tenido la precaución de atar el morro de Akmai con un pañuelo. No fuera que la camella levantara la voz. Oculta tras el ajenjo del borde del barranco, Naiman-Ana contempló muy claramente al zhuanzhuan. Montaba un velludo camello y miraba por todos lados; su cara era abotargada, tensa; sobre la cabeza llevaba un sombrero negro, como una barca con los extremos doblados para arriba, mientras por detrás se bamboleaba y relucía una negra y seca trenza tejida en doble punta. El zhuanzhuan se levantaba sobre los estribos con la lanza preparada, miraba a su alrededor, volvía la cabeza de acá para allá y sus ojos relucían. Era uno de los enemigos que habían conquistado Sary-Ozeki enviando a no poca gente a la esclavitud y causando tantas desgracias a su familia. Pero ¿qué podía hacer ella, una mujer desarmada, contra un furioso guerrero zhuanzhuan? Y pensó qué clase de vida, qué acontecimientos habrían conducido a aquellos hombres a semejante crueldad y salvajismo: extirpar la memoria de un esclavo...
Después de correr de un lado para otro, el zhuanzhuan no tardó en alejarse en dirección a la manada.
Caía la tarde. El sol estaba bajo, pero el crepúsculo se mantenía aún por largo tiempo sobre la estepa. Luego, oscureció de pronto. Y empezó una noche cerrada.
Naiman-Ana pasó aquella noche en completa soledad, en la estepa, no lejos de su desdichado mankurt. Tenía miedo de volver junto a él. El zhuanzhuan podía haberse quedado a pasar la noche con la manada.
Y tomó la resolución de no dejar a su hijo en la esclavitud, de intentar llevárselo consigo. Aunque fuera mankurt, aunque no comprendiera nada, pero estaría mucho mejor en casa entre los suyos que haciendo de pastor para los zhuanzhuan en el desierto Sary-Ozeki. Así se lo decía su alma maternal. No podía aceptar lo que otras habían hecho. No podía dejar a su propia sangre en la esclavitud. A lo mejor, en su tierra natal recobraba el entendimiento, recordaba de pronto su infancia...
Por la mañana, Naiman-Ana volvió a montar sobre Akmai. Dando un rodeo por alejados caminos, estuvo largo rato caminando hasta alcanzar la manada, que durante la noche se había trasladado bastante lejos. Al descubrirla, estuvo contemplándola mucho tiempo para ver si había algún zhuanzhuan. Convencida de que no había nadie, llamó a su hijo por su nombre:
–¡Zholamán! ¡Zholamán! ¡Buenos días!
El hijo volvió la cabeza y la madre lanzó una exclamación de alegría, pero comprendió al instante que había respondido sólo al sonido de la voz.
De nuevo intentó Naiman-Ana despertar en su hijo la memoria perdida.
–¡Recuerda cómo te llamas, recuerda tu nombre! –le suplicaba procurando convencerle–. Tu padre es Donenbái. ¿Es posible que no lo sepas? Y tu nombre no es Mankurtsino Zholamán [15]. Te dimos este nombre porque naciste de camino durante uno de los grandes trayectos nómadas de los naimanos. Y cuando naciste, hicimos una parada de tres días. Hubo un festín que duró tres días.