Un día más largo que un siglo - Айтматов Чингиз Торекулович 44 стр.


Mientras, Zaripa había escrito varias cartas a los correspondientes organismos pidiendo noticias de su marido y rogando que le comunicaran si podía tener una entrevista con él. De momento no había llegado ninguna respuesta. Kazangap y Yediguéi también se devanaban los sesos. Sin embargo, la gente sencilla se inclinaba a explicar esta situación por el hecho de que en el apartadero de Boranly-Buránny no había servicio postal directo. Era preciso entregar las cartas en la estación de Kumbel a través de otra persona o llevándolas personalmente. La llegada del correo también era a través de Kumbel, y asimismo gracias a los buenos oficios de otra persona... Y este medio de comunicación, como se sabe, no siempre es el más rápido.

Así pues, un día sucedió...

En los últimos días de febrero, Kazangap fue a Kumbel a visitar a Sabitzhán en el internado. Fue a lomos de su camello. En invierno se pasaba demasiado frío en los trenes de mercancías. No se podía entrar en los vagones, estaba prohibido, y en las plataformas abiertas el viento era insoportable. En camello, en cambio, bien abrigado, se podía con buena marcha ir y volver tranquilamente en un día, y hacer allí lo necesario.

Aquel día, Kazangap regresó al caer la tarde. Mientras se apeaba, Yediguéi pensó que Kazangap estaba de malhumor, que parecía sombrío, y que seguramente su hijo habría hecho alguna de las suyas en el internado; además, seguramente estaría cansado de trotar con el camello de acá para allá.

–¿Qué tal el viaje? –le interpeló Yediguéi.

–Bien –respondió sordamente Kazangap, ocupado en sus paquetes. Luego se volvió, y después de pensarlo, dijo–: ¿Estarás dentro de un rato en casa?

–Sí.

–Tengo que hablar contigo. En seguida pasaré a verte.

–Hazlo.

Kazangap no se hizo esperar. Llegó con su Bukéi. Él iba delante, la esposa detrás. Ambos estaban muy preocupados por algo. Kazangap tenía un aspecto cansado, su cuello estaba más alargado, los hombros caídos, el bigote marchito. La gruesa Bukéi respiraba con ahogo, como si el corazón se acelerara tanto que no la dejara respirar.

–Pero qué caras ponéis, ¿no os habréis peleado? –se burló Ukubala–. Habéis venido a hacer las paces. Sentaos.

Si sólo fuera eso –dijo con voz más voluminosa Bukéi, que continuaba respirando pesadamente.

Después de echar una mirada a su alrededor, Kazangap preguntó con interés:

–¿Dónde están vuestras hijas?

–Están con Zaripa, jugando con los niños –respondió Yediguéi–. ¿Qué quieres de ellas?

Traigo malas noticias –anunció Kazangap mirando a Yediguéi y a Ukubala–. Es mejor que de momento no lo sepan los niños. Una gran desgracia. ¡Nuestro Abutalip ha muerto!

Pero ¿qué dices? –exclamó Yediguéi, mientras Ukubala, después de un breve chillido, se tapaba la boca con la mano y se ponía más blanca que la pared.

¡Ha muerto! ¡Ha muerto! ¡Desgraciados niños, desgraciados huérfanos! –recitó Bukéi en un tono medio susurro medio ronquido.

¿Cómo ha muerto? –se aproximó Yediguéi a Kazangap, asustado, sin creer aún lo que oía.

Ha llegado un papel a la estación.

Y todos hicieron entonces una pausa sin mirarse unos a otros.

–¡Ay qué pena! ¡Ay qué pena! –Ukubala se llevó las manos a la cabeza y empezó a gemir balanceándose de un lado a otro. –¿Dónde está ese papel? –preguntó finalmente Yediguéi.

El papel está en su sitio, en la estación –empezó a relatar Kazangap–. Bien, yo estuve en el internado y me dije, vamos, echaremos un vistazo a la estación, a la tiendecita esa de la sala de espera, Bukéi me ha pedido que compre jabón. Apenas llego a la puerta, me sale al encuentro el propio jefe de la estación, Chernov. Bueno, nos saludamos, nos conocemos de antiguo, y él va y me dice: «Ha sido una suerte encontrarte; pasa a mi despacho, tengo una carta, te la llevarás al apartadero». Abrió el despacho y entramos. Sacó de la mesa un sobre con letras de imprenta. «¿Trabajaba Abutalip Kuttybáyev con vosotros en el apartadero?» «Sí», le dije, «¿qué pasa?». «Pues que hace tres días llegó este papel y no tenía con quién mandarlo a Boranly‑Buránny. Toma, entrégalo a su esposa. Es la respuesta a su petición de informes. Según ahí está escrito, el hombre ha muerto», y me dijo una palabra incomprensible. «De un infarto», dijo. «¿Y qué es eso de infarto», le pregunté yo. Y él respondió: «Que se rompe el corazón». Ya veis, estalló su corazón. Me quedé pasmado. Al principio no lo creía. Tomé el papel. Decía: al jefe de la estación de Kumbel que comunique al apartadero de Boranly-Buránny la respuesta oficial para la ciudadana fulana de tal en respuesta a su petición, y seguía diciendo que el procesado Abutalip Kuttybáyev, etc., etc., había muerto de un ataque al corazón. Así estaba escrito. Lo leí, miré al jefe de la estación y no sabía qué hacer. «Ya ves qué cosas», dijo Chernov, y se encogió de hombros. «Toma, llévaselo.» Yo le dije: «No, no tenemos esas costumbres. No quiero ser un mensajero negro. Tiene hijos pequeños, no me atrevo a darles ese golpe, no. Nosotros, los de Boranly, primero nos lo consultamos entre todos y luego decidimos. Alguno de nosotros vendrá especialmente a por este papel y lo llevará como debe llevarse tan dura noticia, que no ha muerto un gorrión sino un hombre, o bien será su propia esposa, Zaripa Kuttybáyev, la que venga en persona a recibir el papel de vuestras manos. Y usted explíquele y cuéntele cómo sucedió todo». Y él me dijo a mí: «Eso es cosa tuya, como quieras. Sólo que yo nada tengo que contar ni que explicar. No conozco ningún detalle. Mi deber es entregar este papel a su destinatario. Eso es todo». «Bien», dije yo, «disculpe, pero que de momento el papel se quede aquí, yo ya lo transmitiré de palabra, y allí nos reuniremos para estudiar la cuestión». «Bien, ten cuidado», me dijo, «tú sabrás mejor que nadie lo que haces». Con eso le dejé, y todo el camino estuve arreando al camello y sufriendo con el corazón: «¿Qué vamos a hacer? ¿Quién tendrá suficiente ánimo para decírselo?».

Kazangap guardó silencio. Yediguéi se encorvó como si la pena se hubiera depositado sobre sus espaldas.

–¿Qué pasará ahora? –preguntó Kazangap, pero nadie le respondió.

–Ya lo sabía yo –movió amargamente la cabeza Yediguéi–. No soportó la separación de los niños. Eso era lo que yo más temía. No soportó la separación. Y la añoranza es algo terrible.

Los niños también echan tanto de menos a su padre que nos faltan las fuerzas para mirarlos. Si hubiera sido otro hombre, digamos, que le hubieran condenado no sé por qué, bueno, pero que le hubiesen condenado, pues nada, habría estado en prisión un año, o dos o lo que fuera, y habría vuelto. Él había estado prisionero de los alemanes, en los campos de concentración había sufrido lo suyo, tampoco fue dulce su permanencia con los guerrilleros, y todos aquellos años estuvo luchando en tierra extraña y no se dejó abatir, porque entonces estaba solo, seguía su camino, no tenía familia. Y ahora, como suele decirse, le han arrancado en carne viva de algo vivo, de lo más querido, de los niños. Y ha sucedido la desgracia...

–Sí, también pienso así –manifestó Kazangap–. No creía que la separación pudiera matar a un hombre. De no ser por eso, con lo joven, inteligente y leído que era, habría esperado a que se arreglara el asunto y le pusieran en libertad. En realidad, no era culpable de nada. Con la mente debió de comprenderlo, pero por lo que se ve, el corazón no resistió. El amor que sentía por sus hijos ha caído sobre su cabeza...

Luego estuvieron aún largo rato sentados examinando la situación, buscando el modo de preparar a Zaripa para aquella noticia, pero por más que pensaron e hicieron suposiciones, todo convergía en un solo punto: la familia había perdido al padre, los niños eran huérfanos, Zaripa viuda, y a eso nada se podía añadir ni quitar. Sin embargo, la proposición más sensata acabó por presentarla Ukubala:

–Que sea la misma Zaripa la que reciba ese papel en la estación. Que sufra este golpe allí, y no aquí con los niños. Y que decida allí, en la estación, lo que tiene que hacer, y también tendrá tiempo de pensarlo en el camino de regreso sobre si los niños deben saberlo, o de momento no es conveniente. Quizá decida esperar a que crezcan un poco más y se olviden un poco de su padre. Es difícil decirlo...

–Dices bien –la apoyó Yediguéi–. Es la madre. Que decida ella misma si tiene que comunicar o no a los niños la muerte de Abutalip. Yo, personalmente, no puedo...

Y Yediguéi no pudo continuar, la lengua no le obedecía,

carraspeó para disolver un acceso de compasión que le oprimía la garganta.

Y cuando llegaron a un acuerdo general, Ukubala le dijo a Kazangap:

–Es preciso, kazajo, que digáis a Zaripa que el jefe de la estación tiene unas cartas para ella. Que han llegado unas respuestas a su demanda de información. Pero que os han pedido que vaya ella personalmente. Y en segundo lugar –continuó–, no es posible enviar a Zaripa sola en un día así. Allí no tiene ni parientes ni amigos. Y el dolor más terrible es la soledad. Tú, Yediguéi, viajarás con ella y estarás a su lado en aquel momento. Quién sabe qué puede suceder con una desgracia tan grande. Dile que tienes que ir a la estación por tus asuntos, y viajáis juntos. Los niños se quedarán aquí en nuestra casa.

–Muy bien –aceptó Yediguéi los argumentos de su mujer–. Mañana le diré a Abílov que es preciso trasladar a Zaripa al hospital de la estación.

En eso quedaron. Pero sólo consiguieron partir para Kumbel dos días después en un tren que se detuvo a petición del jefe del apartadero. Era el 5 de marzo. Burani Yediguéi siempre recordaría aquel día.

Viajaron en un vagón general. Iba lleno de gente diversa, con sus familias, con el inevitable quehacer de un viaje, el hedor de aguardiente, el desordenado deambular, el jugar a cartas hasta el embrutecimiento, los cuchicheos medio ahogados de las mujeres, que se comunicaban unas a otras sus confesiones sobre lo difícil que es la vida, la embriaguez de los maridos, los divorcios, las bodas, los entierros... Aquella gente viajaba lejos. Y les acompañaba todo lo que constituía su vida cotidiana... Zaripa y su acompañante Burani Yediguéi se adhirieron por poco tiempo a sus desgracias y penas.

Naturalmente, Zaripa no se sentía muy tranquila. Sombría e inquieta, guardó silencio durante todo el camino, pensando seguramente qué respuestas la esperarían en el despacho del jefe de la estación. Yediguéi también guardó silencio la mayor parte del tiempo.

Hay, en efecto, gente compasiva y sensible capaz de advertir a primera vista que algo malo le sucede a una persona. Cuando Zaripa se levantó de su sitio y se dirigió a la plataforma, donde permaneció junto a la ventanilla, una mujer rusa, sentada en el banco frente a Yediguéi, dijo mirando con ojos bondadosos, otrora azules y ahora descoloridos por la edad:

–¿Qué pasa, hijito, tienes a tu mujer enferma?

–Yediguéi se estremeció.

–No es mi esposa sino mi hermana, buena mujer. La llevo al hospital.

–Sí, claro; ya veo que la pobre está sufriendo. Que lo pasa muy mal. En los ojos se refleja un lúgubre pesar. Seguramente, tiene miedo en su interior. Temerá que en el hospital le encuentren alguna terrible enfermedad. ¡Ay, qué vida esta! Si no naces no verás la luz, si naces, no evitarás el sufrimiento. Así son las cosas. Pero el Señor es misericordioso, ella es joven y saldrá adelante, creo yo –dijo, captando y comprendiendo de alguna manera la confusión y la tristeza que se apoderaban de Zaripa cada vez con mayor fuerza a medida que se aproximaban a la estación.

Había una hora y media de viaje hasta Kumbel. A los pasajeros del tren les tenía sin cuidado por qué parajes viajaban aquel día. Sólo preguntaban cuál era la próxima estación. Y el majestuoso Sary-Ozeki se extendía cubierto de nieve aún como un reino silencioso e infinito de espacios desiertos. Pero ya iban apareciendo los primeros reflejos del retroceso del invierno. Mostraban su negrura las calvas de los lugares deshelados de las pendientes, emergían los desiguales bordes de los barrancos, aparecían manchas fugaces en las estribaciones de los montículos, y en todas partes la nieve empezaba a asentarse a efectos del viento húmedo y tibio que se había levantado en la estepa desde la llegada de marzo. Sin embargo, el sol todavía se encerraba tras compactos y bajos nubarrones, grises y acuosos incluso por su aspecto. El invierno aún tenía vida: todavía podía nevar, y hasta podía levantarse una ventisca de última hora...

Yediguéi miraba por la ventanilla sin moverse de su sitio frente a la compasiva anciana y hablando de vez en cuando con ella, pero no se acercó a Zaripa. «Que esté sola –pensó–, que permanezca junto a la ventanilla y reflexione sobre su situación. Quizá algún presentimiento interior le sugiera algo. Es posible que recuerde el otro viaje, el que hicimos a principios del otoño del año pasado, cuando todos juntos, las dos familias con toda la chiquillería, subimos a un mercancías y fuimos a Kumbel a por sandías y melones, y nos sentimos muy felices, pues para los niños aquello fue una fiesta inolvidable.» Parecía haber pasado muy poco tiempo desde entonces. En aquel viaje, Abutalip y Yediguéi se sentaron junto a la puerta entreabierta del vagón, en la corriente de aire, y hablaron de toda clase de temas; los niños revoloteaban a su alrededor, contemplaban las tierras que pasaban volando frente a ellos, mientras las esposas, Zaripa y Ukubala, sostenían también una íntima conversación. Luego fueron de tiendas, pasearon por la plazuela de la estación, estuvieron en el cine, en la peluquería. Los niños comieron helado. Pero lo más tragicómico fue cuando todos juntos no pudieron convencer a Ermek para que se cortara el cabello, el niño temía sin saber por qué el contacto de la maquinilla con su cabeza. Y Yediguéi recordó que en aquel momento apareció Abutalip en la puerta, y que su hijito se precipitó hacia él, y él lo agarró y lo estrechó contra su pecho como protegiéndole instintivamente del peluquero, diciendo que ya cobraría ánimo y lo harían la próxima vez, que de momento podía esperar. El Ermek de los negros rizos continuaba, incluso ahora, con el cabello sin cortar desde que había nacido, pero ahora ya sin padre...

Y de nuevo, por enésima vez, Burani Yediguéi intentó comprender por qué Abutalip Kuttybáyev había muerto sin esperar la solución de su caso. Y otra vez llegó a la única conclusión explicable: la añoranza de sus hijos le había roto el corazón. La separación, cuyo peso no todo el mundo es capaz de comprender, la amarga conciencia de que sus hijos –sin los cuales no sólo no imaginaba la vida sino ni siquiera la respiración– quedaban separados de él, abandonados a los caprichos del destino en un apartadero, en el desierto Sary-Ozeki, sin agua, sólo eso le mató...

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