Un día más largo que un siglo - Айтматов Чингиз Торекулович 46 стр.


Y de nuevo iban los trenes de oriente a occidente y de occidente a oriente.

Y a ambos lados del ferrocarril, en esas tierras, se extendían los mismos espacios desérticos, nunca tocados, de Sary-Ozeki, y las tierras Centrales de las estepas amarillas.

El cosmódromo Sary-Ozeki-t no existía entonces ni por asomo en aquellos confines. Es muy posible que sólo se perfilara en la mente de los futuros creadores de los vuelos cósmicos.

Pero los trenes continuaban yendo de oriente a occidente y de occidente a oriente...

El verano y el otoño del año cincuenta y tres fueron los más dolorosos en la vida de Burani Yediguéi. Nunca, ni antes ni des-pués, hubo obstáculos en las vías, ni calores tórridos en SaryOzeki, ni sequías, nunca hubo adversidades ni desgracias, ni aun la guerra –y eso que llegó hasta Kiinigsberg y pudo mil veces caer muerto, herido o mutilado– que causaran, que proporcionaran a Yediguéi tanto sufrimiento como aquellos días...

Afanasi Ivánovich Elizárov contó un día a Burani Yediguéi el porqué de los desprendimientos de tierra, de esos deslizamientos irreparables que provocan la caída y cambio de lugar de pendientes enteras, y a veces de toda una montaña que se derrumba hacia un lado abriendo ocultas capas de tierra. Y la gente se horroriza al pensar que semejante desgracia se oculta bajo sus pies. El peligro de los derrumbamientos está en que la catástrofe va madurando imperceptiblemente, día a día, ya que las aguas subterráneas van erosionando gradualmente desde el interior los apoyos del terreno, y basta una pequeña sacudida de la tierra, un trueno o un fuerte aguacero, para que la montaña empiece a deslizarse lenta e irreparablemente hacia abajo. El desplome habitual tiene lugar de una vez y de forma inesperada. El desplome por deslizamiento avanza amenazadoramente, a la vista de todos y no hay fuerza que pueda detenerlo...

Algo semejante puede sucederle al hombre que se queda solo frente a contradicciones insuperables y se agita con el alma afligida sin atreverse a comunicárselo a nadie, pues no hay nadie en el mundo que esté en condiciones de ayudarle y de comprenderle. Él lo sabe, y eso le aterroriza. Y es algo que avanza sobre él...

La primera vez que Yediguéi experimentó este deslizamiento, y concibió claramente lo que significaba, fue dos meses después del viaje a Kumbel con Zaripa, cuando tuvo que ir de nuevo allí por sus asuntos. Había prometido a Zaripa pasar por Correos a ver si había cartas para ella, y, en caso de no haberlas, mandar tres telegramas a tres direcciones diferentes que ella le había dado. Hasta entonces, Zaripa no había recibido respuesta a ninguna de las cartas a sus parientes. Y ahora quería saber sencillamente si las habían recibido o no, eso es lo que decía en los telegramas: «Ruego encarecidamente comuniquen si han recibido mis cartas. Sólo sí o no. No es obligado responder a las cartas». Al parecer, los hermanos y hermanas no querían relacionarse con la familia de Abutalip ni por carta.

Yediguéi salió por la mañana en su Burani Karanarcon la intención de estar de vuelta a la caída de la tarde. Naturalmente, cuando salía de viaje solo, sin bagaje, cualquier maquinista conocido le habría recogido con mucho gusto y le habría dejado en Kumbel una hora y media después. Sin embargo, Yediguéi empezó a evitar esta clase de viajes por culpa de los hijos de Abutalip. Ambos, tanto el mayor como el menor, continuaban esperando cada día, en el ferrocarril, el regreso de su padre. En sus juegos, conversaciones, adivinanzas, dibujos, en toda su simple vida cotidiana infantil, la espera del padre era la esencia de su vida. Y es indudable que la personalidad más autorizada para ellos en aquel período era tío Yediguéi, el cual, así lo creían, tenía que saberlo todo y ayudarlos.

El propio Yediguéi comprendió que sin él los niños aún lo pasarían peor y se sentirían todavía más huérfanos en el apartadero, y por eso dedicaba casi todo su tiempo libre en buscarles ocupación, en distraerlos gradualmente de las inútiles esperas. Recordando el testamento de Abutalip referente a que hablara a los niños del mar, sacaba a relucir más y más detalles de su propia infancia y de su juventud de pescador, y de todos los hechos y leyendas del mar de Aral. Adaptaba a los niños estos relatos como podía, y cada vez se admiraba de su capacidad de inventiva, de su sensibilidad, de su memoria. Y estaba muy contento al ver que ponían de manifiesto la educación que recibieron de su padre. Al contar algo, Yediguéi se orientaba principalmente hacia el menor, hacia Ermek. Sin embargo, el pequeño no se quedaba atrás ni con respecto al mayor ni con respecto a ninguno de los cuatro oyentes –los hijos de ambas casas– y para Yediguéi era el más querido, aunque procuraba no distinguirle. Ermek era el oyente más interesado, el mejor interpretador de sus relatos. Tratárase de lo que se tratara, él relacionaba con su padre cualquier acontecimiento, cualquier giro interesante de la acción. Para él, su padre tomaba parte en todas las cosas y estaba en todas partes. Un ejemplo es la siguiente conversación:

–En las orillas del mar de Aral hay unos lagos en los que crecen espesos cañaverales, y en ellos se esconden los cazadores con sus escopetas. En primavera, los patos acuden volando al mar de Aral. En invierno han vivido en otros mares más cálidos, pero apenas se funden los hielos del Aral, se ponen en camino con la mayor rapidez posible, de día y de noche, pues echan mucho de menos aquellos lugares. Vuelan en grandes bandadas, les gusta nadar en el agua, bañarse después del viaje, dar volteretas, y por eso cada vez vuelan más bajo hacia la orilla, pero entonces sale humo y fuego de las cañas: ¡pan-pan! Así disparan los cazadores. Los patos caen graznando al agua. Los demás, huyen asustados hacia el centro del mar y no saben qué hacer ni dónde vivir. Dan vueltas sobre las olas graznando. La verdad es que están acostumbrados a nadar junto a la orilla. Pero ahora tienen miedo de acercarse a ella.

–Tío Yediguéi, de todos modos hubo un pato que empezó a volar en seguida para volver al lugar de donde venía.

–¿Y para qué volvió hacia allí?

–Es que verás, mi pápikaes un marinero que navega por allí en un gran barco. Tú mismo nos lo dijiste, tío Yediguéi.

–Sí, claro que sí, cómo no –recordó Yediguéi, cogido en la trampa–. Bien, ¿y qué más?

–Pues que ese pato volaba de regreso y le dijo a mi pápikaque los cazadores estaban ocultos entre las cañas y que les disparaban. ¡Y que no tenían dónde vivir!

–Sí, sí, tienes razón.

–Y mi pápikale dijo a ese pato que él volvería pronto, que en el apartadero tenía dos hijos (Daúl y Ermek) y además al tío Yediguéi. Y que cuando llegue nos reuniremos todos juntos, iremos al mar de Aral y echaremos de las cañas a los cazadores que disparan contra los patos. Y de nuevo los patos se encontrarán a gusto en el mar de Aral... Nadarán y darán volteretas así, cabeza abajo...

Cuando se agotaban los relatos, Yediguéi recurría a la adivinación por las piedras. Llevaba siempre encima cuarenta y una piedrecitas del tamaño de un buen guisante. Este antiquísimo medio de adivinación tenía su complejo simbolismo y su antigua terminología. Cuando Yediguéi echaba las piedras, instándolas y conjurándolas a que respondieran con verdad y honestidad si aún vivía un hombre llamado Abutalip, dónde se encontraba y si pronto se extendería un camino ante él, así como qué tenía en su cuerpo y en su alma, los niños callaban concentrados, vigilando sin distracciones cómo se colocaban las piedras. Un día, Yediguéi oyó unos susurros, una conversación en voz baja tras la esquina. Miró con precaución. Eran los hijos de Abutalip. Ermek estaba adivinando con las piedras. Las arrojó como mejor supo, pero al propio tiempo se llevó cada piedra a la frente y a los labios, informando a cada una:

—Te quiero. Tú también eres inteligente, una piedrecita buena. No te equivoques, no tropieces, habla honrada y francamente, como hablan las piedrecitas de tío Yediguéi. —Luego empezó a interpretar a su hermano mayor el significado de la operación, repitiendo con exactitud el relato de Yediguéi—. Ya lo ves, Daúl, el cuadro general no es malo, no es malo en absoluto. Eso es el camino. Un camino algo nebuloso. Hay una cierta niebla en él. Pero no importa. Tío Yediguéi dice que eso son los inconvenientes del viaje. No hay camino que no los tenga. Papá está preparándose para partir. Quiere subirse a la silla, pero la cincha anda un poco floja. Lo ves, la cincha no está tensada. Hay que tensarla con más fuerza. Es decir, hay algo que todavía retiene a papá, Daúl. Habrá que esperar. Y ahora miremos qué hay en la costilla derecha y en la costilla izquierda. Las costillas están enteras. Eso está bien. ¿Y qué tiene en la frente? En la frente hay cierto fruncimiento. Está muy preocupado por nosotros, Daúl. En el corazón, ves esta piedrecita, en el corazón hay dolor y tristeza: echa mucho de menos su casa. ¿Se pondrá pronto en camino? Pronto. Pero la herradura del casco posterior del caballo anda suelta. O sea, habrá que volver a herrarle. Habrá que esperar aún. ¿Y qué lleva en las alforjas? ¡Oh, en las alforjas lleva las compras que ha hecho en el mercado! Y ahora: ¿tendrá una buena disposición de las estrellas? Ya lo ves, esta estrella es la Brida de Oro. Está dejando huellas. Aún no son muy claras. O sea, que pronto habrá que desatar al caballo y ponerse en camino...

Burani Yediguéi se alejó sin ser visto, conmovido, apesadumbrado y admirado por todo aquello. A partir de entonces empezó a evitar las adivinanzas con piedras...

Pero los niños niños son y de algún modo se les puede consolar y esperanzar, y si es preciso, cargar con el pecado y engañarlos por el momento. Pero otra cuita se había instalado en el alma de Burani Yediguéi. En aquellas circunstancias, en aquella cadena de acontecimientos, esa cuita debía surgir, y, como un derrumbamiento, en cierto momento debía empezar a deslizarse sin que él pudiera detenerla...

Sufría mucho por ella, por Zaripa. Aunque entre ambos no había habido otras conversaciones al margen de las habituales en la vida cotidiana, aunque Zaripa nunca le había dado pie a nada, Yediguéi pensaba continuamente en ella. No era simplemente la lástima y la compasión que sentían por ella todos y cada uno, no era simplemente una compasión nacida al conocer y ver las desgracias que la rodeaban, pues entonces no sería necesario hablar de ello. Pensaba en ella con amor, con el pensamiento incesantemente puesto en ella, y con la buena disposición interna de convertirse en la persona en que ella pudiera confiar en todo cuanto atañía a su vida. Y habría sido feliz si hubiera sabido que ella, supongámoslo, considerara que precisamente él, Burani Yediguéi, era en este mundo su amigo más fiel y el que más la quería.

Y lo doloroso era aparentar que no sentía nada especial por ella, ¡que entre ellos no había nada ni podía haberlo!

Camino de Kumbel, estuvo todo el trayecto sumido en estas reflexiones. Languidecía. Tenía muy diversos pensamientos. Experimentaba un raro estado de ánimo, muy variable, como si esperara la próxima llegada de una fiesta o una inevitable enfermedad. Y bajo este estado, a veces le parecía que de nuevo se encontraba en el mar. Allí el hombre siempre se siente de distinta manera que en la tierra, incluso cuando todo está tranquilo a su alrededor y al parecer nada le amenaza. Por libre y alegre que pueda ser a veces surcar las olas, aunque sea llevando a cabo el trabajo necesario a bordo, por hermosos que sean los reflejos de los crepúsculos matutino y vespertino sobre la lisa superficie de las aguas, de todos modos hay que volver a la orilla, a la que sea, pero a la orilla. Y en ella espera una vida completamente distinta. El mar es provisional, la tierra definitiva. Y si uno teme atracar en una orilla, tiene que buscar una isla, desembarcar y saber que allí está su sitio y que allí debe quedarse para siempre. Incluso lo imaginaba así: de encontrar semejante isla, se habría llevado a Zaripa y a los niños, y habría vivido allí. Habría acostumbrado a los niños al mar, y él habría vivido hasta el fin de sus días en la isla, en medio del mar, sin quejarse de su destino, sólo alegrándose de él. Con sólo saber que podría verla a cualquier hora, que podría ser para ella el hombre más querido, el más necesario y deseado...

Pero estos deseos le avergonzaban ante los suyos, sentía que le subían los colores a la cara, aunque no hubiera alma humana en cien verstas a la redonda. Soñaba como un niño, quería una isla, ¿y a santo de qué?, cabía preguntarse. Y era él quien se atrevía a soñar, él, que estaba atado de pies y manos por toda su vida, por la familia, por los hijos, por el trabajo, por el ferrocarril, y finalmente, por Sary-Ozeki, donde había crecido en alma y cuerpo sin que él mismo se diera cuenta... Además, ¿qué falta le hacía él a Zaripa, por mal que ésta lo pasara? ¿Por qué se figuraba esas cosas? ¿Por qué le había de resultar atractivo a ella? Por lo que respecta a los niños, no tenía ninguna duda, él los quería con toda el alma y ellos sentían afecto por él. Pero ¿por qué había de desearlo Zaripa? Además, él no tenía derecho a pensar de aquella manera porque la vida le había clavado fuertemente, desde hacía tiempo, en un lugar en donde seguramente tendría que vivir hasta el fin de sus días...

Burani Karanarconocía el trayecto, lo había recorrido muchas veces y como sabía el camino que tenía por delante adoptaba un trote ligero sin necesidad de que su amo lo estimulara. Gritando y gimiendo profundamente, el camello cubría con paso vivo las nunca medidas distancias de Sary-Ozeki, por barrancos y cañadas, junto al lago salado que hubo en otro tiempo. Yediguéi, montado en él, sufría y se afligía ocupado en sus pensamientos... Y estaba tan lleno de estos sentimientos contradictorios que se sentía sumamente incómodo y su alma no encontraba asilo en los inconmensurables espacios de Sary-Ozeki... Tan superior a sus fuerzas le resultaba...

Con este estado de ánimo llegó a Kumbel. Como es natural, quería que Zaripa recibiera finalmente una respuesta de sus parientes, pero ante la idea de que éstos pudieran ir a recoger a la familia huérfana y llevársela a su tierra, o bien llamarla a su casa, Yediguéi se sentía muy mal. En la administración, en la ventanilla de la lista de correos, le dijeron de nuevo que no había llegado ninguna carta para Zaripa Kuttybáyev. Y él se sorprendió de alegrarse tanto. Fulguró incluso en su mente un pensamiento, absurdo y malo, contra su conciencia: «Me alegro de que no haya nada». Luego, cumplió honradamente su encargo: envió los tres telegramas a las tres direcciones. Hecho esto, regresó al caer la tarde...

El verano había sucedido a la primavera. Sary-Ozeki estaba seco, descolorido. La hierbezuela desapareció como un tranquilo sueño. La estepa fue de nuevo amarilla. El aire se recalentaba, día a día se acercaba la época tórrida. Los parientes de los Kuttybáyev continuaban sin dar señales de vida. No, no habían respondido ni a las cartas ni a los telegramas. Mas los trenes continuaban pasando por Boranly-Buránny, y la vida seguía su curso...

Zaripa ya no esperaba respuesta, había comprendido que no podía contar con la ayuda de sus parientes, que no valía la pena molestarlos con nuevas cartas en demanda de ayuda... Convencida de ello, la mujer cayó en una silenciosa desesperación. ¿Adónde ir? ¿Qué hacer? ¿Cómo decir a los niños lo de su padre? ¿Cómo reconstruir su arruinada vida? De momento, no tenía la respuesta.

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