Aquella mañana temprano se dirigió al mar diciendo a su mujer que iría a pescar para el consumo de la casa antes de que el hielo se afirmara. La víspera, Ukubala intentó hacerle cambiar de opinión:
–Ya sabes que en casa tenemos toda clase de pescados. ¡No vale la pena salir! Ya hace frío.
Pero Yediguéi insistió en su propósito.
–Lo de casa es para la casa –dijo–. Tú misma dices que tía Saguin está en cama. Hay que curarla con sopa caliente de pescado fresco, de barbo o de sollo. Es la mejor medicina. ¿Y quién va a pescar para la anciana?
Con esta excusa, salió Yediguéi muy temprano a la pesca del mekre de oro. Con anticipación, había calculado y preparado los aparejos con las adaptaciones necesarias. Todo lo tenía guardado en la proa de la barca. Se puso una ropa de abrigo más compacta, y encima la capa impermeable con capucha, y partió.
El día no era claro ni estable, un día entre otoño e invierno. Superando en ángulo agudo la resaca, Yediguéi dirigió la barca, a remo, hacia el mar abierto, hacia el lugar en donde suponía que debían encontrarse los cazadores del mekre de oro. Todo dependía de la suerte, naturalmente, pues de todas las cazas, ninguna hay menos comprensible que la pesca marina de peces con anzuelo. En tierra, sea como sea, el hombre y su presa se encuentran en un mismo medio, el cazador puede perseguir al animal, acercarse, ocultarse, acechar y atacar. Bajo el agua, el pescador no dispone de nada de eso. Una vez soltado el aparejo se ve obligado a esperar que aparezca el pez, y si lo hace, que muerda el anzuelo.
En su interior, Yediguéi tenía muchas esperanzas de que la suerte le sonreiría, pues no había salido a la mar para ejercer su profesión, como hacía siempre, sino para satisfacer el deseo profético de su embarazada esposa.
Y así, pues, iba remando. El joven Yediguéi era fuerte y firme con los remos. Incansable, uniformemente, fue apartándose del agua inestable y móvil, fue sacando la barca a la mar por encima de las zigzagueantes y temblorosas olas. Los pescadores del Aral llaman a ese tipo de olas yirek tolkun, es decir, las de flancos torcidos. Las yirek tolkunson las primeras mensajeras de la tempestad que se avecina. Pero por sí mismas no son peligrosas y se puede navegar mar adentro sin miedo.
A medida que se alejaba de la tierra, la orilla, con su abrupta pendiente arcillosa y la franja pétrea de las rompientes en el extremo del agua, fue disminuyendo de tamaño, cada vez resultó más difícil de distinguir, y pronto se convirtió en una raya turbia que desaparecía de vez en cuando. Los nubarrones colgaban inmóviles por encima, y abajo se mantenía un soplo de viento que lamía los rizos del agua.
Al cabo de dos horas, Yediguéi detuvo la barca, retiró los remos, echó el ancla y empezó a preparar los aparejos. Tenía dos carretes de cordel con un dispositivo, hecho por él mismo, que bloqueaba el sedal. Colocó uno de ellos a popa, bajó el cordel con el plomo a una profundidad de unos cien metros y dejó en reserva unos veinte metros. El otro lo colocó de la misma manera pero a proa. Y entonces tomó de nuevo los remos para mantener la barca en la posición necesaria en medio de las corrientes y del viento. Y sobre todo, para que no se liaran los sedales entre sí.
Y así se dispuso a esperar. Suponía que el raro pez debía habitar precisamente en aquellos lugares. No poseía ninguna prueba de ello, era pura intuición. Y sin embargo tenía fe en que aparecería. Debía ser así necesaria e irremediablemente. No podía regresar a su casa sin él. No lo necesitaba para divertirse, sino para un asunto muy importante de su vida.
Al cabo de cierto tiempo, los peces dieron a conocer su presencia. Pero no eran aquéllos. Primero picó un sollo. Cuando Yediguéi tiraba de él ya sabía que no era el mekre de oro. No podía ser que la primera vez fuera ya el mekre de oro. Hubiera resultado demasiado sencillo y falto de interés vivir en este mundo. Yediguéi estaba de acuerdo en trabajar duro, en esperar. Luego mordió el anzuelo un gran barbo, uno de los mejores peces del Aral, si no el mejor. También lo arrojó al fondo de la barca después de atontarlo. En todo caso, para la sopa de la enferma, de la tía Saguin, había más que suficiente. Y picó aún un tran, un sargo del Aral. ¿Qué diablos le habría llevado hasta allí? Habitualmente, el tran se mantiene en aguas menos profundas. Pero Dios sea loado, la culpa era suya. Y después de eso hubo una pausa larga y angustiosa... «Sí, esperaré lo que sea preciso –se dijo Yediguéi–. Aunque no se lo he dicho, ella sabe que he salido en busca del mekre de oro. Y debo pescarlo para que el niño no sufra en su seno. Pues es el niño quien quiere que la madre vea y sostenga en sus brazos un mekre de oro. Por qué lo desea, eso nadie lo sabe. La madre también lo ansía, y yo, el padre, hago lo que puedo por saciar esos deseos.»
Las yirek tolkunhacían de las suyas, hacían girar la barca, que por eso son olas inestables, pérfidas y de flancos torcidos. Yediguéi comenzaba a helarse por falta de movimiento, pero vigilaba continuamente, con ojo penetrante, los carretes del cordel, a ver si tiraban de él, si se doblaba la caña dispuesta sobre el palo. No, ni a popa ni a proa había la menor señal. Sin embargo, Yediguéi no perdía la paciencia. Lo sabía, tenía fe en ello: el mekre de oro había de ir a él. Con tal que la mar se aguantara un poco, porque ya estaban rodando mucho las yirek tolkun. ¿Y para qué? No, no debía haber una tempestad tan pronto. A lo más, a la caída de la tarde o por la noche se levantarían olas de tempestad, las alabashi, las bramadoras de cresta abigarrada. Y cuando hierve el terrible Aral de punta a punta, el mar se cubre de blanca espuma y nadie se atreve entonces a meterse en él. Pero de momento aún era posible, de momento todavía quedaba tiempo...
Acurrucado, helado, mirando a su alrededor, Yediguéi esperaba a su pez en el mar. «¿Por qué te haces el remolón, por Dios? No tengas miedo –pensaba en el pez–. No temas, ya te digo que te volveré a echar al agua. ¿Que esto no suele suceder, dices? Pues tenlo por seguro, sucede. No te espero para comerte. Tengo la casa llena de comida y de todo género de pescado. Ya ves, en el fondo de la barca hay tres pescados. ¡A qué me pondría yo a esperarte, mekre de oro, si fuera para comerte! Compréndelo, tiene que venir un primogénito. Y a ti te soñó no hace mucho mi esposa, y desde entonces ha perdido la calma, aunque no habla de ello, pero yo lo veo todo. No puedo explicar por qué es así, pero es muy conveniente que ella te vea y te sostenga en brazos, y te doy mi palabra que en seguida te vuelvo a echar al mar. Lo que pasa es que eres un pez especial, un pez raro. Tienes la cabeza y la cola de oro, y también tus aletas y la cresta de tu lomo son de oro. Ponte en nuestro lugar. Ella ansía, pero no en sueños, verte, quiere tocarte para sentir con las manos cómo eres al tacto, mekre de oro. No pienses que por ser un pez no tienes relación con nosotros. Aunque seas un pez, mi esposa te añora como a una hermana, como a un hermano, y desea verte antes de dar a luz al niño. Y éste, en su seno, estará satisfecho. Y ésa es la cuestión. Sácame de apuros, amigo mío, mekre de oro. Acércate. No te haré daño. Si llevara malas intenciones, tú te darías cuenta. En el anzuelo, y hay dos, puedes elegir el que quieras, he enganchado un gran pedazo de carne. Acércate y no pienses nada malo. Si te ofreciera un anzuelo con placa de hierro, sería poco honesto, aunque tú habrías picado más fácilmente. Pero te habrías tragado el hierro, ¿y cómo podrías vivir luego con un hierro en la panza cuando de nuevo te devolviera a la mar? Habría sido un engaño. Yo te ofrezco honradamente un anzuelo. Te va a herir un poquitín los labios, eso es todo. Y no pases cuidado, he traído conmigo un gran odre. Pondré agua en él, y tú podrás estar en el odre con el agua, y luego, a nadar. Pero no me iré de aquí sin ti. Y el tiempo apremia. ¿Te das cuenta de cómo se encrespan las olas, cómo aumenta el viento, acaso quieres que mi primogénito nazca huérfano, sin padre? Piénsalo, ayúdame...»
Empezaba ya a oscurecer en los azulados espacios del frío mar preinvernal. Apareciendo sobre la cresta de las olas o desapareciendo entre ellas, la barca iba hacia la orilla. Avanzaba con dificultad, luchando contra la resaca, el mar se tornaba ya ruidoso, hervía cada vez más, se balanceaba y adquiría la fuerza de la tempestad. Heladas salpicaduras volaban a la cara, las manos se hinchaban de frío y humedad sobre los remos.
Ukubala caminaba por la orilla. Dominada por la inquietud, hacía rato que se había acercado al mar y esperaba a su marido. Cuando consintió en casarse con un pescador, sus parientes, ganaderos de la estepa, le dijeron: «Deberías pensártelo muy bien antes de dar tu palabra, te lanzas a una vida muy dura, te vas a casar con el mar, y más de una vez tendrás que bañarte en lágrimas junto al mar y dirigirle tus súplicas». Pero ella no rechazó a Yediguéi, sólo dijo: «Como sea mi marido seré yo».
Y así fue. Y esta vez no había ido con la cooperativa sino solo, estaba oscureciendo rápidamente, el mar producía un gran ruido y estaba alborotado.
Y de pronto aparecieron fugazmente entre las olas las puntas de unos remos y la barca emergió sobre una ola. Envuelta en un pañuelo, con el vientre prominente ya, Ukubala se acercó a la rompiente misma y esperó a que Yediguéi atracara. El oleaje transportó con poderoso impulso la barca sobre el bajío. Yediguéi saltó al agua en un instante y arrastró la embarcación hacia la orilla tirando de ella como un buey. Y cuando se enderezó, húmedo y salado todo él, Ukubala se acercó y le abrazó por el mojado cuello, por debajo de la fría y endurecida capa impermeable.
–Tengo la vista cansada de tanto mirar. ¿Por qué has tardado tanto?
–No se ha presentado en todo el día, sólo ha acudido al final. –¡Cómo! ¿Has ido por el mekre de oro?
–Sí, lo he convencido. Puedes contemplarlo.
Yediguéi sacó de la barca el pesado odre de piel lleno de agua, lo desató y arrojó sobre los cantos de la orilla al mekre de oro junto con el agua. Era un pez muy grande. Un poderoso y hermoso pez. Sacudía furiosamente su cola de oro, se retorcía, saltaba, despedía la menuda grava a su alrededor, abría ampliamente su rosada boca en dirección al mar intentando llegar a su elemento natural, a donde rompían las olas. Por un corto segundo, el pez se quedó quieto, tenso, inmóvil, intentando comprender dónde se hallaba, y examinando con sus puros ojos, irreprochablemente redondos y sin parpadeos, aquel mundo en el que inesperadamente se encontraba. Incluso en el crepúsculo vespertino de invierno, la desacostumbrada luz hirió su cabeza, y el pez vio los brillantes ojos de los hombres que se inclinaban sobre él, el tramo de orilla y el cielo, y en una perspectiva muy lejana, distinguió sobre el mar, tras las escasas nubes, el reflejo del sol poniente, insoportablemente vivo, que se apagaba sobre el horizonte. Empezaba a ahogarse. Y el pez se echó para atrás. Despedía destellos de oro retorciéndose con redoblada fuerza, deseando alcanzar el agua. Yediguéi levantó el mekre de oro por las agallas.
–Adelanta las manos, sosténlo –dijo a Ukubala.
Ésta tomó el pez como si fuera un niño, sobre ambos brazos y lo estrechó contra su pecho.
–¡Qué flexible es! –exclamó ella al sentir su ágil fuerza interior–. ¡Y es pesado como un tronco! ¡Qué bien huele a mar!
¡Qué hermosura! Toma, Yediguéi, ya estoy contenta, muy contenta. Se ha satisfecho mi deseo. Déjalo en el agua cuanto antes...
Yediguéi llevó al mekre de oro al mar. Entró hasta las rodillas en donde rompían las olas y dejó que el pez se deslizara hacia abajo. Por un corto instante, cuando el mekre de oro caía en el agua, se reflejó en el denso azul del aire toda la belleza del pez, de la cabeza a la cola, y después de brillar, nadó hacia las profundidades rompiendo el agua con su impetuoso cuerpo...
Y por la noche se desencadenó una gran tormenta en el mar. Éste rugía tras la pared, bajo la escarpadura. Una vez más se convenció Yediguéi de una cosa: los mensajeros de la tempestad –las yirek tolkún– no se presentan porque sí. Era ya noche cerrada. Mientras escuchaba medio dormido las alborotadas rompientes, recordaba su célebre mekre. ¿Qué haría en aquel momento su pez? Aunque, seguramente, en las grandes profundidades el mar no estaría tan movido. En su profunda oscuridad, el pez también pondría atención al movimiento de las olas en la superficie. Yediguéi sonrió feliz al pensarlo, y al dormirse puso la mano sobre el costado de su esposa y advirtió de pronto unas sacudidas en su seno. Era su primogénito que daba razón de su existencia. Y entonces Yediguéi sonrió feliz y se durmió imperturbablemente.
Si hubiera sabido que antes de un año se desencadenaría una guerra, que todo en la vida se desplomaría, y que él se alejaría del mar para siempre y éste sólo quedaría en su recuerdo... Especialmente cuando llegaran días difíciles...
En estas tierras, los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...
Y a ambos lados del ferrocarril se encuentran, en estas tierras, enormes espacios desérticos, el Sary-Ozeki, las tierras Centrales de las estepas amarillas...
En este terrible –para Burani Yediguéi– año cincuenta y tres, también el invierno se presentó anticipadamente. Lo que nunca ocurría en Sary-Ozeki. A finales de octubre ya nevaba y empezaban los fríos. Menos mal que ya había conseguido traer de Kumbel las patatas para ellos, para Zaripa y para los niños. Se había apresurado, como si lo supiera. La última vez tuvo que ir en camello, temió que en un mercancías, en la plataforma descubierta, se le helaran las patatas antes de llegar a su destino. Y entonces no tendrían ninguna utilidad. Así, pues, viajó en Burani Karanar, colocó sobre él a modo de alforjas dos enormes sacos –él mismo no habría podido con ellos, menos mal que la gente le ayudó–, uno a un lado, otro al otro, y por encima tapó los sacos con un fieltro metiendo los bordes por debajo para que el viento no lo levantara. Él se encaramó a la parte más alta, entre los sacos y tranquilamente se dirigió hacia su casa, a Boranly-Buránny. Se sentaba sobre Karanarcomo sobre un elefante. Así lo pensaba el propio Yediguéi. Hasta entonces, nadie tenía idea de los elefantes de montar. Aquel otoño habían pasado en la estación la primera película india. Todos los habitantes de Kumbel, del más joven al más viejo, acudieron a ver la inaudita película sobre el extraño país. La película, aparte de las incesantes canciones y bailes, mostraba elefantes; la gente viajaba por la jungla, a cazar tigres, montada en elefantes. Yediguéi también consiguió ver aquella película. El jefe del apartadero y él estaban en la reunión general de los sindicatos como delegados de Boranly, y al terminar la sesión se proyectó en el club del depósito ferroviario la película india. Con eso había empezado. Al salir del cine, se entablaron diversas conversaciones, y los ferroviarios se mostraban admirados de que en la India cabalgaran sobre elefantes. Alguien dijo en voz alta a este respecto:
¿Por qué os sorprenden tanto esos elefantes? ¿Qué tiene que envidiarle a un elefante el Burani Karanarde Yediguéi? ¡Si lo cargas, aguanta como un elefante!