Un día más largo que un siglo - Айтматов Чингиз Торекулович 55 стр.


Aquel día quedó por mucho tiempo en la memoria de las gentes. Muchas conversaciones se levantaron a la vez acerca de Raimaly-agá y Beguimái. Y cuando acompañaban a los novios, entre las blancas casitas endomingadas, entre jinetes sobre enjaezados corceles, entre brillante y festiva multitud, a la cabeza de la caravana de despedida caracoleaban Raimaly-agá y Beguimái con canciones de buenos deseos. Cabalgaban codo a codo, estribo a estribo, se lucían juntos, se dirigían a Dios, se dirigían a las fuerzas del bien, deseaban felicidad a los recién casados, tocaban las dombras, tocaban los caramillos, cantaban canciones, ora él, ora ella, ora él, ora ella...

Y a su alrededor la gente se admiraba de oír aquellas hermosas canciones, y se reían las hierbas y a su alrededor se extendía el humo de las hogueras y volaban los pájaros, los muchachos se alegraban galopando en derredor en caballos de dos años...

Para la gente, el viejo cantor Raimaly-agá estaba desconocido. Su voz vibraba de nuevo como antes, otra vez era flexible y ágil y sus ojos brillaban como dos lámparas en una casa blanca sobre un prado verde. Incluso su caballo Saralaenderezó el cuello y también se mostró orgulloso.

Pero no gustaba a todo el mundo. Había quienes hacían un gesto de desprecio al ver a Raimaly-agá. Sus parientes y paisanos estaban indignados: los barakbái, así se llamaba la tribu, se irritaron ya en la boda. «¿Qué significa esto: Raimaly-agá ha perdido el juicio en la vejez.» Empezaron a influenciar a su hermano Abdilján. «¿Cómo te vamos a elegir jefe de distrito? ¡Los demás se burlarían de nosotros en las elecciones si ese viejo can de Raimaly nos avergüenza en público! Ya sabes, canta como un potrillo joven, grazna. Y ella, la moza ésa, ¿sabes qué responde? ¡Vergüenza y oprobio! Le maneja a su antojo a la vista de todo el mundo. No traerá nada bueno. ¿A qué liarse con esa muchacha? Habrá que afinarle, para que la mala fama no vaya de aldea en aldea...»

Desde hacía tiempo Abdilján sentía rencor hacia su disoluto hermano, quien había vivido en su desordenada ocupación hasta encanecer. Pensaba que al envejecer sentaría la cabeza, pero por el contrario, era la vergüenza de toda la tribu barakbai.

Y entonces Abdilján aguijó a su caballo para abrirse camino entre la multitud para llegar hasta su hermano, y gritó amenazándole con el látigo: «¡Vuelve en ti! ¡Vete a casa!». Pero su hermano mayor no le vio ni le oyó, embargado en canciones de dulce sonido. Y los admiradores, los que rodeaban en compacta muchedumbre a los cantantes montados, los que captaban cada palabra de las canciones, éstos en un instante empujaron a Abdilján y consiguieron golpearlo por todas partes. Era imposible saber quién le había pegado. Abdilján partió al galope...

Y se sucedían las canciones. En aquel momento nacía una nueva canción en los labios.

«... Cuando el ciervo enamorado llama a su amiga bramando por la mañana, el desfiladero le acompaña con el eco de la montaña», cantó Raimaly-agá.

«Cuando el cisne, separado de su blanca compañera, mira al sol por la mañana, ve al sol completamente negro», respondió Beguimái con una canción.

Y así cantaban en honor de los recién casados: ora él, ora ella, ora él, ora ella...

En aquel momento de entrega espiritual, no sabía Raimalyagá con qué hirviente ira en el pecho había partido al galope su hermano Abdilján, qué ofendidos y ávidos de venganza le habían seguido los parientes, toda la tribu barakbái. No sabía qué castigo se habían conjurado a prepararle...

Y se sucedían las canciones: ora él, ora ella, ora él, ora ella...

Abdilján volaba encorvado sobre la silla como una nube negra. ¡Hacia la aldea! ¡A casa! Los parientes, que le rodeaban como manada de lobos, le gritaban galopando:

—¡Tu hermano ha perdido el juicio! ¡Se ha vuelto loco! ¡Qué desgracia! ¡Hay que ponerle en tratamiento cuanto antes!

Y se sucedían las canciones: ora él, ora ella, ora él, ora ella...

Y así, con canciones, despidieron al cortejo nupcial en el lugar convenido. Allí, como despedida, cantaron una vez más sus canciones de buenos deseos. Y, volviéndose a la gente, Raimaly-agá dijo que se sentía feliz por haber vivido hasta unos días benditos en los que el destino le había premiado con un bardo igual a él, con la joven cantante Beguimái. Dijo que el pedernal enciende el fuego sólo chocando con otro, y así, en el arte de la palabra, compitiendo en maestría, los bardos alcanzan el misterio de la perfección. Por encima, además de la felicidad concebible, también se sentía feliz porque en las postrimerías de su vida, como en el ocaso, cuando el astro calienta con todo su poder, con un poder pleno desde la creación del mundo, él conocía el amor, conocía una fuerza espiritual que no había encontrado desde que naciera.

—¡Raimaly-agá! —dijo Beguimái en su palabra de respuesta—. Se ha realizado mi sueño. Te seguiré, como digas y a donde digas apareceré inmediatamente con mi dombra. Para que la canción se conjugue con la canción, para amarte y ser tu amor. Con ello, pongo mi vida en tus manos sin pensarlo ni un solo instante.

Así cantaban las canciones.

Y allí, ante toda la gente de la estepa, convinieron un encuentro para dos días después en una gran feria, donde cantarían para cuantos acudieran de todas partes.

Y en seguida, al dispersarse después de la despedida, la gente difundió la noticia por todo el distrito diciendo que Raimaly-agá y Beguimái irían a la feria a cantar. Corrió la noticia:

—¡A la feria!

—¡Ensillad los caballos para ir a la feria!

—¡Venid a la feria a escuchar a los bardos!

Y el rumor de la gente respondía como un eco: —¡Será una fiesta!

—¡Una diversión!

—¡Una belleza!

—¡Qué vergüenza!

—¡Qué bien!

—¡Mira que son desvergonzados!

Y Raimaly-agá y Beguimái se separaron en mitad del camino:

—¡Hasta la feria, querida Beguimái!

—¡Hasta la feria, Raimaly-agá!

Y al alejarse, aún gritaban desde la silla:

—¡Hasta la feria-a!

—¡Hasta la feria-a, Raimaly-agá-á-á!

El día tocaba a su fin. La gran estepa se sumergía tranquilamente en las blancas tinieblas estivales. La hierba había madurado y exhalaba un marchito olor apenas perceptible; en las montañas flotaba el fino frescor que dejaron las lluvias, volaban los milanos, antes del ocaso, a baja altura y sin prisas, piaban los pajarillos glorificando el pacífico atardecer...

—¡Qué silencio, qué bienestar! —murmuró Raimaly-agá acariciando la crin de su caballo—. Ay, Sarala, ay, mi viejo, mi famoso corcel, ¿será la vida tan maravillosa que incluso en los postreros días se pueda amar así?

Y Saralacaminaba al ritmo del camino, resoplando, apresurándose a llegar a casa para dar descanso a sus patas, pues todo el día había caminado bajo la silla, y deseaba beber agua del río y salir al campo a pastar a la luz de la luna.

Apareció ya la aldea en el meandro del río. Allí estaban las casitas con sus humeantes luces.

Raimaly-agá se apeó. Trabó el caballo y lo dejó junto a la estaca. Sin entrar en la vivienda, se sentó a descansar junto al hogar del exterior. Pero alguien se le acercó. Un joven vecino.

Raimaly-agá, la gente os pide que entréis en la casa. –¿Qué gente?

De la familia, todos son barakbái.

Al cruzar el umbral, Raimaly-agá vio a los patriarcas de la familia sentados en estrecho semicírculo, y entre ellos, un poco hacia un lado, a su hermano Abdilján. Estaba sombrío. No levantaba los ojos del suelo, como si escondiera algo en su mirada.

–¡La paz sea con vosotros! –saludó Raimali-agá a sus familiares–. ¿No habrá ocurrido alguna desgracia?

–Te esperábamos –dijo el principal de los asistentes.

Pues si era a mí a quien esperabais, aquí me tenéis –respondió Raimaly-agá– y dispuesto a elegir un sitio para sentarse en el círculo.

¡Alto! ¡Deténte en la puerta! ¡Ponte de rodillas! –oyó Raimaly-agá la orden.

–¿Qué significa eso? Todavía soy el dueño de esta casa.

No, ¡no eres el dueño! ¡No puede ser dueño un anciano que ha perdido el juicio!

–¿De qué estáis hablando?

De que nos jures que a partir de hoy nunca volverás a cantar en ninguna parte, ni a rondar por los festines, y que te sacarás de la cabeza a la muchacha con la cual has cantado hoy canciones deshonrosas olvidando, en tu desvergüenza, la barba blanca, nuestra honra y la tuya. ¡ Júralo! ¡Que no volverá a presentarse jamás ante tus ojos!

–En vano malgastáis vuestras palabras. Pasado mañana, en la feria, voy a cantar con ella ante todo el mundo. Se levantó un grito de protesta:

–¡Nos está cubriendo de vergüenza!

–¡Renuncia, antes de que sea tarde!

–¡Efectivamente, se ha vuelto loco!

–¡Vamos, silencio! ¡Callaos! –impuso orden el juez principal–. Así, Raimaly, ¿has dicho cuanto tenías que decir?

Sí, todo.

–¿Habéis oído, descendientes del linaje de Barakbái, lo que nuestro hermano de tribu, el pecador Raimaly, acaba de decir?

–Lo hemos oído.

Entonces, escuchad lo que voy a decir. Primero me dirigiré a ti, desgraciado Raimaly. Has pasado toda tu vida en la pobreza, poseedor de un solo caballo, en orgías, cantando en los festines, pulsando la dombra, haciendo el payaso. Has empleado tu vida en divertir a los demás. Te perdonamos tu desorden en la época en que eras joven. Ahora eres viejo y resultas ridículo. Te despreciamos. Tendrías que pensar ya en la muerte, en la sumisión. Y tú, para regocijo y maledicencia de los demás pueblos te has liado con esa muchacha como el último de los botarates, has pisoteado nuestras costumbres, nuestras leyes y no deseas someterte a nuestro consejo, de manera que, ya te castigará Dios, arréglatelas como puedas. Y ahora, mi segunda palabra. Levántate, Abdilján, tú eres su hermano de sangre, de un mismo padre y de una misma madre, tú eres nuestro sostén y nuestra esperanza. Queríamos verte convertido en jefe del distrito, en nombre de todos los barakbái. Pero tu hermano acaba de volverse loco, no razona lo que dice y puede ser un estorbo en este asunto. Por lo tanto, tienes derecho a obrar de modo que el alienado Raimaly no nos avergüence ante la gente, para que nadie se atreva a escupirnos en los ojos ni ose hacer burla de los barakbái.

–Nadie es para mí profeta ni juez –dijo Raimaly-agá adelantándose a Abdilján–. Me dais lástima los que os sentáis aquí, y otros que no se sientan, estáis en un craso error, estáis juzgando algo que no se puede nunca juzgar en una asamblea. No sabéis dónde está la verdad en este mundo, ni dónde la felicidad. ¿Acaso es vergonzoso cantar cuando se tienen ganas, acaso es vergonzoso amar cuando el amor viene al mundo enviado por Dios? En realidad, la alegría más grande de la tierra es la de los enamorados. Pero ya que me consideráis loco sólo porque canto y no rechazo un amor que me llega fuera de tiempo, sino que me alegro con él, entonces os abandonaré. Me iré, no es éste el único lugar sobre la tierra. Montaré en seguida en Sarala, iré a verla y partiremos juntos para otras tierras, para no trastornaros ni con nuestras canciones ni con nuestra conducta.

No, ¡no te irás! –estalló en amenazador ronquido Abdilján, hasta entonces callado–. No saldrás de aquí para ninguna parte. No tienes salida para ir a ninguna feria. Aquí te curaremos hasta que la razón vuelva a ti.

Y con estas palabras, el hermano arrebató la dombraque el bardo tenía en las manos.

–¡Así! –Y arrojó al suelo el frágil instrumento y lo pisoteó como el toro enfurecido pisotea al pastor–. ¡A partir de ahora olvidarás el canto! ¡A ver, traedme este rocín, traedme a Sarala! –E hizo señal de que así fuera.

Y los del patio, que estaban preparados, destrabaron a Saralay lo llevaron rápidamente.

–¡Arrancadle la silla! ¡Arrojadla aquí! –ordenó Abdilján agarrando un hacha que llevaba escondida.

Con ella destrozó la silla haciéndola astillas.

–¡Ya está! ¡No irás a ninguna parte! ¡A ninguna feria!

Y en su furia cortó en pedazos los arreos, a trozos cortó las correas de los estribos, y éstos los arrojó a unas matas, uno hacia un lado, otro hacia el otro. Saralase agitaba asustado, doblaba las patas traseras, resoplaba, roía la brida como si supiera que había de correr la misma suerte.

–¿O sea, que ibas a la feria, eh? ¿Montado en Sarala? ¡Pues mira! –continuó furioso Abdilján.

Y entonces, los parientes derribaron a Saralay en un abrir y cerrar de ojos ataron las patas del caballo con un lazo. Y Abdilján agarró con su poderosa mano al caballo por el morro, le hizo levantar la cabeza y blandió un cuchillo sobre la indefensa garganta.

Raimaly-agá tiraba con todas sus fuerzas de las manos que lo sujetaban.

–¡Deténte! ¡No mates al caballo!

Pero ya no llegó a tiempo. Y ya la sangre en ardiente chorro manó bajo el cuchillo fustigando los ojos como una oscuridad en pleno día. Y lleno de humeante sangre, bañado en la sangre de Sarala, se levantó Raimaly-agá tambaleándose.

–¡Es inútil! Me iré a pie. ¡Me arrastraré de rodillas! –dijo el humillado cantor enjugándose con la cortina.

–¡No, tampoco te irás a pie! –levantó Abdilján la vista de la garganta degollada de Saralay bruscamente enseñó los dientes–. ¡No darás un paso para alejarte de aquí! –dijo en voz baja, y de pronto gritó–: ¡Cogedle! ¡Tened cuidado, está loco! ¡Atadle, os mataría!

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