Un día más largo que un siglo - Айтматов Чингиз Торекулович 57 стр.


–Perdona, hijito –le dijo paternalmente–. Está claro que estás de servicio. Pero ¿dónde metemos ahora al difunto? No es una viga que podamos echar por la borda y partir.

–Pero si yo lo comprendo. Pero ¿qué puedo hacer? Debo obedecer lo que me mandan. Aquí no soy el jefe.

Sí-í, vaya asunto-o –alargó confuso Yediguéi–. ¿De dónde eres originario?

–De Vologda, padrecito –dijo pronunciando con fuerza las «o» el joven, infantilmente contento, sonriendo sin disimulos por la satisfacción que le producía responder a tal pregunta.

–¿Y también es así en vuestra tierra? ¿También ponen centinelas en los cementerios?

–Pero qué dices, padrecito, ¡para qué! En mi tierra puedes ir al cementerio cuando y las veces que quieras. ¿Pero es éste el caso? Aquí se trata de una zona cerrada. Y tú, padrecito, también has hecho el servicio militar y has combatido, ya lo veo, y seguramente sabrás que el servicio es el servicio.

–Así es –aceptó Yediguéi–, sólo que, ¿adónde vamos con el muerto?

Hicieron una pausa. Después de pensarlo muy bien, el soldadito meneó compasivamente su cabeza de ojos claros y cejas rubias.

–¡No, padrecito, no puedo! ¡No tengo derecho!

–Muy bien –pronunció Yediguéi completamente desconcertado. Le costaba mucho volverse a sus acompañantes, pues Sabitzhán, cada vez más acalorado, se había acercado a Dlínny Edilbái.

Sus furiosas arremetidas sonaban junto a la excavadora:

–¡Ya os lo dije! ¡No debíamos ir a un lugar tan remoto! ¡Eso son prejuicios! Os complicáis la vida y la complicáis a los demás. –¿Qué diferencia hay en arrojar un cadáver aquí o allá? Pero no: reviéntate los riñones y llévalo a Ana-Beit. –Y también me sales con ésa: ¡vete, ya lo enterraremos sin ti! ¡Pues anda, entiérralo ahora!

Dlínny Edilbái se apartó de él en silencio.

–Escucha, amigo –dijo al centinela, acercándose a la barrera–. Yo también hice el servicio militar y sé algo de las ordenanzas. ¿Tienes teléfono?

–Sí, naturalmente.

–Entonces, llama a tu cabo de guardia. –Infórmale que los habitantes del lugar piden que se les permita pasar al cementerio de Ana-Beit.

–¿Cómo? ¿Ana-Beit? –repitió la pregunta el centinela.

–Sí, Ana-Beit. Así se llama nuestro cementerio. Llama, amigo, no hay otra salida. Que obtenga un permiso personal para nosotros. A nosotros, puedes estar seguro, no nos interesa otra cosa que el cementerio.

El centinela reflexionó, balanceándose sobre uno y otro pie, con el ceño fruncido.

–No tengas dudas –dijo Dlínny Edilbái–. –Es conforme al reglamento. Han llegado al puesto unos forasteros. Y tú informas al jefe de la guardia. Es toda la mecánica del caso. ¡Pero, hombre, vamos a ver! Tienes la obligación de informar.

–Está bien –asintió el centinela con la cabeza–. Voy a llamar en seguida. Sólo que el jefe de guardia recorre continuamente el territorio, de puesto en puesto. ¡Y ya veis qué terri torio!

–¿No me permitirías estar a tu lado cuando telefonees? –pi dió Dlínny Edilbái–. En caso necesario podría sugerirte algo –Adelante –aceptó el centinela.

Se metieron en la caseta del puesto. La puerta estaba abierta y Yediguéi lo oía todo. El centinela llamó preguntando por e jefe de guardia, pero éste no aparecía.

–Que no, ¡que necesito hablar con el jefe! –explicaba–. Per sonalmente con él... Que no. Que es un asunto importante

Yediguéi se estaba poniendo nervioso. ¿Dónde se habría me. tido aquel jefe de guardia? ¡Cuando no hay suerte es que no la hay. Finalmente lo encontraron.

–¡Camarada teniente! ¡Camarada teniente! –dijo el centinela con voz fuerte, sonora y emocionada.

Y le informó de que unos habitantes de la región habían idc a enterrar a un hombre en un antiguo cementerio. ¿Qué debía hacer? Yediguéi se puso tenso. Si el teniente decía «déjalos pasar», ¡todo arreglado! ¡Bravo por Dlínny Edilbái! Era un joven con ideas. Sin embargo, la conversación del centinela comenzaba a alargarse demasiado. Ahora no cesaba de responder a preguntas:

–Sí... ¿Cuántos? Seis personas. Y con el difunto, siete. Un viejo que ha muerto. El jefe va en camello. Luego un tractor con remolque. Tras el tractor, también una excavadora... Sí, dicen que, claro, tienen que cavar la fosa... ¿Cómo? ¿Qué les digo? ¿O sea que no es posible? ¿Que no se permite? ¡A la orden!

Entonces sonó la voz de Dlínny Edilbái. Por lo visto le había arrebatado el micrófono.

–¡Camarada teniente! Póngase en nuestra situación. Camarada teniente, venimos del apartadero de Boranly-Buránny. ¿Adónde hemos de ir ahora? Póngase en nuestro lugar, camarada teniente. Somos habitantes de estas tierras, no vamos a hacer nada malo. Sólo enterramos a este hombre y nos volvemos inmediatamente... ¿Eh? ¿Qué? ¡Pero cómo es posible! ¡Bueno, venga, venga y se convencerá! Viene con nosotros uno de nuestros ancianos, uno que luchó en el frente. Explíqueselo a él.

Dlínny Edilbái salió algo alterado de la caseta pero dijo que iría el teniente y decidiría allí mismo. Tras él salió el centinela y dijo lo mismo. El centinela se sentía ahora aliviado por cuanto era el jefe de la guardia quien debía resolver el problema. Ahora paseaba tranquilamente de arriba abajo tras la barrera a franjas.

Burani Yediguéi estaba meditabundo. ¿Quién podía esperar que las cosas tomaran aquel cariz? Había que esperar la llegada del teniente. Mientras, Yediguéi se apeó, llevó el camello a la excavadora y lo ató al cangilón. Luego regresó a la barrera. Los tractoristas Kalibek y Zhumagali hablaban entre sí a media voz. Fumaban. Sabitzhán se paseaba nervioso de arriba abajo, separado de todos. Y el yerno de Kazangap, el marido de Aizada, continuaba sentado en el remolque junto al cuerpo del difunto.

–¿Qué, Yedik, nos van a dejar pasar? –preguntó a Yediguéi.

–Deben dejarnos pasar. Ahora vendrá el jefe en persona, el teniente. ¿Por qué no habrían de dejarnos pasar? ¿Acaso somos espías? Pero tú deberías bajar del remolque. Camina un poco, desentumécete.

Eran ya las tres de la tarde. Y aún no habían llegado a AnaBeit, aunque ya no quedaba tan lejos.

Yediguéi regresó junto al centinela.

–¿Habrá que esperar mucho tiempo a tu jefe, hijo? –le preguntó.

–No. Vendrá volando en seguida. Va en coche. Habrá de diez a quince minutos de camino.

–De acuerdo, esperaremos. ¿Y hace tiempo que pusieron este alambre espino?

–Sí, bastante. Nosotros lo colocamos. Hace un año que estoy en el servicio. Por lo tanto hará medio año que clavamos esto.

–Claro, claro. Yo no sabía que existiera esta barrera. Ésa ha sido la causa de todo. Y ahora soy algo así como el culpable pues fue idea mía venirle a enterrar aquí. Aquí tenemos un an tiguo cementerio, el de Ana-Beit. Y el difunto Kazangap muy buena persona. Hemos trabajado treinta años juntos en e apartadero ferroviario. Quería hacerlo lo mejor posible.

El soldado, por lo visto, compadecía a Burani Yediguéi.

–Sabes, padrecito –dijo con aire pragmático–. Cuando llegue el jefe de guardia, el teniente Tansykbáyev, cuénteselo todo tal como es. ¿Ya que, acaso no es un ser humano? Que informe a sus superiores. A lo mejor concede el permiso.

–Gracias por tus buenas palabras. De otro modo, ¿qué vamos a hacer? ¿Cómo has dicho, Tansykbáyev? ¿El apellido del teniente es Tansykbáyev?

–Sí, Tansykbáyev. Hace poco que está aquí. ¿Por qué? ¿Le conoce? Es de vuestro pueblo. –¿No será un pariente, por ventura?

–No, hombre, qué dices –sonrió Yediguéi–. Los Tansykbáyev son en nuestra tierra como los Ivánov en la vuestra. Sólo que he recordado a un hombre que llevaba este apellido.

Sonó el teléfono en el puesto de guardia y el centinela acudió corriendo. Yediguéi se quedó solo. Otra vez sus cejas se encaramaban para arriba. Y mientras miraba enfurruñado a su alrededor para ver si aparecía el coche en la carretera por detrás de la barrera, Burani Yediguéi movía la cabeza. «¿Y si fuera el hijo de aquél, de Ojos de Halcón? –pensaba, y se denostaba a sí mismo mentalmente–. ¡Sólo faltaría! ¡Cuando una idea se te mete en la cabeza! No hay pocos apellidos como ése. No debe ser, no puede ser. Con aquel Tansykbáyev ya saldaron cuentas después por completo... ¡De todos modos hay una verdad sobre la tierra! ¡La hay! Sea como sea, siempre habrá una verdad...»

Se hizo a un lado, sacó el pañuelo y se limpió con cuidado las medallas, las condecoraciones y las insignias de obrero vanguardista que llevaba en el pecho, para que brillaran y para que el teniente Tansykbáyev las viera en seguida.

CAPÍTULO XIII

Con aquel Tansykbáyev de ojos de halcón, las cosas habían ido de la siguiente manera.

En 1956, a finales de primavera, hubo un gran mitin en el depósito de Kumbel; los convocaron a todos, y los ferroviarios acudieron de todas las estaciones y apartaderos. Sólo quedaron en sus puestos los que aquel día estaban de servicio en la línea. Muchas eran las reuniones de todo género que habían pasado fugazmente por la vida de Burani Yediguéi, pero aquel mitin no lo olvidaría jamás.

Se reunieron en el taller de reparación de locomotoras. Estaba atiborrado y muchos treparon hasta el techo y se sentaron en los tirantes de las vigas. Pero lo más importante: ¡qué discursos! Se puso en claro hasta el último detalle todo lo de Beria. Censuraron al maldito verdugo sin compasión ninguna. Fueron discursos duros que se prolongaron hasta la misma noche, y nadie se marchó, todos estaban como clavados en su sitio. Y sólo un rumor de voces, como en el bosque, sonaba bajo las arcadas del edificio. Es de recordar que alguien de la multitud dijo refiriéndose a ese rumor netamente ruso: «Es como el mar antes de la tempestad». Y así era. El corazón latía en el pecho, como latía en el frente antes del ataque, y se sentía mucha sed. La boca estaba seca. Pero de dónde sacar el agua con aquella muchedumbre. No estaban para aguas, era preciso tener paciencia. En un descanso, Yediguéi se abrió paso hasta Chernov, jefe del Partido en el depósito y antiguo jefe de la estación. Estaba en la mesa.

–Oye, Andréi Petróvich, ¿podría hablar yo?

–Adelante, si éste es tu deseo.

–Es mi deseo, y además muy grande. Sólo que, antes, pongámonos de acuerdo. Recordarás que en nuestro apartadero trabajaba Kuttybáyev. Abutalip Kuttybáyev. Sí, y que un inspector le denunció, diciendo que estaba escribiendo sus memorias de Yugoslavia. Abutalip había luchado con los guerrilleros. Y este inspector le atribuyó todo género de otras cosas. Y vinieron esos hombres de Beria y se lo llevaron. A causa de todo ello, ese hombre murió, ¡se perdió sin motivo!

–Sí, lo recuerdo. Su esposa vino a buscar un papel.

–¡Exacto! Y luego la familia se marchó. Y yo, ahora, al escuchar los discursos pensaba: tenemos amistad con Yugoslavia, ¡no hay ningún género de desacuerdo! ¿Y por qué han sufrido esas personas inocentes? Los hijos de Abutalip han crecido, ya deben de estar en la escuela. Así, pues, es preciso clarificarlo todo. De otro modo, todo el mundo los señalaría con el dedo. Los niños ya han sufrido lo suyo, se quedaron sin padre.

–Espera, Yediguéi. ¿Y quieres hablar de esto?

–Claro que sí.

–¿Cuál era el apellido del inspector?

–Se puede averiguar. La verdad, no volví a verle más.

–¿Y dónde te enterarás ahora? Además, ¿tienes pruebas documentales de lo que escribió?

–¿Y qué más?

–Aquí se necesitan pruebas, querido Burani. ¿Y si resulta que no es así? No son cosas de broma. Sabes qué, Yediguéi, escucha mi consejo. Escribe una carta a Alma-Atá sobre todo eso. Escribe todo lo que pasó, toda la historia, y envíala al Comité Central de la República. Allí lo averiguarán. El Partido acomete con decisión estos asuntos. Ya lo verás.

En aquel mitin, Burani Yediguéi gritó como los demás: «¡Gloria al Partido! ¡Aprobamos la línea del Partido!». Y luego, al final del acto, alguien de las últimas filas empezó a cantar la Internacional. Le siguieron algunas voces, y un momento después toda la muchedumbre cantaba como un solo hombre, bajo las bóvedas del depósito, el gran himno de todos los tiempos, el himno de todos los que han sido perpetuamente explotados. Yediguéi nunca había tenido ocasión de cantar junto a una multitud tan grande. Como sobre las olas, se sintió levantado yarrastrado por la conciencia triunfal, orgullosa y al mismo tiempo amarga, de su comunión con aquellos que son la sal y el sudor de la tierra. Y el himno de los comunistas fue creciendo, elevándose, haciendo arder en los corazones el valor y la decisión de resistir, de afirmar el derecho de muchos a la felicidad de muchos. Y como solía sucederle a menudo en los momentos de fuerte agitación, de nuevo le pareció que se encontraba en el mar de Aral. Allí habitaba su espíritu como una libre gaviota sobre las olas de blanca cresta, las alabashi.

Regresó a casa en ese estado de entusiasmo. Después del té, contó detalladamente a Ukubala, con vivos colores, todo lo que había pasado en el mitin. Contó también que había querido hablar y dijo lo que le había respondido el actual jefe del Partido, Chernov. Ukubala escuchó a su marido mientras le servía té del samovar, taza tras taza, y él iba bebiendo.

–¡Pero qué te pasa, has vaciado todo el samovar! –se asombró ella, riéndose.

–Sabes, en el mitin tenía muchas ganas de beber algo. Estaba muy trastornado. Pero no podía hacerlo, había mucha gente, no podía ni moverme. Y luego, cuando pude salir, quería saciar mi sed, pero vi un convoy que venía en nuestra dirección. Corrí al maquinista. Resultó ser un joven amigo. Zhandos, de TorekTam. Bueno, durante el camino bebí de su agua. ¡Pero de qué sirve eso!

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