Ada o el ardor - Набоков Владимир Владимирович 3 стр.


—De un amigo de un amigo —balbuceó la desventurada dama de Bohemia.

Sometida a inquisitorial interrogatorio en la mazmorra de Demon, Marina, entre un gorjeo de risas, desplegó un pintoresco tejido de mentiras; pero acabó por derrumbarse, y confesó. Juró que todo estaba terminado; que el barón, una ruina física, aunque espiritualmente todo un samurai, se había ido para siempre al Japón. De una fuente más digna de crédito, Demon obtuvo la información de que el verdadero destino del samurai era el Vaticano, elegante balneario de las afueras de Roma, y que, una semana más tarde, iba a regresar a Aardvark, Massa. Prefiriendo, por prudencia, matar a su hombre en Europa (se decía que un decrépito pero indestructible Gamaliel estaba haciendo todo lo posible para prohibir los duelos en el hemisferio occidental —un bulo o un capricho efímero de un presidente idealista, pues todo aquello quedaría en nada), Demon alquiló el más veloz de los petroleoplanos disponibles, alcanzó al barón (que parecía en muy buena forma) en Niza, le vio entrar en la Librería Gunter, entró tras él, y, en presencia del imperturbable pero bastante fastidiado tendero inglés, asestó un revés en la cara al asombrado barón con un guante que olía a lavanda. El desafío fue aceptado. Se eligieron dos padrinos nativos; el barón escogió como arma la espada y, luego de que una cierta cantidad de buena sangre (polaca e irlandesa; una especie de bloody Mary,para hablar en lenguaje de barman americano) hubo salpicado dos torsos velludos, la enjalbegada terraza, el tramo de escalones que descendía hacia el jardín vallado, en un divertido dispositivo escénico estilo Douglas d'Artagnan, el delantal de una lechera enteramente fortuita, y las mangas de las camisas de ambos padrinos, el encantador monsieurde Pastrouil y el coronel St. Alin, un bribón, estos dos últimos caballeros separaron a los jadeantes combatientes y Skonsky murió, no «de sus heridas» (como se creyó erróneamente), sino de una complicación gangrenosa que siguió a la más insignificante de aquéllas (posiblemente causada por él mismo): un pinchazo en la ingle, que provocó trastornos circulatorios, a pesar de algunas intervenciones quirúrgicas a lo largo de dos o tres años de prolongadas estancias en el Aarvark Hospital de Boston (ciudad en la que, dicho sea incidentalmente, se casó en 1869 con nuestra amiga la dama de Bohemia, ahora encargada de la Sala de Vidrios Biológicos en el museo local).

Marina llegó a Niza a los pocos días del duelo, y siguió la pista de Demon, hasta dar con él en su Villa Armina. En el éxtasis de la reconciliación, olvidaron precaverse de la procreación. Y ése fue el punto de partida del muy interesnoe polozhenie(«estado interesante») sin el cual estas acongojadas notas no habrían podido salir a la luz.

(Van, yo confío en tu gusto y en tu talento; pero ¿estamos completamente seguros,Van, de que haya que volver con tanto deleite sobre aquel revuelto mundo que, después de todo, puede no haber existido más que oníricamente? Nota marginal escrita por Ada en 1965; ligeramente borrada por su mano vacilante algo más tarde.)

Aquel atolondrado episodio no fue el último de su aventura, pero sí el más corto: cuestión de cuatro o cinco días. Él la perdonó. La adoró. Estaba dispuesto a casarse con ella, a condición de que abandonase en seguida su «carrera» teatral. Le echó en cara su falta de talento, la vulgaridad del ambiente que la rodeaba. Ella replicó, con grandes gritos, que él era un bruto, un demonio cruel. Para el diez de abril, quien le cuidaba era Aqua. Marina había escapado de nuevo a sus ensayos de Lucille,otro drama execrable que se dirigía hacia un nuevo fracaso en el teatro de Ladore.

«Adieu.Quizás es mejor así», escribió Demon a Marina a mediados de abril de 1869 (¿se trata de la carta original, que no llegó a echarse al correo, o de una copia de propia mano de Demon?), «porque, cualquiera que fuera la felicidad que pudiese haber acompañado a nuestra vida de casados, y por mucho que esa vida feliz hubiera durado, hay una imagen que nunca habría podido olvidar y nunca habría querido perdonar. Deja que se grabe en ti, querida mía. Déjame que la repita en términos adecuados para una actriz. Tú habías ido a Boston para ver a una vieja tía, un lugar común de novela, pero que en esta ocasión es la verdad. Y yo había ido a ver a mitía en su rancho, cerca de Lolita, Texas. Una mañana de febrero (ya cerca de mediodía donde tú estabas) te telefoneé al hotel, desde una cabina de la carretera. El cristal estaba todavía salpicado de lágrimas, vestigio de una tremenda tormenta. Yo quería pedirte que tomases el avión sin perder un minuto y que volases hacia mí, porque yo, batiendo mis alas decaídas y maldiciendo el dorófono automático, me repetía que no podía vivir sin ti y porque deseaba que, protegida entre mis brazos, vieras las sorprendidas flores del desierto que la lluvia había hecho brotar. Tu voz era remota, pero dulce. Me dijiste que estabas en traje de Eva; no cuelgues, espera que me ponga un penyuar;pero, en vez de eso, bloqueando el receptor para que yo no oyese, hablaste, supongo, al hombre con quien habías pasado la noche (y a quien de buena gana yo habría despachado al otro mundo, aunque de lo que de verdad sentía deseos era de castrarle). Ésees precisamente el boceto hecho para el fresco de nuestrodestino por un joven artista de Parma, en trance profético, el siglo XVI; un fresco que coincide, excepto en la funesta manzana del Saber, con una imagen repetida en la mente de dos hombres. A propósito, tu doncella fugitiva ha sido encontrada por la policía en un burdel de aquí. Te será reexpedida tan pronto como haya sido suficientemente cubierta de mercurio.»

III

Los detalles del desastre «Ele» (y no me refiero al «Elevado»), que, justo a mitad del siglo pasado, tuvo el singular efecto de producir y maldecir a la vez la noción de Terra, son demasiado bien conocidos de los historiadores y demasiado obscenos desde el punto de vista religioso para ser tratados por extenso en un libro dirigido a aficionados jóvenes, y no a hombres graves.

Hoy, naturalmente, luego que los grandes años antiguos de fantasías reaccionarias han pasado (¡más o menos!), y nuestras maquinitas pizpiretas (¡Faragod las bendiga!) zumban de nuevo casi tan bien como lo hicieron en la primera mitad del siglo XIX, el aspecto puramente geográfico del asunto es parcialmente redimido por su lado cómico, como esas marqueterías de bronce y bric-à-Braques, esos horrores de similor que nuestros antepasados, tan desprovistos de humor, se atrevían a llamar «arte»; pues, en verdad, nadie puede negar la presencia de algo sumamente grotesco en la configuración de pequeñas manchas variopintas que fueron solemnemente propuestas a la credulidad general como una representación geográfica de Terra. Ved'(¿no es así?) desternillante imaginar que «Rusia», en lugar de ser un sinónimo desusado de Estocia, la provincia americana que se extiende desde el círculo ya no vicioso, sino simplemente polar, hasta los Estados Unidos propiamente dichos, se convirtiese, en Terra, en el nombre de un país transportado como por un ardid a través del ja-ja de un doble océano al hemisferio opuesto, para extenderse allí desahogadamente por toda nuestra moderna Tartaria, desde Curlandia a las Kuriles. Pero (lo que es aún más absurdo), si, en términos de espacio, a escala terrestre, la Amerrusia de Abraham Milton se escindió en sus componentes (con agua y hielo tangibles interpuestos entre las nociones, menos poéticas que políticas, de «América» y «Rusia»), en términos de tiempo la incongruencia es aún más irracional y ridícula, no sólo porque la historia de cada una de las dos partes no se adapta a la historia de la otra, sino porque entre ambas tierras existía un desajuste de hasta un centenar de años (en un sentido o en otro), un desajuste señalizado por una rara confusión de indicadores en las encrucijadas del Tiempo Fluyente, donde los «aún no» de un mundo no siempre correspondían a los «ya no» del otro. Fue (entre otras razones) por ese concurso de divergencias «científicamente inasibles» por lo que las mentes bien rangées, poco hábiles en destrabar duendes, rechazaron « Terra», que les parecía una chifladura o un fantasma, mientras que las mentes desarregladas, prestas a sumergirse en cualquier abismo, la aceptaron como apoyo y prenda de su propia irracionalidad.

El propio Van Veen descubriría más tarde, en la época de su apasionada investigación en terrología (ciencia que era entonces una rama de la psiquiatría), que hasta los más profundos pensadores, los más puros filósofos, como Paar de Chose y Zapater de Aardvark, disentían en cuanto a la existencia hipotética de una especie de «cristal deformante de nuestra deformada tierra», según la expresión, ingeniosamente eufónica, de un sabio que desea guardar el anonimato. («¡Hum! Kverikveri, como la pobre mademoiselleL. decía a Gavronsky.» De puño y letra de Ada.)

Alguien sostenía que las discrepancias e incompatibilidades entre los dos mundos eran demasiado numerosas y estaban demasiado hondamente entretejidas en la trama del desarrollo de los acontecimientos para no convertir en una trivial fantasía la teoría de la esencial identidad. Pero otros redargüyeron que las desemejanzas aducidas servían más bien para confirmar la viva realidad orgánica del «otro mundo», mientras que, por el contrario, la semejanza perfecta sugeriría un fenómeno especular y, por tanto, especulativo; y que dos partidas de ajedrez, iniciadas y acabadas con movimientos idénticos, pueden presentar, en un mismo tablero, pero en dos cerebros, un número infinito de variaciones en cualquier fase inter— media de su desarrollo, inexorablemente convergente.

Si este humilde narrador se siente obligado a recordar todo esto a quien ahora lo está releyendo es porque en abril (mi mes favorito) de 1869 (un año en modo alguno maravilloso), y el día de san Jorge (según las sensibleras memorias de Mlle. Larivière), Demon Veen se casó con Aqua Veen por despecho y compasión, una mezcla no infrecuente.

¿Hubo alguna otra sabrosa especia que entrase como ingrediente en aquella mezcla? Marina, con perversa vanagloria, declaraba en la cama que los sentidos de Demon se habían dejado cautivar por una curiosa especie de placer incestuoso, cualquiera que pueda ser el exacto sentido de ese término (y entiendo «placer» en el sentido del plaisirfrancés, con el estimulante suplemento de vibración espinal que produce el pronunciarlo en ese idioma). Y, mientras ella hablaba, él acariciaba, saboreaba, entreabría y profanaba delicadamente, de modos inconfesables pero fascinantes, una carne que era a la vez la de su mujer y la de su amante, los encantos gemelos de dos cuerpos confundidos y realzados por el mismo parentesco, un aguamarina al mismo tiempo única y doble, un espejismo en un emirato, dos gemas geminadas, una orgía de paronomasias epiteliales.

Verdaderamente, Aqua era menos guapa y estaba mucho más loca que su hermana Marina. Sus catorce años de matrimonio desdichado consistieron en una serie intermitente de estancias, cada vez más frecuentes y prolongadas, en sanatorios. Si tomásemos un pequeño mapa de la parte europea de la Commonwealthbritánica —digamos, desde Escoto-escandinavia hasta la Riviera, Libralta y Palermontovia —y la casi totalidad de los Estados Unidos de América —desde Estocia y Canadia hasta Argentina —y clavásemos en el mismo alfileritos con la bandera de la Cruz Roja esmaltada para señalar todos los lugares en que acampó Aqua en el curso de su Güera Mundial particular, el mapa quedaría cubierto por una espesa selva.

En una ocasión, Aqua proyectó recuperar una apariencia de salud («¡oh, un poco de gris, por candad, en vez de ese negro intenso!») en algún protectorado anglonorteamericano, como los Balcanes o las Indias. Tal vez habría probado incluso en esos dos continentes del hemisferio austral que van prosperando bajo nuestro dominio conjunto. Huelga decir que la Tartaria, infierno independiente cuyo territorio se extendía entonces desde los mares Báltico y Negro hasta el Océano Pacífico, era turísticamente impracticable, por más que los nombres de Yalta y Altyntagh tuviesen un sonido extrañamente atractivo... Pero el verdadero destino de Aqua era Terrala Bella, adonde sabía que iría volando, con largas alas de libélula, cuando muriese Las pobres cartitas que escribía a su esposo desde los hogares de la demencia iban a veces firmadas Madame Shchemyashchikh-Zvukov («Lamentaciones Desgarradoras»).

Después de haber sostenido su primer choque con la locura en Ex-en-Valais, regresó a América, donde la esperaba una cruel derrota. En aquellos días, Van estaba todavía siendo amamantado por una nodriza muy joven, casi una niña, Ruby Black (su apellido de soltera), la cual tampoco tardaría en perder la razón. Fatalmente, toda criatura afectiva y frágil que entrase en relación íntima con Van Veen (como más tarde le ocurriría a Lucette) tendría que conocer la angustia y los desastres, a menos que por sus venas corriese algo de la sangre demoníaca de su padre.

Aqua no había cumplido aún los veinte años cuando su temperamento, exaltado por naturaleza, empezó a revelar los primeros síntomas de una alteración morbosa. Hablando en términos cronológicos, el estadio inicial de su enfermedad coincidió con la primera década de la Gran Revelación. Y, si bien podría haber encontrado con no menos facilidad cualquier otro tema para sus fantasmas, las estadísticas ponen de manifiesto que la Gran (y, para algunos, Intolerable) Revelación causó en el mundo más locura que incluso la obsesión religiosa en los tiempos medievales.

Una Revelación puede ser más peligrosa que una Revolución. Inteligencias débiles identificaron la noción de un planeta Terracon la de otro mundo, y ese otro mundo se confundió no solamente con el «Otro Mundo» (del Siglo Futuro), sino con el mundo real, tal como existe en su totalidad en nosotros y fuera de nosotros. Nuestrosdemonios, nuestros propios encantadores, son nobles criaturas iridiscentes de garras traslúcidas y vigoroso batir de alas; pero en la década de 1860, los Nuevos Creyentes le apremiaban a uno a imaginar una esfera en la que esos compañeros maravillosos se habían degradado y ya no eran más que monstruos perversos, diablos inmundos con los escritos negros de los carnívoros y los dientes de las serpientes, verdugos y ultrajadores del alma femenina. Mientras que, en la acera opuesta de la vía cósmica, bajo un nimbo de arco iris, un coro de espíritus angélicos, habitantes de la dulce Terra, se dedicaban a restaurar los mitos más rancios, aunque todavía poderosos, de los viejos credos, con arreglos para organillo de todas las cacofonías derramadas desde el origen de los tiempos por todos los dioses y todos los sacerdotes en todas las ciénagas de este nuestro suficiente mundo.

«Suficiente para lo que tú quieres de él, Van, seamos claros» (nota marginal).

La pobre Aqua, cuya imaginación era fácil presa de las chifladuras de maniáticos y cristianos, se representaba vívidamente un paraíso de salmista de segunda fila, una futura América de edificios de alabastro de un centenar de plantas, de ciudades como almacenes de muebles atestados de altos armarios roperos pintados de blanco y neveras de tamaño más modesto. Veía gigantescos tiburones voladores, con ojos laterales, que en menos de una noche podían transportar peregrinos por el negro éter a través de todo un continente inmenso, desde un mar en tinieblas hasta otro mar resplandeciente, antes de regresar con estruendo a Seattle o Wark. Oía mágicas cajas de música que hablaban y cantaban ahogando los terrores del pensamiento, subiendo con el ascensorista, hundiéndose en las profundidades con el minero, alabando la Belleza y la Piedad, a la Virgen y a Venus en las moradas del solitario y del pobre. El inconfesable poder magnético vilipendiado por los legisladores de este triste país —¿de cuál? ¡oh, de cualquiera! Estocia y Canadia, la Mark Kennensia «alemana» o el Manitobogan «sueco», el taller de los yukonitas de camisa roja o la cocina de los lyaskanka de pañuelo rojo, la Estocia «francesa», desde Bras d'Or a Ladore, y, pronto, nuestras dos Américas en toda su extensión, y todos los demás continentes estupefactos —era utilizado en Terracon tanta liberalidad como el agua y el aire, como las biblias y las escobas. De haber nacido dos o tres siglos antes, Aqua habría encontrado su puesto, con la mayor naturalidad, entre las brujas que debía consumir el fuego.

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