Ada o el ardor - Набоков Владимир Владимирович 5 стр.


La última carta de Aqua, encontrada sobre el cuerpo de ésta, y dirigida a su marido y a su hijo, podía haber sido escrita por la persona más sensata de esta tierra o de otra.

Aujourd'hui (heute-toityl), yo, juguete de pupilas giratorias, he conseguido el permiso psykista para disfrutar de un paseo en compañía de herr Doktor Sieg, de nuestra enfermera Joan la Terrible, y de varios «pacientes», en el bor(bosque de pinos) vecino. En éste he visto, querido Van, exactamente las mismas ardillas con aspecto de mofeta que tu abuela Azuloscuro importó en el parque de Ardis, por el que algún día, sin duda, te pasearás. Las agujas de un reloj de pared, aun cuando no funcione bien, deben saber, y hacer saber al más tonto de los relojitos de pulsera, dónde se encuentran. De no ser así, ya no hay reloj, ya no hay cuadrante; no hay más que una cara en blanco con unos falsos bigotes. Igualmente, tchelovek(el ser humano) debe saber dónde está y hacérselo saber a los demás; y, de no ser así, no es ni siquiera un klok(pedazo) de tchelovek; no es ya un él, ni un ella, no es sino «una pizca de nada», como decía tu pobre ama Ruby, mi pequeño Van, cuando hablaba de su seno derecho estéril. Yo, pobre Princesse lointaine, très lointaineya, no sé dónde estoy: así pues, es necesario que desaparezca. Así pues, adieu, querido, hijo mío querido, y adiós, pobre Demon. No conozco ni la fecha ni la estación, pero es un día razonablemente bello, y, sin duda, en sazón, con una gran cantidad de gentiles hormiguitas que hacen cola para probar mis lindas píldoras.

(Firmado) La hermana de mi hermana, que teper'iz ada(«ahora ha salido del infierno»)

«Si queremos que el reloj de sol de la vida nos indique dónde estamos —comentó Van, que desarrolló la metáfora en la rosaleda de Ardis Manor a finales de agosto de 1884— es preciso que recordemos siempre que la fuerza, la dignidad y la delicia del hombre consiste en frustrar y despreciar las sombras y las estrellas que nos ocultan sus secretos. Sólo el poder ridículo del sufrimiento pudo obligarla a rendirse. Y muchas veces me digo que sería mucho más verosímil, estética, extática y estócicamente, que ella fuese verdaderamente mi madre.»

IV

Cuando, a mediados del siglo XX, Van emprendió la reconstitución de su más lejano pasado, no tardó en darse cuenta de que el modo más apropiado (y, frecuentemente, el únicomodo) de tratar los recuerdos da su infancia realmente significativos (en cuanto al objeto particular que se proponía dicha reconstitución) que reaparecían en diversos períodos de su adolescencia y de su juventud, era el de verlos en yuxtaposiciones imprevistas que, al reavivar los detalles, vivificaban el conjunto. Ésa es la razón de que su primer amor tenga aquí prioridad sobre su primera herida o su primera pesadilla.

Acababa de llegar a su decimocuarto cumpleaños. Hasta entonces, nunca había abandonado las comodidades del hogar paterno. Nunca se había dicho que esas «comodidades» podían ser cuestionables, y valer sólo como una metáfora preliminar y tópica en un libro sobre un muchacho y un colegio...

A pocas casas de distancia del edificio de la escuela en que Van estaba interno, una viuda, la señora Tapirov, que, aunque francesa, hablaba inglés, con acento ruso, tenía una tienda de objetos de arte y de muebles antiguos, o que pasaban por serlo. Un brillante día de invierno Van entró en aquella tienda. Vasos de cristal llenos de rosas de color carmesí y margaritas amarillas estaban dispuestos acá y allá: sobre una consola del madera dorada, sobre un cofre de laca, en el estante de una vitrina, y también en los bordes de una alfombra que tapizaba la escalerita que subía al entresuelo, donde altos armarios y aparadores pretenciosos rodeaban en semicírculo una singular asamblea de arpas. Van comprobó que las flores eran artificiales, y se preguntó, perplejo, por qué esa clase de imitaciones se proponían engañar exclusivamente a los ojos, en vez de reproducir también el contacto húmedo y carnal de los pétalos o las hojas vivas. Cuando al día siguiente se presentó de nuevo en busca del objeto (olvidado ya hoy, ochenta años más tarde) cuya reparación o copia había encargado, el objeto no estaba dispuesto o la copia no estaba hecha. Al pasar, tocó una rosa a medias abierta; pero sus dedos no sintieron el previsto contacto de una epidermis estéril, sino el beso de la vida, de unos labios trémulos de frescor. La señora Tapirov observó su sorpresa y dijo: «Hija mía, pon siempre un ramo de rosas naturales entre las artificiales pour attraper le client. Has dado con el truco.» Ella entró justo cuando él se marchaba: era una colegiala que vestía un abrigo gris, y tenía un bonito rostro, y unos bucles morenos que le llegaban hasta los hombros. En otra ocasión (porque cierta parte del objeto, tal vez el marco, tardó un tiempo infinito antes de poder ser recogido, o tal vez porque el objeto entero resultó, finalmente, inhallable), Van la vio, con los libros de clase, acurrucada en una butaca, mueble doméstico entre los artículos de venta. Nunca le habló. La amó locamente. Su pasión debió durar por lo menos un trimestre.

Aquello era el amor, el amor normal, misterioso. Menos misteriosas, pero considerablemente más grotescas, eran las pasiones, esas pasiones que varias generaciones de buenos maestros no habían conseguido aún purgar de las costumbres escolares, y que, en fecha tan tardía como 1883, seguían extraordinariamente en boga en Riverlane. Cada dormitorio tenía su sodomizado. Un chico neurótico procedente de Upsala, de ojos bizqueantes y labios flojos, de miembros casi anormalmente desmañados, pero que tenía una textura de piel maravillosamente tierna y las encantadoras redondeces cremosas del Cupido del Bronzino (el grande, aquél que un sátiro entusiasmado descubre en el cenador de una dama), era objeto de crueles abusos por parte de una banda de muchachos extranjeros, griegos o ingleses en su mayor parte, cuyo jefe era Cheshire, el as del rugbydel colegio. En parte por bravata, en parte por curiosidad, Van, sobreponiéndose a su propia repugnancia, asistía, con mirada fría, a sus groseras orgías. Por lo demás, no tardó en abandonar el sucedáneo en beneficio de diversiones más normales, aunque igualmente descorazonadoras.

La vieja que vendía bastones de azúcar y tebeos en la tiendecita de la esquina (la cual, por tradición, no estaba estrictamente vedada a los internos del colegio) contrató los servicios de una auxiliar, rechoncha y joven, y Cheshire, que era hijo de un lord aficionado a las economías, no tardó en descubrir que podía poseerla por un dólar ruso. Van fue uno de los primeros en aprovecharse de la ganga. La chica concedía sus favores en una semioscuridad, entre cajas y sacos amontonados en la trastienda, una vez cumplido su horario de trabajo. El haberse presentado a la chica como un libertino de dieciséis años, en vez de como un virginal chiquillo de catorce, hizo que el encuentro resultara muy embarazoso para nuestro calavera. Trató de paliar su inexperiencia mediante una acción expeditiva, y no logró otra cosa que derramar en el felpudo de la entrada lo que la chica le hubiera ayudado de buena gana a introducir de puertas adentro. Las cosas salieron mejor seis minutos más tarde, cuando Cheshire y Zographos estuvieron listos. Sin embargo, solamente en la segunda sesión comenzó Van verdaderamente a apreciar la dulzura de su amiga, el acucioso apretón de su sexo, la lealtad de su vaivén. Sabía que no era más que una putilla mal hecha, un cerdito rosa, y cada vez que, cuando había acabado, ella trataba de besarle, él le ponía el codo y apartaba la cara, al tiempo que, como había visto hacer a Cheshire, se aseguraba, con mano rápida, de que su cartera seguía en el bolsillo de su pantalón. Y sin embargo, quién sabe por qué, cuando su cuadragésimo y último orgasmo se había ya hundido en el tiempo pasado y Van se encontró solo en el tren que le llevaba a Ladore, entre campos negros y verdes, se sorprendió al ver cómo ornaba de una poesía imprevisible la imagen de la pobre chica, el olor a cocina de sus brazos, sus húmedos párpados iluminándose con el brillo súbito del encendedor de Cheshire y hasta los pasos de la señora Gimber, la vieja sorda, que chirriaban sobre sus cabezas, en el dormitorio.

Instalado en un elegante compartimento de primera clase, con la mano enguantada descansando en el aterciopelado brazo del asiento y contemplando el amplio paisaje que pasa ante la ventanilla, uno se siente de veras como un hombre de mundo. Pero, de cuando en cuando, los ojos del viajero hacen una pausa en su ir y venir, y el viajero se introvierte y escucha el susurro de cierta comezón en sus zonas más bajas, que él considera (interpretación correcta, gracias a Pieu, como una simple irritación epitelial de carácter benigno.

V

Hacia las tres de la tarde, Van descendió con sus dos maletas a la paz soleada de una pequeña estación rural. De allí partía un camino sinuoso que conducía hasta Ardis Hall, a donde Van acudía por primera vez en su vida. Su imaginación le había ofrecido, en una miniatura premonitoria, un caballo ensillado dispuesto para él. Pero allí no había ni siquiera una tartana. El jefe de estación, un hombre gordo y bronceado, con uniforme pardo, sabía de buena fuente que se esperaba al señor Van en el tren del anochecer, que era más lento, pero disponía de coche restaurante. Mientras saludaba con su gorra al impaciente conductor, dijo también que tardaría un minuto en telefonear a Ardis Hall. Pero, súbitamente, un coche de alquiler se detuvo al borde del andén y una dama pelirroja se apeó, llevando en la mano su sombrero de paja, y, riéndose de la propia prisa, se precipitó hacia el tren, y, en el último segundo, consiguió subir a él antes de que arrancara. Van se mostró conforme con aquel medio de transporte que había puesto a su disposición la casualidad y se instaló en la vieja calesa. El viaje duró una media hora; y no le resultó desagradable. Se vio transportado entre bosques de pinos y barrancos rocosos, llenos de pájaros y otros animales que cantaban entre la maleza salpicada de flores. Rayos de sol y encajes de sombra resbalaban sobre sus piernas y arrancaban destellos verdes del gran botón de cobre (cuyo hermano gemelo se había desprendido) de la cinturilla del sobretodo del cochero. Atravesaron Torfianka, una soñadora aldeíta que consistía en tres o cuatro isbas hechas de troncos rústicos, un pequeño establecimiento para la reparación de recipientes de leche y una herrería semioculta entre jazmines. El cochero saludó con la mano a un amigo invisible y el sensible cochecito hizo una ligera cabriola para asociarse a aquel gesto cortés. Ahora corrían por el campo libre, sobre un suelo lleno de polvo, en una carretera que descendía y volvía a ascender trepando por las colinas. A cada subida, el viejo taxímetro mecánico desaceleraba su carrera, como si estuviese a punto de dormirse y tuviese que violentarse para dominar su fatiga.

Pronto se encontraron saltando sobre la grava y los guijarros de Gamlet, un pueblecito semirruso, y el conductor hizo un nuevo saludo, dirigido esta vez a un chico subido a un cerezo. Los abedules se apartaron para dejarles paso y accedieron a un puente muy antiguo. Entonces apareció el Ladore —un río que Van vería muchas veces de nuevo durante su vida—, con las negras ruinas del castillo encaramadas en una roca escarpada, y, aguas abajo, los alegres techos multicolores.

La vegetación asumió un carácter más meridional cuando el camino comenzó a bordear el parque de Ardis. A la primera curva, Van descubrió la romántca mansión, situada sobre la «suave eminencia» de las viejas novelas. Era un edificio magnífico, de tres pisos de altura —ladrillo claro y piedra violácea—, cuyos matices y cuyos materiales parecían, según recibían la luz, intercambiar sus apariencias. A pesar de la diversidad, la amplitud y la vitalidad exuberante de los grandes árboles que, desde tiempo atrás, habían remplazado a las dos filas bien ordenadas de arbolitos estilizados (más proyectados como decoración de la casa en la mente del arquitecto que vistos por un ojo de pintor), Van reconoció inmediatamente Ardis Hall, tal como lo había visto representado en una acuarela dos veces centenaria que adornaba el vestidor de su padre: la casa reposaba sobre una altura que dominaba una pradera abstracta, en la que dos minúsculos personajes con sombreros de tres picos conversaban a escasa distancia de una vaca estilizada.

Ningún miembro de la familia se encontraba allí cuando llegó Van. Un distinguido criado tomó el caballo por la brida y desapareció. Van pasó bajo un porche gótico y penetró en el gran vestíbulo. Allí fue recibido, con gestos de alegría, por Bouteillan, el viejo mayordomo calvo, que lucía, en contra de las costumbres de su profesión, unos bigotes teñidos de un negro grasiento y que en otro tiempo había sido ayuda de cámara del padre de Van. « Je parie—dijo— que Monsieur ne me reconnaît pas». Y, para hacerse reconocer, procedió a recordar a Van lo que Van, sin su ayuda, ya había recordado: el farmannikin(especie de cometa que hoy sería vano buscar, incluso en los más ricos museos del juguete pretérito) que cierta mañana Bouteillan le había ayudado a hacer volar sobre un gran prado salpicado de ranúnculos. Ambos elevaron los ojos hacia el cénit: por un instante, el minúsculo rectángulo rojo se materializó en su recuerdo, suspendido oblicuamente en el azul de un cielo primaveral. El vestíbulo era famoso por sus cielorrasos pintados.

Era demasiado temprano para tomar el té. ¿Deseaba el joven señor que fuese alguna criada, o bien su humilde servidor, quien se encargase de abrir el equipaje? ¡Oh, una de las doncellas!, contestó Van, haciendo con presteza el inventario de los artículos contenidos en el equipaje de un escolar y preguntándose cuál de ellos sería el que podría impresionar a una muchacha de servicio. ¿La imagen desnuda de la modelo Ivory Revery? Pero, ¿qué importaba eso, ahora que él era un hombre?

Por sugerencia del mayordomo, Van salió a dar una vuelta por el jardín. Cuando avanzaba sin ruido sobre la arena rosada de una sinuosa senda, calzado con los zapatos de lona blanca y suela de goma negra de su uniforme escolar, fue a dar con una persona a la que reconoció, con disgusto, como su antigua institutriz francesa (¡aquel lugar parecía el dominio de un enjambre de fantasmas!). La dama estaba sentada en un banco pintado de verde, al pie de un bosquecillo de lilas de Persia, con una sombrilla en una mano, y un libro abierto en la otra. Leía en voz alta a una niña, mientras ésta se hurgaba en la nariz y se examinaba el dedo, con una satisfacción soñadora, antes de limpiárselo en el borde del banco. Van decidió que tenía que ser «Ardelia», la mayor de las dos primitas a las que se suponía venía a conocer. En realidad, se trataba de Lucette, la más joven, una criatura todavía más bien neutra, de ocho años, que tenía por nariz un botón rosa y pecoso, y una cabellera brillante de color castaño rojizo. Había sufrido una neumonía a principios de la primavera y tenía ese aire de extraña lejanía que conservan durante algún tiempo los niños que han escapado a la muerte (especialmente, los niños traviesos). MademoiselleLarivière, mirando por encima de sus gafas verdes, vio de pronto a Van, el cual tuvo que prestarse a nuevas efusiones de bienvenida. A diferencia del viejo Albert, mademoiselleLarivière no había cambiado en absoluto desde los días en que aparecía, tres veces por semana, en casa de Dark Veen, con un montón de libros y su caniche enano y tembloroso (ahora muerto), que no soportaba quedarse solo en casa. Van recordaba sus grandes ojos brillantes, como tristes aceitunas negras.

Tomaron el camino de regreso a la casa. La institutriz sacudía la cabeza —nariz grande, barbilla grande—, mientras caminaba bajo la seda de su sombrilla recordando alguna antigua pena. Lucette arrastraba por la arena una azada de jardinero que había encontrado. Y el joven Van, con su bonito traje gris y su corbata flotante, marchaba, con las manos a la espalda, mirándose los pies, que se movían con silenciosa destreza, y esforzándose, sin ninguna razón especial, en colocarlos concienzudamente uno detrás del otro, en la misma línea.

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