De la calle llegaron a su oído gritos estridentes y aullidos ensordecedores. Estaba acostumbrado a oírlos bajo su ventana todas las noches a eso de las dos. Esta vez el escándalo lo despertó. «Ya salen los borrachos de las tabernas —se dijo— Deben de ser más de las dos.»
Y dio tal salto, que parecía que le habían arrancado del diván.
«¿Ya las dos? ¿Es posible?»
Se sentó y, de pronto, acudió a su memoria todo lo ocurrido.
En los primeros momentos creyó volverse loco. Sentía un frío glacial, pero esta sensación procedía de la fiebre que se había apoderado de él durante el sueño. Su temblor era tan intenso, que en la habitación resonaba el castañeteo de sus dientes. Un vértigo horrible le invadió. Abrió la puerta y estuvo un momento escuchando. Todo dormía en la casa. Paseó una mirada de asombro sobre sí mismo y por todo cuanto le rodeaba. Había algo que no comprendía. ¿Cómo era posible que se le hubiera olvidado pasar el pestillo de la puerta? Además, se había acostado vestido e incluso con el sombrero, que se le había caído y estaba allí, en el suelo, al lado de su almohada.
«Si alguien entrara, creería que estoy borracho, pero...»
Corrió a la ventana. Había bastante claridad. Se inspeccionó cuidadosamente de pies a cabeza. Miró y remiró sus ropas. ¿Ninguna huella? No, así no podía verse. Se desnudó, aunque seguía temblando por efecto de la fiebre, y volvió a examinar sus ropas con gran atención. Pieza por pieza, las miraba por el derecho y por el revés, temeroso de que le hubiera pasado algo por alto. Todas las prendas, hasta la más insignificante, las examinó tres veces.
Lo único que vio fue unas gotas de sangre coagulada en los desflecados bordes de los bajos del pantalón. Con un cortaplumas cortó estos flecos.
Se dijo que ya no tenía nada más que hacer. Pero de pronto se acordó de que la bolsita y todos los objetos que la tarde anterior había cogido del arca de la vieja estaban todavía en sus bolsillos. Aún no había pensado en sacarlos para esconderlos; no se le había ocurrido ni siquiera cuando había examinado las ropas.
En fin, manos a la obra. En un abrir y cerrar de ojos vació los bolsillos sobre la mesa y luego los volvió del revés para convencerse de que no había quedado nada en ellos. Acto seguido se lo llevó todo a un rincón del cuarto, donde el papel estaba roto y despegado a trechos de la pared. En una de las bolsas que el papel formaba introdujo el montón de menudos paquetes. «Todo arreglado», se dijo alegremente. Y se quedó mirando con gesto estúpido la grieta del papel, que se había abierto todavía más.
De súbito se estremeció de pies a cabeza.
—¡Señor! ¡Dios mío! —murmuró, desesperado—. ¿Qué he hecho? ¿Qué me ocurre? ¿Es eso un escondite? ¿Es así como se ocultan las cosas?
Sin embargo, hay que tener en cuenta que Raskolnikof no había pensado para nada en aquellas joyas. Creía que sólo se apoderaría de dinero, y esto explica que no tuviera preparado ningún escondrijo. «¿Pero por qué me he alegrado? —se preguntó—. ¿No es un disparate esconder así las cosas? No cabe duda de que estoy perdiendo la razón.»
Sintiéndose en el límite de sus fuerzas, se sentó en el diván. Otra vez recorrieron su cuerpo los escalofríos de la fiebre. Maquinalmente se apoderó de su destrozado abrigo de estudiante, que tenía al alcance de la mano, en una silla, y se cubrió con él. Pronto cayó en un sueño que tenía algo de delirio.
Perdió por completo la noción de las cosas; pero al cabo de cinco minutos se despertó, se levantó de un salto y se arrojó con un gesto de angustia sobre sus ropas.
«¿Cómo puedo haberme dormido sin haber hecho nada? El nudo corredizo está todavía en el sitio en que lo cosí. ¡Haber olvidado un detalle tan importante, una prueba tan evidente!» Arrancó el cordón, lo deshizo e introdujo las tiras de tela debajo de su almohada, entre su ropa interior.
«Me parece que esos trozos de tela no pueden infundir sospechas a nadie. Por lo menos, así lo creo», se dijo de pie en medio de la habitación.
Después, con una atención tan tensa que resultaba dolorosa, empezó a mirar en todas direcciones para asegurarse de que no se le había olvidado nada. Ya se sentía torturado por la convicción de que todo le abandonaba, desde la memoria a la más simple facultad de razonar.
«¿Es esto el comienzo del suplicio? Sí, lo es.»
Los flecos que había cortado de los bajos del pantalón estaban todavía en el suelo, en medio del cuarto, expuestos a las miradas del primero que llegase.
—Pero ¿qué me pasa? —exclamó, confundido.
En este momento le asaltó una idea extraña: pensó que acaso sus ropas estaban llenas de manchas de sangre y que él no podía verlas debido a la merma de sus facultades. De pronto se acordó de que la bolsita estaba manchada también. «Hasta en mi bolsillo debe de haber sangre, ya que estaba húmeda cuando me la guardé.» Inmediatamente volvió del revés el bolsillo y vio que, en efecto, había algunas manchas en el forro. Un suspiro de alivio salió de lo más hondo de su pecho y pensó, triunfante: «La razón no me ha abandonado completamente: no he perdido la memoria ni la facultad de reflexionar, puesto que he caído en este detalle. Ha sido sólo un momento de debilidad mental producido por la fiebre.» Y arrancó todo el forro del bolsillo izquierdo del pantalón.
En este momento, un rayo de sol iluminó su bota izquierda, y Raskolnikof descubrió, a través de un agujero del calzado, una mancha acusadora en el calcetín. Se quitó la bota y comprobó que, en efecto, era una mancha de sangre: toda la puntera del calcetín estaba manchada... «Pero ¿qué hacer? ¿Dónde tirar los calcetines, los flecos, el bolsillo...?»
En pie en medio de la habitación, con aquellas piezas acusadoras en las manos, se preguntaba:
«¿Debo de echarlo todo en la estufa? No hay que olvidar que las investigaciones empiezan siempre por las estufas. ¿Y si lo quemara aquí mismo...? Pero ¿cómo, si no tengo cerillas? lo mejor es que me lo lleve y lo tire en cualquier parte. Sí, en cualquier parte y ahora mismo.» Y mientras hacía mentalmente esta afirmación, se sentó de nuevo en el diván. Luego, en vez de poner en práctica sus propósitos, dejó caer la cabeza en la almohada. Volvía a sentir escalofríos. Estaba helado. De nuevo se echó encima su abrigo de estudiante.
Varias horas estuvo tendido en el diván. De vez en cuando pensaba: «Sí, hay que ir a tirar todo esto en cualquier parte, para no pensar más en ello. Hay que ir inmediatamente.» Y más de una vez se agitó en el diván con el propósito de levantarse, pero no le fue posible. Al fin un golpe violento dado en la puerta le sacó de su marasmo.
—¡Abre si no te has muerto! —gritó Nastasia sin dejar de golpear la puerta con el puño—. Siempre está tumbado. Se pasa el día durmiendo como un perro. ¡Como lo que es! ¡Abre ya! ¡Son más de las diez!
—Tal vez no esté —dijo una voz de hombre.
«La voz del portero —se dijo al punto Raskolnikof—. ¿Qué querrá de mí?»
Se levantó de un salto y quedó sentado en el diván. El corazón le latía tan violentamente, que le hacía daño.
—Y echado el pestillo —observó Nastasia—. Por lo visto, tiene miedo de que se lo lleven... ¿Quieres levantarte y abrir de una vez?
«¿Qué querrán? ¿Qué hace aquí el portero? ¡Se ha descubierto todo, no cabe duda! ¿Debo abrir o hacerme el sordo? ¡Así cojan la peste!»
Se levantó a medias, tendió el brazo y tiró del pestillo. La habitación era tan estrecha, que podía abrir la puerta sin dejar el diván.
No se había equivocado: eran Nastasia y el portero.
La sirvienta le dirigió una mirada extraña. Raskolnikof miraba al portero con desesperada osadía. Éste presentaba al joven un papel gris, doblado y burdamente lacrado.
—Esto han traído de la comisaría.
—¿De qué comisaría?
—De la comisaría de policía. ¿De qué comisaría ha de ser?
—Pero ¿qué quiere de mí la policía?
—¿Yo qué sé? Es una citación y tiene que ir.
Miró fijamente a Raskolnikof, pasó una mirada por el aposento y se dispuso a marcharse.
—Tienes cara de enfermo —dijo Nastasia, que no quitaba ojo a Raskolnikof. Al oír estas palabras, el portero volvió la cabeza, y la sirvienta le dijo—: Tiene fiebre desde ayer.
Raskolnikof no contestó. Tenía aún el pliego en la mano, sin abrirlo.
—Quédate acostado —dijo Nastasia, compadecida, al ver que Raskolnikof se disponía a levantarse—. Si estás enfermo, no vayas. No hay prisa.
Tras una pausa, preguntó:
—¿Qué tienes en la mano?
Raskolnikof siguió la mirada de la sirvienta y vio en su mano derecha los flecos del pantalón, los calcetines y el bolsillo. Había dormido así. Más tarde recordó que en las vagas vigilias que interrumpían su sueño febril apretaba todo aquello fuertemente con la mano y que volvía a dormirse sin abrirla.
—¡Recoges unos pingajos y duermes con ellos como si fueran un tesoro!
Se echó a reír con su risa histérica. Raskolnikof se apresuró a esconder debajo del gabán el triple cuerpo del delito y fijó en la doméstica una mirada retadora.
Aunque en aquellos momentos fuera incapaz de discurrir con lucidez, se dio cuenta de que estaba recibiendo un trato muy distinto al que se da a una persona a la que van a detener.
Pero... ¿por qué le citaba la policía?
—Debes tomar un poco de té. Voy a traértelo. ¿Quieres? Ha sobrado.
—No, no quiero té —balbuceó—. Voy a ver qué quiere la policía. Ahora mismo voy a presentarme.
—¡Pero si no podrás ni bajar la escalera!
—He dicho que voy.
—Allá tú.
Salió detrás del portero. Inmediatamente, Raskolnikof se acercó a la ventana y examinó a la luz del día los calcetines y los flecos.
«Las manchas están, pero apenas se ven: el barro y el roce de la bota las ha esfumado. El que no lo sepa, no las verá. Por lo tanto y afortunadamente, Nastasia no las ha podido ver: estaba demasiado lejos.»
Entonces abrió el pliego con mano temblorosa. Hubo de leerlo y releerlo varias veces para comprender lo que decía. Era una citación redactada en la forma corriente, en la que se le indicaba que debía presentarse aquel mismo día, a las nueve y media, en la comisaría del distrito.
«¡Qué cosa más rara! —se dijo mientras se apoderaba de él una dolorosa ansiedad—. No tengo nada que ver con la policía, y me cita precisamente hoy. ¡Señor, que termine esto cuanto antes!»
Iba a arrodillarse para rezar, pero, en vez de hacerlo, se echó a reír. No se reía de los rezos, sino de sí mismo. Empezó a vestirse rápidamente.
«Si he de morir, ¿qué le vamos a hacer?»
Y se dijo inmediatamente:
«He de ponerme los calcetines. El polvo de las calles cubrirá las manchas.»
Apenas se hubo puesto el calcetín ensangrentado, se lo quitó con un gesto de horror e inquietud. Pero enseguida recordó que no tenía otros, y se lo volvió a poner, echándose de nuevo a reír.
«¡Bah! esto no son más que prejuicios. Todo es relativo en este mundo: los hábitos, las apariencias..., todo, en fin.»
Sin embargo, temblaba de pies a cabeza.
«Ya está; ya lo tengo puesto y bien puesto.»
Pronto pasó de la hilaridad a la desesperación.
«¡Esto es superior a mis fuerzas!»
Las piernas le temblaban.
—¿De miedo? —barbotó.
Todo le daba vueltas; le dolía la cabeza a consecuencia de la fiebre.
«¡Esto es una celada! Quieren atraerme, cogerme desprevenido —pensó mientras se dirigía a la escalera—. Lo peor es que estoy aturdido, que puedo decir lo que no debo.»
Ya en la escalera, recordó que las joyas robadas estaban aún donde las había puesto, detrás del papel despegado y roto de la pared de la habitación.
«Tal vez hagan un registro aprovechando mi ausencia.»
Se detuvo un momento, pero era tal la desesperación que le dominaba, era su desesperación. Tan cínica, tan profunda, que hizo un gesto de impotencia y continuó su camino.
«¡Con tal que todo termine rápidamente...!»
El calor era tan insoportable como en los días anteriores. Hacía tiempo que no había caído ni una gota de agua. Siempre aquel polvo aquellos montones de cal y de ladrillos que obstruían las calles. Y el hedor de las tiendas llenas de suciedad, y de las tabernas, y aquel hervidero de borrachos, buhoneros, coches de alquiler...
El fuerte sol le cegó y le produjo vértigos. Los ojos le dolían hasta el extremo de que no podía abrirlos. (Así les ocurre en los días de sol a todos los que tienen fiebre.)
Al llegar a la esquina de la calle que había tomado el día anterior dirigió una mirada furtiva y angustiosa a la casa... y volvió enseguida los ojos.
«Si me interrogan, tal vez confiese», pensaba mientras se iba acercando a la comisaría.
La comisaría se había trasladado al cuarto piso de una casa nueva situada a unos trescientos metros de su alojamiento. Raskolnikof había ido una vez al antiguo local de la policía, pero de esto hacía mucho tiempo.
Al cruzar la puerta vio a la derecha una escalera, por la que bajaba un mujikcon un cuaderno en la mano.