Crimen y castigo - Достоевский Федор Михайлович 34 стр.


—¡Qué encantadora muchacha esa Avdotia Romanovna! —dijo calurosamente Zosimof cuando estuvieron en la calle.

Al oír esto, Rasumikhine se arrojó repentinamente sobre Zosimof y le atenazó el cuello con las manos.

—¿Encantadora? ¿Has dicho encantadora? Como te atrevas a... ¿Comprendes...? ¿Comprendes lo que quiero decir...? ¿Me has entendido...?

Y lo echó contra la pared, sin dejar de zarandearle.

—¡Déjame demonio...! ¡Maldito borracho! —gritó Zosimof debatiéndose.

Y cuando Rasumikhine le hubo soltado, se quedó mirándole fijamente y lanzó una carcajada. Rasumikhine permaneció ante él, con los brazos caídos y el semblante pensativo y triste.

—Desde luego, soy un asno —dijo con trágico acento—. Pero tú eres tan asno como yo.

—Eso no, amigo; yo no soy un asno: yo no pienso en tonterías como tú.

Continuaron su camino en silencio, y ya estaban cerca de la morada de Raskolnikof, cuando Rasumikhine, que daba muestras de gran preocupación, rompió el silencio.

—Escucha —dijo a Zosimof—, tú no eres una mala persona, pero tienes una hermosa colección de defectos. Estás corrompido. Eres débil, sensual, comodón, y no sabes privarte de nada. Es un camino lamentable que conduce al cieno. Eres tan blando, tan afeminado, que no comprendo cómo has podido llegar a ser médico y, sobre todo, un médico que cumple con su deber. ¡Un doctor que duerme en lecho de plumas y se levanta por la noche para ir a visitar a un enfermo...! Dentro de dos o tres años no harás tales sacrificios... Pero, en fin, esto poco importa. Lo que quiero decirte es lo siguiente: tú dormirás esta noche en el departamento de la patrona (he obtenido, no sin trabajo, su consentimiento) y yo en la cocina. Esto es para ti una ocasión de trabar más estrecho conocimiento con ella... No, no pienses mal. No quiero decir eso, ni remotamente...

—¡Pero si yo no pienso nada!

—Esa mujer, querido, es el pudor personificado; una mezcla de discretos silencios, timidez, castidad invencible y, al mismo tiempo, hondos suspiros. Su sensibilidad es tal, que se funde como la cera. ¡Líbrame de ella, por lo que más quieras, Zosimof! Es bastante agraciada. Me harías un favor que te lo agradecería con toda el alma. ¡Te juro que te lo agradecería!

Zosimof se echó a reír de buena gana.

—Pero ¿para qué la quiero yo?

—Te aseguro que no te ocasionará ninguna molestia. Lo único que tienes que hacer es hablarle, sea de lo que sea: te sientas a su lado y hablas. Como eres médico, puedes empezar por curarla de una enfermedad cualquiera. Te juro que no te arrepentirás... Esa mujer tiene un clavicordio. Yo sé un poco de música y conozco esa cancioncilla rusa que dice «Derramo lágrimas amargas». Ella adora las canciones sentimentales. Así empezó la cosa. Tú eres un maestro del teclado, un Rubinstein. Te aseguro que no te arrepentirás.

—Pero oye: ¿le has hecho alguna promesa...?, ¿le has firmado algún papel...?, ¿le has propuesto el matrimonio?

—Nada de eso, nada en absoluto... No, esa mujer no es lo que tú crees. Porque Tchebarof ha intentado...

—Entonces, la plantas y en paz.

—Imposible.

—¿Por qué?

—Pues... porque es imposible, sencillamente... Uno se siente atado, ¿no comprendes?

—Lo que no entiendo es tu empeño en atraértela, en ligarla a ti.

—Yo no he intentado tal cosa, ni mucho menos. Es ella la que me ha puesto las ligaduras, aprovechándose de mi estupidez. Sin embargo, le da lo mismo que el ligado sea yo o seas tú: el caso es tener a su lado un pretendiente... Es... es... No sé cómo explicarte... Mira; yo sé que tú dominas las matemáticas. Pues bien; háblale del cálculo integral. Te doy mi palabra de que no lo digo en broma; te juro que el tema le es indiferente. Ella te mirará y suspirará. Yo le he estado hablando durante dos días del Parlamento prusiano (llega un momento en que no sabe uno de qué hablarle), y lo único que ella hacía era suspirar y sudar. Pero no le hables de amor, pues podría acometerla una crisis de timidez. Limítate a hacerle creer que no puedes separarte de ella. Esto será suficiente... Estarás como en tu casa, exactamente como en tu casa; leerás, te echarás, escribirás... Incluso podrás arriesgarte a darle un beso..., pero un beso discreto.

—Pero ¿a santo de qué he de hacer yo todo eso?

—¡Nada, que no consigo que me entiendas...! Oye: vosotros formáis una pareja perfectamente armónica. Hace ya tiempo que lo vengo pensando... Y si tu fin ha de ser éste, ¿qué importa que llegue antes o después? Te parecerá que vives sobre plumas; es ésta una vida que se apodera de uno y te subyuga; es el fin del mundo, el ancla, el puerto, el centro de la tierra, el paraíso. Crêpessuculentos, sabrosos pasteles de pescado, el samovar por la tarde, tiernos suspiros, tibios batines y buenos calentadores. Es como si estuvieses muerto y, al mismo tiempo, vivo, lo que representa una doble ventaja. Bueno, amigo mío; empiezo a decir cosas absurdas. Ya es hora de irse a dormir. Escucha: yo me despierto varias veces por la noche. Cuando me despierte, iré a echar un vistazo a Rodia. Por lo tanto, no te alarmes si me oyes subir. Sin embargo, si el corazón te lo manda, puedes ir a echarle una miradita. Y si vieras algo anormal..., delirio o fiebre, por ejemplo..., debes despertarme. Pero esto no sucederá.

II

A la mañana siguiente eran más de las siete cuando Rasumikhine se despertó. En su vida había estado tan preocupado y sombrío. Su primer sentimiento fue de profunda perplejidad. Jamás había podido suponer que se despertaría un día de semejante humor. Recordaba hasta los más ínfimos detalles de los incidentes de la noche pasada y se daba cuenta de que le había sucedido algo extraordinario, de que había recibido una impresión muy diferente de las que le eran familiares. Además, comprendía que el sueño que se había forjado era completamente irrealizable, tanto, que se sintió avergonzado de haberle dado cabida en su mente, y se apresuró a expulsarlo de ella, para dedicar su pensamiento a otros asuntos, a los deberes más razonables que le había legado, por decirlo así, la maldita jornada anterior.

Lo que más le abochornaba era recordar hasta qué extremo se había mostrado innoble, pues, además de estar ebrio, se había aprovechado de la situación de la muchacha para criticar ante ella llevado de un sentimiento de celos torpe y mezquino, al hombre que era su prometido, ignorando los lazos de afecto que existían entre ellos y, en realidad, sin saber nada de aquel hombre. Por otra parte, ¿con qué derecho se había permitido juzgarle y quién le había pedido que se erigiera en juez? ¿Acaso una criatura como Avdotia Romanovna podía entregarse a un hombre indigno sólo por el dinero? No, no cabía duda de que Piotr Petrovitch poseía alguna cualidad. ¿El alojamiento? Él no podía saber lo que era aquella casa. Les había buscado hospedaje; por lo tanto, había cumplido su deber. ¡Ah, qué miserable era todo aquello, y qué inadmisible la razón con que intentaba justificarse: su estado de embriaguez! Esta excusa le envilecía más aún. La verdad está en la bebida; por lo tanto, bajo la influencia del alcohol, él había revelado toda la vileza de su corazón deleznable y celoso.

¿Podía permitirse un hombre como él concebir tales sueños? ¿Qué era él, en comparación con una joven como Avdotia Romanovna? ¿Cómo podía compararse con ella el borracho charlatán y grosero de la noche anterior? Imposible imaginar nada más vergonzoso y cómico a la vez que una unión entre dos seres tan dispares.

Rasumikhine enrojeció ante estas ideas. Y, de pronto, como hecho adrede, se acordó de que la noche pasada había dicho en el rellano de la escalera que la patrona tendría celos de Avdotia Romanovna... Este pensamiento le resultó tan intolerable, que dio un fuerte puñetazo en la estufa de la cocina. Tan violento fue el golpe, que se hizo daño en la mano y arrancó un ladrillo.

—Ciertamente —balbuceó a media voz un minuto después profundamente avergonzado—, estas torpezas ya no se pueden evitar ni reparar. Por lo tanto, es inútil pensar en ello... Lo más prudente será que me presente en silencio, cumpla mis deberes sin desplegar los labios y... que me excuse con el mutismo... Naturalmente, todo está perdido.

Sin embargo, dedicó un cuidado especial a su indumentaria. Examinó su traje. No tenía más que uno, pero se lo habría puesto aunque tuviera otros. Sí, se lo habría puesto expresamente. Sin embargo, exhibir cínicamente una descuidada suciedad habría sido un acto de mal gusto. No tenía derecho a mortificar con su aspecto a otras personas, y menos a unas personas que le necesitaban y le habían rogado que fuera a verlas.

Cepilló cuidadosamente su traje. Su ropa interior estaba presentable, como de costumbre (Rasumikhine era intransigente en cuanto a la limpieza de la ropa interior). Procedió a lavarse concienzudamente. Nastasia le dio jabón y él lo utilizó para el cuello, la cabeza y —esto sobre todo— las manos. Pero cuando llegó el momento de decidir si debía afeitarse (Praskovia Pavlovna poseía excelentes navajas de afeitar heredadas de su difunto esposo, el señor Zarnitzine), se dijo que no lo haría, y se lo dijo incluso con cierta aspereza.

«No, me mostraré tal cual soy. Podrían suponer que me he afeitado para... Sí, seguro que lo pensarían... No, no me afeitaré por nada del mundo. Y menos teniendo el convencimiento de que soy un grosero, un mal educado, un... Admitamos que me considero, cosa que en cierto modo es verdad, un hombre honrado, o poco menos. ¿Puedo enorgullecerme de esta honradez? Todo el mundo debe ser honrado y más que honrado... Además (bien lo recuerdo), yo tuve aquellas cosillas..., no deshonrosas, desde luego, pero... ¡Y qué ideas me asaltan a veces...! ¿Cómo poner al lado de todo esto a Avdotia Romanovna...? ¡Bueno, que se vaya al diablo...! Me importa un comino... Haré cuanto esté en mi mano para mostrarme tan grosero y desagradable como me sea posible, y no me importa lo que puedan pensar.» _

En esto apareció Zosimof. Había pasado la noche en el salón de Praskovia Pavlovna y se disponía a volver a su casa. Rasumikhine le dijo que Raskolnikof dormía a pierna suelta. Zosimof dispuso que no se le despertara y prometió volver a las once.

—Pero veremos si lo encuentro aquí —añadió—. ¡Demonio de hombre! ¡Un paciente que no obedece al médico! ¡Estudie usted una carrera para esto! ¿Sabes si irá a ver a su madre y a su hermana, o si ellas vendrán aquí?

—Creo que vendrán ellas —repuso Rasumikhine, que había comprendido la finalidad de la pregunta—. Sin duda, tendrán que hablar de asuntos de familia. Por lo cual, me marcharé. Tú, como eres el médico, tienes más derechos que yo.

—Yo soy el médico, pero no el confesor. Vendré sólo un momento. No puedo dedicarme exclusivamente a ellas: tengo mucho trabajo.

—Estoy preocupado por una cosa —dijo Rasumikhine pensativo y con cara sombría—. Ayer, como estaba bebido, no pude poner freno a mi lengua y dije mil estupideces. Una de ellas fue que tú temías que los síntomas que Rodion presentaba fueran un anuncio de... demencia. Así se lo manifesté al mismo Rodia.

—Y también a su hermana y a su madre, ¿no?

—Sí... Yo sé que esto fue una idiotez y que merecería que me abofetearan. Pero, entre nosotros, ¿has pensado en ello seriamente?

—¡Seriamente... seriamente...! Tú mismo me lo describiste como un maniático cuando me trajiste a su casa... Y ayer lo trastornamos con nuestra conversación sobre el pintor de paredes. ¡Buen tema para tratarlo con un hombre cuya locura puede haber sido provocada por este suceso...! Si hubiese sabido exactamente lo que había pasado en la comisaría, si hubiese estado enterado del detalle de que un canalla le había herido con sus sospechas, habría evitado semejante conversación. Estos maníacos hacen un océano de una gota de agua y toman por realidades los disparates que imaginan. Ahora, gracias a lo que nos contó anoche en tu casa Zamiotof, ya comprendo muchas cosas. Sí. Conozco el caso de un hombre de cuarenta años, afectado de hipocondría, que un día no pudo soportar las travesuras cotidianas de un niño de ocho años y lo estranguló. Y ahora nos enfrentamos con un hombre reducido a la miseria y que se ve en el trance de sufrir las insolencias de un policía. Añadamos a esto la enfermedad que le minaba y el efecto de la grave sospecha. Piensa que se trata de un caso de hipocondría en último grado, de un sujeto orgulloso en extremo: ahí tenemos la base del mal... ¡Bueno, que se vaya todo al diablo! ¡Ah!, a propósito: ese Zamiotof es un gran muchacho, pero ha cometido una torpeza contando todo esto. Es un charlatán incorregible.

—Pero ¿a quién lo ha contado? A ti y a mí.

—Y a Porfirio.

—¡Bah! No hay ningún mal en que Porfirio lo sepa.

—Oye: ¿tienes alguna influencia sobre la madre y la hermana? Habría que recomendarles que hoy fueran prudentes con él.

—Ya se las arreglarán —repuso Rasumikhine, visiblemente contrariado.

—¿Por qué atacaría tan furiosamente a ese Lujine? Es un hombre acomodado y que no parece desagradar a las mujeres... No andan bien de dinero, ¿verdad?

—¡Esto es todo un interrogatorio! —exclamó Rasumikhine fuera de sí—. ¿Cómo puedo yo saber lo que ellos tienen en el pensamiento? Pregúntaselo a ellas: tal vez te lo digan.

—¡Qué arranques de brutalidad tienes a veces! Por lo visto, todavía no se te ha pasado del todo la borrachera. Adiós. Da las gracias de mi parte a Praskovia Pavlovna por su hospitalidad. Se ha encerrado en su habitación y no ha respondido a mis buenos días. Esta mañana se ha levantado a las siete y ha hecho que le entraran el samovar al dormitorio. No he tenido el honor de verla.

A las nueve en punto llegó Rasumikhine a la pensión Bakaleev. Las dos mujeres le esperaban desde hacía un buen rato con impaciencia febril. Se habían levantado a las siete y media. El estudiante entró en la casa con cara sombría, saludó torpemente y esta torpeza le hizo enrojecer. Pero ocurrió algo que no tenía previsto. Pulqueria Alejandrovna se arrojó sobre él, le cogió las manos y poco faltó para que se las besara. Rasumikhine dirigió una tímida mirada a Avdotia Romanovna. Pero aquel altivo rostro expresaba un reconocimiento tan profundo y una simpatía tan afectuosa (en vez de las miradas burlonas y llenas de un desprecio mal disimulado que esperaba recibir), que su confusión no tuvo límites. Sin duda se habría sentido menos violento si le hubieran acogido con reproches. Afortunadamente, tenía un tema de conversación obligado y se apresuró a echar mano de él.

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