»Huelga decir —continuó Marmeladof— que todo esto lo inventó mi mujer, pero no por ligereza, ni para darse importancia. Es que ella misma lo creía y se consolaba con sus propias invenciones, palabra de honor. Yo no se lo reprocho, no se lo puedo reprochar. Y cuando, hace seis días, le entregué íntegro mi primer sueldo, veintitrés rublos y cuarenta kopeks, me llamó cariñito. "¡Cariñito mío!", me dijo, y tuvimos un íntimo coloquio, ¿comprende? Y dígame, se lo ruego: ¿qué encanto puedo tener yo y qué papel puedo hacer como esposo? Sin embargo, ella me pellizcó la cara y me llamó cariñito.
Marmeladof se detuvo. Intentó sonreír, pero su barbilla empezó a temblar. Sin embargo, logró contenerse. Aquella taberna, aquel rostro de hombre acabado, las cinco noches pasadas en las barcas de heno, aquella botella y, unido a esto, la ternura enfermiza de aquel hombre por su esposa y su familia, tenían perplejo a su interlocutor. Raskolnikof estaba pendiente de sus labios, pero experimentaba una sensación penosa y se arrepentía de haber entrado en aquel lugar.
—¡Ah, señor, mi querido señor! —exclamó Marmeladof, algo repuesto—. Tal vez a usted le parezca todo esto tan cómico como a todos los demás; tal vez le esté fastidiando con todos estos pequeños detalles, miserables y estúpidos, de mi vida doméstica. Pero le aseguro que yo no tengo ganas de reír, pues siento todo esto. Todo aquel día inolvidable y toda aquella noche estuve urdiendo en mi mente los sueños más fantásticos: soñaba en cómo reorganizaría nuestra vida, en los vestidos que pondrían a los niños, en la tranquilidad que iba a tener mi esposa, en que arrancaría a mi hija de la vida de oprobio que llevaba y la restituiría al seno de la familia... Y todavía soñé muchas cosas más... Pero he aquí, caballero —y Marmeladof se estremeció de súbito, levantó la cabeza y miró fijamente a su interlocutor—, he aquí que al mismo día siguiente a aquel en que acaricié todos estos sueños (de esto hace exactamente cinco días), por la noche, inventé una mentira y, como un ladrón nocturno, robé la llave del baúl de Catalina Ivanovna y me apoderé del resto del dinero que le había entregado. ¿Cuánto había? No lo recuerdo. Pero... ¡miradme todos! Hace cinco días que no he puesto los pies en mi casa, y los míos me buscan, y he perdido mi empleo. El uniforme lo cambié por este traje en una taberna del puente de Egipto. Todo ha terminado.
Se dio un puñetazo en la cabeza, apretó los dientes, cerró los ojos y se acodó en la mesa pesadamente. Poco después, su semblante se transformó y, mirando a Raskolnikof con una especie de malicia intencionada, de cinismo fingido, se echó a reír y exclamó:
—Hoy he estado en casa de Sonia. He ido a pedirle dinero para beber. ¡Ja, ja, ja!
—¿Y ella te lo ha dado? —preguntó uno de los que habían entrado últimamente, echándose también a reír.
—Esta media botella que ve usted aquí está pagada con su dinero —continuó Marmeladof, dirigiéndose exclusivamente a Raskolnikof—. Me ha dado treinta kopeks, los últimos, todo lo que tenía: lo he visto con mis propios ojos. Ella no me ha dicho nada; se ha limitado a mirarme en silencio... Ha sido una mirada que no pertenecía a la tierra, sino al cielo. Sólo allá arriba se puede sufrir así por los hombres y llorar por ellos sin condenarlos. Sí, sin condenarlos... Pero es todavía más amargo que no se nos condene. Treinta kopeks... ¿Acaso ella no los necesita? ¿No le parece a usted, mi querido señor, que ella ha de conservar una limpieza atrayente? Esta limpieza cuesta dinero; es una limpieza especial. ¿No le parece? Hacen falta cremas, enaguas almidonadas, elegantes zapatos que embellezcan el pie en el momento de saltar sobre un charco. ¿Comprende, comprende usted la importancia de esta limpieza? Pues bien; he aquí que yo, su propio padre, le he arrancado los treinta kopeks que tenía. Y me los bebo, ya me los he bebido. Dígame usted: ¿quién puede apiadarse de un hombre como yo? Dígame, señor: ¿tiene usted piedad de mí o no la tiene? Con franqueza, señor: ¿me compadece o no me compadece? ¡Ja, ja, ja!
Intentó llenarse el vaso, pero la botella estaba vacía.
—Pero ¿por qué te han de compadecer? —preguntó el tabernero, acercándose a Marmeladof.
La sala se llenó de risas mezcladas con insultos. Los primeros en reír e insultar fueron los que escuchaban al funcionario. Los otros, los que no habían prestado atención, les hicieron coro, pues les bastaba ver la cara del charlatán.
—¿Compadecerme? ¿Por qué me han de compadecer? —bramó de pronto Marmeladof, levantándose, abriendo los brazos con un gesto de exaltación, como si sólo esperase este momento—. ¿Por qué me han de compadecer?, me preguntas. Tienes razón: no merezco que nadie me compadezca; lo que merezco es que me crucifiquen. ¡Sí, la cruz, no la compasión...! ¡Crucifícame, juez! ¡Hazlo y, al crucificarme, ten piedad del crucificado! Yo mismo me encaminaré al suplicio, pues tengo sed de dolor y de lágrimas, no de alegría. ¿Crees acaso, comerciante, que la media botella me ha proporcionado algún placer? Sólo dolor, dolor y lágrimas he buscado en el fondo de este frasco... Sí, dolor y lágrimas... Y los he encontrado, y los he saboreado. Pero nosotros no podemos recibir la piedad sino de Aquel que ha sido piadoso con todos los hombres; de Aquel que todo lo comprende, del único, de nuestro único Juez. Él vendrá el día del Juicio y preguntará: «¿Dónde está esa joven que se ha sacrificado por una madrastra tísica y cruel y por unos niños que no son sus hermanos? ¿Dónde está esa joven que ha tenido piedad de su padre y no ha vuelto la cara con horror ante ese bebedor despreciable?» Y dirá a Sonia: «Ven. Yo te perdoné..., te perdoné..., y ahora te redimo de todos tus pecados, porque tú has amado mucho.» Sí, Él perdonará a mi Sonia, Él la perdonará, yo sé que Él la perdonará. Lo he sentido en mi corazón hace unas horas, cuando estaba en su casa... Todos seremos juzgados por Él, los buenos y los malos. Y nosotros oiremos también su verbo. Él nos dirá: «Acercaos, acercaos también vosotros, los bebedores; acercaos, débiles y desvergonzadas criaturas.» Y todos avanzaremos sin temor y nos detendremos ante Él. Y Él dirá: «¡Sois unos cerdos, lleváis el sello de la bestia y como bestias sois, pero venid conmigo también!» Entonces, los inteligentes y los austeros se volverán hacia Él y exclamarán: «Señor, ¿por qué recibes a éstos?» Y Él responderá: «Los recibo, ¡oh sabios!, los recibo, ¡oh personas sensatas!, porque ninguno de ellos se ha considerado jamás digno de este favor.» Y Él nos tenderá sus divinos brazos y nosotros nos arrojaremos en ellos, deshechos en lágrimas..., y lo comprenderemos todo, entonces lo comprenderemos todo..., y entonces todos comprenderán... También comprenderá Catalina Ivanovna... ¡Señor, venga a nos el reino!
Se dejó caer en un asiento, agotado, sin mirar a nadie, como si, en la profundidad de su delirio, se hubiera olvidado de todo lo que le rodeaba.
Sus palabras habían producido cierta impresión. Hubo unos instantes de silencio. Pero pronto estallaron las risas y las invectivas.
—¿Habéis oído?
¡Viejo chocho!
—¡Burócrata!
Y otras cosas parecidas.
—¡Vámonos, señor! —exclamó de súbito Marmeladof, levantando la cabeza y dirigiéndose a Raskolnikof—. Lléveme a mi casa... El edificio Kozel... Déjeme en el patio... Ya es hora de que vuelva al lado de Catalina Ivanovna.
Hacía un rato que Raskolnikof había pensado marcharse, otorgando a Marmeladof su compañía y su sostén. Marmeladof tenía las piernas menos firmes que la voz y se apoyaba pesadamente en el joven. Tenían que recorrer de doscientos a trescientos pasos. La turbación y el temor del alcohólico iban en aumento a medida que se acercaban a la casa.
—No es a Catalina Ivanovna a quien temo —balbuceaba, en medio de su inquietud—. No es la perspectiva de los tirones de pelo lo que me inquieta. ¿Qué es un tirón de pelos? Nada absolutamente. No le quepa duda de que no es nada. Hasta prefiero que me dé unos cuantos tirones. No, no es eso lo que temo. Lo que me da miedo es su mirada..., sí, sus ojos... Y también las manchas rojas de sus mejillas. Y su jadeo... ¿Ha observado cómo respiran estos enfermos cuando los conmueve una emoción violenta...? También me inquieta la idea de que voy a encontrar llorando a los niños, pues si Sonia no les ha dado de comer, no sé..., yo no sé cómo habrán podido..., no sé, no sé... Pero los golpes no me dan miedo... Le aseguro, señor, que los golpes no sólo no me hacen daño, sino que me proporcionan un placer... No podría pasar sin ellos. Lo mejor es que me pegue... Así se desahoga... Sí, prefiero que me pegue... Hemos llegado... Edificio Kozel... Kozel es un cerrajero alemán, un hombre rico... Lléveme a mi habitación.
Cruzaron el patio y empezaron a subir hacia el cuarto piso. La escalera estaba cada vez más oscura. Eran las once de la noche, y aunque en aquella época del año no hubiera, por decirlo así, noche en Petersburgo, es lo cierto que la parte alta de la escalera estaba sumida en la más profunda oscuridad.
La ahumada puertecilla que daba al último rellano estaba abierta. Un cabo de vela iluminaba una habitación miserable que medía unos diez pasos de longitud. Desde el vestíbulo se la podía abarcar con una sola mirada. En ella reinaba el mayor desorden. Por todas partes colgaban cosas, especialmente ropas de niño. Una cortina agujereada ocultaba uno de los dos rincones más distantes de la puerta. Sin duda, tras la cortina había una cama. En el resto de la habitación sólo se veían dos sillas y un viejo sofá cubierto por un hule hecho jirones. Ante él había una mesa de cocina, de madera blanca y no menos vieja.
Sobre esta mesa, en una palmatoria de hierro, ardía el cabo de vela. Marmeladof tenía, pues, alquilada una habitación entera y no un simple rincón [8], pero comunicaba con otras habitaciones y era como un pasillo. La puerta que daba a las habitaciones, mejor dicho, a las jaulas, del piso de Amalia Lipevechsel, estaba entreabierta. Se oían voces y ruidos diversos. Las risas estallaban a cada momento. Sin duda, había allí gente que jugaba a las cartas y tomaba el té. A la habitación de Marmeladof llegaban a veces fragmentos de frases groseras.
Raskolnikof reconoció inmediatamente a Catalina Ivanovna. Era una mujer horriblemente delgada, fina, alta y esbelta, con un cabello castaño, bello todavía. Como había dicho Marmeladof, sus pómulos estaban cubiertos de manchas rojas. Con los labios secos, la respiración rápida e irregular y oprimiéndose el pecho convulsivamente con las manos, se paseaba por la habitación. En sus ojos había un brillo de fiebre y su mirada tenía una dura fijeza. Aquel rostro trastornado de tísica producía una penosa impresión a la luz vacilante y mortecina del cabo de vela casi consumido.
Raskolnikof calculó que tenía unos treinta años y que la edad de Marmeladof superaba bastante a la de su mujer. Ella no advirtió la presencia de los dos hombres. Parecía sumida en un estado de aturdimiento que le impedía ver y oír.
La atmósfera de la habitación era irrespirable, pero la ventana estaba cerrada. De la escalera llegaban olores nauseabundos, pero la puerta del piso estaba abierta. En fin, la puerta interior, solamente entreabierta, dejaba pasar espesas nubes de humo de tabaco que hacían toser a Catalina Ivanovna; pero ella no se había preocupado de cerrar esta puerta.
El hijo menor, una niña de seis años, dormía sentada en el suelo, con el cuerpo torcido y la cabeza apoyada en el sofá. Su hermanito, que tenía un año más que ella, lloraba en un rincón y los sollozos sacudían todo su cuerpo. Seguramente su madre le acababa de pegar. La mayor, una niña de nueve años, alta y delgada como una cerilla, llevaba una camisa llena de agujeros y, sobre los desnudos hombros, una capa de paño, que sin duda le venía bien dos años atrás, pero que ahora apenas le llegaba a las rodillas. Estaba al lado de su hermanito y le rodeaba el cuello con su descarnado brazo. Al mismo tiempo, seguía a su madre con una mirada temerosa de sus oscuros y grandes ojos, que parecían aún mayores en su pequeña y enjuta carita.
Marmeladof no entró en el piso: se arrodilló ante el umbral y empujó a Raskolnikof hacia el interior. Catalina Ivanovna se detuvo distraídamente al ver ante ella a aquel desconocido y, volviendo momentáneamente a la realidad, parecía preguntarse: ¿Qué hace aquí este hombre? Pero sin duda se imaginó en seguida que iba a atravesar la habitación para dirigirse a otra. Entonces fue a cerrar la puerta de entrada y lanzó un grito al ver a su marido arrodillado en el umbral.
—¿Ya estás aquí? —exclamó, furiosa—. ¿Ya has vuelto? ¿Dónde está el dinero? ¡Canalla, monstruo! ¿Qué te queda en los bolsillos? ¡Éste no es el traje! ¿Qué has hecho de él? ¿Dónde está el dinero? ¡Habla!
Empezó a registrarle ávidamente. Marmeladof abrió al punto los brazos, dócilmente, para facilitar la tarea de buscar en sus bolsillos. No llevaba encima ni un kopek.
—¿Dónde está el dinero? —siguió vociferando la mujer—. ¡Señor! ¿Es posible que se lo haya bebido todo? ¡Quedaban doce rublos en el baúl!
En un arrebato de ira, cogió a su marido por los cabellos y le obligó a entrar a fuerza de tirones. Marmeladof procuraba aminorar su esfuerzo arrastrándose humildemente tras ella, de rodillas.
—¡Es un placer para mí, no un dolor! ¡Un placer, amigo mío! —exclamaba mientras su mujer le tiraba del pelo y lo sacudía.
Al fin su frente fue a dar contra el entarimado. La niña que dormía en el suelo se despertó y rompió a llorar. El niño, de pie en su rincón, no pudo soportar la escena: de nuevo empezó a temblar, a gritar, y se arrojó en brazos de su hermana, convulso y aterrado. La niña mayor temblaba como una hoja.
—¡Todo, todo se lo ha bebido! —gritaba, desesperada, la pobre mujer—. ¡Y estas ropas no son las suyas! ¡Están hambrientos! —señalaba a los niños, se retorcía los brazos—. ¡Maldita vida!
De pronto se encaró con Raskolnikof.
—¿Y a ti no te da vergüenza? ¡Vienes de la taberna! ¡Has bebido con él! ¡Fuera de aquí!
El joven, sin decir nada, se apresuró a marcharse. La puerta interior acababa de abrirse e iban asomando caras cínicas y burlonas, bajo el gorro encasquetado y con el cigarrillo o la pipa en la boca. Unos vestían batas caseras; otros, ropas de verano ligeras hasta la indecencia. Algunos llevaban las cartas en la mano. Se echaron a reír de buena gana al oír decir a Marmeladof que los tirones de pelo eran para él una delicia. Algunos entraron en la habitación. Al fin se oyó una voz silbante, de mal agüero. Era Amalia Ivanovna Lipevechsel en persona, que se abrió paso entre los curiosos, para restablecer el orden a su manera y apremiar por centésima vez a la desdichada mujer, brutalmente y con palabras injuriosas, a dejar la habitación al mismo día siguiente.