Crimen y castigo - Достоевский Федор Михайлович 46 стр.


Al pronunciar estas palabras, Svidrigailof volvió a echarse a reír. Raskolnikof comprendió que aquel hombre obraba con arreglo a un plan bien elaborado y que era un perillán de clase fina.

—Debe usted de llevar varios días sin hablar con nadie, ¿verdad? —preguntó el joven.

—Algo de eso hay. Pero dígame: ¿no le extraña a usted mi buen carácter?

—No, de lo que estoy asombrado es de que tenga usted demasiado buen carácter.

—Usted dice eso porque no me he dado por ofendido ante el tono grosero de sus preguntas, ¿no es verdad? Sí, no me cabe duda. Pero ¿por qué tenía que enfadarme? Usted me ha preguntado francamente, y yo le he respondido con franqueza —su acento rebosaba comprensión y simpatía—. Ahora —continuó, pensativo— nada me preocupa, porque ahora no hago absolutamente nada... Por lo demás, usted puede suponer que estoy tratando de ganarme su simpatía con miras interesadas, ya que mi mayor deseo es ver a su hermana, como le he confesado. Pero créame si le digo que estoy verdaderamente aburrido, sobre todo después de mi inactividad de estos tres últimos días. Por eso me he alegrado tanto de verle... No se enfade, Rodion Romanovitch, pero me parece usted un hombre muy extraño. Usted podrá decir que cómo se me ha ocurrido semejante cosa precisamente en este momento, pero es que yo no me refiero a ahora, sino a estos últimos tiempos... En fin, me callo; no quiero verle poner esa cara. No soy tan oso como usted cree.

Raskolnikof le dirigió una mirada sombría.

—Tal vez no lo sea usted nada. A mí me parece que es un hombre sumamente sociable, o, por lo menos, que sabe usted serlo cuando es preciso.

—Sin embargo, a mí no me preocupa la opinión ajena —repuso Svidrigailof en un tono seco y un tanto altivo—. Por otra parte, ¿por qué no adoptar los modales de una persona mal educada en un país donde esto tiene tantas ventajas, y sobre todo cuando uno se siente inclinado por temperamento a la mala educación? —terminó entre risas.

—Pues yo he oído decir que usted tiene aquí muchos conocidos y que no es eso que llaman «un hombre sin relaciones». Si no persigue usted ningún fin, ¿a qué ha venido a mi casa?

—Es cierto que tengo aquí conocidos —dijo el visitante, sin responder a la pregunta principal que se le acababa de dirigir—. Ya me he cruzado con algunos, pues llevo tres días paseando. Yo los he reconocido y ellos me han reconocido a mí, creo yo. Es natural que sea un hombre bien relacionado. Voy bien vestido y se me considera como hombre acomodado, pues, a pesar de la abolición de la esclavitud, nos quedan bosques y praderas fertilizados por nuestros ríos, que siguen proporcionándonos una renta. Pero no quiero reanudar mis antiguas relaciones; hace ya tiempo que estas amistades no me seducen. Ya hace tres días que voy vagando por aquí, y todavía no he visitado a nadie... Además, ¡esta ciudad...! ¿Ha observado usted cómo está edificada? Es una población de funcionarios y seminaristas. Verdaderamente, hay muchas cosas en que yo no me fijaba hace ocho años, cuando no hacía otra cosa que holgazanear e ir por esos círculos, por esos clubes, como el Dussaud. No volveré a visitar ninguno —continuó, fingiendo no darse cuenta de la muda interrogación del joven—. ¿Qué placer se puede experimentar en hacer fullerías?

—¡Ah!¿Hacía usted trampas en el juego?

—Sí. Éramos un grupo de personas distinguidas que matábamos así el tiempo. Pertenecíamos a la mejor sociedad. Había entre nosotros poetas y capitalistas. ¿Ha observado usted que aquí, en Rusia, abundan los fulleros entre las personas de buen tono? Yo vivo ahora en el campo, pero estuve encarcelado por deudas. El acreedor era un griego de Nejin. Entonces conocí a Marfa Petrovna. Entró en tratos con mi acreedor, regateó, me liberó de mi deuda mediante la entrega de treinta mil rublos (yo sólo debía setenta mil), nos unimos en legítimo matrimonio y se me llevó al punto a sus propiedades, donde me guardó como un tesoro. Ella tenía cinco años más que yo y me adoraba. En siete años, yo no me moví de allí. Por cierto, que Marfa Petrovna conservó toda su vida el cheque que yo había firmado al griego con nombre falso, de modo que si yo hubiera intentado sacudirme el yugo, ella me habría hecho enchiquerar. Si, no le quepa duda de que lo habría hecho. Las mujeres tienen estas contradicciones.

—De no existir ese pagaré, ¿la habría plantado usted?

—No sé qué decirle. Desde luego, ese documento no me preocupaba lo más mínimo. Yo no sentía deseos de ir a ninguna parte, y la misma Marfa Petrovna, viendo cómo me aburría, me propuso en dos ocasiones que hiciera un viaje al extranjero. Pero yo había ya salido anteriormente de Rusia y el viaje me había disgustado profundamente. Uno contempla un amanecer aquí o allá, o la bahía de Nápoles, o el mar, y se siente dominado por una profunda tristeza. Y lo peor es que uno experimenta una verdadera nostalgia. No, se está mejor en casa. Aquí, al menos, podemos acusar a los demás de todos los males y justificarnos a nuestros propios ojos. Tal vez me vaya al Polo Norte con una expedición, pues j'ai le vin mauvais [29] y no quiero beber. Pero es que no puedo hacer ninguna otra cosa. Ya lo he intentado, pero nada. ¿Ha oído usted decir que Berg va a intentar el domingo una ascensión en globo en el parque Iusupof y que admite pasajeros?

—¿Pretende usted subir al globo?

—¿Yo? No, no... Lo he dicho por decir —murmuró Svidrigailof, pensativo.

«¿Será sincero?, pensó Raskolnikof.

—No, el pagaré no me preocupó en ningún momento —dijo Svidrigailof, volviendo al tema interrumpido—. Permanecía en el campo muy a gusto. Por otra parte, pronto hará un año que Marfa Petrovna, con motivo de mi cumpleaños, me entregó el documento, como regalo, añadiendo a él una importante cantidad... Pues era rica. «Ya ves cuánta es mi confianza en ti, Arcadio Ivanovitch», me dijo. Sí, le aseguro que me lo dijo así. ¿No lo cree? Yo cumplía a la perfección mis deberes de propietario rural. Se me conocía en toda la comarca. Hacía que me enviaran libros. Esto al principio mereció la aprobación de Marfa Petrovna. Después temió que tanta lectura me fatigara.

—Me parece que echa mucho de menos a Marfa Petrovna.

—¿Yo...? Tal vez... A propósito, ¿cree usted en apariciones?

—¿Qué clase de apariciones?

—¿Cómo que qué clase? lo que todo el mundo entiende por apariciones.

—¿Y usted? ¿Usted cree?

—Sí y no. Si usted quiere, no, pour vous plaire... En resumen, que no lo puedo afirmar.

—¿Usted las ha tenido?

Svidrigailof le dirigió una mirada extraña.

—Marfa Petrovna tiene la atención de venir a visitarme —respondió torciendo la boca en una sonrisa indefinible.

—¿Es posible?

—Se me ha aparecido ya tres veces. La primera fue el mismo día de su entierro, o sea la víspera de mi salida para Petersburgo. La segunda, hace dos días, durante mi viaje, en la estación de Malaia Vichera [30], al amanecer, y la tercera, hace apenas dos horas, en la habitación en que me hospedo. Estaba solo.

—¿Despierto?

—Completamente despierto las tres veces. Aparece, me habla unos momentos y se va por la puerta, siempre por la puerta. Incluso me parece oírla marcharse.

—¿Por qué tendría yo la sensación de que habían de ocurrirle estas cosas? —dijo de súbito Raskolnikof, asombrándose de sus palabras apenas las había pronunciado. Estaba extraordinariamente emocionado.

—¿De veras ha pensado usted eso? —exclamó Svidrigailof, sorprendido—. ¿De veras? ¡Ah! Ya dela yo que entre nosotros existía cierta afinidad.

—Usted no ha dicho eso —replicó ásperamente Raskolnikof.

—¿No lo he dicho?

—No.

—Pues creía haberlo dicho. Cuando he entrado hace un momento y le he visto acostado, con los ojos cerrados y fingiendo dormir, me he dicho inmediatamente: «Es él mismo.»

—¿Qué quiere decir eso de «él mismo? —exclamó Raskolnikof—. ¿A qué se refiere usted?

—Pues no lo sé —respondió Svidrigailof ingenuamente, desconcertado.

Los dos guardaron silencio mientras se devoraban con los ojos.

—¡Todo eso son tonterías! —exclamó Raskolnikof, irritado—. ¿Qué le dice Marfa Petrovna cuando se le aparece?

—¿De qué me habla? De nimiedades. Y, para que vea usted lo que es el hombre, eso es precisamente lo que me molesta. La primera vez se me presentó cuando yo estaba rendido por la ceremonia fúnebre, el réquiem, la comida de funerales... Al fin pude aislarme en mi habitación, encendí un cigarro y me entregué a mis reflexiones. De pronto, Marfa Petrovna entró por la puerta y me dijo: «con tanto trajín, te has olvidado de subir la pesa del reloj del comedor.» Y es que durante siete años me encargué yo de este trabajo, y cuando me olvidaba de él, ella me lo recordaba... Al día siguiente partí para Petersburgo. Al amanecer, llegué a la estación que antes le dije y me dirigí a la cantina. Había dormido mal y tenía el cuerpo dolorido y los ojos hinchados. Pedí café. De pronto, ¿sabe usted lo que vi? A Marfa Petrovna, que se sentó a mi lado con un juego de cartas en la mano. «¿Quieres que te prediga, Arcadio Ivanovitch —me preguntó—, cómo transcurrirá tu viaje?» Debo decirle que era una maestra en el arte de echar las cartas... Nunca me perdonaré haberme negado. Eché a correr, presa de pánico. Bien es verdad que la campana que llama a los viajeros al tren estaba ya sonando... Y hoy, cuando me hallaba en mi habitación, luchando por digerir la detestable comida de figón que acababa de echar a mi cuerpo, con un cigarro en la boca, ha entrado Marfa Petrovna, esta vez elegantemente ataviada con un flamante vestido verde de larga cola.

»—Buenos días, Arcadio Ivanovitch. ¿Qué te parece mi vestido? Aniska no habría sido capaz de hacer una cosa igual.

»Aniska es una costurera de nuestra casa, que primero había sido sierva y que había hecho sus estudios en Moscú... Una bonita muchacha.

»Marfa Petrovna no cesa de dar vueltas ante mí. Yo contemplo el vestido, después la miro á ella a la cara, atentamente.

»—¿Qué necesidad tienes de venir a consultarme estas bagatelas, Marfa Petrovna?

»—¿Es que te molesta hasta que venga a verte?

»—Oye, Marfa Petrovna —le digo para mortificarla—, voy a volver a casarme.

»—Eso es muy propio de ti —me responde—. Pero no te hace ningún favor casarte cuando todavía está tan reciente la muerte de tu mujer. Aunque tu elección fuera acertada, sólo conseguirías atraerte las críticas de las personas respetables.

»Dicho esto, se ha marchado, y a mí me ha parecido oír el frufrú de su cola. ¡Qué cosas tan absurdas!, ¿verdad?

—¿No me estará usted contando una serie de mentiras? —preguntó Raskolnikof.

—Miento muy pocas veces —repuso Svidrigailof, pensativo y sin que, al parecer, advirtiera lo grosero de la pregunta.

—Y antes de esto, ¿no había tenido usted apariciones?

—No... Mejor dicho, sólo una vez, hace seis años. Yo tenía un criado llamado Filka. Acababan de enterrarlo, cuando empecé a gritar, distraído: «¡Filka, mi pipa!» Filka entró y se fue derecho al estante donde estaban alineados mis utensilios de fumador. Como habíamos tenido un fuerte altercado poco antes de su muerte, supuse que su aparición era una venganza. Le grité: «¿Cómo te atreves a presentarte ante mí vestido de ese modo? Se te ven los codos por los boquetes de las mangas. ¡Fuera de aquí, miserable!» El dio media vuelta, se fue y no se me apareció nunca más. No dije nada de esto a Marfa Petrovna. Mi primera intención fue dedicarle una misa, pero después pensé que esto sería una puerilidad.

—Usted debe ir al médico.

—No necesito que usted me lo diga para saber que estoy enfermo, aunque ignoro de qué enfermedad. Sin embargo, yo creo que mi conducta es cinco veces más normal que la de usted. Mi pregunta no ha sido si usted cree que pueden verse apariciones, sino si opina que las apariciones existen.

—No, de ningún modo puedo creer eso —dijo Raskolnikof con cierta irritación.

—La gente —murmuró Svidrigailof como si hablara consigo mismo, inclinando la cabeza y mirando de reojo— suele decir: «Estás enfermo. Por lo tanto, todo eso que ves son alucinaciones.» Esto no es razonar con lógica rigurosa. Admito que las apariciones sólo las vean los enfermos; pero esto sólo demuestra que hay que estar enfermo para verlas, no que las apariciones no existan.

—Estoy seguro de que no existen —exclamó Raskolnikof con energía.

—¿Usted cree?

Observó al joven largamente. Después siguió diciendo:

-Bien, pero no me negará usted que se puede razonar como yo voy a hacerlo... Le ruego que me ayude... Las apariciones son algo así como fragmentos de otros mundos..., sus ambiciones. Un hombre sano no tiene motivo alguno para verlas, ya que es, ante todo, un hombre terrestre, es decir, material. Por lo tanto, sólo debe vivir para participar en el orden de la vida de aquí abajo. Pero, apenas se pone enfermo, apenas empieza a alterarse el orden normal, terrestre, de su organismo, la posible acción de otro mundo comienza a manifestarse en él, y a medida que se agrava su enfermedad, las relaciones con ese otro mundo se van estrechando, progresión que continúa hasta que la muerte le permite entrar de lleno en él. Si usted cree en una vida futura, nada le impide admitir este razonamiento.

—Yo no creo en la vida futura —replicó Raskolnikof.

Svidrigailof estaba ensimismado.

—¿Y si no hubiera allí más que arañas y otras cosas parecidas? —preguntó de pronto.

«Está loco, pensó Raskolnikof.

—Nos imaginamos la eternidad —continuó Svidrigailof— como algo inmenso e inconcebible. Pero ¿por qué ha de ser así necesariamente? ¿Y si, en vez de esto, fuera un cuchitril, uno de esos cuartos de baño lugareños, ennegrecidos por el humo y con telas de araña en todos los rincones? Le confieso que así me la imagino yo a veces.

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