Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич 11 стр.


—Vamos, Vasia, ven acá. Yo te sostendré.

Pero también a él lo rechazó Vasili, y volvió a gritar aún con más fuerza:

—¡Ay! ¡Ay!

—Calla, tonto. Soy yo, Verner.

—Sí, ya lo sé. No me toques. ¡Iré solo!

Siempre temblando, subió solo, en efecto, al coche y se sentó. Verner se acercó a Musia y le preguntó, señalando a Vasili:

—¿Qué tal?

—Mal —repuso la joven—. Va ya muerto.

Y añadió con extraño tono:

—Dime, Verner, ¿existe en verdad la muerte?

—No lo sé, Musia, no lo sé. Pero yo creo que no —contestó Verner grave y pensativo.

—Así creo yo también. Pero ¿y Vasili? ¡Oh, cuánto he sufrido junto a él, en el coche! Entonces sí que me parecía ir con un muerto.

—¡Qué sé yo, Musia! Tal vez la muerte exista para unos y no para otros; pero en tal caso, ya no podrá afirmarse que existe en absoluto. Para mí, por ejemplo, ha existido, pero ahora ya no existe.

Musia, que estaba muy pálida, sintió que sus mejillas se encendían.

—¿Qué dices, Verner? ¿Que ha existido la muerte para ti?

—Sí, y para ti también. Pero ahora ya no.

A la puerta del vagón se oyó un ruido: era «Mishka el Gitano», que entró dando fuertes pisadas, resoplando y escupiendo. Luego miró en torno y se detuvo de pronto.

—¡Guardias! —gritó, dirigiéndose al soldado, que le miraba con enojo—. Aquí no hay sitio. Yo, si no voy cómodo, no voy. Para eso, que me cuelguen del farol. ¡Hijos de tal, vaya un coche indecente! ¡Esto no es coche, es una pocilga!

Bajó la cabeza y estiró el pescuezo. Entre la maraña de cabeza y barbas brillaban los ojos negros con expresión de locura.

—¡Heme aquí, señores! —exclamó—. ¡Buenas noches!

Acercóse a Verner, le tocó un brazo y, guiñándole un ojo, llevóse con brusco movimiento la mano al cuello.

—¿Con que a usted también, eh?

—También a mí —contestó Verner sonriendo.

—¿A todos?

—¡A todos!

—¡Ah, muy bien! —exclamó, mostrando sus blancos dientes y paseando en derredor una mirada, que detuvo especialmente en Musia y Yanson. Con un nuevo guiño, preguntó a Verner:

—¿Por aquello del ministro?

—Sí, por aquello. Y tú, ¿qué has hecho?

—¿Yo? No pico tan alto. No soy más que un simple bandido. ¡Eh, amigo! Córrete un poco; como comprenderás, no os quito sitio por gusto. En el otro mundo lo habrá para todos.

Volvió a mirar con recelo a sus compañeros, que le miraban graves, silenciosos y aun con cierta compasión. Enseñó de nuevo los dientes y dio a Verner unos golpecitos en la rodilla.

—Así es, señor. Como dice la canción:

Verdes encinas del bosque, cesad en vuestro rumor...

—¿Por qué me llamas «señor» —preguntó Verner—, si dentro de nada estaremos los dos iguales?

—Verdaderamente —dijo el otro con visible satisfacción—. ¡Valiente señor estarás tú, cuando van a ahorcarte conmigo!

Y señalando al nuevo centinela prosiguió:

—¡Ése sí que es un señor de veras! En cambio ése...

Indicó con la vista a Vasili, y continuó:

—¡Qué, señor! ¿Tenemos miedo?

—¡No! —repuso, moviendo trabajosamente la lengua.

—¿Que no, eh? No te dé vergüenza decirlo, hombre. ¡Ni que fueras un perro, para que movieses el rabito cuando te llevan al palo!

Miraba a todas partes, escupía a cada momento.

—¿Y ése? —preguntó, por Yanson—. ¿También viene con nosotros?

Yanson, hecho un ovillo en un rincón del coche, se agitó un momento, pero no contestó. Verner lo hizo por él.

—Ése dio de cuchilladas a su amo.

—¡Dios mío! —exclamó «el Gitano», sorprendido—. Pero ¿es que semejante tipo tiene derecho a acuchillar a nadie?

Desde hacía ya un rato, «el Gitano» miraba a Musia de reojo; al cabo se volvió hacia ella y la contempló fija y francamente.

—¡Señorita! —dijo—. Pero ¡si es una niña! Y tiene buen color, y se ríe. ¡Mira, se ríe de veras! —agregó, clavando sus dedos con ganas en una rodilla de Verner—. ¡Mírala, mírala!

Musia sonreía, en efecto. Un poco avergonzada, clavó su mirada en los ojos salvajes y llameantes que la contemplaban.

Todos callaban.

El tren saltaba sobre los carriles con estrépito de ruedas, hierros y cristales. El pito de la locomotora hendió el aire, como si el maquinista quisiera prevenir a alguien de algún peligro. Y era absurda la idea de que para colgar de un palo a otros infelices fuera preciso emplear tan escrupulosas precauciones, tan prolijos preparativos, y que el hecho más cruel que puede realizarse en la tierra se consumase luego con la mayor sencillez, como si fuese la cosa más natural.

Los vagones corrían, corrían. Quienes los ocupaban viajaban como todo el mundo viaja, en las mismas actitudes que se ven todos los días. Luego pararían como siempre:

—¡Cinco minutos de parada!

Y allí aparecería la muerte, la eternidad, el gran misterio...

XII La llegada

Corría el tren, corría sin descanso.

Por aquellos mismos carriles se iba a una casa de campo en la que durante algunos años había vivido Serguéi Golovin con sus padres. El joven hubiera podido imaginar que volvía en el último tren, por habérsele hecho tarde, entretenido con unos amigos.

—Ya falta poco —dijo, abriendo los ojos y volviéndolos hacia la ventanilla.

Nadie le contestó, nadie se movió siquiera. «El Gitano» seguía escupiendo y mirando todo como si quisiera tocarlo con los ojos.

—Tengo frío —dijo Vasili Kashirin, moviendo con tanta dificultad los helados labios, que lo que en realidad dijo fue:

—«Teño fío».

Tania se volvió presurosa hacia él y le alargó su pañuelo.

—Ten —le dijo—; abrígate el cuello.

—¿El cuello? —preguntó Serguéi con sobresalto, y se asustó de la pregunta.

Aunque todos tuvieron el mismo pensamiento, tal vez por ello mismo ninguno pareció oír; parecía que nadie había dicho nada, o que todos habían dicho lo mismo.

—Póntelo, Vasili; póntelo, que te abrigará —le aconsejó Verner.

Y volviéndose a Yanson:

—Y tú, querido, ¿no tienes frío? —le preguntó.

Musía dijo:

—Lo que quizá quiera es fumar. ¿Quieres fumar, verdad? Pues dilo; tenemos tabaco.

—Sí, sí, quiero.

—Tú, Serguéi, dale un cigarrillo —indicó Verner satisfecho.

Pero Serguéi se había adelantado ya a ofrecérselo. Y todos se pusieron a observar, cual si se tratase de algo extraordinario, cómo Yanson cogía el cigarrillo, cómo ardía la cerilla y cómo de la boca del fumador salía el humo azulado.

Hizo Yanson un gesto de satisfacción y dijo:

—Gracias. Está muy bueno este tabaco.

—¡Qué cosa más rara! —dijo Serguéi.

—¿Raro? ¿El qué? —preguntó Verner.

—El cigarrillo.

Sostenía nerviosamente el cigarrillo entre los dedos y lo miraba con admiración. Todos contemplaban aquel tubito, de cuyo extremo surgía una cinta azulada que se agitaba y se deshacía en otras muchas. Al fin, el cigarrillo se apagó.

—Se ha apagado —exclamó Tania.

—Sí, se ha apagado.

Verner frunció el ceño, y mirando con inquietud a Yanson, cuya mano colgaba exánime, exclamó:

—¡Demonio!

—¡Eh, señor! —díjole a esta sazón «el Gitano» en voz baja, acercándosele y revolviendo los ojos con la fiera expresión en él habitual—. Y ¿si atacásemos a los soldados? ¿Quiere que probemos?

—No —le repuso Verner, en el mismo tono—. Hay que apurar el trago.

—Pero ya que hemos de morir, muramos luchando. Por lo menos, sería más divertido. ¿No te parece? Así sentiríamos menos cómo nos mataban a nosotros.

—No, no; de ningún modo —repitió Verner.

Y volviéndose a Yanson le preguntó:

—Y tú, amigo mío, ¿por qué no fumas?

El rostro de Yanson se contrajo dolorosamente, como si alguien hubiese tirado al mismo tiempo de los hilos que ponían en movimiento sus arrugas. Y con voz tan extraña que parecía fingida comenzó a llorar:

—¡No quiero fumar! ¡No hay que ahorcarme! ¡Ah, ah...!

Todos le rodearon solícitos. Tania, llorando también, le acarició una mano y le arregló la gorra, al tiempo que le decía:

—¡Pobrecito mío! ¡No llores, no llores!

Los vagones moderaron su marcha. Todos, excepto Yanson y Kashirin, se pusieron en pie; pero en seguida volvieron a sentarse.

—¡Ya hemos llegado! —dijo Serguéi.

Todos respiraban con tanta dificultad como si se hubiese hecho el vacío en el coche. El corazón dilatado atravesaba la garganta, brincaba de espanto, gritaba enloquecido, con su voz de sangre. Tenían los ojos fijos en el trepidante suelo; el girar de las ruedas era cada vez más lento. Luego, después de una brusca sacudida, cesaron al fin de moverse. Paró el tren.

Y entonces comenzó para todos aquellos desgraciados un sueño, una verdadera existencia irreal, inconsciente, como ajena. El ser corpóreo cedía su puesto al inmaterial, y éste era el que se movía y hablaba sin voz y padecía sin dolor. En sueños salieron del vagón, por parejas, y aspiraron voluptuosamente el aire primaveral. En sueños, inerte y aturdido, resistióse Yanson, siendo arrastrado silenciosamente fuera del vagón y arrojado a tierra desde el estribo.

—¿Vamos a pie? —preguntó uno de los reos casi con alegría.

—Estamos cerca —contestó otro en el mismo tono.

A través del bosque echó a andar un cortejo sombrío y silencioso. El aire era fresco y fragante. De vez en cuando, algún caminante resbalaba en la nieve y se agarraba instintivamente a los cuerpos de sus compañeros. A su lado, chapoteando en el lodo, jadeantes, caminaban los soldados de la escolta.

Se oyó una voz colérica:

—¡Podían haber arreglado el camino!

Y otra voz contestó, como excusándose:

—Ya lo han arreglado. Pero estamos en época de deshielo, y no puede evitarse el barro.

Y cada cual pensó que, en efecto, no era posible dejar mejor el camino.

A veces el pensamiento se apagaba por completo, y únicamente persistía sensible el olfato, al que impresionaban los olores finos y penetrantes del bosque, la fragancia del aire, la humedad de la nieve... Otras lo percibían todo con gran claridad: el bosque, la noche, el camino y, sobre todo, la idea de que pronto los iban a ahorcar. De vez en cuando surgía el rumor de los diálogos y los cuchicheos.

—Van a dar las cuatro.

—Ya decía yo que habíamos salido muy temprano.

—No amanece antes de las cinco.

—Sí; tendremos que esperar.

Llegaron a un descampado, donde se detuvieron. Entre los árboles, que la descarnada mano del invierno desnudara, movíanse silenciosamente dos farolillos. Aquél era el punto en que se alzaba el patíbulo.

—Se me ha perdido un chanclo —dijo de pronto Serguéi.

—¿Qué dices? —le preguntó Verner.

—Que he perdido un chanclo. Tengo frío.

—¿Y Vasili? ¿Dónde está?

—No lo sé. ¡Ah! Ahí le tienes.

En efecto, Vasili, silencioso y sombrío, se hallaba junto a ellos.

—¿Dónde está Musia?

—Aquí estoy. ¿Eres tú, Verner?

Miráronse unos a otros, sin atreverse a alzar los ojos hacia el lugar donde se movían, en terrible silencio, las lucecitas. A la izquierda se abrían en el bosque algunos claros, que se prolongaban hasta una llanura iluminada y blanquecina, de la que llegaba un viento húmedo.

—¡El mar! —dijo Serguéi Golovin aspirando voluptuosamente el aire—. ¡El mar!

Musia contestó con la canción:

Mi amor, inmenso cual el mar...

—¿Qué estás ahí diciendo, Musia?

—«Mi amor, inmenso cual el mar, no pueden encerrar las riberas de la vida.»

—«Mi amor, inmenso cual el mar...» —repitió Serguéi, marcando con el gesto el ritmo del verso.

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