Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич 13 стр.


—¿Sería usted capaz de morir por la que amara? —preguntó Zina mirándose su manita casi infantil.

Sí, no tengo ninguna duda —respondió él con firmeza mirándola con ojos francos y sinceros—. ¿Y usted?

—Yo también.

Quedó pensativa.

Tiene usted un hilo en la americana —dijo ella levantando su mano hacia el hombro de él y quitándole con mucha precaución el hilo—. Aquí está —dijo poniéndose seria, y preguntó—: ¿Por qué está usted tan pálido y tan delgado? Trabaja usted mucho, ¿no es verdad? No hay que cansarse tanto.

—Tiene usted los ojos azules con unos puntitos claros como chispas —respondió él mirándola a los ojos.

—Y los de usted son negros. No, más bien son obscuros, cálidos, con...

No acabó su pensamiento y volvió la cabeza. Su rostro enrojeció lentamente y sus ojos tomaron una expresión tímida, confusa. Una ligera sonrisa entreabrió sus labios.

Niemovetsky experimentaba un sentimiento muy agradable y sonrió también. Ella dio algunos pasos hacia adelante y se detuvo en seguida.

—Mire usted, el sol se ha puesto —indicó con extrañeza.

—Es verdad —dijo él con una tristeza profunda.

La luz se había extinguido, habían desaparecido las sombras y todo había cambiado alrededor, tornándose pálido, silencioso y muy triste. El cielo puro y azul, de donde acababa de desaparecer el sol deslumbrador, se iba cubriendo poco a poco de nubes sombrías. Flotaban, se entrechocaban, cambiaban lentamente sus formas, pareciéndose a monstruos despertados que avanzaran sin quererlo, como perseguidos por una fuerza misteriosa y terrible. Una nubecita clara y ligera se había separado del amontonamiento y revoloteaba tímida y débil.

II

Zina estaba pálida, con los labios muy rojos; sus pupilas se habían ensanchado, dando un aspecto sombrío a sus ojos claros. Susurró dulcemente:

—Tengo miedo. Está tan silencioso todo esto... Nos hemos extraviado.

Niemovetsky frunció las cejas y examinó con angustia el sitio donde estaban.

La noche, cayendo, hacía más inefable y frío todo lo que los rodeaban. No se veía mas que el campo frío cubierto de menuda hierba pisoteada, barrancos de arcilla, colinas y abismos. Había sobre todo precipicios muy profundos junto a otros pequeños cubiertos de hierbas trepadoras. Había mucha obscuridad adentro, y el no estar a aquella hora la gente que durante el día trabajaba en ellos hacía más desierto y más triste aún aquel lugar. A los lados, acá y allá, se distinguían en la noche jirones azules de la fría niebla de los bosquecillos que parecían prestar oído a los precipicios lúgubres para escuchar lo que les contaban.

Niemovetsky dominó el sentimiento penoso y confuso de la inquietud y dijo:

—No, no nos hemos extraviado. Conozco el camino. Iremos primero por el campo y después a través de aquel bosquecillo. ¿Tiene usted miedo?

Ella sonrió y respondió animosamente:

—No, ahora ya no le tengo; pero tenemos que darnos prisa para tomar el té.

Empezaron a caminar, primero rápida y resueltamente; pero pronto acortaron el paso. Sentían a su alrededor la penosa hostilidad del campo pisoteado como si los observaran miles de ojos sombríos e inmóviles; este sentimiento los acercó el uno al otro, trayendo a su memoria recuerdos de la infancia.

Eran bellos recuerdos iluminados por el sol entre las hojas, recuerdos de amor y de risa. Más que a la vida aquello se parecía a una canción dulce y majestuosa compuesta de dos notas nada más; una sonora y pura como el cristal y la otra un poco más baja pero más limpia, como una campanilla.

De pronto vieron figuras humanas. Dos mujeres estaban sentadas al borde de un profundo precipicio de arcilla; una de ellas, con las piernas cruzadas, miraba atentamente hacia abajo; su pañuelo se levantaba sobre la cabeza y dejaba ver sus cabellos mal peinados; la curva de la espalda hacía subir el corpiño, muy sucio, con flores grandes como manzanas. Ni siquiera miró del lado de los que pasaban. La otra mujer, muy cerca de la primera, estaba casi tumbada, con la cabeza hacia atrás. Su cara era grotesca y ancha, de rasgos masculinos; dos manchas rojas y hundidas, que parecían arañazos recientes, se destacaban claramente sobre los carrillos. Estaba aún más sucia que la primera y miró a los dos jóvenes con una mirada impasible. Cuando hubieron pasado se puso a cantar con una gruesa voz de hombre:

«Para ti solo, mi amor, me he abierto como una flor.»

—¿Oyes, Bárbara? —dijo dirigiéndose a su amiga; silenciosa, sin obtener respuesta, y se echó a reír grotescamente.

Niemovetsky conocía mujeres como aquéllas, sucias hasta cuando están rica y elegantemente vestidas; apenas las miró, sin que le sorprendiera verlas allí. Pero Zina, que casi las había rozado con su modesto vestido obscuro, tuvo para ellas un sentimiento malo, casi hostil. Pronto se disipó esta impresión, como la sombra de una nube que pasa rápidamente por encima del campo dorado; y cuando junto a ellos pasaron, adelantándolos, dos hombres, uno con una gorra en la cabeza y el otro con una chaqueta, pero descalzos, y una mujer sucia también como ellos, Zina, a pesar de haberlos visto, no puso atención en ello. Sin darse cuenta siguió largo rato a la mujer con la mirada, extrañándose de ver su vestido ligero casi pegado a las piernas como si estuviera mojado, y una gran mancha de barro grasiento que se destacaba en los bajos de la falda. Había algo de inquietante, de penoso y desesperante en el bamboleo de aquella ligera falda sucia.

Siguieron andando y hablando. La nube, arrojando sobre el campo una leve sombra, los seguía lentamente por el cielo. Los bordes inflados de las nubes sombrías se distinguían apenas por sus manchas de un amarillo claro. Las tinieblas se acercaban lentas e imperceptibles. Diríase que aun era de día, pero que el día se estaba muriendo dulcemente.

Hablaron de sueños y de los sentimientos que el hombre experimenta en una noche de insomnio, cuando no le distrae nada, cuando las misteriosas tinieblas de ojos innumerables se abaten sobre su misma faz.

—¿Puede usted figurarse el infinito? —preguntó Zina tocándose la frente con su mano y medio cerrando los ojos.

—¡Por completo! —respondió él repitiendo la palabra «infinito» y cerrando los ojos a su vez.

Pues yo le veo algunas veces. Esto me ocurrió la primera vez siendo muy pequeña todavía. Era como una hilera de carretas que se siguen la una a la otra, muy larga, muy larga, sin fin. ¡Es horrible!

Tuvo un escalofrío.

—¿Y por qué carretas y no otra cosa? —dijo él sonriendo y sintiendo un malestar por aquella comparación.

—¡No sé!

Las tinieblas se hicieron más negras; la nube ha pasado sobre sus rostros pálidos y abatidos. Ahora se veían con más frecuencia siluetas sombrías de mujeres sucias y harapientas, como si los precipicios las arrojaran a la superficie. Ya se veía una, ya grupos de dos o tres mujeres. Se oían voces que retumbaban en el aire silencioso.

—¿Qué mujeres son ésas? ¿De dónde vienen? —preguntó Zina con voz dulce y medrosa.

Niemovetsky sabía lo que eran aquellas mujeres y tenía no poco susto adivinando que se encontraban en algún mal lugar muy peligroso. Sin embargo, respondió con gran tranquilidad:

—No sé nada... Sea lo que sea más vale no hablar de ello. No tenemos ya más que atravesar aquel bosquecillo; detrás están las barreras de la ciudad. ¡Es un fastidio que hayamos salido tan tarde!

Ella sonrió recordando que estaban paseando desde las cuatro. Pero viendo sus cejas fruncidas propuso que anduvieran más de prisa, procurando tranquilizarle.

—Tengo sed. El bosquecillo no está lejos. Vamos de prisa.

Cuando entraron en el bosque y se hallaron bajo los arcos silenciosos que formaban los árboles con sus copas la noche era más sombría, pero más serena.

—Déme usted su mano —dijo Niemovetsky.

Ella le dio tímidamente su mano, y este ligero movimiento pareció disipar los crepúsculos. Sus manos estaban inmóviles y no se apretaban. Zina trató de alejarse un poco de su compañero; pero todos sus pensamientos estaban absortos en la sensación de aquel sitio donde se tocaban sus manos. Y de nuevo tuvieron deseos de hablar de la belleza, de la misteriosa fuerza del amor; pero de hablar sin palabras, nada más que con las miradas para no romper el silencio. Querían mirarse, pero no se atrevían.

—¡Todavía hay gente aquí! — dijo alegremente Zina.

III

En un calvero donde había más claridad veíanse tres hombres sentados alrededor de una botella vacía guardando silencio; espiaban a los que pasaban. Uno de ellos, rasurado como un actor, se echó a reír y a silbar de una manera provocativa, como diciendo: «¡Toma, toma!» Niemovetsky sintió su corazón oprimido por la angustia; pero siguió derecho el sendero, que pasaba precisamente al lado de aquellos hombres misteriosos. Éstos esperaron; tres pares de ojos miraron en la obscuridad inmóviles y hostiles. Y sintiendo en sí un vago deseo de atraerse las simpatías de aquellas gentes taciturnas y harapientas, cuyo silencio estaba preñado de amenazas, deseando hacerles comprender su impotencia y despertar en ellos la compasión, les preguntó:

—¿Es éste el sendero que conduce a la ciudad?

Pero no respondieron. El rasurado silbó de una manera rara, burlona; los otros dos miraron con una mirada sombría, amenazadora y fija. Estaban borrachos, malintencionados, sedientos de amor y destrucción. Uno de los hombres, de carrillos rojos, hinchados, se alzó sobre sus codos; luego, torpemente, como un oso al apoyarse sobre sus patas, se puso en pie respirando con dificultad. Sus camaradas le dirigieron una mirada rápida y en seguida se volvieron todos hacia Zina mirándola con fijeza.

—Tengo mucho miedo —dijo ella muy bajo.

Niemovetsky se pudo percatar de ello por el modo de agarrarse a su brazo. Procurando aparentar tranquilidad y sintiendo la fatalidad de lo que iba a pasar echó a andar con largos y firmes pasos. Sentía sobre su espalda tres pares de ojos. Le acometió al principio la idea de correr, pero comprendió que sería inútil.

—¡Y esto es un caballero! —dijo con menosprecio.

El tercero del grupo era calvo y tenía una barba roja.

—Él no vale nada, pero la señorita no está del todo mal, a fe mía. Es un buen bocado.

Los tres se echaron a reír con una risa falsa y descortés.

—¡Permítame usted, señor! ¡Nada más que dos palabras!—dijo el más alto con voz de bajo mirando a sus camaradas.

Los otros se levantaron.

Niemovetsky siguió andando sin volverse.

—¡Hay que contestar cuando se pregunta! —dijo el rojo severamente—. Por lo menos cuando no quiere uno que le rompan el alma.

—¿Lo has oído? — gritó el calvo lanzándose hacia ellos como un loco.

Una mano fuerte asió el hombro de Niemovetsky y le sacudió. Al volver la cabeza vio muy cerca de su cara dos ojos redondos, de una expresión terrible. Estaban tan próximos que parecía que le miraban a través de una lupa; hasta distinguía perfectamente las venículas rojas sobre lo blanco del ojo y el pus amarillo sobre las pestañas. Soltando la mano inmóvil de Zina metió la suya en el bolsillo buscando su portamonedas y balbuceó:

—¿Quieren ustedes dinero?... Aquí está... tengan...

Los ojos redondos tuvieron una expresión de disgusto.

Niemovetsky volvió la cabeza; en este momento el alto echó un paso atrás y le dio un puñetazo debajo de la barba. El golpe fue inesperado. La cabeza de Niemovetsky cayó hacia atrás, chocaron sus dientes; su gorro le tapó primero la cara y luego rodó por tierra. Niemovetsky perdió el equilibrio y cayó de espaldas. Zina, aturdida, echó instintivamente a correr con toda sus fuerzas. El rasurado lanzó un grito agudo y corrió tras la muchacha. Niemovetsky apenas se levantó del suelo recibió otro golpe terrible en la nuca. Era él solo contra dos; solo, tan débil, sin costumbre de luchar; pero no se desanimó: con todas sus fuerzas mordió, arañó las manos de sus adversarios como las mujeres, llorando de rabia en lucha desigual y desesperada.

Pronto se agotaron sus fuerzas. Le levantaron en peso y le llevaron. En los primeros momentos se resistió aún; pero como la cabeza le dolía horriblemente; dejó de comprender lo que pasaba a su alrededor y, sus brazos se balanceaban a cada paso. La última cosa que vio fue un mechón de barba roja que casi se le metía en la boca; luego, a través de las tinieblas del bosque, la silueta de la pobre joven perseguida por el rasurado. Corría con todas sus fuerzas, silenciosa, sin gritar.

Sus dos adversarios, después de haber arrojado a Niemovetsky por el terraplén, permanecieron un momento en lo alto prestando oído a lo que pasaba en el fondo. Pero sus miradas se volvieron hacia el lado del bosque por donde huía Zina. Pronto se oyó un grito terrible, ahogado, de mujer; después fue el silencio.

El alto, furioso, gritó:

—¡Crápula!

Y echó a correr en línea recta a través de las ramas, como un oso.

El rojo le siguió, gritando con voz aguda:

—¡Yo también! ¡Yo también!

Era más débil que el otro y se sofocaba. Durante la lucha había recibido una patada en la rodilla, y el pensamiento de que sería el último en violar a la muchacha, a pesar de haber sido el primero que tuvo la idea, casi le volvía loco. Se detuvo un instante, se frotó la rodilla con la mano, se sonó con fuerza, metiendo el dedo en la nariz, y echó nuevamente a correr gritando:

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