Los Siete Ahorcados y Otros Cuentos - Андреев Леонид Николаевич 20 стр.


—¿Y bien?

Se detuvo, con los brazos cruzados, los ojos fijos en la puerta.

—¿Y bien?

Había en esta pregunta un desafío, un adiós a todo su pasado, una declaración de guerra a todos, incluso a los suyos, y una queja dulce.

Luba volvió, siempre agitada, sobreexcitada.

—¿No vas a enfadarte, querido? He invitado a las demás mujeres... No a todas; a algunas. Quiero presentarte como mi bien amado. Son buenas muchachas. Nadie las ha elegido esta noche y están solas en el salón. Los oficiales están todos en los cuartos con las otras muchachas. Uno de los oficiales ha visto tu revólver y le ha gustado mucho... ¿No te enfadarás porque las haya llamado? ¿Verdad que no, querido?

Lo cubrió de besos muy fuertes.

Las otras mujeres estaban ya en la habitación haciendo mohines y risitas. Se sentaron unas al lado de otras. Eran cinco o seis, feas, muchachas aviejadas casi todas, enjalbegadas, los labios teñidos de rojo. Unas ponían cara de molestia; otras miraban al hombre con un aire tranquilo, le saludaban, le daban la mano y esperaban a que se les diera de beber. Probablemente se iban ya a acostar, pues estaban vestidas con ligeros peinadores de noche; una de ellas, gorda, perezosa y flemática, venía aún en enaguas, mostrando sus gruesos brazos desnudos y su grueso pecho. Ésta, así como otra que parecía un ave de rapiña, con abundante cosmético en la mejilla, estaban ya completamente ebrias; las demás, un poco. La pequeña habitación se llenó de voces, de risas, de malos olores corporales, de vino, de perfume barato.

Un criado sucio, vestido con un frac demasiado corto, trajo coñac, y todas las mujeres le saludaron a coro:

—¡Markuscha, mi querido Markuscha!

Probablemente era costumbre de la casa saludarle de este modo, pues hasta la mujer gruesa, completamente borracha, le gritó:

—¡Markuscha!

Todo esto era nuevo, extraño. Se empezó a beber; todas las mujeres hablaban a la vez, gritaban. La que parecía un ave de rapiña hablaba con rabia de un visitante que le había hecho no sé qué porquería. Se oían juramentos que las mujeres no pronunciaban con el tono indiferente de los hombres, sino subrayándolo como un desafío, cínicamente.

Al principio casi no ponía atención en el hombre. El mismo callaba y las miraba severamente. Luba, feliz, estaba sentada a su lado, sobre la cama, abrazada a su cuello. Bebía muy poco; pero llenaba sin cesar la copa de él. De vez en cuando le susurraba al oído:

—¡Querido mío!

Él bebía mucho, pero no se emborrachaba. El alcohol en vez de embriagarlo transformaba poco a poco sus sentimientos. Todo lo que había amado en la vida, todo lo que había conocido, sus libros, sus camaradas, su trabajo, se eclipsaba, se derrumbaba; pero a pesar de todo esto él mismo se sentía más fuerte. Se diría que a cada nueva copa se iba acercando más y más a sus antepasados, a aquellos hombres primitivos cuya religión fue la rebeldía y en los que la rebeldía se convertía en religión. La sabiduría que había sacado de los libros se evaporaba, y desde el fondo de su alma se alzaba algo de otro, salvaje yobscuro como la voz de la tierra. Esto recordaba el espacio infinito, los bosques vírgenes, los campos como el océano. Se oía en ello el grito de angustia de las campanas, el ruido de las cadenas de hierro, la plegaria desesperada, la risa diabólica de seres misteriosos.

Permaneció así, con su rostro ancho y pálido, tan próximo a aquellas desgraciadas criaturas que aullaban a su alrededor. Su voluntad se afirmaba en su alma desvastada y se sentía capaz de demolerlo todo

Golpeó la mesa con el puño.

—¡Luba, hay que beber!

Y cuando ella, dócil y sonriente, llenó todas las copas, levantó la suya y proclamó:

—¡A la salud de los nuestros!

—Es decir, ¿de tus camaradas? —preguntó ella muy bajo.

—¡No; bebo a la salud de estos, de los nuestros! ¡A la salud de todos los canallas, de los bribones, de los cobardes, de todos los que están aplastados por la vida, que mueren de sífilis!...

Las mujeres rieron, pero la gorda le dijo con tono de reproche:

—¡Eso es ya demasiado, querido!

—¡Calla tú! —gritó Luba—. Es mi bien amado.

—Bebo a la salud de los ciegos de nacimiento. Saquémonos los ojos porque da vergüenza mirar a aquellos que no ven. Si nuestros ojos no pueden servirnos de linternas para iluminar las tinieblas de la vida arranquémoslos y ¡viva la noche! Si todo el mundo no puede entrar en el paraíso, no lo quiero para mí. ¡Abajo la luz, vivan las tinieblas!

Se tambaleó un poco y vació su copa. Su voz era lenta, pero firme, clara y neta. Nadie comprendió su discurso; pero las mujeres estaban encantadas con aquel hombre pálido que decía cosas chuscas.

—Es mi bien amado —decía Luba con orgullo—. Se quedará aquí conmigo. Era honrado, tiene camaradas; pero se quedará conmigo.

—¡Puede reemplazar aquí a vuestro criado Markuscha! —dijo la gorda borracha.

—¡Cállate, Manka, o te sacudo una bofetada! —gritó Luba—. Se quedará conmigo. Y, sin embargo, era honrado.

—Todas fuimos honradas una vez —dijo la vieja de perfil de pájaro.

Y las otras se pusieron a gritar:

—¡Y yo fui honrada hasta los cuatro años!

—¡Y yo he sido honrada hasta ahora!

Luba lloraba casi de rabia.

—¡Callaos, montón de canallas A vosotras se os ha tomado vuestro honor, mientras que él lo ha sacrificado él mismo, de buen grado. Sí, ha renunciado voluntariamente a su honor; no ha querido más ser honrado. Vosotras sois unas sucias prostitutas, y él, él es todavía inocente como un bebé...

Luba se echó a llorar; las otras, borrachas, rieron a carcajada hasta llenárseles los ojos de lágrimas; al reír se caían unas contra las otras, se retorcían, no podían sostenerse en las sillas. Era una risa loca, como si todos los diablos del infierno se hubieran reunido en aquella pequeña habitación para asistir a los funerales de aquel pobre honor que el hombre acababa de sacrificar. Al fin, él mismo se echó a reír.

Solamente Luba no reía. Temblando de indignación se retorcía las manos y acabó por arrojarse, cerrados los puños, sobre una de las mujeres.

—¡Basta! —gritó él; pero nadie le escuchaba. Por fin se restableció la calma.

—¡Esperad! —dijo—. Os voy a hacer reír todavía.

—¡Déjalas! —protestó Luba enjugándose las lágrimas—. Hay que echarlas a todas.

—¿Tienes miedo? —preguntó él—. ¿Quieres la honradez? ¡No piensas más que en eso, bestia!

Y sin ocuparse ya de Luba se volvió hacia las otras mujeres alzando las manos en alto.

—¡Oídme bien! Os lo voy a mostrar. Mirad mis manos.

Las mujeres, alegres y fatigadas, miraron las manos y esperaron con curiosidad alguna sorpresa.

—He aquí —continuó— que tengo en mis manos mi vida. ¿Lo veis?

—¡Sí! ¿Y bien?

—Era bella mi vida. Era pura y seductora mi vida. Era como un hermoso vaso. Y, sin embargo, mirad, ¡la tiro al suelo!

Hizo un brusco movimiento, y todos los ojos se volvieron al suelo como si buscaran en él los pedazos de un hermoso vaso, de una bella vida humana.

—¡Pisoteadla con vuestros pies! —gritó él—. Más fuerte, hasta que no quede intacto ni un solo pedazo.

Y como niños contentos de haber encontrado un nuevo juego, todas las mujeres, gritando y riendo, se pusieron a pisotear el sitio donde debían encontrarse los pedazos del vaso. Poco a poco se enfurecían. No gritaban, no reían ya. No se oía más que el ruido de los pies y la respiración pesada.

Luba, como una reina ultrajada, observaba esta escena. De pronto, como si lo hubiera comprendido todo, se arrojó como una loca en medio de las mujeres y se puso ella también a pisotear el suelo ferozmente. Se pudiera creer que era una danza cualquiera, de un género especial, sin música ni ritmo.

Él la miraba tranquilo y severo.

En la obscuridad se oyeron dos voces.

La de Luba, fina, sutil, manifestando un poco de miedo, como la voz de toda mujer en la obscuridad, y la voz del hombre, firme, tranquila, como lejana.

—¿Tienes los ojos abiertos? —preguntó la mujer.

—Sí.

—¿Piensas en algo?

—Sí pienso.

Una pausa; después, otra vez la voz de la mujer:

—Cuéntame algo de tus camaradas... si quieres...

—¿Por qué no? Eran...

Hablaba de ellos en pasado como si se tratara de muertos o como un muerto pudiera hablar de los vivos. Hablaba tranquilamente, con indiferencia, como un viejo que contara a los niños un cuento heroico de los tiempos antiguos. Y en las tinieblas de la pequeña habitación, que parecía agrandarse desmesuradamente ante los ojos encantados de Luba, pasaba un puñado de hombres muy jóvenes que no tenían ni padre ni madre, hostiles al mundo, contra el que luchaban como a aquel por el que luchaban. Soñando en el porvenir lejano, en los hombres-hermanos que no han nacido aún, pasan por la vida como sombras pálidas cubiertas de sangre. Su vida es terriblemente corta; todos perecen en el patíbulo, en el presidio o se vuelven locos. Hay entre ellos mujeres...

Luba lanzó un grito de dolor.

—¿Mujeres? ¡Pero qué es lo que dices!

—Sí; muchachas jóvenes, cariñosas. Valientes, desafiando todos los peligros, siguen a los hombres y perecen.

—¿Perecen? ¡Oh, Dios mío!

Y Luba, sollozando, se apoyó en su hombro.

—¿Qué es lo que tienes? ¿Eso te conmueve?

—Esto no es nada, querido. Sigue contando.

Él continuó. Y cosa extraña: a medida que hablaba, el hielo se transformaba en fuego y los tonos fúnebres de su canción de despedida sonaban para Luba como el «hossanna» de una vida nueva, bella y seductora. Le escuchaba ávidamente, con los ojos muy abiertos; sus lágrimas se secaban en seguida como devoradas por el fuego. Cada palabra del hombre era para ella un martillazo que forjaba un alma.

De repente exclamó con una voz nueva, desconocida:

—¡Pero, querido, también yo soy mujer!

—¿Y qué?

—Pues que puedo vivir como ellas... como las mujeres de que me hablas.

Él no dijo nada. Aquel hombre que vivía junto a todos aquellos mártires, que era su camarada, inspiró a Luba tanto respeto que le dio vergüenza de estar acostada así con él en el mismo lecho yde besarle. Se apartó un poco y quitó la mano de su hombro. Y olvidándose de su odio a los puros y a los honrados, de todas sus maldiciones, de los largos años de su vida en aquella casa, se sintió tan conmovida por la belleza de la vida de que él le hablaba, que ahora sólo un temor la martirizaba: que aquellos hombres no la quisieran.

—Di, querido, ¿me aceptarían? ¿O quizá no me querrán? Quizá me digan que no tienen necesidad de mí, de una muchacha perdida, prostituta.

—Sí te recibirán —respondió él tras una corta pausa—. ¿Por qué no?

—¡Oh, qué buenos son!

—Sí son buenos —afirmó él.

—¡Sí, sí! ¡Y cuánto!

Tuvo ella una sonrisa tan feliz, que se diría que las tinieblas se habían iluminado de repente. Luba veía ahora otra verdad que le llenaba de alegría.

—¡Vamos, pues, donde esos hombres! —dijo—. Tú me llevarás allá, ¿no es eso, querido? ¿No te dará vergüenza llevarme desde una casa de lenocinio? Comprenderán cómo tuviste que venir aquí yno te lo reprocharán. Cuando a un hombre le persigue la policía se oculta donde puede... En cuanto a mí haré lo posible por que no sientan el haberme aceptado... Pero ¿no dices nada?

Él seguía callando.

—¿Te da vergüenza llevarme donde esos hombres?

—No iré. No quiero ser bueno.

Un nuevo silencio, como si un gran pájaro negro desplegara sus alas sobre el lecho. Luba se levantó con precaución y descendió al suelo.

—¿Qué haces? —preguntó él.

—Voy a vestirme.

Se vistió y se sentó en la silla. El silencio se hizo tan profundo, que parecía que en la habitación no había nadie.

—Creo que todavía queda un poco de coñac —dijo él—. Toma una copita y vuélvete a la cama...

VI

Era de día ya cuando la policía entró en la casa dormida. Después de largas vacilaciones, causadas por el temor a un escándalo y a la responsabilidad, la dueña de la casa envió a Markuscha el puesto de policía con una relación detallada sobre el extraño visitante y hasta con su revólver. Allí comprendieron en seguida que era él el hombre a quien se buscaba desde hacía tres días; sus últimas huellas se perdían precisamente en aquella callejuela. La policía incluso tenía intención de hacer un registro en todas las casas de lenocinio de aquella calle; pero alguien la había puesto sobre otra pista.

Se previno por teléfono al jefe do policía, y media hora más tarde un gran destacamento de policías y de espías se dirigían hacia aquella casa, en una madrugada fría de octubre. A la cabeza, lleno de angustias y de temor, iba un oficial de policía, hombre de alta talla, ya de edad, cubierto con un abrigo demasiado ancho. Bostezaba nerviosamente y pensaba de mal humor que valdría más llamar en su auxilio a los soldados; que sin soldados era demasiado peligroso atacar al terrorista célebre, solamente con sus torpes policías, que ni siquiera sabían tirar. Se figuraba ya que muy pronto iba a convertirse en una «víctima del deber» muerta por el terrible terrorista, y este pensamiento le daba escalofríos.

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