Hasta le pareció oír por allí cerca el chirrido del mecanismo, el crujir de las ruedas sin engrasar. Cuando la madre se echó a llorar, por un momento fulguró algo humano en su figura; pero a las primeras palabras, el destello de vida se desvaneció, y le pareció ver que por los ojos de la muñeca salía agua.
Más tarde, en el calabozo, cuando su espanto llegó al límite máximo, Vasili Kashirin había intentado rezar. De todo lo que con carácter religioso había rodeado su infancia en la casa de comercio de su padre, quedábale sólo un recuerdo amargo e irritante, y ninguna fe. Sin embargo, ciertas palabras que había oído, quizás en los albores de su vida, habían persistido en su mente para siempre, nimbadas de una suave poesía. Aquellas palabras eran: «Consuelo de todos los afligidos».
A veces, en los instantes dolorosos, sin rezar, y aun sin perfecta conciencia de lo que hacía, solía murmurar para sus adentros: «Consuelo de todos los afligidos», y entonces se sentía más aliviado y con deseos de acercarse a alguien que le recibiera cariñoso, para quejarse, diciendo dulcemente:
—¡Nuestra vida!... Pero ¿esto es vida? Di, amada mía, ¿acaso es esto vida?
A nadie, ni siquiera a sus compañeros íntimos, había hablado nunca de su «Consuelo de todos los afligidos», y hasta parecía no saber nada de ello: tan profundamente lo ocultaba en su alma. Solo alguna vez, y no con mucha frecuencia, lo recordaba con particular precaución.
Ahora, cuando el miedo al impenetrable misterio se presentaba ante él, envolviéndole y cubriéndole como cubre el agua las plantas de la ribera durante la crecida, quería rezar. Quiso ponerse de rodillas; pero le dio vergüenza delante de los soldados, y cruzando las manos sobre el pecho murmuraba bajito:
«¡Consuelo de todos los afligidos!», repitiendo con ansiedad y en tono humilde: «¡Consuelo de todos los afligidos, ven a mí y sostén a Vaska 12Kashirin!»
Hacía muchos años, cuando todavía estaba en el primer curso de la Universidad y ya empezaba a divertirse, antes de trabar amistad con Verner y de ingresar en el partido, acostumbraba llamarse a sí mismo, por broma y jactancia, Vaska Kashirin, y ahora, sin saber por qué, le dieron ganas de volverse a llamar así. Pero habían sonado como muertas las palabras «¡Consuelo de todos los afligidos!»
Se agitó ligeramente, porque le pareció que a lo lejos estaba una imagen suave y triste que se apagaba dulcemente sin haber iluminado por completo su agonía. El reloj de la torre seguía andando. El soldado que estaba en el corredor dio un golpe seco, acaso con el fusil o con el sable, y se oyeron luego unos cuantos bostezos.
—«¡Consuelo de todos los afligidos!» ¿Por qué callas? ¿Por qué no quieres decir nada a Vaska Kashirin?
Sonrió dulcemente y aguardó. Pero así en su alma como en su derredor reinaba el vacío. Y no volvió aquella imagen dulce y triste. Vino a su mente la visión inútil y atormentadora de unas velas de cera encendidas, del pope revestido con la capa, del icono pintado en la pared, y vio a su padre que, encorvándose y enderezándose, oraba y espiaba a Vaska para saber si también oraba o se distraía. Y Vasili sintió mayor angustia que antes de haber rezado.
La escena se borró. Su conciencia pareció apagarse como una hoguera de esparcidos tizones; helábase como el cadáver de un hombre que acaba de morir y cuyo corazón está caliente todavía cuando ya están fríos los pies y las manos. Una vez más volvió a encenderse su pensamiento, para decirle que él, Vasili Kashirin, podía volverse loco en su celda, experimentar tormentos indescriptibles, llegar hasta tal punto de dolor y sufrimiento como nunca un ser vivo los hubiese experimentado; que podía golpear su cabeza contra la pared, sacarse los ojos con los dedos, gemir y gritar lo que le pareciese y asegurar con lágrimas que no podía soportar nada más. Y, sin embargo, todo sería en vano.
Aquel anonadamiento llegó para su cuerpo tembloroso, abatido, inundado de frío sudor. Pero le faltaba todavía un momento de horror terrible. Fue cuando vio entrar gente en su celda. Ni siquiera se le ocurrió que aquello significaba la hora de ir a la ejecución; sencillamente, al ver gentes extrañas, se asustó como un niño a quien sorprenden cometiendo una acción vituperable.
—¡No lo haré más! ¡No lo haré más! —murmuraron bajito sus labios muertos, y retrocedió silenciosamente hacia adentro, como en su infancia, cuando su padre le levantaba la mano.
—Es preciso ir.
Hablaron, anduvieron alrededor de él, le dieron algo. Cerró los ojos, se tambaleó y empezó a prepararse trabajosamente. De pronto empezó a recobrar la conciencia de sus actos, y pidió un cigarrillo a un funcionario. Éste le alargó amablemente la petaca de plata con un dibujo en una de las tapas.
X Las columnas se derrumban
El desconocido, a quien llamaban Verner, era un hombre cansado de la vida y de la lucha. En otro tiempo había amado con pasión la vida, la literatura, el teatro y la sociedad. Dotado de admirable memoria y de gran fuerza de voluntad, había aprendido a la perfección varias lenguas europeas, y podía pasar fácilmente por alemán, por francés o por inglés. El alemán lo hablaba con acento bávaro, pero podía, si quería, hablar como un verdadero berlinés. Le gustaba vestir bien; tenía excelentes modales, y era el único de todos los compañeros que se atrevía a concurrir a los bailes y veladas del gran mundo, sin miedo a ser descubierto.
Pero hacía tiempo ya que, sin que lo notasen sus compañeros en el fondo de su alma crecía un vago menosprecio por los hombres, y había también en ella un tedio y una desesperación casi mortal. Como por naturaleza era matemático antes que poeta, no conocía ni inspiración ni éxito, y había instantes en que se sentía como un loco que buscase la cuadratura del círculo en charcos de sangre humana. El enemigo con quien luchaba a diario no podía infundirle respeto; era sólo una red espesa de imbecilidades, traiciones y mentiras, repugnantes mentiras y sucios escupitajos. Lo último que parecía haber destruido en él el deseo de vivir era la muerte de un delator, cometida por él de orden de su partido. Lo había matado serenamente, pero al ver aquel rostro humano, de expresión traicionera, mas ya tranquilo y sereno por la muerte, dejó de estimarse a sí mismo y a su obra. No porque le entrasen remordimientos, sino sencillamente porque empezó a considerarse a sí mismo como la cosa menos interesante y más despreciable del mundo. Pero al partido no lo dejó, a fuer de hombre de voluntad como era, y aparentemente continuó siendo el mismo, si bien en sus ojos quedó desde entonces algo frío y severo.
Poseía también una rara cualidad: así como hay gentes que no conocen el dolor de cabeza, ignoraba él lo que era el miedo, y cuando los demás lo sentían, no lo censuraba ni lamentaba, sino lo tomaba en cuenta, como si se tratase de una enfermedad muy extendida que, sin embargo, no le hubiese atacado a él nunca. Sus compañeros, especialmente Vasili Kashirin, le inspiraban compasión; pero era una compasión fría y casi oficial, como la que experimentarán, probablemente, también algunos jueces.
Verner comprendía que la ejecución no era sencillamente la muerte, sino algo más; pero, en todo caso, había decidido recibirla tranquilamente, como algo de poca importancia; vivir hasta el fin, como si nada hubiese ocurrido ni hubiese de ocurrir. Sólo así le era dable manifestar su enorme desprecio por el castigo y conservar la última e intangible libertad de su espíritu. Durante el juicio, y esto ni siquiera lo hubieran creído sus compañeros, conocedores como eran de su frío y altivo valor, no había pensado ni en la muerte ni en la vida; reconcentrado, con profunda y tranquila atención, había estado jugando mentalmente una partida de ajedrez. Excelente jugador de ajedrez, desde el primer día de su encierro había comenzado dicha partida, y la continuaba sin interrupción. La sentencia que lo condenaba a morir en la horca no había logrado mover ninguna pieza en el invisible tablero.
Ni siquiera le detenía el considerar que probablemente no habría de terminar la partida, y la mañana del último día que le quedaba por vivir sobre la tierra la había reanudado, corrigiendo una jugada de la víspera que le había salido mal. Con las manos apretadas sobre las rodillas, estuvo sentado largo rato; después se irguió y se puso a pasear cavilando. Su manera de andar era muy particular: inclinaba hacia adelante la parte superior del cuerpo y pisaba fuerte y recio en el suelo con los talones, de modo que, aun estando la tierra seca, sus pasos dejaban visible y profunda huella. Al mismo tiempo que paseaba, silbaba un aria italiana de estilo sencillo y ligero que le ayudaba a reflexionar.
La jugada, sin saber por qué, le había salido mal. Con la impresión desagradable de que había cometido alguna falta grosera y de bulto, se volvió varias veces atrás y repitió el juego casi desde el comienzo. No encontró el error; sin embargo, lejos de desvanecerse en su ánimo la impresión de haberlo cometido, permanecía en él más arraigada y molesta. De pronto le acometió un pensamiento inesperado y ofensivo: ¿No consistiría el error en que, con el juego de ajedrez, lo que quería era hurtar su atención a la idea del suplicio, y defenderse así contra el horror a la muerte inevitable, según se dice, a todo condenado?
—¡No! ¿Para qué? —se contestó fríamente, cerrando el invisible tablero.
Y con la misma reconcentrada atención que había puesto en el juego, como si estuviese sufriendo un severo examen, se esforzó por darse cuenta de lo terrible y lo desesperado de su situación; miró detenidamente la celda, procurando que nada escapase a su observación; calculó las horas que le faltaban para la ejecución y se complació en componer con bastante semejanza y precisión el cuadro del suplicio, después de lo cual se encogió de hombros.
—¡Bueno! —exclamó, como si contestase a la pregunta de alguien—. ¡Eso es todo! ¿En dónde está el temor?
Efectivamente, no existía el temor. Y no sólo no existía, sino que hasta parecía surgir algo opuesto a él: un sentimiento vago, pero intenso, de audaz alegría, hasta el punto de que aquel error que todavía continuaba sin aclararse acabó por no provocar en él fastidio ni irritación, sino que le habló de algo bueno e inesperado, como si habiendo dado por muerto a un íntimo amigo, este amigo se le hubiese aparecido vivo, ileso y sonriente.
Verner se encogió nuevamente de hombros y se tomó el pulso: el ritmo del corazón era frecuente, pero recio e igual, y tenía una especial fuerza sonora. Otra vez volvió a examinar atentamente, como el novato que ingresa en la cárcel, los muros, los cerrojos, la silla, atornillada al suelo, y pensó:
—¿Por qué me siento tan alegre y tan libre? Sí, tan libre. Pienso en el suplicio de mañana, y me parece como si no existiese. Miro a las paredes, y tampoco me parece que existen. Mi sensación de libertad es tal, como si en lugar de encontrarme en la cárcel acabase de salir de otra cárcel en la cual hubiese estado toda mi vida. ¿Qué es esto?
Empezaron a temblarle las manos, fenómeno hasta entonces desconocido para Verner. Su pensamiento palpitó con más furia. Parecía como si unas lenguas de fuego inflamadas en su cerebro quisieran salirse de él y alumbrar la lejanía, todavía envuelta en las sombras de la noche. Al fin consiguieron salir e iluminaron el horizonte como una imprevista aurora.
Desvanecióse el vago cansancio que había invadido a Verner durante los últimos años; desprendióse de su corazón la serpiente muerta y fría que en él llevaba; surgió, en fin, su juventud triunfante ante la proximidad de la muerte. Más aún: con esa admirable claridad que a veces suele iluminar el espíritu y elevarlo a las más altas cumbres de la percepción, Verner vio de pronto el panorama completo de la vida y la muerte, y se asombró de la grandeza del inusitado espectáculo. Parecióle caminar por la cresta de montañas altísimas que formaban un sendero estrecho, como el filo de un cuchillo, viendo a un lado la vida y al otro la muerte, como dos mares profundos y resplandecientes, que se confundían en el horizonte ilimitado.
—¿Qué es esto? ¡Qué divino espectáculo es éste! —exclamó pausadamente, levantándose con los ojos fijos, como si se hallase en presencia del Ser Supremo. Y haciendo desaparecer los muros, el espacio y el tiempo con su mirada, contempló allá en lo profundo la vida que iba a perder.
Ni siquiera intentó, como en otras ocasiones, reducir a palabras lo que veía; además, tampoco las había adecuadas en el lenguaje humano, todavía tan pobre e inexpresivo. Todo lo pequeño, deleznable y ruin que solía encontrarse al contemplar los rostros humanos, había desaparecido completamente, así como una persona, elevándose en un globo, ve desvanecerse la suciedad y el fango de las calles angostas de la ciudad y halla que todo lo feo y repugnante se trueca en hermoso.
Con un movimiento inconsciente se acercó Verner a la mesa y apoyó en ella la mano derecha. Soberbio e imperioso por naturaleza, nunca, sin embargo, había adoptado una postura de mayor orgullo ni más autoritaria, rígido el busto, erguida la cabeza; porque nunca se había sentido tan libre y poderoso como allí, en aquella cárcel, separado del suplicio y de la muerte sólo por unas cuantas horas.
Con nuevo aspecto volvieron a aparecerse ante su mirada iluminada, dotados de un encanto y un atractivo desconocidos, los seres humanos. Elevándose sobre los tiempos, vio claramente cuán joven era la humanidad, y cómo todavía ayer aullaba en los bosques cual una fiera; y lo que siempre le había parecido en las gentes terrible, imperdonable y repugnante, se tomaba de pronto atrayente, como es atrayente en el niño la audacia torpe, el balbuceo deshilvanado en que pone una chispa la inteligencia, sus desaciertos, sus equivocaciones ridículas y sus golpes crueles.
—¡Queridos míos! —exclamó Verner con una sonrisa inesperada, perdiendo de pronto toda su anterior actitud imponente, convirtiéndose otra vez en el preso a quien agobia el encierro y atormenta la inquisitiva mirada que le observa detrás de la puerta. Por un fenómeno extraño, olvidó casi de repente todo cuanto acababa de ver con tanta claridad, siendo todavía más extraño el que ni siquiera intentase volver a recordarlo.
Sentóse, sin que su cuerpo adquiriese la tiesa actitud que le era habitual, y con una sonrisa desusada, impropia de él por lo débil y tierna, se detuvo a contemplar las paredes y las rejas. Y ocurrió algo más raro todavía, algo que nunca le había sucedido: de pronto se echó a llorar.