Michkin siguió su relato:
—Llegamos a Lucerna y me llevaron a dar un paseo por el lago. Admiré la belleza de lo que me rodeaba, pero no sin sentir a la vez un peso en el corazón.
—¿Por qué? —preguntó Alejandra.
—No lo sé. Siempre me siento oprimido e inquieto cuando veo por primera vez un paisaje así. Me agrada y me turba a la vez. Además entonces yo estaba enfermo aún.
—Pues yo tengo muchas ganas de ver esos paisajes dijo Adelaida—. No sé por qué no vamos al extranjero. Hace dos años que estoy buscando con interés una naturaleza que copiar, porque, como sabe, «el Oriente y el Sur se han pintado ya mucho...» Encuéntreme un paisaje que pintar, príncipe.
—No sabría hacerlo. Yo he creído siempre que bastaba mirar y pintar lo que se ve.
—Yo no sé mirar.
—¿A qué viene ese lenguaje enigmático? —interrumpió bruscamente la generala—. Yo no saco nada en limpio: «No sé mirar...» ¿Qué significa eso? Tú tienes ojos, así que te basta abrirlos. Si no sabes mirar aquí, no será en el extranjero donde aprendas. Más vale que nos cuente usted cómo miraba, príncipe.
—Sí, vale más —convino la joven artista—. Sin duda en el extranjero el príncipe habrá aprendido a mirar.
—No sé; ignoro si he aprendido; sólo sé que he restablecido mi salud. Y además que he sido dichoso casi constantemente.
—¿Dichoso? ¿Sabe usted ser dichoso? —preguntó Aglaya—. ¿Y cómo dice entonces que no ha aprendido a ver las cosas? Instrúyanos, príncipe.
—Sí, instrúyanos —rió Adelaida.
—Nada les puedo enseñar —repuso Michkin, riendo también—. Durante mi estancia en el extranjero apenas salí de la aldea suiza a que me llevaron, y casi nunca me alejé de sus contornos. ¿Qué podía aprender allí? Primero me limité a dejar de aburrirme; luego recobré la salud, y más tarde empecé a estimar cada día y cada día adquirió, a medida que iba pasando el tiempo, un valor más grande a mis ojos. Me acostaba siempre contento y me levantaba más contento aún. Cuál fuera el motivo de ello, es cosa que no sé decir.
—¿Y no sentía deseos —preguntó Alejandra— de ir a otro lugar? ¿No experimentaba necesidad de trasladarse?
—Al principio sí, sentía cierta tendencia inquieta y vagabunda. Pensaba siempre en mi existencia futura, quería adivinar mi destino y en algunos momentos el descanso me resultaba incluso penoso. Ya saben ustedes cuando pasa eso: cuando está uno a solas. En nuestra aldea había una cascada, o, mejor dicho, un delgado hilo de agua que caía de una montaña casi perpendicular: un agua blanca, espumeante, tumultuosa. Hallábase como a media versta de nuestra casa y a mí me parecía verla a cincuenta pasos. Por la noche me agradaba oírla caer, pero en ciertas ocasiones se apoderaba de mí una gran agitación... De vez en cuando ocurríame estar solo en los montes en medio del día: en torno mío se erguían grandes pinos seculares, olorosos a resina. En lo alto de una roca se divisaban las ruinas de un antiguo castillo feudal; la aldehuela, perdida en el valle, apenas se divisaba; el sol era vivo; el cielo azul; reinaba en torno un imponente silencio. Pues bien, en aquellos momentos me invadía el ansia de viajar y me figuraba que caminando siempre en derechura hasta franquear la línea donde se confunden cielo y tierra, encontraría más allá la clave de los misterios, hallaríame en el centro de una vida nueva mil veces más animada que la nuestra. Y soñaba en una gran ciudad como por ejemplo Nápoles, llena de palacios, de agitación, de ruido, de vida... Sí, yo tenía no sé qué aspiraciones... Pero a poco me pareció que en cualquier sitio, en una prisión incluso, se podía encontrar un tesoro de vida.
—A los doce años leí ese mismo loable pensamiento en mi «Manual de Enseñanzas Útiles» —declaró Aglaya.
—¡Siempre filosofía! —exclamó Adelaida—. Usted es un filósofo y viene a instruirnos.
—Quizá tenga usted razón —repuso Michkin, sonriendo—. Soy filósofo, en efecto, y hasta acaso me impela la idea de instruir... Sí, es posible...
—Su filosofía —manifestó Aglaya— es la misma de Eulampia Nicolaievna, la viuda de un funcionario, que nos visita en calidad de parásito. Para ella, todo el problema de la vida se reduce a comprar barato, y, así, no se aplica más que a gastar lo menos posible. Nunca habla sino de kopecs. Y le advierto que tiene dinero; sólo que lo disimula. Esto se parece al enorme tesoro de vida que usted encontraría en una prisión, y acaso a su felicidad de cuatro años en una aldea, felicidad por la que ha cambiado su soñado Nápoles, y aun parece que con ganancia, siquiera ésta no pase de un kopec.
—Respecto a la vida en una prisión —contestó Michkin— puede existir diversidad de criterio. He conocido a un hombre que había pasado doce años en una cárcel y a la sazón era uno de los pacientes del doctor. Sufría ataques; a veces se agitaba, rompía a llorar, y en una ocasión incluso quiso suicidarse. Su vida en la cárcel había sido triste, se lo aseguro; pero, con todo, valía más de un kopec. Todas sus relaciones de prisionero se reducían a una araña y un arbusto que cuidaba al pie de su ventana... Pero prefiero hablarles de otro hombre a quien he conocido el año último. En su caso hay una circunstancia rara, en el sentido de que pocas veces se produce. Este hombre había sido conducido al cadalso y se le había leído la sentencia que le condenaba a ser fusilado por un crimen político. Veinte minutos después llegó el indulto. Pero entre la lectura de la sentencia de muerte y la noticia de que le había sido conmutada la pena por la inferior, pasaron veinte minutos, o, al menos, un cuarto de hora durante el cual aquel desgraciado vivió en la convicción de que iba a morir al cabo de unos instantes. Yo deseaba saber cuáles habían sido sus impresiones y le pregunté sobre ellas. Lo recordaba todo con extraordinaria claridad y decía que nada de lo sucedido en aquellos minutos se borraría jamás de su memoria. Y pensaba: «¡Si no muriese! ¡Si me perdonaran la vida! ¡Qué eternidad! ¡Y toda mía! Entonces cada minuto sería para mí como una existencia entera, no perdería uno sólo y vigilaría cada instante para no malgastarlo»...
Tras hablar algunos instantes más sobre el mismo tema, el príncipe calló de repente. Su auditorio creía que iba a continuar.
—¿Ha terminado usted? —preguntó Aglaya.
—¿Cómo? ¡Ah, sí! —respondió Michkin, saliendo de una especie de ensueño en que parecía sumido.
—¿Y por qué nos ha contado eso?
—Por nada... Porque me ha acudido a la memoria... Una cosa llama a la otra y...
—Su relato carece de desenlace —dijo Alejandra—. Usted, príncipe, nos ha querido probar que no hay instante que no valga más de un kopecy que a veces cinco minutos pueden valer más que un tesoro. Todo ello está muy bien; pero permítame preguntarle una cosa. Ese amigo que le contó sus sensaciones y que, al parecer, consideraba una eternidad la vida si se la devolvían, ¿qué uso hizo de esa «vida eterna» cuando le conmutaron la pena? ¿Cómo aprovechó tal tesoro? ¿Vivió cada minuto sin perderlo y aprovechándolo como esperaba?
—¡Oh, no! Le pregunté si había llevado a la práctica sus propósitos de aprovechar y no perder cada minuto de vida, y me confesó que había dilapidado después muchísimos minutos.
—La experiencia es decisiva y demuestra que no se puede vivir aprovechando cada instante. Es imposible.
—Es imposible, en efecto —dijo Michkin—. Lo reconozco. Y, sin embargo, no puedo dejar de creer...
—En otras palabras: ¿piensa usted que vive más inteligentemente que los demás? — precisó Aglaya.
—Sí: a veces se me ha ocurrido esa idea.
—¿Y la sostiene aún?
—Sí, aún —afirmó Michkin.
Hasta entonces había contemplado a la joven con una sonrisa dulce e incluso tímida; pero después de pronunciar aquellas palabras rompió a reír y la miró alegremente.
—¡Verdaderamente no es usted muy modesto! —repuso ella, algo enojada.
—Son ustedes valientes —dijo él—. Ustedes ríen, y en cambio a mí el relato de aquel hombre me impresionó tanto que hasta lo soñé. Sí: vi en sueños aquellos cinco minutos de espera afanosa... —y de pronto, preguntó, con cierta turbación, aunque sin dejar de mirar fijamente a las tres muchachas—: ¿No están ustedes ofendidas contra mí?
—¿Por qué? —exclamaron ellas, sorprendidas.
—Porque parece, en efecto, como si estuviese instruyéndolas...
Todas coincidieron en una carcajada.
—Si se han molestado, dejen de sentirse molestas —continuó Michkin—. Sé bien que conozco la vida menos que los demás porque he vivido menos que cualquier otro. Pero a veces se me ocurre decir cosas extrañas...
Y al terminar estas frases pareció muy confuso.
—Puesto que usted asegura haber sido feliz, no puede haber vivido menos, sino más que el resto de sus semejantes. Por lo tanto, ¿a qué vienen esas excusas? —dijo Aglaya con acritud—. No asuma una actitud de triunfador modesto, porque aquí usted no ha triunfado de nada. Dado el quietismo que profesa, podría vivir feliz de cualquier modo durante cien años. Sea que se le muestre una ejecución capital o que se le muestre mi dedo meñique, usted extraerá de ambas cosas un pensamiento igualmente loable y se quedará tan satisfecho. Así, la vida es sencilla.
—¿Por qué te irritas de ese modo? No lo comprendo —intervino la generala, que desde hacía largo rato escuchaba la discusión Observando los semblantes de los interlocutores—. Además no sé de qué habláis, ¿A qué viene aquí ese dedo meñique? ¿Qué quieres decir con eso? El príncipe habla bien, sólo que no dice cosas alegres. ¿Por qué te empeñas en abrumarle así? Cuando comenzó su relato, reía y ahora parece estar preocupado.
—Déjale, maman. Es lástima, príncipe, que no haya visto usted una ejecución capital, porque de haberla presenciado, quizá le pediría una cosa...
—He visto una ejecución —repuso Michkin.
—¿Ha visto una ejecución? —exclamó Aglaya—. ¡No lo hubiera creído jamás! ¡Eso era lo que le faltaba!
—Desde luego, ello no concuerda nada con su quietismo —murmuró Alejandra, como hablando consigo misma.
—Ahora —dijo Adelaida, desviando la conversación—, cuéntenos sus amores.
El príncipe la miró con sorpresa.
—Escuche —continuó la joven con cierta precipitación—: tengo interés en oír la historia de sus amores. No niegue que alguna vez ha estado enamorado. ¡Ah, a propósito! Le advierto que en cuanto empieza usted a contar una cosa cualquiera desaparece toda su filosofía.
—Y en cuanto termina de relatar algo, parece avergonzarse usted de haberlo hecho —observó bruscamente Aglaya—. ¿Por qué?
—¡Qué estupidez! —exclamó la generala, mirando con indignación a su hija menor.
—Realmente, esa salida no es muy espiritual, Aglaya —contestó Alejandra.
—No le haga caso, príncipe —dijo Lisaveta Prokofievna a Michkin. Aglaya habla así adrede, por testarudez. No piense que está tan mal educada como finge. No vaya a juzgarlas mal viendo cómo le embroman. Quieren divertirse un poco, pero le aprecian. Se lo conozco en la cara.
—Yo también se lo conozco en la cara —dijo Michkin con acento significativo.
—¿Cómo es eso? —preguntó Adelaida, intrigada.
—¿Qué sabe usted de la expresión de nuestros rostros? —preguntaron las otras dos.
El príncipe calló y asumió un aire de gravedad. Las tres jóvenes esperaban su respuesta.
—Se lo diré después —prometió en voz baja y con tono solemne
—Se propone excitar nuestra curiosidad —dijo Aglaya—. ¡Y qué serio nos mira!
—Todo eso está bien —insistió Adelaida—; pero aunque sea un buen fisonomista no por ello ha dejado de estar enamorado. Por tanto, he dado en el clavo. Cuéntenos, cuéntenos...
—No he estado enamorado —dijo el príncipe—. He sido feliz... de otro modo...
—¿Cómo? ¿Y de qué manera?
Y su rostro había adquirido una expresión profundamente meditabunda.
—Ea, se lo diré —decidiese Michkin.
VI
—En este momento —comenzó Michkin— me miran ustedes con una curiosidad que me inquieta porque, si no la satisfago, se incomodarán conmigo. Pero, no, esto es una broma —se apresuró a añadir, sonriendo—. Paso, pues, a contar...
En aquel pueblo había muchos niños y yo estaba siempre con ellos, solo con ellos. Eran los niños de la aldea, toda una bandada de colegiales. No pretenderé haberlos instruido yo. No; para eso estaba Julio Thibaut, el maestro de escuela. Si se quiere, admito que les enseñaba algo; pero lo que hacía sobre todo era convivir con ellos.
Y así han transcurrido mis cuatro años en Suiza. No me hacía falta otra cosa. Les hablaba de todo, sin ocultarles nada. Esto acabó atrayéndome el descontento de sus familias, porque los niños terminaron no pudiendo prescindir de mí. Me rodeaban sin cesar, al punto de que el maestro de escuela llegó a convertirse en mi mayor enemigo. Otras muchas personas de la aldea me cobraron antipatía, todas a causa de los niños. El mismo doctor Schneider me hizo reproches sobre ello. Pero, ¿qué temían de mí? A un niño se le puede decir todo, absolutamente todo. Siempre me ha sorprendido la falsa idea que los adultos se forman sobre los niños. Éstos no son comprendidos jamás, ni siquiera por sus padres... ¡Y qué bien se dan cuenta los niños de que su familia los toma por pequeñuelos incapaces de comprender nada cuando lo comprenden tan bien todo! Las personas mayores ignoran que, incluso en asuntos difíciles, los niños pueden dar consejos de la mayor importancia. ¿Cómo no sentir vergüenza de engañar a esos lindos pajaritos que fijan en vosotros sus miradas confiadas y felices?