El Idiota - Достоевский Федор Михайлович 4 стр.


El lacayo no pudo contenerse y exclamó:

—¿Cómo voy a anunciar a un hombre así? En primer lugar, su sitio como visitante no es éste, sino el salón, y me expone usted a recibir reproches. ¿No pensará usted quedarse a vivir en la casa? —añadió, mirando de soslayo el paquetito, que evidentemente le preocupaba.

—No, no me lo propongo. Incluso si me invitaran no me quedaría. El único objeto de mi visita es conocer a los dueños de la casa... y nada más.

Esta respuesta pareció muy equívoca al desconfiado sirviente.

—¿Conocerlos? —dijo con sorpresa—. ¡Pero si me aseguró usted al principio que venía por un asunto!

—Quizá haya exagerado yo al hablar de un asunto. No obstante, puedo decir que me trae un asunto, en el sentido de que tengo que pedir un consejo... Pero sobre todo deseo presentarme a los Epanchin, porque la generala pertenece a la familia de los Michkin, como yo, y los dos somos los últimos descendientes de nuestra raza.

Las últimas palabras del príncipe llevaron al colmo la inquietud del lacayo.

—¿Así que es usted un pariente?

—Apenas un pariente. El parentesco existe, en realidad, pero tan lejano que se puede considerar como nulo. Desde el extranjero escribí una vez a la generala y no me contestó. Sin embargo, al volver a Rusia, he creído deber mío venir a visitarla. Entro en tantas explicaciones para disipar sus dudas, ya que le veo muy sorprendido. Anuncie al príncipe Michkin y este nombre será suficiente razón de mi visita. Se me recibirá o no: en el primer caso, bien; en el segundo tal vez mejor aún. Pero creo que no pueden dejar de recibirme, porque la generala querrá ver al último miembro actual de su familia, ya que, según me han dicho, da mucha importancia a su nacimiento.

Cuanto más se esforzaba el príncipe en hacer natural su conversación, más aquella naturalidad hacía entrar en sospechas al experto sirviente, quien, reconociendo la charla muy lógica de hombre a hombre, no podía considerarla de igual modo de visitante a lacayo. Y como los criados son mucho menos torpes de lo que sus señores imaginan, sólo dos ideas surgían en la mente del lacayo: o el visitante era un impostor que acudía a pedir dinero al general, o era sencillamente un idiota sin un ápice de dignidad, porque un príncipe en sus sentidos cabales y suficientemente digno no se habría quedado en la antesala ni contado sus intimidades a un sirviente. En cualquiera de ambos casos, el anunciar tal visita podía originarle complicaciones.

—En todo caso, debe usted pasar al salón —dijo lo más apremiantemente que supo.

—Si hubiese pasado, no habría podido darle estas explicaciones —contestó el príncipe con sonrisa jovial— y usted estaría inquieto aún acerca de mi capote y de mi paquete. Ahora, quizá juzgue usted inútil esperar al secretario y me anuncie sin más.

—No puedo anunciar a un visitante como usted sin contar con el secretario. Además, Su Excelencia tiene dadas órdenes de que no se le moleste cuando está con el coronel... Sólo Gabriel Ardalionovich puede pasar en estas ocasiones sin ser anunciado.

—¿Es un empleado?

—¿Quién? ¿Gabriel Ardalionovich? No. Está al servicio de la compañía. Deje usted el paquete aquí.

—Sí, ya pensaba hacerlo si me lo permitía. Y el capote también. ¿Le parece?

—Sí: no puede usted conservarlo puesto cuando pase a ver a Su Excelencia.

El príncipe, levantándose, quitóse ágilmente el capote. Llevaba debajo un traje bastante elegante y bien cortado, aunque algo raído. Sobre su chaleco serpenteaba una cadena de acero. El reloj, de fabricación ginebrina, era de plata.

Aunque el lacayo tuviese a aquel hombre por un imbécil —y la convicción de que lo era había arraigado vigorosamente ya en su cerebro— no dejaba de comprender lo inusitado de que él, un sirviente, conversase así con un visitante. Además, sentía cierta simpatía por Michkin, siempre, por supuesto, desde un punto de vista distinto a aquel que le produjera tan violenta indignación.

—Y ¿a qué horas recibe la señora Epanchina? —preguntó Michkin después de volver a sentarse donde anteriormente.

—Eso ya no es cosa mía. Sus horas de recepción varían según las personas. Para la modista, la señora está visible desde las once. Gabriel Ardalionovich puede pasar también antes que los demás, incluso durante el desayuno.

—En invierno, la temperatura de las casas es mejor aquí que en el extranjero —comentó Michkin—, aunque en la calle el aire allá es menos frío que aquí. Un ruso no acostumbrado a las casas extranjeras las encuentra inhabitables en el invierno.

—¿No tienen calefacción?

—Sí; pero se construye de diferente modo, con otro sistema de calefacción y de ventanas.

—Ya. ¿Ha estado usted mucho tiempo en el extranjero?

—Cuatro años. Claro que siempre he habitado en el mismo lugar, en el campo.

—Se encontrará usted extraño entre nosotros, ¿no?

—Es verdad. Puede creerme que me ha sorprendido observar que no se me había olvidado el idioma ruso. Ahora, ¿ve?, mientras conversamos, pienso: «¡Pues si hablo bien!» Tal vez por eso charle tanto. Desde ayer, en realidad, experimento una necesidad continua de hablar en ruso.

—¡Sí; claro! ¿Vivía usted en San Petersburgo? —preguntó el lacayo, que, pese a sus esfuerzos, no podía lograr librarse de una conversación tan afable y cortés.

—¿En San Petersburgo? Sólo he estado de paso. Pero entonces yo no conocía nada de Rusia y ahora, según dicen, ha habido tantos cambios que hasta los que la conocían han tenido que estudiarla de nuevo. Se habla mucho de las nuevas instituciones judiciales...

—Sí, claro; las instituciones judiciales... ¿Y qué? ¿Es mejor la justicia extranjera que la nuestra?

—No lo sé. He oído decir muchas veces que la nuestra es buena. Entre nosotros, por ejemplo, la pena de muerte no existe.

—¿Y en el extranjero sí?

—Sí. Yo he visto una ejecución en Lyón, en Francia. El doctor Schneider me llevó a presenciarla.

—¿Cómo hacen? ¿Ahorcan a los delincuentes?

—No. En Francia les cortan la cabeza.

—¿Y gritan?

—¿Cómo van a gritar? Es cosa de un instante. Se coloca al hombre sobre una plancha y en seguida cae la cuchilla, movida por una potente máquina llamada guillotina. La cabeza queda cortada antes de tener tiempo de parpadear. Los preparativos son horrorosos. Sí; lo más terrible es cuando leen la sentencia al condenado, cuando le visten, cuando le maniatan, cuando le conducen al cadalso... Acude una multitud a verlo, incluso mujeres, aunque allí se opina que las mujeres no deben ver una ejecución.

—¡Como que no es cosa para ellas!

—Desde luego que no... Recuerdo que el criminal era un hombre inteligente, maduro, fuerte y resuelto, llamado Legros. Pero le aseguro a usted, aunque no me crea, que cuando subió al cadalso iba llorando y blanco como el papel. ¿No le parece increíble y tremendo? ¿Cómo cabe que haya quien llore de miedo? Yo no creía que el terror pudiese arrancar lágrimas a un adulto, a un hombre de cuarenta y cinco años que no había llorado jamás. ¿Qué pasa, pues, en el alma en este momento? ¿Qué terrores la dominan?

El príncipe se animaba a hablar. Un ligero matiz rosado coloreaba su pálido rostro. Sin embargo, no elevaba la voz más que de costumbre. El criado le escuchaba con vivo interés.

—Al menos, con ese género de suplicio no se sufre mucho —comentó.

—Lo que acaba usted de decir es precisamente lo que todo el mundo dice —contestó Michkin, excitándose— y para eso se inventó la guillotina. Pero yo, mientras asistía a la ejecución, me decía: «¿Quién sabe si la rapidez de la muerte no la hace más cruel aún?»

Mientras el príncipe seguía hablando sobre el mismo tema, el lacayo, aunque no supiese expresar sus ideas como Michkin, delataba en su rostro la emoción que le poseía. La dureza de su semblante se suavizó.

—Si tiene muchas ganas de fumar —dijo—, hágalo pero dése prisa para estar aquí cuando Su Excelencia le mande pasar. ¿Ve esa puerta bajo la escalerilla? Pues abriéndola encontrará un cuartito donde podrá fumar, aunque debe abrir la ventana, porque esto va contra las instrucciones que se nos han dado.

Mas el príncipe no tuvo ya tiempo de fumar. En la antecámara entró de pronto un joven que llevaba unos papeles en la mano. El lacayo se apresuró a quitarle la pelliza. El joven dirigió al príncipe una rápida ojeada.

—Gabriel Ardalionovich principió el lacayo en tono confidencial y casi familiar—, este caballero se ha presentado bajo el nombre de príncipe Michkin y dice que es pariente de la señora. Acaba de llegar del extranjero, y trae un paquetito en la mano...

El príncipe no oyó más, porque el lacayo continuó el resto de sus palabras en voz baja. Gabriel Ardalionovich escuchaba atentamente, mirando al príncipe con redoblada curiosidad. Al fin cesó de atender y se aproximó vivamente al visitante.

—¿Es usted el príncipe Michkin? —preguntó con cortesía y afabilidad extremas.

Gabriel Ardalionovich era un hombre de veintiocho años, de buena apariencia, bien formado, de mediana estatura, con un rostro inteligente y agradable, cabello rubio y una pequeña perilla a lo Napoleón III. Pero la amabilidad de su sonrisa parecía fingida y, aunque afectaba buen humor y cordialidad, su mirada era fija y escudriñadora.

«Cuando esté solo debe de tener otro aspecto. Acaso nunca se ría», pensó el príncipe.

Y se apresuró a suministrar todos los informes que pudo sobre su personalidad, repitiendo poco más o menos lo que dijera al criado y antes a Rogochin. Gabriel Ardalionovich pareció recordar algo.

—¿No escribió usted, hace un año o quizá menos, una carta desde Suiza a Lisaveta Prokofievna? —preguntó.

—Sí.

—En ese caso ya se le conoce aquí y se le recuerda. ¿Desea ver a Su Excelencia? Voy a anunciarle... El general, dentro de un instante, estará libre. Pero vale más que espere usted en el salón. ¿Por qué está aquí el señor? —añadió severamente, dirigiéndose al criado.

—Ya le he dicho, Gabriel Ardalionovich, que porque así lo ha querido.

En aquel momento abrióse bruscamente la puerta del despacho y salió de él un militar que sostenía en la mano una cartera y hablaba en voz alta.

—¿Estás ahí, Gania? 5— preguntó alguien desde el interior. —Entra, entra.

Gabriel Ardalionovich se inclinó ligeramente ante Michkin y penetró en el aposento desde el que le llamaban.

Al cabo de dos minutos se abrió la puerta de nuevo y se oyó la voz sonora, afable y musical, del secretario:

—Príncipe, sírvase pasar.

III

El general Iván Fedorovich Epanchin, de pie en medio del despacho, miraba con gran curiosidad al joven que entraba en él. Incluso adelantó dos pasos hacia Michkin. Éste se aproximó al general y se presentó.

—Muy bien —dijo el general—. ¿En qué puedo servirle?

—No me trae ningún asunto urgente. Sólo deseaba conocerle a usted. No quisiera molestarle, pero como no conozco sus días ni horas de visita... En cuanto a mí, llego ahora de la estación. Vengo de Suiza.

El general iba a sonreír, pero reflexionó y reprimióse. Permaneció un momento pensativo, guiñó los ojos y examinó de nuevo a su visitante de pies a cabeza. Luego, con rápido ademán, le señaló una silla, y acomodóse junto a él, un poco de lado, en impaciente espera. Gania, de pie en un ángulo del despacho, examinaba papeles sobre una mesa.

—En principio y como regla —dijo Iván Fedorovich— no tengo tiempo para entablar nuevos conocimientos, pero como usted, al decidirse a visitarnos, persigue sin duda algún fin, yo...

—Yo esperaba precisamente —interrumpió Michkin— que usted no dejara de atribuir a mi visita algún fin particular. Pero le aseguro que, aparte el placer de conocerle, no me guía ningún otro interés concreto.

—El placer no es menor para mí; mas, como usted sabe, no siempre puede uno entregarse a lo que le agrada. Hay que trabajar también... Además, hasta el momento, yo no he descubierto nada de común entre nosotros, algo que, por decirlo así...

—No hay nada, con certeza, que justifique nuestro trato, y sin duda existe muy poco de común entre los dos. Porque si bien yo soy el príncipe Michkin y la esposa de usted procede de mi familia, esto, evidentemente, no es razón, y yo lo comprendo muy bien, para entablar relaciones. Pero no tengo otro motivo para visitarle. Acabo de pasar cuatro años en el extranjero... ¡y no sabe usted en qué estado me hallaba cuando, abandoné Rusia! Estaba casi loco. Y si entonces no conocía a nadie, ahora menos aún. Necesito, pues, conocer y tratar personas amables... Incluso tengo que pedir consejo sobre cierto asunto y no sé a quién recurrir. Por eso, estando en Berlín, me dije: «Los Epanchin son casi parientes. Me dirigiré primero a ellos: quizá podarnos sernos mutuamente útiles, si son buena gente.» He oído decir que usted lo es.

—Gracias —repuso el general, sorprendido—. Permítame preguntarle dónde se hospeda.

—Hasta ahora en ningún sitio.

—¿Así que ha venido directamente desde el tren a casa?... ¿Y con... con sus equipajes?

—No traigo más equipaje que un paquetito con ropa blanca, que suelo llevar a mano. Pero de aquí a la noche me queda tiempo de encontrar donde alojarme.

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