La mañana en que empieza nuestra historia, toda la familia, reunida en el comedor, esperaba al general, que había prometido acudir a las doce y media. De haberse retardado un solo instante se le habría enviado a buscar; pero se presentó personalmente. Al acercarse a su mujer para darle los buenos días y besarle la mano notó en su rostro una expresión especial. Ya la noche antes había tenido el presentimiento de que iban a surgir ciertas complicaciones debidas a un determinado «incidente» (tal era su palabra favorita) y en el lecho se había preocupado mucho al propósito. A la sazón se sintió alarmado de nuevo. Las jóvenes acudieron a besar a su padre, y aun cuando no evidenciaran aspereza alguna, él notó también en ellas un algo especial, como en su madre. Desde luego, el general últimamente se sentía en extremo susceptible respecto a las cuestiones familiares. Pero como era un padre y un esposo experimentado y hábil, se había apresurado a tomar las oportunas medidas.
Aun a costa de perjudicar el orden de nuestro relato, creemos conveniente aclararlo mediante algunas explicaciones concretas acerca de la situación de la familia Epanchin al comenzar nuestra historia. Acabarnos de decir que aunque el general no fuese hombre de mucha educación, sino, como él decía, un autodidacta, era esposo y padre experto y hábil. Mientras la mayoría de los hombres a quienes el cielo ha concedido una numerosa descendencia femenina sólo piensan en casarla lo antes posibles, Ivan Fedorovich, al contrario, profesaba el sistema de no apremiar a sus hijas para que se casasen. Incluso supo inculcar a su mujer el mismo principio, aunque ello resultara difícil, porque el modo habitual de ser de padres y madres parece acomodarse mal a semejante sistema. Pero los razonamientos del general eran sólidos y se apoyaban en hechos palpables. Dejadas a su libre decisión e iniciativa, las jóvenes se sentirían inevitablemente inclinadas a comprometerse en el momento oportuno y entonces todo resultaría más fácil, porque ellas mismas procurarían allanar las cosas prescindiendo de excesivas caprichos y pretensiones. El papel de los padres se limitaría, así, a ejercer una suave y en lo posible poco notoria vigilancia para evitar una elección desastrosa o un afecto inconveniente, y a intervenir en el momento adecuado con todo su apoyo e influjo a fin de llevar a cabo las cosas. Y, además, el mero hecho de que la fortuna paterna, y en consecuencia la posición social de la familia, crecían de año en año en progresión geométrica, hacía que el valor de las muchachas aumentase cada vez más en el mercado matrimonial.
Pero todos estos argumentos indiscutibles fueron contrarrestados de improviso por otro. La hija mayor, Alejandra, alcanzó, súbita e inesperadamente, como siempre ocurre, su vigésimo quinto año de edad. Casi al mismo tiempo, Atanasio Ivanovich Totzky, persona de la mejor sociedad, de elevadísimas relaciones y extraordinariamente rico, tornó a sentir un deseo acariciado mucho tiempo atrás: el de casarse. Totzky era un hombre de cincuenta y cinco años, de temperamento artístico y gran refinamiento. Deseaba hacer un buen matrimonio y era muy admirador de la belleza femenina. Como mantenía estrecha amistad con Ivan Fedorovich, especialmente desde que ambos estaban asociados en varias empresas financieras, hablóle en solicitud de su amistoso consejo y orientación. ¿Podría ser estudiada con interés una propuesta de matrimonio de Totzky con una de las hijas de su amigo? Esto representaba, o podía representar, una inminente alteración en el curso, hasta entonces plácido y feliz, de la vida de la familia del general.
Ya dijimos que la beldad de la casa era incuestionablemente Aglaya, la más joven de las tres hijas. Pero Totzky, aunque hombre de ilimitado egoísmo, juzgó inútil dirigirse en aquel sentido, comprendiendo que Aglaya no sería para él. Acaso el ciego amor y el extraordinario afecto de las hermanas exagerase la nota; mas el caso era que, de un modo u otro, habían convenido entre sí que el destino de Aglaya no sería un destino vulgar y que había de alcanzar uno excepcionalmente brillante, el más alto ideal posible de la felicidad terrena. El futuro esposo de Aglaya debía ser un dechado de perfecciones además de poseer una vasta riqueza. Las dos hermanas mayores habían convenido, casi sin palabras, que en caso necesario harían por Aglaya todos los sacrificios posibles. De este modo, la dote de la menor sería colosal, inaudita. Los padres conocían este pacto de las hermanas mayores y, por lo tanto, cuando Totzky pidió consejo, creyeron poder obtener con certeza el asenso de Alejandra o de Adelaida, tanto más cuanto que el opulento Atanasio Ivanovich no sería muy exigente en materia de dote. El general, dado su profundo conocimiento de la vida, concedió desde el primer instante todo su valor a las proposiciones de su amigo. Como éste, en virtud de ciertas circunstancias especiales, había aventurado su indicación con suma cautela, limitándose, por decirlo así, a explorar el terreno, los Epanchin no hablaron del asunto a sus hijas sino en el sentido de una posibilidad remota. Recibieron como respuesta una satisfactoria aunque algo vaga seguridad de que Alejandra, llegado el caso, no se negaría al enlace. La mayor era una muchacha de buen carácter y fácil de convencer, sin que ello significase que no tuviera voluntad propia. Era de creer que estuviese dispuesta a casarse con Totzky, y que, si daba su palabra, la mantuviera fielmente. No le gustaba la vida ostentosa, y así, en vez de perturbar y trastornar la vida de su marido, llevaría a ella dulzura y paz. Alejandra era muy hermosa, aunque no absolutamente deslumbrante. ¿Qué más podía pedir Totzky?
Y, sin embargo, el proyecto permanecía aún en grado de tentativa. Totzky y el general habían convenido, mutua y amistosamente, que de momento no se daría paso ni habría arreglo alguno de carácter irrevocable. Los padres no habían comenzado aún a hablar abiertamente del asunto a sus hijas, ya que existían signos de discordia entre ambos. Lisaveta Prokofievna, la madre, sentíase descontenta por algún motivo —y un motivo, por cierto, muy importante Mediaba un serio obstáculo, un complicado y molesto factor que podía echar a peder todo el asunto.
Este complicado y molesto «factor», como el propio Totzky solía decir, había comenzado su existencia dieciocho años antes.
Atanasio Ivanovich poseía entonces una de las más ricas propiedades de cierta provincia del centro de Rusia. Su más cercano vecino, dueño de una pequeña y pobre finca, se distinguía por su notoria y continua mala fortuna. Era un oficial retirado, de buena familia —mejor, en realidad, que la del propio Totzky— y se llamaba Felipe Alejandrovich Barachkov. Agobiado de deudas e hipotecas, logró, tras trabajar rudamente casi como un labriego, poner sus fincas un poco en orden. El más pequeño éxito le infundía inmensa confianza. Radiante de entusiasmo se dirigió, pues, a la pequeña población cabeza de distrito para intentar un arreglo con uno de sus principales acreedores. Llevaba dos días en la población cuando el estarosta de su aldea llegó a rienda suelta, con la barba abrasada y el rostro lleno de quemaduras, y le informó de que el lugar había ardido la víspera a mediodía y que «la barina había tenido el honor de perecer, pero las niñas estaban sanas y salvas». El golpe fue excesivo para Barachkov, por acostumbrado que se hallase a los embates de la mala suerte. Volvióse loco y murió un mes más tarde en pleno delirio. Su arruinada propiedad, con sus andrajosos campesinos, fueron vendidos para pagar sus deudas. En cuanto a sus hijas —dos niñas de seis y siete años respectivamente— fueron atendidas gracias al generoso corazón de Atanasio Ivanovich, quien las hizo educar en compañía de las de su mayordomo, un alemán, antiguo empleado público y padre de numerosa familia. La niña menor murió de tos ferina y sólo quedó con vida la pequeña Nastasia. Totzky vivía entonces en el extranjero y no tardó en olvidar hasta la existencia de la pequeña. Pero cinco años después ocurriósele ir a inspeccionar sus propiedades y vio en casa de su mayordomo una encantadora muchachita de doce años, inteligente, retozona, dulce y prometedora de una gran belleza. En tal sentido, Atanasio Ivanovich era un gran conocedor. Aunque sólo pasó unos días en la finca, adoptó disposiciones tendentes a producir un gran cambio en la educación de la niña, que fue confiada a una respetable y culta institutriz suiza, de bastante edad, muy experta en su profesión y que durante los cuatro años que dedicó a su alumna, le enseñó, francés y las diversas cosas necesarias a una señorita.
La suiza instalóse en la casa de campo de Totzky y la pequeña Nastasia comenzó a recibir una amplia educación. A los cuatro años, ésta se dio por concluida y otra mujer vino de otra finca de Totzky, situada en una remota provincia, para hacerse cargo de la joven, quien se acomodó en dicha finca, en una casita de madera recientemente construida, muy elegantemente amueblada y provista, y que se llamaba, con nombre apropiado, «La Placentera». La encargada de Nastasia llevó a la joven allí y, como era una viuda sin hijos y residía habitualmente a poco más de una versta de distancia, se fue a vivir con ella en la casita. Como servidumbre, Nastasia dispuso de una anciana ama de llaves y de una joven y diligente doncella. En la casa encontró instrumentos musicales, una escogida biblioteca de libros adecuados a su edad y sexo, lienzos, grabados, lápices, pinceles, pintura y un perrillo faldero... Y quince días después apareció Atanasio Ivanovich... Desde entonces pareció volverse particularmente amante de aquella remota propiedad perdida en las estepas y pasaba allí dos o tres meses todos los veranos. Así transcurrieron cuatro años, tranquilos y felices, en un ambiente lleno de elegancia y buen gusto.
Cierta vez, a principios de invierno, cuatro meses después de una de las visitas estivales de Totzky, que en esta ocasión sólo se detuvo quince días, llegó hasta Nastasia Filipovna el rumor de que Atanasio Ivanovich iba a casarse en San Petersburgo con una bella heredera de buena familia. Tratábase de un enlace brillante y conveniente. El rumor no era cierto en todos sus detalles, ya que el casamiento que se daba por hecho no pasaba de ser un proyecto vago; pero supuso un cambio radical en la vida de Nastasia Filipovna. La joven mostró entonces gran determinación y una inesperada fuerza de voluntad. Sin vacilar, abandonó en seguida su casita de madera y se presentó, sola, en San Petersburgo, dirigiéndose inmediatamente a la residencia de Totzky. Él, muy confuso, tan pronto como principió a hablarla, comprendió que debía prescindir de todo lenguaje, entonación y lógica de las agradables y refinadas conversaciones que con tanto éxito desplegara antes. Todo era inútil. La que veía sentada ante él era una mujer completamente distinta a la que en julio anterior había dejado en su casita provinciana.
Ante todo, esta nueva mujer mostraba saber y entender muchas cosas, tantas, que él se preguntaba, asombrado, dónde podía haber adquirido tal conocimiento y llegado a tan definidas ideas. Seguramente no en su biblioteca de muchacha. Además, ella enfocaba también las cosas desde el punto de vista legal y mostraba, si no conocimiento del mundo, sí de cómo ciertas cosas se hacen en el mundo. Tampoco su carácter era el mismo de antes. No quedaba nada de su timidez, de su inseguridad de colegiala, de esos sentimientos tan fascinadores en su original naturalidad, de sus melancolías y sus sueños, de sus asombros, sus desconfianzas, sus lágrimas, sus inquietudes...
Sí: era una nueva y desconcertante criatura la que Totzky veía ante sí riéndose de él en su cara y abrumándole con malignos sarcasmos mientras le aseveraba rotundamente no haber albergado jamás por él otro sentimiento que el del asco y desprecio más profundos, desprecio y asco que la habían invadido tan pronto como pasó el momento de la primera sorpresa. Esta nueva mujer anunció en seguida que la tenía completamente sin cuidado que Totzky se casase cuando y con quien quisiera, pero que había venido para impedirle aquel matrimonio, no por maldad, sino simplemente porque se le antojaba hacerlo así, y así lo haría. «Tengo ganas —dijo— de reírme de ti a mi vez, y me ha llegado la hora.»
Tal era al menos lo que decía, aunque bien pudiera ser que pensase de otro modo. Mientras la nueva Nastasia Filipovna reía y se expresaba así, Atanasio Ivanovich reflexionaba procurando poner en orden sus trastornadas ideas. Tal meditación le llevó tiempo, ya que pasó quince días ponderando las cosas. Al fin de la quincena, llegó a una decisión.
Atanasio Ivanovich, hombre entonces de cincuenta años, tenía un carácter concreto y unas costumbres formadas. Su posición en el mundo y en la sociedad estaba asentada desde hacía largo tiempo sobre cimientos seguros. No amaba ni apreciaba otra cosa que su propia persona, su paz y su comodidad por encima de todo en el mundo, como corresponde a un hombre de alta educación. Ningún elemento destructivo ni dudoso podía ser admitido en aquel espléndido edificio de su vida. Por otra parte, su experiencia y perspicacia le hicieron ver en seguida claramente que tenía que vérselas con una persona fuera de lo ordinario, una persona que no sólo amenazaría, sino que obraría, sin que nada la detuviera, en virtud de que nada amaba en la vida ni nada la tentaba. Evidentemente hallábanse en ella síntomas de una febril agitación mental y espiritual, una especie de indignación romántica —¡Dios sabía por qué y contra quién!—, un insaciable y exagerado sentimiento de desprecio que rebasaba toda medida. Algo, en resumen, muy ridículo e inadmisible entre la buena sociedad y bastante para incomodar gravemente a un hombre bien educado. Desde luego, la riqueza e influencia de Totzky le permitían desembarazarse de aquel estorbo mediante cualquier perdonable maniobra un tanto pícara. En otro sentido, el legal, por ejemplo, era palmario que Nastasia Filipovna no podía causarle apenas perjuicio. Ni aun le podría dar un escándalo de bulto, puesto que sería fácil ahogarlo. Mas todo esto era aplicable al caso de que Nastasia Filipovna se comportara como suelen comportarse en tales casos las demás personas, sin salirse gran cosa del cauce habitual. Y esta consideración no podía tranquilizar a un espíritu tan sagaz como el de Atanasio Ivanovich, quien había podido ver muy bien en los ojos relampagueantes de la joven que ella se daba buena cuenta de su impotencia en el terreno jurídico y acariciaba en su mente un proyecto diverso. Como no concedía importancia a nada, y a sí misma menos que a nada (y había falta mucha inteligencia y perspicacia para que un cínico mundano como Totzky hubiese adivinado entonces que ella no se cuidaba de sí misma, y además para creer en la sinceridad de tal sentimiento), Nastasia Filipovna, con tal de satisfacer su odio, con tal de humillar al hombre por quien sentía tan extraordinaria aversión, era capaz de afrontar la ruina de su vida, la prisión y el destierro en Siberia. Totzky no solía ocultar el hecho de que era cobarde, o más bien de que poseía en grado extremo el instinto conservador. Si hubiese sabido que se iba a atentar, por ejemplo, contra su vida en medio de la ceremonia nupcial, o a golpearle en público, o cosa por el estilo, igualmente inaudita, ridícula e intolerable en sociedad, se habría sentido alarmado, sin duda, pero no tanto de resultar muerto, afrentado o herido, como de la forma vulgar e ilógica de la ofensa. Y con una cosa así era con lo que Nastasia Filipovna amenazaba, aunque no lo dijese. Totzky comprendió que ella le había estudiado, que conocía su carácter y que sabía cuál era el mejor modo de herirle. Y como el matrimonio de que se hablaba era un mero proyecto, Atanasio Ivanovich desistió de él.
Otra circunstancia influyó en su determinación. Hacíase difícil imaginar cuán poco se parecía físicamente esta Nastasia Filipovna a la que él conociera. Antes era sólo una muchacha bonita, pero ahora... Totzky se reprochaba no haber sabido durante cuatro años leer en su rostro. Mucho de su aspecto de ahora se debía sí, a su cambio; mas él, por otra parte, recordaba que ya en ciertos momentos habíanle asaltado extrañas ideas mirando los ojos de la joven. Aparecía en ellos, en cierto modo, una oscuridad profunda y misteriosa, como la proposición de un enigma. Durante los dos años últimos le había extrañado a menudo el cambio que se operaba en el rostro de Nastasia Filipovna, el cual se volvía poco a poco más pálido, y, por extraño que pareciera, más bello en su palidez. Totzky, como todos los vividores, consideraba hasta entonces con desprecio lo barato que le había costado el conseguir aquella alma virginal; pero últimamente este sentimiento perdía firmeza. La primavera anterior había pensado en que acaso conviniese dar una buena dote a Nastasia Filipovna a fin de casarla con algún sujeto inteligente y correcto que sirviese en alguna otra provincia. (¡Oh, qué horrible y maliciosamente la nueva Nastasia Filipovna se burlaba ahora de la idea!). Pero al presente, Atanasio Ivanovich, fascinado por la novedad de aquella mujer, pensaba que podía serle útil aún. Decidió, pues, instalarla en San Petersburgo y rodearla de lujos y comodidades. Con ella aun podía satisfacer su vanidad y ganar cierta reputación —que Atanasio Ivanovich estimaba mucho— en determinados círculos.