Aguas Primaverales - Тургенев Иван Сергеевич


Annotation

Dimitri Sanin es un joven terrateniente ruso de 22 años que se enamora perdidamente por primera vez mientras visita la ciudad alemana de Frankfurt. Tras luchar en un frustrado duelo contra un rudo soldado y ganar el corazón de la chica objeto de su encaprichamiento, el enamorado protagonista decide renunciar a su estatus en Rusia para trabajar en la pastelería familiar de la chica y así estar más cerca de ella.

Dimitri Sanin es un joven terrateniente ruso de 22 años que se enamora perdidamente por primera vez mientras visita la ciudad alemana de Frankfurt. Tras luchar en un frustrado duelo contra un rudo soldado y ganar el corazón de la chica objeto de su encaprichamiento, el enamorado protagonista decide renunciar a su estatus en Rusia para trabajar en la pastelería familiar de la chica y así estar más cerca de ella.

ISBN: 9788492801015

Generado con: QualityEbook v0.35

Ivan Turguenev

A eso de la una de la madrugada regresó a su gabinete de trabajo, despidió al criado que había encendido las velas. Y sentándose en una butaca junto al fuego, cubrióse el rostro con ambas manos.

Nunca había sentido tal desfallecimiento físico y moral. Había pasado la velada con amables damas e inteligentes caballeros. Muchas de aquellas damas eran bonitas; la mayor parte de los caballeros distinguíanse por el talento y el ingenio; él mismo se había mostrado en la conversación interlocutor agradable y hasta brillante... y a pesar de todo eso, nunca se había encontrado tan irresistiblemente acometido y opreso por aquel taedium vitaede que hablaban ya los antiguos romanos.

Si hubiese sido más joven, hubiera llorado de fastidio, de angustia y de enervamiento; un amargor corrosivo y urente, como el del ajenjo, llenaba su alma entera; cierto no sé qué denso, helado, tétrico, le envolvía por todas partes como una oscura noche, y no sabía cómo desembarazarse de esa oscuridad, de ese amargor. Era inútil recurrir al sueño, presentía que el sueño no iba a venir en su auxilio.

Insensiblemente se sumió en largas y lentas reflexiones, deshilvanadas y tristes.

Meditó acerca de lo vano, inútil y vulgarmente embustero de las cosas humanas. Todas las épocas de la vida —acababa de cumplir cincuenta y dos años— desfilaron unas en pos de otras ante los ojos de su pensamiento, y ninguna de ellas encontró gracia delante de él. ¡Agitarse siempre en el vacío y la nada, andar siempre dando tajos y mandobles al aire, siempre embelesarse medio cándida, medio conscientemente con el señuelo de vanas quimeras! “Poco importa lo que contenta a un niño, con tal de que no llore”, dice un proverbio ruso. Luego, de pronto, cual nieve que nos cae en la cabeza, ver llegar la vejez y con ella su compañero, el temor a la muerte, ese temor que nos zapa y nos roe sin cesar...; después, por último, ¡el chapuzón en el abismo!

¡Y aun dichoso si transcurre así la vida! Porque más de una vez, antes del fin, como la herrumbre ataca al hierro, llegan los achaques y el sufrimiento...

La vida no se le aparecía como ese mar de olas tumultuosas que describen los poetas; se la representaba llana como un espejo, inmóvil, transparente hasta en sus más oscuras profundidades; sentado él en una barquichuela vacilante, y abajo, en el fondo del abismo oscuro y fangoso, entreveía vagamente, a semejanza de peces enormes, formas monstruosas: eran todas las miserias de la vida, enfermedades, pesares, demencia, ceguera, pobreza... Y ante su vista sale de las tinieblas uno de esos monstruos; sube, sube sin cesar; se hace cada vez más visible, cada vez más horriblemente distinto... Un momento más, y, levantada por el lomo del monstruo, va a zozobrar la barca. Pero de nuevo parece hacerse más vaga la forma, desciende el monstruo, se vuelve al fondo y se queda allí tendido, agitando apenas su oscura cola... Sin embargo, tiene que venir el día fatal en que se tumbe la barca.

Sacudió la cabeza, levantóse de un salto de la butaca, dio un par de vueltas por la estancia y tomó asiento detrás de la mesa de escritorio; después, abriendo uno tras otro todos los cajones, se puso a revolver papeles, cartas antiguas, la mayor parte cartas de mujeres. Él mismo ignoraba por qué hacía eso, pues no buscaba ninguna cosa. Su único objeto era librarse, por medio de cualquier ocupación, de los pensamientos, que le perseguían como una pesadilla.

Desdobló al acaso algunas cartas. Una de ellas contenía una flor seca, rodeada por una cinta ajada. Se encogió de hombros, echó un vistazo a la chimenea y puso aparte las cartas, como si se hubiese dispuesto a entregar a las llamas esas inútiles reliquias.

Siguieron sus manos explorando febrilmente los cajones; de pronto abrió los ojos de par en par y atrajo suavemente hacia sí una cajita octógona, de forma anticuada, y levantó despacio la tapa. Dentro de esa caja, entre dos capas de algodón en rama amarillento, hallábase una crucecita de granates.

Durante breve rato examinó esa cruz con aspecto trascordado; luego, de pronto, dio un débil grito... Lo que se retrató en su rostro no fue pesar ni júbilo; era cual si hubiese encontrado de improviso un ser tiernamente amado en otro tiempo, perdido de vista desde mucho atrás, reconocible aún, y, sin embargo, cambiado enteramente por los años.

Levantóse, volvió a sentarse junto a la chimenea, y de nuevo escondió la cara entre las manos... “¿Por qué hoy, por qué hoy precisamente?”, pensó. Y viniéronle a la memoria muchas cosas pasadas largo tiempo antes.

He aquí lo que recordaba...

Pero primero es necesario que os diga su apellido y sus nombres de pila y patronímico. Nuestro protagonista se llamaba Dimitri Pavlovitch Sanin.

He aquí de qué se acordaba:

I

Era en el verano de 1840. Sanin acababa de cumplir veintidós años; volvía de Italia a Rusia, y hallábase de paso en Francfort. Sin familia casi, poseía una fortuna independiente, si no muy cuantiosa. Habiéndole dejado un pariente lejano algunos miles de rublos en herencia, resolvió gastárselos en el extranjero antes de ingresar en la administración, antes de ponerse a lomo la albarda oficial necesaria para asegurarle la subsistencia. En efecto, Sanin había puesto en planta su proyecto; y tal maña se dio, que el mismo día de llegar a Francfort tenía el dinero justo para volver a San Petersburgo. En 1840 eran escasos los caminos de hierro; los señores viajeros iban en diligencia. Sanin sacó su billete, pero la diligencia no partía hasta las once de la noche. Quedábale mucho tiempo que gastar. Por fortuna, el día era magnífico; y Sanin, después de haber almorzado en la fonda del Cisne Blanco, célebre a la sazón, salió a callejear por la ciudad. Fue a ver la Ariadnade Dannecker, y no le pareció ni fu ni fa; visitó la casa de Goethe (entre paréntesis, sólo había leído de este poeta el Werther,y para eso en una traducción francesa); paseó por la orilla del Mein y se aburrió como debe hacerlo un concienzudo viajero de recreo; por último, hacia las seis de la tarde, fatigado, llenos de polvo los zapatos, encontróse en una de las calles menos importantes de Francfort, calle que, sin embargo, estaba destinada a no despintársele de la memoria en largo tiempo.

En la fachada de una de las pocas casas de esa calle, vio una muestra que anunciaba a los transeúntes la “Confitería Italiana de Giovanni Roselli”. Entró a tomar un vaso de limonada. En la primera pieza, detrás de un modesto mostrador, en las tablas de una alacena pintada, se ostentaban simétricamente, como en una farmacia, algunas botellas con rótulos dorados y botes de cristal de boca ancha llenos de bizcochos, pastillas de chocolate y caramelos. No había nadie en esa pieza; sólo un gato gris roncaba guiñando los ojos y amasando blandamente con las patitas una alta silla de paja puesta junto a la ventana; una canastilla de madera calada yacía boca abajo en el suelo, y junto a ella un grueso ovillo de estambre rojo resplandecía en un rayo oblicuo de sol poniente. Un ruido confuso, extraño, salía de la estancia inmediata. Sanin esperó a que la campanilla de la puerta hubiese concluido de tocar, y dijo en voz alta:

—¿No hay nadie aquí?

En el mismo instante abrióse la puerta de la pieza vecina... Sanin se estremeció de asombro.

II

Una joven de unos diecinueve años, con los negros cabellos flotando, esparcidos sobre los hombros desnudos, se precipitó en la tienda extendiendo ante sí los brazos, igualmente desnudos. Vio a Sanin, lanzóse hacia él, le agarró una mano y trató de llevárselo consigo, diciéndole con voz entrecortada:

—¡Pronto, pronto, por aquí, sálvelo usted!

Sanin no siguió a la joven; no porque vacilase en obedecerla, sino porque el exceso de su asombro le dejó clavado en el sitio. Jamás había visto semejante belleza. Volvióse ella hacia él, y su voz, su mirada, el movimiento de las manos juntas oprimiendo su mejilla pálida expresaban tal desesperación mientras le repetía: “¡Pero venga usted!” que se precipitó en pos de ella por la entornada puerta.

En la segunda estancia vio tendido en un diván de crin pasado de moda a un muchacho de catorce años, parecidísimo a la joven; evidentemente era su hermano. Aquel niño estaba muy pálido, blanco más bien, con reflejos amarillos como la cera o como un mármol antiguo. Tenía los ojos cerrados; la sombra de sus espesos cabellos negros le cubrían la frente inmóvil y lisa, las cejas finamente dibujadas e inertes; veíanse brillar los dientes apretados entre los labios azulencos. Tenía la apariencia de no respirar ya; uno de los brazos estaba debajo de la cabeza, y el otro colgando pesadamente hasta el suelo. El niño estaba vestido de pies a cabeza y abotonado de arriba abajo; tenía puesta la corbata, oprimiéndole el cuello.

La joven se lanzó hacia él exhalando un grito de angustia: —¡Está muerto, está muerto! Ahora mismo estaba sentado ahí; charlábamos juntos... De pronto se ha caído, y no ha hecho ya ningún movimiento... ¡Dios mío! ¿Es posible que no se le pueda socorrer? ¡Y mamá que no está aquí!... ¡Pantaleone! ¡Pantaleone! ¡Vamos! ¿Y el doctor? —añadió en italiano—. ¿Has ido en busca del doctor?

—Signora, no he ido; he enviado a Luisa hijo una voz cascada, detrás de la puerta.

Y un vejete, vestido con un frac de color de lila y botones negros, con alta corbata blanca, pantalón de nankinmuy corto y medias de lana azul, entró en el cuarto renqueando con las piernas torcidas. Su pequeñísima cara desaparecía casi por completo bajo una inmensa maraña de cabellos grises como acero. Erizados en todos sentidos y cayendo en mechones despeluznados, esos cabellos daban a la fisonomía del viejo cierta semejanza con la de una gallina moñuda, semejanza tanto más chocante cuanto que bajo esa pelambrera gris oscura sólo podían distinguirse una nariz picuda y unos ojos amarillos y redondos por completo.

—Luisa tiene buenas piernas, y yo no puedo correr prosiguió en italiano el viejecillo, levantando uno tras otro los pies gotosos y planos, calzados con zapatos de cordones—. Pero he traído agua.

Con los dedos flacos y nudosos apretaba el estrecho gollete de una botella.

—¡Pero Emilio se morirá entre tanto! —exclamó la joven, y extendió las manos hacia Sanin—. ¡Oh caballero! O mein herr! ¿No puede usted socorrerlo?

—Hay que sangrarle; esto es un ataque de apoplejía hizo observar el viejo llamado Pantaleone.

Sanin no tenía ni las más ligeras nociones de medicina, pero sabía que los niños de catorce años no suelen tener ataques de apoplejía.

—Esto es un síncope y no... lo que usted pretende —dijo a Pantaleone—. ¿Tiene usted cepillos?

El viejo volvió hacia él su carita.

—¿Cómo?

—¡Cepillos, cepillos! —repitió Sanin en alemán y en francés; y haciendo el ademán de quien cepilla ropa, volvió a repetir—: ¡Cepillos!

El vejete acabó por comprender.

—¡Ah, cepillos! ¿Spazzete?Ciertamente, tenemos cepillos. Tráigalos usted aquí, vamos a quitarle la corbata y el paletot, y después le daremos friegas.

—¡Bien... benone! ¿Yno hay que echarle agua por la cabeza? No... más tarde. Por ahora, vaya usted muy pronto a buscar los cepillos.

Pantaleone dejó en el suelo la botella, salió a escape y regresó enseguida con dos cepillos, uno para la ropa y otro para la cabeza. Acompañábale un perro de aguas, rizado de lanas, quien meneando de prisa la cola se puso a mirar curioso al viejo, a la joven y hasta a Sanin, como si hubiera querido saber qué significaba todo aquel bullebulle.

Sin perder tiempo, Sanin quitó el paletot al muchacho siempre inmóvil, le desabrochó el cuello levantó las mangas de la camisa, y armado con un cepillo, se puso a darle friegas con todas sus fuerzas en el pecho y en los brazos. Pantaleone paseaba no menos enérgicamente el otro cepillo, el cepillo de cabeza, por sus botas y sus pantalones. La joven se había arrodillado junto al diván, y con la cabeza entre ambas manos, contemplaba a su hermano con los ojos fijos, sin pestañear siquiera. Sanin frotaba siempre y la miraba a veces de reojo. ¡Dios, qué hermosura era!

III

Tenía la nariz un poco grande, pero de bella forma aguileña; un ligero bozo sombreaba imperceptiblemente su labio superior. Su tez de un mate uniforme y una palidez de ámbar, las ondas lustrosas de sus cabellos, recordaban la Judith de Allori, en el palacio Pitti. ¡Y qué ojos, sobre todo! Ojos de un gris oscuro con un círculo negro en la pupila, ojos magníficos, ojos triunfantes, aun en ese momento en que el espanto y el dolor apagaban su brillo. Involuntariamente le vino a Sanin a la memoria el maravilloso país que acababa de abandonar. Pero ni aun en Italia misma había encontrado nunca nada parecido. La respiración de la joven era rara y desigual; hubiérase dicho que para respirar aguardaba cada vez a que su hermano recobrase el aliento.

Sanin frotaba sin descanso. No se limitaba a mirar a la joven: llamábale la atención la original figura de Pantaleone. Desfallecido, sin resuello, el viejo se estremecía a cada movimiento de cepillos, exhalando un gañido quejumbroso; y sus enormes mechones de pelo, bañados en sudor, balanceábanse con pesadez de un lado a otro, como las raíces de alguna planta grande descalzadas por una corriente de agua.

Дальше