Aguas Primaverales - Тургенев Иван Сергеевич 3 стр.


Al llegar aquí, Pantaleone tomó una postura trágica y se puso a cantar con voz temblorosa y ronca, pero aún muy expresiva, sin embargo:

L’ira d’avverso fato

io piú non temerò!

El teatro se venía abajo, signori miei. Pero yo no me quedé cortó, y repliqué después de él:

L’ira d’avverso fato temer più non doviò.

Y él, después, de pronto, como un rayo, como un tigre:

Morrò!... ma vendicato...

Y fíjense ustedes, cuando cantaba... cuando cantaba la célebre cavatina de Il matrimonio segreto:

Pria che spunti Palba...

Entonces él, il gran García, después de estas palabras:

I cavalli di galoppo

hacía sobre estas palabras:

Senza posa caccierá

hacía... oigan ustedes qué prodigioso es esto, com ‘é stupendo!...hacía...

El viejo salió con una fiorituradificilísima; pero al llegar a la décima nota, se hizo un lío, se puso a toser y se volvió bruscamente, diciendo:

—¡Déjenme en paz! ¿Por qué me atormentan ustedes?

Gemma saltó de la silla, aplaudiendo; y gritando: “¡Bravo, bravo! “, corrió hacia el pobre Yago retirado y le plantó bonitamente las dos manos en los hombros.

Sólo Emilio se reía hasta desternillarse. “Esa edad no tiene compasión”, dijo la Fontaine.

Sanin trató de consolar al pobre cantante, y se puso a charlar con él en italiano. Había adquirido una leve tintura de esta lengua durante su último viaje. Habló de ir paese del Dante, dove il si suona. Esta frase, con el Lasciate ogni speranza, constituía en lengua italiana, todo el bagaje poético del joven viajero.

Pero Pantaleone no respondió a esas atenciones. Hundiendo más profundamente que nunca la barba en la corbata y abriendo mucho los ojos con aire mohíno, parecía de nuevo un ave, y hasta un ave encolerizada, un cuervo o un milano. Entonces Emilio, con un leve y repentino rubor, como es costumbre en los niños mimados de quince años, se dirigió a su hermana y le dijo que si quería distraer a su huésped, nada mejor podía encontrar sino leerle una de esas comedias de Maltz que tan bien leía ella. Gemma se echó a reír, dando un golpecito en la mano a Emilio, y exclamó que no había nadie como él para tener semejante ocurrencia. Sin embargo, apresuróse a ir a su cuarto, regresó con un libro en la mano, se sentó delante de la mesa en el diván, alzó el dedo para imponer silencio con un ademán enteramente italiano, y comenzó la lectura.

VII

Maltz era uno de los literatos franceses-furtenses del período de 1830. Sus sainetes, cortos y ligeramente planeados, escritos en el dialecto local, describían los tipos de la comarca de una manera burlesca y atrevida, aunque el humorismo no fuese muy profundo.

Gemma leía de una manera notable, lo mismo que un buen actor. Sostenía perfectamente, con todos sus matices el carácter de cada personaje, y desplegaba cualidades de mímica que había heredado con la sangre italiana. Cuando se trataba de representar alguna vieja en la chochez o algún burgomaestre imbécil, hacía las muecas y chillaba, sin piedad ninguna para con su voz delicada y su lindo rostro.

Nunca se reía al leer; pero si los oyentes, excepto Pantaleone, que se apresuraba a marcharse con aspecto de mal humor así que se hablaba de quel ferrofutto tedesco; si los oyentes la interrumpían con una carcajada simpática, entonces dejaba caer el libro en las rodillas y reíase también ella a mandíbula batiente, echando atrás la cabeza, mientras que los rizos de sus negros cabellos saltaban sobre su nuca y sus hombros, sacudidos por la hilaridad. Pero en cuanto se había acabado de reír, cogía otra vez el libro, daba nueva expresión conveniente a las facciones y continuaba en serio la lectura.

Sanin no podía saciarse de admirarla. Chocábale una cosa, sobre todo: ¿por qué misterio, aquella cara tan idealmente hermosa podía tomar de pronto una expresión cómica y a veces hasta trivial?

Gemma era menos hábil en el modo de leer los papeles de muchachas, de “damas jóvenes”. Las escenas de amor, sobre todo, no las hacía bien. Ella misma lo notaba; por eso les daba un leve matiz irónico, como si no creyese en esos pomposos juramentos, en esas frases sublimes, de que el autor, además, absteníase todo lo posible. Pasaban las horas sin advertirlo Sanin, y no se acordó de su viaje hasta que dieron las diez en el reloj. Botó de la silla como si le hubiesen pinchado.

—¿Qué tiene usted? —preguntó FrauLenore.

—Tenía que salir hoy para Berlín, y tenía reservado asiento en la diligencia.

—¿Cuándo sale la diligencia? A las diez y media.

—Entonces ya es demasiado tarde dijo Gemma—. Quédese usted y le leeré alguna otra cosa.

—¿Había usted pagado el billete entero, o nada más dado señal? preguntó FrauLenore, con un poco de curiosidad.

—¡Todo entero! —gimió Sanin con gesto lastimero.

Gemma le miró, entornando los ojos, y se echó a reír.

—¡Cómo es eso! —le dijo su madre con tono de represión—. Este joven acaba de perder dinero, ¿y eso te hace reír?

—¡Bah! —respondió Gemma—. No se quedará arruinado por eso, y trataremos de consolarle. ¿Quiere usted limonada?

Sanin tomó un vaso de limonada, Gemma reanudó la lectura de Maltz, y todo fue de nuevo lo mejor del mundo.

Dieron las doce de la noche. Sanin empezó a despedirse. —Debe usted permanecer algunos días en Francfort —le dijo Gemma—. ¿Por qué tanta prisa? Ninguna otra ciudad le parecerá a usted más agradable.

Hizo una pausa, y repitió sonriéndose:

—Ninguna otra, verdaderamente.

Sanin no respondió nada, y pensó que lo vacío de su bolsa le obligaba a permanecer en Francfort hasta que tuviese contestación de un amigo de Berlín, a quien había resuelto pedir dinero prestado.

—Quédese usted, quédese —dijo a su vez FrauLenore—; le haremos entablar conocimiento con el prometido de Gemma, el señor Karl Klüber. Hoy no ha podido venir, porque está ocupadísimo en sus almacenes. Probablemente habrá visto usted en la Zeileun gran almacén de paños y sedas: pues bien, allí está de dependiente principal. Quedará contentísimo de presentar a usted sus respetos.

Sanin, sabe Dios por qué, se sintió un poco contrariado.

“¡Feliz prometido!”, pensó, mirando a Gemma. Y creyó advertir en los ojos de la joven una expresión burlona.

Saludó de nuevo a aquellas damas.

—¡Hasta mañana, hasta mañana! —respondió Sanin.

Emilio, Pantaleone y Tartagliale acompañaron hasta la esquina de la calle. Pantaleone no pudo menos de manifestar su disgusto acerca del modo de leer que había tenido Gemma. —¿Cómo no le daba vergüenza? ¡Qué es eso, hacer muecas, chillar! ¡Una caricatura!Hubiera podido elegir Merope o Clitemnestra, algo grande, trágico; ¡y no que prefería imitar a una bruja alemana cualquiera! “Yo también puedo hacer otro tanto... Mertz, kertz, smertz”, dijo con voz ronca, alargando la cara hacia adelante y esparrancando los dedos. El viejo les volvió bruscamente la espalda.

Sanin volvió a la fonda del Cisne Blanco, donde le esperaba su equipaje en un rincón de la gran sala de espera. Hallábase en un estado de espíritu bastante confuso. Aún le zumbaban en los oídos todas aquellas conversaciones italo-franco-tudescas.

—“¡Prometida! —murmuró, metiéndose en la cama del modesto dormitorio que había pedido—. ¡Y qué hermosa es! Pero, ¿por qué me he quedado?

Sin embargo, al siguiente día escribió una carta a su amigo de Berlín.

VIII

No había acabado de vestirse, cuando un camarero de la fonda le anunció la visita de dos señores. Uno de ellos era Emilio; el otro, un joven buen mozo, con la cara más regular que pudiera verse, era HerrKarl Klüber, el novio de la hermosa Gemma.

Todo induce a suponer que por aquel entonces no había en ningún comercio de Francfort un primer dependiente tan cortés, tan bien educado, tan imponente, tan amable como HerrKlüber. Lo intachable de su vestir tenía igual en lo digno de su apostura y en lo elegante de sus maneras, elegancia un poco espetada, según la moda inglesa (había pasado dos años en Inglaterra), pero exquisita, sin embargo. A primera vista se notaba claramente que ese guapo mozo, un poco severo, bien educado y muy relamido, tenía costumbre de obedecer a sus superiores y tratar a baquetazos a sus inferiores, y que detrás del mostrador no podía menos que inspirar respeto hasta a los parroquianos. No podía concebirse la menor duda respecto a su honradez; bastaba ver el abandonado cuello que le sostenía la barba. Y su voz era tal como pudiera apetecerse, llena y grave como la de un hombre que tiene confianza en sí mismo, no demasiado fuerte, sin embargo, y hasta llena de cierta dulzura de timbre. Era una voz excelente para dar órdenes a los dependientes inferiores: “¡Enseñe usted aquella pieza de terciopelo de Lyon punzó!” Obien: “¡Ponga usted una silla a la señora! “.

El señor Klüber comenzó por presentar sus cumplimientos, y al hacer las reverencias se inclinó tan noblemente, resbaló los pies de un modo tan agradable y entrechocó ambos tacones con tal urbani dad, que no podía vacilarse en decir: “Este es un hombre que tiene ropa blanca y virtudes morales, todo de primera calidad”. En la mano izquierda, calzada con guante de Suecia, tenía un sombrero reluciente como un espejo y en el fondo de él estaba el otro guante; la mano derecha, desnuda, que alargó a Sanin con ademán modesto, pero resuelto, estaba tan bien acabada que superaba a toda idea preconcebida: cada una de las uñas era la perfección misma en su especie. Luego declaró, con los términos más selectos de la lengua alemana, que había deseado presentar sus respetos y la seguridad de su gratitud al señor extranjero que había prestado un señalado servicio a un futuro pariente suyo, al hermano de su prometida esposa. Al decir estas palabras, extendió la mano izquierda, la que sostenía el sombrero, en dirección a Emilio, quien, perdiendo el lino, se volvió hacia la ventana y se metió el dedo índice en la boca. HerrKlüber añadió que se consideraría muy feliz si por su parte pudiera hacer alguna cosa que le fuese grata al señor extranjero.

Sanin respondió, también en alemán, pero no sin algunas dificultades, que estaba encantado... que el servicio era de poca importancia, y rogó a sus huéspedes que tomasen asiento. HerrKlüber le dio las gracias, y levantándose en un periquete los faldones de la levita, se sentó en una silla, pero tan ligeramente y de una manera tan poco segura, que era imposible no decirse: “He ahí un hombre que se ha sentado por pura fórmula y que va a levantar el vuelo al instante”.

En efecto, levantó el vuelo unos pocos minutos después, y dando discretamente dos pasitos adelante como en la contradanza, explicó con aire modesto que, con gran pesar suyo, no podía permanecer más tiempo porque se iba al almacén —¡los negocios ante todo!—, pero que siendo domingo el día siguiente, con aprobación de FrauLenore y de FraüleinGemma, había organizado una gira de recreo a Soden, a la cual tenía el honor de invitar al señor extranjero, y que alimentaba la esperanza de que éste se dignaría “embellecerla” con su presencia. Sanin no rehusó “embellecerla”. HerrKlüber le hizo enseguida unas cortesías y salió, luciendo sus pantalones del matiz más delicado, gris perla; las suelas de las botas, nuevecitas, chillaban no menos agradablemente.

IX

En cuanto su futuro cuñado hubo salido, Emilio, que aún después de la invitación hecha por Sanin de “tomarse la molestia de sentarse”, no había cesado de mirar por la ventana, dio media vuelta a la izquierda, y ruborizándose, con un mohín de afectación infantil, preguntó a Sanin si podía quedarse aún un poco.

—Me siento mucho mejor hoy —añadió—, pero el doctor me ha prohibido trabajar.

—Quédese, no me estorba usted de ningún modo —exclamó enseguida Sanin, encantado, como todo verdadero ruso, de aceptar la primera proposición que pudiese dispensarle de hacer él mismo alguna cosa.

Emilio dio las gracias, y en un instante tomó posesión de Sanin y de su cuarto: examinó los objetos de la pertenencia de su huésped y preguntó acerca de todo lo que veía: “¿Dónde lo ha comprado usted? ¿Cuánto le costó esto?” Le ayudó a afeitarse, le dijo que hacía mal en no dejarse el bigote, y, por último, le contó una multitud de particularidades acerca de su madre, de su hermana, de Pantaleone, hasta de Tartaglia,y toda la manera de vivir de ellos. Había desaparecido todo connato de timidez en Emilio, quien sintió súbitamente un afecto extraordinario por Sanin, no a causa de que éste le hubiera salvado la vida el día antes, sino por... “¡era tan simpático!” No tardó en confiarle todos sus secretos, insistiendo en particular sobre un tema. Mamá quería hacerle a toda costa comerciante, y él sabía, sabíasin género ninguno de duda que había nacido artista, músico, cantante, ¡que el teatro era su verdadera vocación! El mismo Pantaleone le animaba; pero HerrKlüber sostenía el parecer de mamá, sobre la cual tenía gran influencia. La idea de convertirle en un “hortera” era propia de HerrKlüber, en cuyo caletre nada podía compararse con la profesión de mercader. Vender paño y terciopelo, estafar al público, hacerle pagar Narren oder Russen-Preise(precios de imbéciles o de rusos): ¡he aquí su ideal!

—Pero ya es hora de irnos a casa —exclamó en cuanto Sanin hubo concluido de arreglarse y escrito su carta a Berlín.

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