– ¿Qué puede ser todo este verde? -dijo Alicia-. ¿Y dónde se habrán marchado mis hombros? Y, oh mis pobres manos, ¿cómo es que no puedo veros?
Mientras hablaba movía las manos, pero no pareció conseguir ningún resultado, salvo un ligero estremecimiento que agitó aquella verde hojarasca distante.
Como no había modo de que sus manos subieran hasta su cabeza, decidió bajar la cabeza hasta las manos, y descubrió con entusiasmo que su cuello se doblaba con mucha facilidad en cualquier dirección, como una serpiente. Acababa de lograr que su cabeza descendiera por el aire en un gracioso zigzag y se disponía a introducirla entre las hojas, que descubrió no eran más que las copas de los árboles bajo los que antes había estado paseando, cuando un agudo silbido la hizo retroceder a toda prisa. Una gran paloma se precipitaba contra su cabeza y la golpeaba violentamente con las alas.
– ¡Serpiente! -chilló la paloma.
– ¡Yo no soy una serpiente! -protestó Alicia muy indignada-. ¡Y déjame en paz!
– ¡Serpiente, más que serpiente! -siguió la Paloma, aunque en un tono menos convencido, y añadió en una especie de sollozo-: ¡Lo he intentado todo, y nada ha dado resultado!
– No tengo la menor idea de lo que usted está diciendo! -dijo Alicia.
– Lo he intentado en las raíces de los árboles, y lo he intentado en las riberas, y lo he intentado en los setos -siguió la Paloma, sin escuchar lo que Alicia le decía-. ¡Pero siempre estas serpientes! ¡No hay modo de librarse de ellas!
Alicia se sentía cada vez más confusa, pero pensó que de nada serviría todo lo que ella pudiera decir ahora y que era mejor esperar a que la Paloma terminara su discurso.
– ¡Como si no fuera ya bastante engorro empollar los huevos! -dijo la Paloma-. ¡Encima hay que guardarlos día y noche contra las serpientes! ¡No he podido pegar ojo durante tres semanas!
– Siento mucho que sufra usted tantas molestias -dijo Alicia, que empezaba a comprender el significado de las palabras de la Paloma. -¡Y justo cuando elijo el árbol más alto del bosque -continuó la Paloma, levantando la voz en un chillido-, y justo cuando me creía por fin libre de ellas, tienen que empezar a bajar culebreando desde el cielo! ¡Qué asco de serpientes!
– Pero le digo que yo no soy una serpiente. Yo soy una… Yo soy una…
– Bueno, qué eres, pues? -dijo la Paloma-. ¡Veamos qué demonios inventas ahora!
– Soy… soy una niñita -dijo Alicia, llena de dudas, pues tenía muy presentes todos los cambios que había sufrido a lo largo del día.
– ¡A otro con este cuento! -respondió la Paloma, en tono del más profundo desprecio-. He visto montones de niñitas a lo largo de mi vida, ¡pero ninguna que tuviera un cuello como el tuyo! ¡No, no! Eres una serpiente, y de nada sirve negarlo. ¡Supongo que ahora me dirás que en tu vida te has zampado un huevo!
– Bueno, huevos si he comido -reconoció Alicia, que siempre decía la verdad-. Pero es que las niñas también comen huevos, igual que las serpientes, sabe.
– No lo creo -dijo la Paloma-, pero, si es verdad que comen huevos, entonces no son más que una variedad de serpientes, y eso es todo.
Era una idea tan nueva para Alicia, que quedó muda durante uno o dos minutos, lo que dio oportunidad a la Paloma de añadir:
– ¡Estás buscando huevos! ¡Si lo sabré yo! ¡Y qué más me da a mí que seas una niña o una serpiente?
– ¡Pues a mí sí me da! -se apresuró a declarar Alicia-. Y además da la casualidad de que no estoy buscando huevos. Y aunque estuviera buscando huevos, no querría los tuyos: no me gustan crudos.
– Bueno, pues entonces, lárgate -gruño la Paloma, mientras se volvía a colocar en el nido.
Alicia se sumergió trabajosamente entre los árboles. El cuello se le enredaba entre las ramas y tenía que pararse a cada momento para liberarlo. Al cabo de un rato, recordó que todavía tenía los pedazos de seta, y puso cuidadosamente manos a la obra, mordisqueando primero uno y luego el otro, y creciendo unas veces y decreciendo otras, hasta que consiguió recuperar su estatura normal.
Hacía tanto tiempo que no había tenido un tamaño ni siquiera aproximado al suyo, que al principio se le hizo un poco extraño. Pero no le costó mucho acostumbrarse y empezó a hablar consigo misma como solía.
– ¡Vaya, he realizado la mitad de mi plan! ¡Qué desconcertantes son estos cambios! ¡No puede estar una segura de lo que va a ser al minuto siguiente! Lo cierto es que he recobrado mi estatura normal. El próximo objetivo es entrar en aquel precioso jardín… Me pregunto cómo me las arreglaré para lograrlo.
Mientras decía estas palabras, llegó a un claro del bosque, donde se alzaba una casita de poco más de un metro de altura.
– Sea quien sea el que viva allí -pensó Alicia-, no puedo presentarme con este tamaño. ¡Se morirían del susto!
Así pues, empezó a mordisquear una vez más el pedacito de la mano derecha, Y no se atrevió a acercarse a la casita hasta haber reducido su propio tamaño a unos veinte centímetros.
Capítulo 6 – CERDO Y PIMIENTACERDO Y PIMIENTA
Alicia se quedó mirando la casa uno o dos minutos, y preguntándose lo que iba a hacer, cuando de repente salió corriendo del bosque un lacayo con librea (a Alicia le pareció un lacayo porque iba con librea; de no ser así, y juzgando sólo por su cara, habría dicho que era un pez) y golpeó enérgicamente la puerta con los nudillos. Abrió la puerta otro lacayo de librea, con una cara redonda y grandes ojos de rana. Y los dos lacayos, observó Alicia, llevaban el pelo empolvado y rizado. Le entró una gran curiosidad por saber lo que estaba pasando y salió cautelosamente del bosque para oír lo que decían.
El lacayo-pez empezó por sacarse de debajo del brazo una gran carta, casi tan grande como él, y se la entregó al otro lacayo, mientras decía en tono solemne:
– Para la Duquesa. Una invitación de la Reina para jugar al croquet.
El lacayo-rana lo repitió, en el mismo tono solemne, pero cambiando un poco el orden de las palabras:
– De la Reina. Una invitación para la Duquesa para jugar al croquet.
Después los dos hicieron una profunda reverencia, y los empolvados rizos entrechocaron y se enredaron.
A Alicia le dio tal ataque de risa que tuvo que correr a esconderse en el bosque por miedo a que la oyeran. Y, cuando volvió a asomarse, el lacayo-pez se había marchado y el otro estaba sentado en el suelo junto a la puerta, mirando estúpidamente el cielo.
Alicia se acercó tímidamente y llamó a la puerta.
– No sirve de nada llamar -dijo el lacayo-, y esto por dos razones. Primero, porque yo estoy en el mismo lado de la puerta que tú; segundo, porque están armando tal ruido dentro de la casa, que es imposible que te oigan.
Y efectivamente del interior de la casa salía un ruido espantoso: aullidos, estornudos y de vez en cuando un estrepitoso golpe, como si un plato o una olla se hubiera roto en mil pedazos.
– Dígame entonces, por favor -preguntó Alicia-, qué tengo que hacer para entrar.
– Llamar a la puerta serviría de algo -siguió el lacayo sin escucharla-, si tuviéramos la puerta entre nosotros dos. Por ejemplo, si tú estuvieras dentro, podrías llamar, y yo podría abrir para que salieras, sabes.
Había estado mirando todo el rato hacia el cielo, mientras hablaba, y esto le pareció a Alicia decididamente una grosería. «Pero a lo mejor no puede evitarlo», se dijo para sus adentros. «¡Tiene los ojos tan arriba de la cabeza! Aunque por lo menos podría responder cuando se le pregunta algo».
– ¿Qué tengo que hacer para entrar? -repitió ahora en voz alta.
– Yo estaré sentado aquí -observó el lacayo- hasta mañana…
En este momento la puerta de la casa se abrió, y un gran plato salió zumbando por los aires, en dirección a la cabeza del lacayo: le rozó la nariz y fue a estrellarse contra uno de los árboles que había detrás.
– … o pasado mañana, quizás -continuó el lacayo en el mismo tono de voz, como si no hubiese pasado absolutamente nada.
– ¿Qué tengo que hacer para entrar? -volvió a preguntar Alicia alzando la voz.
– Pero ¿tienes realmente que entrar? -dijo el lacayo-. Esto es lo primero que hay que aclarar, sabes.
Era la pura verdad, pero a Alicia no le gustó nada que se lo dijeran.
– ¡Qué pesadez! -masculló para sí-. ¡Qué manera de razonar tienen todas estas criaturas! ¡Hay para volverse loco!
Al lacayo le pareció ésta una buena oportunidad para repetir su observación, con variaciones:
– Estaré sentado aquí -dijo- días y días.
– Pero ¿qué tengo que hacer yo? -insistió Alicia.
– Lo que se te antoje -dijo el criado, y empezó a silbar.
– ¡Oh, no sirve para nada hablar con él! -murmuró Alicia desesperada-. ¡Es un perfecto idiota!
Abrió la puerta y entró en la casa.
La puerta daba directamente a una gran cocina, que estaba completamente llena de humo. En el centro estaba la Duquesa, sentada sobre un taburete de tres patas y con un bebé en los brazos. La cocinera se inclinaba sobre el fogón y revolvía el interior de un enorme puchero que parecía estar lleno de sopa.
– ¡Esta sopa tiene por descontado demasiada pimienta! -se dijo Alicia para sus adentros, mientras soltaba el primer estornudo.
Donde si había demasiada pimienta era en el aire. Incluso la Duquesa estornudaba de vez en cuando, y el bebé estornudaba y aullaba alternativamente, sin un momento de respiro. Los únicos seres que en aquella cocina no estornudaban eran la cocinera y un rollizo gatazo que yacía cerca del fuego, con una sonrisa de oreja a oreja.
– ¿Por favor, podría usted decirme -preguntó Alicia con timidez, pues no estaba demasiado segura de que fuera correcto por su parte empezar ella la conversación- por qué sonríe su gato de esa manera?
– Es un gato de Cheshire -dijo la Duquesa-, por eso sonríe. ¡Cochino!
Gritó esta última palabra con una violencia tan repentina, que Alicia estuvo a punto de dar un salto, pero en seguida se dio cuenta de que iba dirigida al bebé, y no a ella, de modo que recobró el valor y siguió hablando.
– No sabía que los gatos de Cheshire estuvieran siempre sonriendo. En realidad, ni siquiera sabía que los gatos pudieran sonreír.
– Todos pueden -dijo la Duquesa-, y muchos lo hacen.
– No sabía de ninguno que lo hiciera -dijo Alicia muy amablemente, contenta de haber iniciado una conversación.
– No sabes casi nada de nada -dijo la Duquesa-. Eso es lo que ocurre.
A Alicia no le gustó ni pizca el tono de la observación, y decidió que sería oportuno cambiar de tema. Mientras estaba pensando qué tema elegir, la cocinera apartó la olla de sopa del fuego, y comenzó a lanzar todo lo que caía en sus manos contra la Duquesa y el bebé: primero los hierros del hogar, después una lluvia de cacharros, platos y fuentes. La Duquesa no dio señales de enterarse, ni siquiera cuando los proyectiles la alcanzaban, y el bebé berreaba ya con tanta fuerza que era imposible saber si los golpes le dolían o no.
– ¡Oh, por favor, tenga usted cuidado con lo que hace! -gritó Alicia, mientras saltaba asustadísima para esquivar los proyectiles-. ¡Le va a arrancar su preciosa nariz! -añadió, al ver que un caldero extraordinariamente grande volaba muy cerca de la cara de la Duquesa.
– Si cada uno se ocupara de sus propios asuntos -dijo la Duquesa en un gruñido-, el mundo giraría mucho mejor y con menos pérdida de tiempo.
– Lo cual no supondría ninguna ventaja -intervino Alicia, muy contenta de que se presentara una oportunidad de hacer gala de sus conocimientos-. Si la tierra girase más aprisa, ¡imagine usted el lío que se armaría con el día y la noche! Ya sabe que la tierra tarda veinticuatro horas en ejecutar un giro completo sobre su propio eje…
– Hablando de ejecutar -interrumpió la Duquesa-, ¡que le corten la cabeza!
Alicia miró a la cocinera con ansiedad, para ver si se disponía a hacer algo parecido, pero la cocinera estaba muy ocupada revolviendo la sopa y no parecía prestar oídos a la conversación, de modo que Alicia se animó a proseguir su lección:
– Veinticuatro horas, creo, ¿o son doce? Yo…
– Tú vas a dejar de fastidiarme -dijo la Duquesa-. ¡Nunca he soportado los cálculos!
Y empezó a mecer nuevamente al niño, mientras le cantaba una especie de nana, y al final de cada verso propinaba al pequeño una fuerte sacudida.
Grítale y zurra al niñito
si se pone a estornudar,
porque lo hace el bendito
sólo para fastidiar.
CORO
(Con participación de la cocinera y el bebé)
¡Gua! ¡Gua! ¡Gua!
Cuando comenzó la segunda estrofa, la Duquesa lanzó al niño al aire, recogiéndolo luego al caer, con tal violencia que la criatura gritaba a voz en cuello. Alicia apenas podía distinguir las palabras:
A mi hijo le grito,
y si estornuda, ¡menuda paliza!
Porque, ¿es que acaso no le gusta
la pimienta cuando le da la gana?
CORO
¡Gua! ¡Gua! ¡Gua!
– ¡Ea! ¡Ahora puedes mecerlo un poco tú, si quieres! -dijo la Duquesa al concluir la canción, mientras le arrojaba el bebé por el aire-. Yo tengo que ir a arreglarme para jugar al croquet con la Reina.
Y la Duquesa salió apresuradamente de la habitación. La cocinera le tiró una sartén en el último instante, pero no la alcanzó.
Alicia cogió al niño en brazos con cierta dificultad, pues se trataba de una criaturita de forma extraña y que forcejeaba con brazos y piernas en todas direcciones, «como una estrella de mar», pensó Alicia. El pobre pequeño resoplaba como una maquina de vapor cuando ella lo cogió, y se encogía y se estiraba con tal furia que durante los primeros minutos Alicia se las vio y deseó para evitar que se le escabullera de los brazos.
En cuanto encontró el modo de tener el niño en brazos (modo que consistió en retorcerlo en una especie de nudo, la oreja izquierda y el pie derecho bien sujetos para impedir que se deshiciera), Alicia lo sacó al aire libre. «Si no me llevo a este niño conmigo», pensó, «seguro que lo matan en un día o dos.
¿Acaso no sería un crimen dejarlo en esta casa?» Dijo estas últimas palabras en alta voz, y el pequeño le respondió con un gruñido (para entonces había dejado ya de estornudar).
– No gruñas -le riñó Alicia-. Ésa no es forma de expresarse.
El bebé volvió a gruñir, y Alicia le miró la cara con ansiedad, para ver si le pasaba algo. No había duda de que tenía una nariz muy respingona, mucho más parecida a un hocico que a una verdadera nariz. Además los ojos se le estaban poniendo demasiado pequeños para ser ojos de bebé. A Alicia no le gustaba ni pizca el aspecto que estaba tomando aquello. «A lo mejor es porque ha estado llorando», pensó, y le miró de nuevo los ojos, para ver si había alguna lágrima. No, no había lágrimas.
– Si piensas convertirte en un cerdito, cariño -dijo Alicia muy seria-, yo no querré saber nada contigo. ¡Conque ándate con cuidado!
La pobre criaturita volvió a soltar un quejido (¿o un gruñido? era imposible asegurarlo), y los dos anduvieron en silencio durante un rato.
Alicia estaba empezando a preguntarse a sí misma: «Y ahora, ¿qué voy a hacer yo con este chiquillo al volver a mi casa?», cuando el bebé soltó otro gruñido, con tanta violencia que volvió a mirarlo alarmada. Esta vez no cabía la menor duda: no era ni más ni menos que un cerdito, y a Alicia le pareció que sería absurdo seguir llevándolo en brazos.
Así pues, lo dejó en el suelo, y sintió un gran alivio al ver que echaba a trotar y se adentraba en el bosque.
«Si hubiera crecido», se dijo a sí misma, «hubiera sido un niño terriblemente feo, pero como cerdito me parece precioso». Y empezó a pensar en otros niños que ella conocía y a los que les sentaría muy bien convertirse en cerditos.