Alicia En El Pais De Las Maravillas - Carroll Lewis 7 стр.


Alicia había hablado con energía, pero el Sombrerero y la Liebre de Marzo la hicieron callar con sus «¡Chst! ¡Chst!», mientras el Lirón rezongaba indignado:

– Si no sabes comportarte con educación, mejor será que termines tú el cuento.

– No, por favor, ¡continúe! -dijo Alicia en tono humilde-. No volveré a interrumpirle. Puede que en efecto exista uno de estos pozos.

– ¡Claro que existe uno! -exclamó el Lirón indignado. Pero, sin embargo, estuvo dispuesto a seguir con el cuento-. Así pues, nuestras tres hermanitas… estaban aprendiendo a dibujar, sacando…

– ¿Qué sacaban? -preguntó Alicia, que ya había olvidado su promesa.

– Melaza -contestó el Lirón, sin tomarse esta vez tiempo para reflexionar.

– Quiero una taza limpia -les interrumpió el Sombrerero-. Corrámonos todos un sitio.

Se cambió de silla mientras hablaba, y el Lirón le siguió: la Liebre de Marzo pasó a ocupar el sitio del Lirón, y Alicia ocupó a regañadientes el asiento de la Liebre de Marzo. El Sombrerero era el único que salía ganando con el cambio, y Alicia estaba bastante peor que antes, porque la Liebre de Marzo acababa de derramar la leche dentro de su plato.

Alicia no quería ofender otra vez al Lirón, de modo que empezó a hablar con mucha prudencia:

– Pero es que no lo entiendo. ¿De donde sacaban la melaza?

– Uno puede sacar agua de un pozo de agua -dijo el Sombrerero-, ¿por qué no va a poder sacar melaza de un pozo de melaza? ¡No seas estúpida!

– Pero es que ellas estaban dentro, bien adentro -le dijo Alicia al Lirón, no queriéndose dar por enterada de las últimas palabras del Sombrerero.

– Claro que lo estaban -dijo el Lirón-. Estaban de lo más requetebién.

Alicia quedó tan confundida al ver que el Lirón había entendido algo distinto a lo que ella quería decir, que no volvió a interrumpirle durante un ratito.

– Nuestras tres hermanitas estaban aprendiendo, pues, a dibujar -siguió el Lirón, bostezando y frotándose los ojos, porque le estaba entrando un sueño terrible-, y dibujaban todo tipo de cosas… todo lo que empieza con la letra M…

– ¿Por qué con la M? -preguntó Alicia.

– ¿Y por qué no? -preguntó la Liebre de Marzo.

Alicia guardó silencio.

Para entonces, el Lirón había cerrado los ojos y empezaba a cabecear. Pero, con los pellizcos del Sombrerero, se despertó de nuevo, soltó un gritito y siguió la narración: -… lo que empieza con la letra M, como matarratas, mundo, memoria y mucho… muy, en fin todas esas cosas. Mucho, digo, porque ya sabes, como cuando se dice "un mucho más que un menos". ¿Habéis visto alguna vez el dibujo de un «mucho»?

– Ahora que usted me lo pregunta -dijo Alicia, que se sentía terriblemente confusa-, debo reconocer que yo no pienso…

– ¡Pues si no piensas, cállate! -la interrumpió el Sombrerero.

Esta última grosería era más de lo que Alicia podía soportar: se levantó muy disgustada y se alejó de allí. El Lirón cayó dormido en el acto, y ninguno de los otros dio la menor muestra de haber advertido su marcha, aunque Alicia miró una o dos veces hacia atrás, casi esperando que la llamaran. La última vez que los vio estaban intentando meter al Lirón dentro de la tetera.

– ¡Por nada del mundo volveré a poner los pies en ese lugar! -se dijo Alicia, mientras se adentraba en el bosque-. ¡Es la merienda más estúpida a la que he asistido en toda mi vida!

Mientras decía estas palabras, descubrió que uno de los árboles tenía una puerta en el tronco.

– ¡Qué extraño! -pensó-. Pero todo es extraño hoy. Creo que lo mejor será que entre en seguida.

Y entró en el árbol.

Una vez más se encontró en el gran vestíbulo, muy cerca de la mesita de cristal. «Esta vez haré las cosas mucho mejor», se dijo a sí misma. Y empezó por coger la llavecita de oro y abrir la puerta que daba al jardín. Entonces se puso a mordisquear cuidadosamente la seta (se había guardado un pedazo en el bolsillo), hasta que midió poco más de un palmo. Entonces se adentró por el estrecho pasadizo. Y entonces… entonces estuvo por fin en el maravilloso jardín, entre las flores multicolores y las frescas fuentes.

Capítulo 8 – EL CROQUET DE LA REINAEL CROQUET DE LA REINA

Un gran rosal se alzaba cerca de la entrada del jardín: sus rosas eran blancas, pero había allí tres jardineros ocupados en pintarlas de rojo. A Alicia le pareció muy extraño, y se acercó para averiguar lo que pasaba, y al acercarse a ellos oyó que uno de los jardineros decía:

– ¡Ten cuidado, Cinco! ¡No me salpiques así de pintura!

– No es culpa mía -dijo Cinco, en tono dolido-. Siete me ha dado un golpe en el codo.

Ante lo cual, Siete levantó los ojos dijo:

– ¡Muy bonito, Cinco! ¡Échale siempre la culpa a los demás!

– ¡Mejor será que calles esa boca! -dijo Cinco-. ¡Ayer mismo oí decir a la Reina que debían cortarte la cabeza!

– ¿Por qué? -preguntó el que había hablado en primer lugar.

– ¡Eso no es asunto tuyo, Dos! -dijo Siete.

– ¡Sí es asunto suyo! -protestó Cinco-. Y voy a decírselo: fue por llevarle a la cocinera bulbos de tulipán en vez de cebollas.

Siete tiró la brocha al suelo y estaba empezando a decir: «¡Vaya! De todas las injusticias…», cuando sus ojos se fijaron casualmente en Alicia, que estaba allí observándolos, y se calló en el acto. Los otros dos se volvieron también hacia ella, y los tres hicieron una profunda reverencia.

– ¿Querrían hacer el favor de decirme -empezó Alicia con cierta timidez- por qué están pintando estas rosas?

Cinco y Siete no dijeron nada, pero miraron a Dos. Dos empezó en una vocecita temblorosa:

– Pues, verá usted, señorita, el hecho es que esto tenía que haber sido un rosal rojo, y nosotros plantamos uno blanco por equivocación, y, si la Reina lo descubre, nos cortarán a todos la cabeza, sabe. Así que, ya ve, señorita, estamos haciendo lo posible, antes de que ella llegue, para…

En este momento, Cinco, que había estado mirando ansiosamente por el jardín, gritó: «¡La Reina! ¡La Reina!», y los tres jardineros se arrojaron inmediatamente de bruces en el suelo. Se oía un ruido de muchos pasos, y Alicia miró a su alrededor, ansiosa por ver a la Reina.

Primero aparecieron diez soldados, enarbolando tréboles. Tenían la misma forma que los tres jardineros, oblonga y plana, con las manos y los pies en las esquinas. Después seguían diez cortesanos, adornados enteramente con diamantes, y formados, como los soldados, de dos en dos. A continuación venían los infantes reales; eran también diez, y avanzaban saltando, cogidos de la mano de dos en dos, adornados con corazones. Después seguían los invitados, casi todos reyes y reinas, y entre ellos Alicia reconoció al Conejo Blanco: hablaba atropelladamente, muy nervioso, sonriendo sin ton ni son, y no advirtió la presencia de la niña. A continuación venía el Valet de Corazones, que llevaba la corona del Rey sobre un cojín de terciopelo carmesí. Y al final de este espléndido cortejo avanzaban EL REY Y LA REINA DE CORAZONES.

Alicia estaba dudando si debería o no echarse de bruces como los tres jardineros, pero no recordaba haber oído nunca que tuviera uno que hacer algo así cuando pasaba un desfile. «Y además», pensó, «¿de qué serviría un desfile, si todo el mundo tuviera que echarse de bruces, de modo que no pudiera ver nada?» Así pues, se quedó quieta donde estaba, y esperó.

Cuando el cortejo llegó a la altura de Alicia, todos se detuvieron y la miraron, y la Reina preguntó severamente:

– ¿Quién es ésta?

La pregunta iba dirigida al Valet de Corazones, pero el Valet no hizo más que inclinarse y sonreír por toda respuesta.

– ¡Idiota! -dijo la Reina, agitando la cabeza con impaciencia, y, volviéndose hacia Alicia, le preguntó-: ¿Cómo te llamas, niña?

– Me llamo Alicia, para servir a Su Majestad -contestó Alicia en un tono de lo más cortés, pero añadió para sus adentros: «Bueno, a fin de cuentas, no son más que una baraja de cartas. ¡No tengo por qué sentirme asustada!»

– ¿Y quiénes son éstos? -siguió preguntando la Reina, mientras señalaba a los tres jardineros que yacían en torno al rosal.

Porque, claro, al estar de bruces sólo se les veía la parte de atrás, que era igual en todas las cartas de la baraja, y la Reina no podía saber si eran jardineros, o soldados, o cortesanos, o tres de sus propios hijos.

– ¿Cómo voy a saberlo yo? -replicó Alicia, asombrada de su propia audacia-.

¡No es asunto mío!

La Reina se puso roja de furia, y, tras dirigirle una mirada fulminante y feroz, empezó a gritar:

– ¡Que le corten la cabeza! ¡Que le corten…!

– ¡Tonterías! -exclamó Alicia, en voz muy alta y decidida.

Y la Reina se calló.

El Rey le puso la mano en el brazo, y dijo con timidez:

Considera, cariño, que sólo se trata de una niña!

La Reina se desprendió furiosa de él, y dijo al Valet:

– ¡Dales la vuelta a éstos!

Y así lo hizo el Valet, muy cuidadosamente, con un pie.

– ¡Arriba! -gritó la Reina, en voz fuerte y detonante.

Y los tres jardineros se pusieron en pie de un salto, y empezaron a hacer profundas reverencias al Rey, a la Reina, a los infantes reales, al Valet y a todo el mundo.

– ¡Basta ya! -gritó la Reina-. ¡Me estáis poniendo nerviosa! -Y después, volviéndose hacia el rosal, continuó-: ¡Qué diablos habéis estado haciendo aquí?

– Con la venia de Su Majestad -empezó a explicar Dos, en tono muy humilde, e hincando en el suelo una rodilla mientras hablaba-, estábamos intentando…

– ¡Ya lo veo! -estalló la Reina, que había estado examinando las rosas ¡Que les corten la cabeza!

Y el cortejo se puso de nuevo en marcha, aunque tres soldados se quedaron allí para ejecutar a los desgraciados jardineros, que corrieron a refugiarse junto a Alicia.

– ¡No os cortarán la cabeza! -dijo Alicia, y los metió en una gran maceta que había allí cerca.

Los tres soldados estuvieron algunos minutos dando vueltas por allí, buscando a los jardineros, y después se marcharon tranquilamente tras el cortejo.

– ¿Han perdido sus cabezas? -gritó la Reina.

– Sí, sus cabezas se han perdido, con la venia de Su Majestad -gritaron los soldados como respuesta.

– ¡Muy bien! -gritó la Reina-. ¿Sabes jugar al croquet?

Los soldados guardaron silencio, y volvieron la mirada hacia Alicia, porque era evidente que la pregunta iba dirigida a ella.

– ¡Sí! -gritó Alicia.

– ¡Pues andando! -vociferó la Reina.

Y Alicia se unió al cortejo, preguntándose con gran curiosidad qué iba a suceder a continuación.

– Hace… ¡hace un día espléndido! -murmuró a su lado una tímida vocecilla.

Alicia estaba andando al lado del Conejo Blanco, que la miraba con ansiedad.

– Mucho -dijo Alicia-. ¿Dónde está la Duquesa?

– ¡Chitón! ¡Chit6n! -dijo el Conejo en voz baja y apremiante. Miraba ansiosamente a sus espaldas mientras hablaba, y después se puso de puntillas, acercó el hocico a la oreja de Alicia y susurró-: Ha sido condenada a muerte.

– ¿Por qué motivo? -quiso saber Alicia.

– ¿Has dicho «pobrecilla»? -preguntó el Conejo.

– No, no he dicho eso. No creo que sea ninguna «pobrecilla». He dicho: ¿Por qué motivo?»

– Le dio un sopapo a la Reina… -empezó a decir el Conejo, y a Alicia le dio un ataque de risa-. ¡Chitón! ¡Chitón! -suplicó el Conejo con una vocecilla aterrada-. ¡Va a oírte la Reina! Lo ocurrido fue que la Duquesa llegó bastante tarde, y la Reina dijo…

– ¡Todos a sus sitios! -gritó la Reina con voz de trueno.

Y todos se pusieron a correr en todas direcciones, tropezando unos con otros.

Sin embargo, unos minutos después ocupaban sus sitios, y empezó el partido.

Alicia pensó que no había visto un campo de croquet tan raro como aquél en toda su vida. Estaba lleno de montículos y de surcos. as bolas eran erizos vivos, los mazos eran flamencos vivos, y los soldados tenían que doblarse y ponerse a cuatro patas para formar los aros.

La dificultad más grave con que Alicia se encontró al principio fue manejar a su flamenco. Logró dominar al pajarraco metiéndoselo debajo del brazo, con las patas colgando detrás, pero casi siempre, cuando había logrado enderezarle el largo cuello y estaba a punto de darle un buen golpe al erizo con la cabeza del flamenco, éste torcía el cuello y la miraba derechamente a los ojos con tanta extrañeza, que Alicia no podía contener la risa. Y cuando le había vuelto a bajar la cabeza y estaba dispuesta a empezar de nuevo, era muy irritante descubrir que el erizo se había desenroscado y se alejaba arrastrándose. Por si todo esto no bastara, siempre había un montículo o un surco en la dirección en que ella quería lanzar al erizo, y, como además los soldados doblados en forma de aro no paraban de incorporarse y largarse a otros puntos del campo, Alicia llegó pronto a la conclusión de que se trataba de una partida realmente difícil.

Los jugadores jugaban todos a la vez, sin esperar su turno, discutiendo sin cesar y disputándose los erizos. Y al poco rato la Reina había caído en un paroxismo de furor y andaba de un lado a otro dando patadas en el suelo y gritando a cada momento «¡Que le corten a éste la cabeza!» o «¡Que le corten a ésta la cabeza!».

Alicia empezó a sentirse incómoda: a decir verdad ella no había tenido todavía ninguna disputa con la Reina, pero sabía que podía suceder en cualquier instante. «Y entonces», pensaba, «¿qué será de mí? Aquí todo lo arreglan cortando cabezas. Lo extraño es que quede todavía alguien con vida!»Estaba buscando pues alguna forma de escapar, Y preguntándose si podría irse de allí sin que la vieran, cuando advirtió una extraña aparición en el aire.

Al principio quedó muy desconcertada, pero, después de observarla unos minutos, descubrió que se trataba de una sonrisa, y se dijo:

– Es el Gato de Cheshire. Ahora tendré alguien con quien poder hablar.

– ¿Qué tal estás? -le dijo el Gato, en cuanto tuvo hocico suficiente para poder hablar.

Alicia esperó hasta que aparecieron los ojos, y entonces le saludó con un gesto. «De nada servirá que le hable», pensó, «hasta que tenga orejas, o al menos una de ellas». Un minuto después había aparecido toda la cabeza, Y entonces Alicia dejó en el suelo su flamenco y empezó a contar lo que, ocurría en el juego, muy contenta de tener a alguien que la escuchara. El Gato creía sin duda que su parte visible era ya suficiente, y no apareció nada más.

– Me parece que no juegan ni un poco limpio -empezó Alicia en tono quejumbroso-, y se pelean de un modo tan terrible que no hay quien se entienda, y no parece que haya reglas ningunas… Y, si las hay, nadie hace caso de ellas… Y no puedes imaginar qué lío es el que las cosas estén vivas.

Por ejemplo, allí va el aro que me tocaba jugar ahora, ¡justo al otro lado del campo! ¡Y le hubiera dado ahora mismo al erizo de la Reina, pero se largó cuando vio que se acercaba el mío!

– ¿Qué te parece la Reina? -dijo el Gato en voz baja.

– No me gusta nada -dijo Alicia. Es tan exagerada… -En este momento, Alicia advirtió que la Reina estaba justo detrás de ella, escuchando lo que decía, de modo que siguió-:… tan exageradamente dada a ganar, que no merece la pena terminar la partida.

La Reina sonrió y reanudó su camino.

– ¿Con quién estás hablando? -preguntó el Rey, acercándose a Alicia y mirando la cabeza del Gato con gran curiosidad.

– Es un amigo mío… un Gato de Cheshire -dijo Alicia-. Permita que se lo presente.

– No me gusta ni pizca su aspecto -aseguró el Rey-. Sin embargo, puede besar mi mano si así lo desea.

– Prefiero no hacerlo -confesó el Gato.

– No seas impertinente -dijo el Rey-, ¡Y no me mires de esta manera!

Y se refugió detrás de Alicia mientras hablaba.

– Un gato puede mirar cara a cara a un rey -sentenció Alicia-. Lo he leído en un libro, pero no recuerdo cuál.

– Bueno, pues hay que eliminarlo -dijo el Rey con decisión, y llamó a la Reina, que precisamente pasaba por allí-. ¡Querida! ¡Me gustaría que eliminaras a este gato!

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