Un mundo feliz - Huxley Aldous Leonard 11 стр.


Y, volviéndose bruscamente en su silla, cogió la pluma y empezó a escribir.

Esto le enseñará, se dijo. Pero estaba equivocado. Porque Bernard salió de su despacho cerrando de golpe la puerta tras de sí, crecido, exultante ante el pensamiento de que se hallaba solo, enzarzado en una lucha heroica contra el orden de las cosas; animado por la embriagadora conciencia de su significación e importancia individual. Ni siquiera la amenaza de un castigo le desanimaba; más bien constituía para él un estimulante. Se sentía lo bastante fuerte para resistir y soportar el castigo, lo bastante fuerte hasta para enfrentarse con Islandia. Y esta confianza era mayor cuanto que, en realidad, estaba íntimamente convencido de que no debería enfrentarse con nada de aquello. A la gente no se la traslada por cosas como aquéllas. Islandia no era más que una amenaza. Una amenaza sumamente estimulante. Avanzando por el pasillo, Bernard no pudo contener su deseo de silbotear una canción.

Por la noche, en su entrevista con Watson, su versión de la charla sostenida con el director cobró visos de heroicidad.

– Después de lo cual -concluyó-, me limité a decirle que podía irse al Pasado sin Fin, y salí del despacho. Y esto fue todo.

Miró a Helmholtz Watson con expectación, es. perando su simpatía, su admiración. Pero Helmholtz no dijo palabra, y permaneció sentado, con los ojos fijos en el suelo.

Apreciaba a Bernard; le agradecía el hecho de ser el único de sus conocidos con quien podía hablar de cosas que presentía que eran importantes. Sin embargo, había cosas, en Bernard, que le parecían odiosas. Por ejemplo, aquella fanfarronería. Y los estallidos de autocompasión con que la alternaba. Y su deplorable costumbre de mostrarse muy osado después de ocurridos los hechos, y de exhibir una gran presencia de ánimo… en ausencia. Odiaba todo esto, precisamente porque apreciaba a Bernard. Los segundos pasaban. Helmholtz seguía mirando al suelo. Y, súbitamente, Bernard, sonrojándose, se alejó.

3

El viaje transcurrió sin el menor incidente. El Cohete Azul del Pacífico llegó a Nueva Orleáns con dos minutos y medio de anticipación, perdió cuatro minutos a causa de un tornado en Texas, pero al llegar a los 9511 de longitud Oeste penetró en una corriente de aire favorable y pudo aterrizar en Santa Fe con menos de cuarenta segundos de retraso con respecto a la hora prevista.

– Cuarenta segundos en un vuelo de seis horas y media. No está mal -reconoció Lenina.

Aquella noche durmieron en Santa Fe. El hotel era excelente, incomparablemente mejor, por ejemplo, que el horrible Palacio de la Aurora Boreal en el que Lenina había sufrido tanto el verano anterior. En todas las habitaciones había aire líquido, televisión, masaje por vibración, radio, solución de cafeína hirviente, anticoncepcionales calientes y ocho clases diferentes de perfumes. Cuando entraron en el vestíbulo, el aparato de música sintética estaba en funcionamiento y no dejaba nada que desear. Un letrero en el ascensor informaba de que en el hotel había sesenta pistas móviles de juego de pelota y que en el parque se podía jugar al Golf de Obstáculos y al Electromagnético.

– ¡Es realmente estupendo! -exclamó Lenina-. Casi me entran ganas de quedarme aquí. ¡Sesenta pistas móviles…!

– En la Reserva no habrá ni una sola -le advirtió Bernard-. Ni perfumes, ni televisión, ni siquiera agua caliente. Si crees que no podrás resistirlo quédate aquí hasta que yo vuelva.

Lenina se ofendió.

– Claro que puedo resistirlo. Sólo dije que esto es estupendo porque…, bueno, porque el progreso es estupendo, ¿no es verdad?

– Quinientas repeticiones una vez por semana desde los trece años a los dieciséis -dijo Bernard, aburrido, como para sí mismo. -¿Qué decías?

– Dije que el progreso es estupendo. Por esto no debes ir conmigo a la Reserva, a menos que lo desees de veras.

– Pues lo deseo.

– De acuerdo, entonces -dijo Bernard, casi en tono de amenaza.

Su permiso requería la firma del Guardán de la Reserva, a cuyo despacho acudieron debidamente a la mañana siguiente. Un portero negro Epsilon-Menos pasó la tarjeta de Bernard, y casi inmediatamente les hicieron pasar.

El Guardián era un Alfa-Menos, rubio y braquicéfalo, bajo, rubicundo, de cara redonda y anchos hombros, con una voz fuerte y sonora, muy adecuada para enunciar ciencia hipnopédica. Era una auténtica mina de informaciones innecesarias y de consejos que nadie le pedía. En cuanto empezaba, no acababa nunca, con su voz de trueno, resonante…

– …quinientos sesenta mil kilómetros cuadrados divididos en cuatro Sub-Reservas, cada una de ellas rodeada por una valla de cables de alta tensión.

En aquel instante, sin razón alguna, Bernard recordó de pronto que se había dejado abierto el grifo del agua de Colonia de su cuarto de baño, en Londres.

– …alimentada con corriente procedente de la central hidroeléctrica del Gran Cañón…

Me costará una fortuna cuando vuelva. Mentalmente, Bernard veía el indicador de su contador de perfume girando incansablemente. Debo telefonear inmediatamente a Helmholtz Watson. -…más de cinco mil kilómetros de valla a sesenta mil voltios.

– No me diga -dijo Lenina, cortésmente, sin tener la menor idea de lo que el Guardián decía, pero aprovechando la pausa teatral que el hombre acababa de hacer.

Cuando el Guardián había iniciado su retumbante peroración, Lenina, disimuladamente, había tragado medio gramo de soma, y gracias a ello podía permanecer sentada, serena, pero sin escuchar ni pensar en nada, fijos sus ojos azules en el rostro del Guardián, con una expresión de atención casi extática.

– Tocar la valla equivale a morir instantáneamente -decía el Guardián solemnemente-. No hay posibilidad alguna de fugarse de la Reserva para Salvajes.

La palabra fugarse era sugestiva.

– ¿Y si fuéramos allá? -sugirió, iniciando el ademán de levantarse.

La manecilla negra del contador seguía moviéndose, perforando el tiempo, devorando su dinero.

– No hay fuga posible -repitió el Guardián, indicándole que volviera a sentarse; y, como el permiso aún no estaba firmado, Bernard no tuvo más remedio que obedecer-. Los que han nacido en la Reserva… Porque, recuerde, mi querida señora -agregó, sonriendo obscenamente a Lenina y hablando en un murmullo indecente-, recuerde que en la Reserva los niños todavía nacen, sí, tal como se lo digo, nacen, por nauseabundo que pueda parecernos…

El hombre esperaba que su referencia a aquel tema vergonzoso obligara a Lenina a sonrojarse; pero ésta, estimulada por el soma, se limitó a sonreír con inteligencia y a decir:

– No me diga.

Decepcionado, el Guardián reanudó la peroración.

– Los que nacen en la Reserva, repito, están destinados a morir en ella.

Destinados a morir… Un decilitro de agua de Colonia por minuto. Seis litros por hora.

– Tal vez -intervino de nuevo Bernard-, tal vez deberíamos…

Inclinándose hacia delante, el Guardián tamborileó en la mesa con el dedo índice.

– Si ustedes me preguntan cuánta gente vive en la Reserva, les diré que no lo sabemos. Sólo podemos suponerlo.

– No me diga.

– Pues sí se lo digo, mi querida señora.

Seis por veinticuatro… no, serían ya seis por treinta y seis… Bernard estaba pálido y tembloroso de impaciencia. Pero, inexorablemente, la disertación proseguía.

– … Unos sesenta mil indios y mestizos…, absolutamente salvajes… Nuestros inspectores los visitan de vez en cuando… aparte de esto, ninguna comunicación con el mundo civilizado… conservan todavía sus repugnantes hábitos y costumbres… matrimonio, suponiendo que ustedes sepan a qué me refiero; familias… nada de condicionamiento… monstruosas supersticiones… Cristianismo, totemismos y adoración de los antepasados… lenguas muertas, como el zuñí, el español y el atabascano… pumas, puerco-espines y otros animales feroces… enfermedades infecciosas… sacerdotes… lagartos venenosos…

– No me diga.

Por fin los soltó. Bemard se lanzó corriendo a un teléfono. De prisa, de prisa; pero le costó tres minutos encontrar a Helmholtz Watson.

– A estas horas ya podríamos estar entre los salvajes -se lamentó-. ¡Maldita

incompetencia!

– Toma un gramo -sugirió Lenina.

Bernard se negó a ello, prefería su ira. Y, por fin, gracias a Ford, lo logró; sí, allá estaba Helmholtz; Helmholtz, a quien explicó lo que ocurría, y quien prometió ir allá inmediatamente y cerrar el grifo; sí, inmediatamente, pero al mismo tiempo aprovechó la oportunidad para repetirle lo que D.I.C. había dicho en público la noche anterior. -¿Cómo? ¿Que busca un sustituto para mí? -La voz de Bernard era agónica-. ¿Así que está decidido? ¿Habló de Islandia? ¿Sí? ¡Ford! ¡Islandia…!

Colgó el receptor y se volvió hacia Lenina. Su rostro aparecía muy pálido, con una expresión abatida.

– ¿Qué ocurre? -preguntó la muchacha.

– ¿Qué ocurre? -Bernard se dejó caer pesadamente en una silla-. Van a enviarme a Islandia.

En el pasado, a menudo se había preguntado qué efecto debía de producir ser objeto (privado de soma y sin otros recursos que los interiores) de algún gran proceso, de algún castigo, de alguna persecución; y hasta había deseado el sufrimiento. Apenas hacía una semana, en el despacho del director, se había imaginado a sí mismo resistiendo valerosamente, aceptando estoicamente el sufrimiento sin una sola queja. En realidad, las amenazas del director lo habían exaltado, le habían inducido a sentirse grande, importante. Pero ello -ahora se daba perfecta cuenta- obedecía a que no las había tomado en serio; no había creído ni por un instante que, en el momento de la verdad, el D.I.C. tomara decisión alguna. Pero ahora que, al parecer, las amenazas iban a cumplirse, Bernard estaba aterrado. No quedaba ni rastro de su estoicismo imaginativo, de su valor puramente teórico.

Lenina movió la cabeza.

– Él fue y él será tanto me dan -citó-. Un gramo tomarás y sólo el es verás.

Al fin le convenció para que se tomara cuatro tabletas de soma. Al cabo de cinco minutos, raíces y frutos habían sido abolidos; sólo la flor del presente se abría, lozana. Un mensaje del portero les avisó que, siguiendo órdenes del Guardián, un vigilante de la Reserva había acudido en avión y les esperaba en la azotea. Bernard y Lenina subieron inmediatamente. Un ochavón de uniforme verde de Gamma les saludó y procedió a recitar el programa matinal.

Vista panorámica de diez o doce de los principales pueblos, y aterrizaje para almorzar en el Valle de Malpaís. El parador era cómodo, y en el pueblo los salvajes probablemente celebrarían su festival de verano. Sería el lugar más adecuado para pasar la noche.

Ocuparon sus asientos en el avión y despegaron. Diez minutos más tarde cruzaban la frontera que separaba la civilización del salvajismo. Subiendo y bajando por las colinas, cruzando los desiertos de sal o de arena, a través de los bosques y de las profundidades violeta de los caiíones, por encima de despeñaderos, picos y mesetas llanas, la valla seguía ininterrumpidamente la línea recta, el símbolo geométrico del propósito humano triunfante. Y al pie de la misma, aquí y allá, un mosaico de huesos blanqueados o una carroña oscura, todavía no corrompida en el atezado suelo, señalaba el lugar donde un cíervo o un voraz zopilote atraído por el tufo de la carroña y fulminado como por una especie de justicia poética, se habían acercado demasiado a los cables aniquiladores.

– Nunca escarmientan -dijo el piloto del uniforme verde, señalando los esqueletos que, debajo de ellos, cubrían el suelo-. Y nunca escarmentarán -agregó riendo.

Bernard también rió; gracias a los dos gramos de soma, el chiste, por alguna razón, se le antojó gracioso.

Rió y después, casi inmediatamente, quedó sumido en el sueño, y, durmiendo, fue llevado por encima de Taos y Tesuco; de Namba, Picores y Pojoaque, de Sía y Cochiti, de Laguna, Acoma y la Mesa Encantada, de Cibola y Ojo Caliente, y despertó al fin para encontrar el aparato posado ya en el suelo, Lenina trasladando las maletas a una casita cuadrada, y el ochavón Gamma verde hablando incomprensiblemente con un joven indio.

– Malpaís -anunció el piloto, cuando Bernard se apeó-. Ésta es la hospedería. Y por la tarde habrá danza en el pueblo. Este hombre los acompañará. -Y señaló al joven salvaje de aspecto adusto-. Espero que se diviertan -sonrió-. Todo lo que hacen es divertido. -Con estas palabras, subió de nuevo al aparato y puso en marcha los motores-. Mañana volveré. Y recuerde -agregó tranquilizadoramente, dirigiéndose a Lenina- que son completamente mansos; los salvajes no les harán daño alguno. Tienen la suficiente experiencia de las bombas de gas para saber que no deben hacerles ninguna jugarreta.

Riendo todavía, puso en marcha la hélice del autogiro, aceleró y partió.

CAPITULO VII

La altiplanicie era como un navío anclado en un estrecho de polvo leonado. El canal zigzagueaba entre orillas escarpadas, y de un muro a otro corría a través del valle una franja de verdor: el río y sus campos contiguos. En la proa de aquel navío de piedra, en el centro del estrecho, y como formando parte del mismo, se levantaba, como una excrecencia geométrica de la roca desnuda, el pueblo del Malpaís. Bloque sobre bloque, cada piso más pequeño que el inmediato inferior, las altas casas se levantaban como pirámides escalonadas y truncadas en el cielo azul. A sus pies yacía un batiburrillo de edificios bajos y una maraña de muros; en tres de sus lados se abrían pobre el llano sendos Precipicios Verticales. Unas pocas columnas de humo ascendían verticalmente en el aire inmóvil y se desvanecían en lo alto.

– ¡Qué raro es todo esto! -dijo Lenina-. Muy raro. -Era su expresión condenatoria favorita-. No me gusta. Y tampoco me gusta este hombre.

Señaló al guía indio que debía llevarles al pueblo. Tales sentimientos, evidentemente, eran recíprocos; el hombre les precedía y, por tanto, sólo le veían la espalda, pero aun ésta tenía algo de hostil.

– Además -agregó Lenina, bajando la voz-, apesta.

Bernard no intentó negarlo. Siguieron andando.

De pronto fue como si el aire todo hubiese cobrado ritmo, y latiera, latiera, con el movimiento incansable de la sangre. Allá arriba, en Malpaís, los tambores sonaban: involuntariamente, sus pies se adaptaron al ritmo de aquel misterioso corazón, y aceleraron el paso. El sendero que seguían los llevó al pie del precipicio. Los lados o costados de la gran altiplanicie torreaban por encima de ellos, casi a cien pies de altura.

– Ojalá hubiésemos traído el helicóptero -dijo Lenina, levantando la mirada con enojo ante el muro de roca-. Me fastidia andar. ¡Y, en el suelo, uno se siente tan pequeño, a los pies de una colina!

Cuando estaban en mitad de la ascensión, un águila pasó volando tan cerca de ellos, que sintieron en el rostro la ráfaga de aire frío provocada por sus alas. En una grieta de la roca veíase un montón de huesos. El conjunto resultaba opresivamente extravagante, y el indio despedía un olor cada vez más intenso. Salieron por fin del fondo del barranco a plena luz del sol, la parte superior de la altiplanicie era un llano liso, rocoso.

– Como la Torre de Charing-T -comentó Lenina.

Pero no tuvo ocasión de gozar largo rato del descubrimiento de aquel tranquilizador parecido. El rumor aterciopelado de unos pasos los obligó a volverse. Desnudos desde el cuello hasta el ombligo, con sus cuerpos morenos pintados con líneas blancas (como pistas de tenis de asfalto, diría Lenina más tarde) y sus rostros inhumanos cubiertos de arabescos escarlata, negro y ocre, dos indios se acercaban corriendo por el sendero.

Llevaban los negros cabellos trenzados con pieles de zorro y franela roja. Pendían de sus hombros sendos mantos de plumas de pavo; y enormes diademas de pluma formaban alegres halos en torno a sus cabezas. A cada paso que daban, sus brazaletes de plata y sus pesados collares de hueso y de cuentas de turquesa entrechocaban y sonaban alegremente. Se aproximaron sin decir palabra, corriendo en silencio con sus pies descalzos con mocasines de piel de ciervo.

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