Un mundo feliz - Huxley Aldous Leonard 13 стр.


Grandes lagrimones escapaban por entre sus párpados cerrados.

– Y el viaje de regreso de Stoke Poges, en avión, por la noche… Y luego un baño caliente y el masaje mecánico… Aquí, en cambio…

Aspiró una profunda bocanada de aire, movió la cabeza, volvió a abrir los ojos, se sorbió los mocos un par de veces, luego se sonó con los dedos y se los secó con la falda.

– ¡Oh, perdón! -dijo, en respuesta a la involuntaria mueca de asco de Lenina-. No debí hacerlo. Perdón. Pero, ¿qué se puede hacer cuando no hay pañuelos? Recuerdo cómo me trastornaba toda esta suciedad, la falta de asepsia. Cuando me trajeron aquí tenía una herida horrible en la cabeza. No puedes figurarte lo que me ponían en ella. Porquerías, sólo porquerías. Civilización es Esterilización, solía decirles yo. Y Arre, estreptococos, a Banbury-T, a ver cuartos de baño y retretes espléndidos, como si fueran niños. Pero, claro, no me entendían. Imposible. Y, al fin, supongo que me acostumbré. Por otra parte, ¿cómo se puede tener higiene si no hay una instalación de agua caliente? Mira esas ropas. La lana animal no es como el acetato. Dura eternidades. Y si se desgarra se supone que una la remienda. Pero yo soy una Beta; yo trabajaba en la Sala de Fecundación; nadie me enseñó jamás a hacer estas cosas. No era asunto de mi incumbencia. Además, no era bien visto. Cuando los vestidos se estropeaban había que tirarlos y comprar otros nuevos. A más remiendos, menos dinero. ¿No es verdad? Los remiendos eran antisociales. Pero aquí todo es diferente. Es como vivir entre locos. Todo lo que hacen es pura locura.

Linda miró a su alrededor; vio que John y Bernard las habían dejado solas y paseaban entre el polvo y la basura del exterior; aun así, bajó confidencialmente la voz y acercó tanto los labios a la oreja de Lenina que el hálito de veneno embrional agitó la pelusilla de su mejilla.

– Por ejemplo -susurró-, la forma en que la gente de aquí se empareja. Una locura, te lo aseguro, una auténtica locura. Todo el mundo pertenece a todo el mundo, ¿no es cierto? ¿No es cierto? -insistió, tirando a Lenina de la manga. Lenina, apartando la cabeza, asintió, soltó el aire que hasta entonces habla contenido y aspiró una nueva bocanada relativamente libre de malos olores-. Pues bien -prosiguió Linda-, aquí se supone que una sólo puede pertenecer a otra persona. Y si aceptas tratos con otros hombres te consideran mala y antisocial. Te odian y te desprecian. Una vez acudió un grupo de mujeres y armaron un escándalo porque sus hombres venían a verme. Bueno, ¿y por qué no? Y me pegaron la gran paliza… Fue horrible. No, no puedo contártelo. -Linda se tapó la cara con las manos y se estremeció-. Son odiosas, las mujeres de aquí. Locas, locas y crueles. Y, desde luego, no saben nada de ejercicios malthusianos, ni de frascos, ni de decantación, ni de nada. Por esto constantemente tienen hijos… como perras. Es asqueroso. Y pensar que yo… ¡Oh, Ford, Ford, Ford! Y, sin embargo, John fue un gran consuelo para mí. No sé qué hubiese hecho yo sin él. A pesar de que se ponía como loco cada vez que un hombre… Ya cuando era niño, no creas. Una vez, cuando ya era mayorcito, quiso matar al pobre Waihusiwa, o a Popé, no lo recuerdo bien, sólo porque alguna que otra vez venían a verme. Nunca logré que comprendiera que así es como debían obrar las personas civilizadas. Yo creo que la locura es contagiosa. En todo caso, John parece habérsela contagiado de los indios. Porque, naturalmente, convivió mucho con ellos. A pesar de que se portaban muy mal con él y no le dejaban hacer lo que los demás muchachos hacían. Lo cual, en cierta manera, fue una suerte, porque así me fue más fácil condicionarse un poco. Aunque no tienes idea de cuán difícil es. ¡Hay tantas cosas que una no sabe! No tenía por qué saberlas, claro. Quiero decir que, cuando un niño te pregunta cómo funciona un helicóptero o quién hizo el mundo… bueno, ¿qué puedes contestar si eres una Beta y siempre has trabajado en la Sala de Fecundación? ¿Que puedes contestar?

CAPITULO VIII

Fuera, entre el polvo y la basura (a la sazón había ya cuatro perros), Bernard y John paseaban lentamente.

– Para mí es muy difícil comprenderlo -decía Bernard-, reconstruir… Es como si viviéramos en diferentes planetas, en siglos diferentes. Una madre, y toda esta porquería, y dioses, y la vejez, y la enfermedad… -

Movió la cabeza-. Es casi inconcebible. Nunca lo comprenderé, a menos que me lo expliques.

– ¿Que te explique qué?

– Esto. -Y Bernard señaló el pueblo-. Y esto. -Y ahora señaló la casita en las afueras-. Todo. Toda tu vida.

– Pero, ¿qué puedo decir yo?

– Todo, desde el principio. Desde tan atrás como puedas recordar.

– Desde tan atrás como pueda recordar… -John frunció el ceño.

Siguió un largo silencio.

John recordaba una estancia enorme, muy oscura; había en ella unos armatostes de madera con unas cuerdas atadas a ellos, y muchas mujeres de pie, en torno a aquellos armatostes, tejiendo mantas, según dijo Linda. Linda le ordenó que se sentara en un rincón, con los otros niños. De pronto la gente empezó a hablar en voz muy alta, y unas mujeres empujaban a Linda hacia fuera, y Linda lloraba. Linda corrió hacia la puerta, y John tras ella. Le preguntó por qué estaban enojadas.

– Porque he roto una cosa -dijo Linda. Y entonces se enojó ella también-. ¿Por qué he de saber yo nada de sus estúpidos trabajos? -dijo-. ¡Salvajes!

John le preguntó qué quería decir salvajes. Cuando volvieron a casa, Popé esperaba en la puerta y entró con ellos. Llevaba una gran calabaza llena de un líquido que parecía agua; pero no era agua, sino algo que olía mal, quemaba en la boca y hacía toser. Linda bebió un poco y Popé también, y luego Linda rió mucho y habló con voz muy fuerte, y al final ella y Popé pasaron al otro cuarto. Cuando Popé se hubo marchado, John entró en la habitación. Linda estaba acostada y dormía profundamente.

Popé solía ir por la casa. Decía que el líquido de la calabaza se llamaba mescal; pero Linda decía que debía llamarse soma; sólo que después uno se encontraba mareado. John odiaba a Popé. Les odiaba a todos, a todos los hombres que iban a ver a Linda. Una tarde, después de jugar con otros niños -recordaba que hacía frío, y había nieve en las montañas-, John volvió a casa y oyó voces iracundas en el dormitorio. Eran de mujer, y decían palabras que él no entendía; pero sabía que eran palabras horribles. Luego, de pronto, ¡plas!, algo cayó al suelo; oyó movimiento de gente, y otro ruido, como cuando azotan a una mula, pero una mula carnosa; después Linda chilló: ¡Oh, no, no, no!

John entró corriendo. Había tres mujeres con mantos negros. Linda estaba acostada. Una de las mujeres la sujetaba por las muñecas. La otra se había sentado encima de sus piernas para que no pudiera patalear. La tercera la golpeaba con un látigo. Una, dos, tres veces; y cada vez Linda chillaba. Llorando, John se agarró al borde del manto de la mujer. Por favor, por favor. Con la mano que tenía libre, la mujer lo apartó. El látigo volvió a caer, y de nuevo Linda chilló. John agarró la mano fuerte y morena de la mujer entre las suyas y le pegó un mordisco con todas sus fuerzas. La mujer gritó, libró la mano que tenía cogida y le arreó tal empujón que lo derribó. Cuando todavía estaba en el suelo, la mujer lo azotó tres veces con el látigo. Le dolió como nunca le había dolido nada: como fuego. El látigo volvió a silbar y cayó. Pero esta vez chilló Linda.

– Pero, ¿por qué querían hacerte daño, Linda? -le preguntó aquella noche.

John lloraba, porque las señales rojas del látigo en la espalda le dolían terriblemente. Pero también lloraba porque la gente era tan brutal y mala, y porque él sólo era un niño y nada podía hacer contra ella.

– ¿Por qué querían hacerte daño, Linda?

– No lo sé. ¿Cómo puedo saberlo?

Era difícil entender lo que decía, porque Linda yacía boca abajo y tenía la cara sepultada en la almohada.

– Dicen que estos hombres son sus hombres -prosiguió.

Y era como si no le hablara a él, como si se lo dijera a alguien que se hallara dentro de ella misma. Una larga charla que John no entendía; y, al final, Linda volvió a chillar, más fuerte que nunca.

– ioh, no, no llores, Linda! ¡No llores!

John la abrazó con fuerza. Le pasó un brazo por el cuello.

Linda gritó:

– ¡Ten cuidado! ¡Mi hombro! ¡Oh!

Y lo apartó de sí, con fuerza. John fue a dar de cabeza contra la pared.

– ¡Imbécil! -le gritó su madre.

Y, de pronto, empezó a pegarle bofetadas.

Una, y otra, y otra más…

– ¡Linda! -gritó John-. ¡Oh, madre, no, no! -Yo no soy tu madre. Yo no quiero ser tu madre.

– Pero, Linda… ¡Oh!

Otro cachete en la mejilla.

– Me he vuelto como una salvaje -gritaba Linda-. Tengo hijos como un animal… De no haber sido por ti hubiese podido presentarme al Inspector, hubiese podido marcharme de aquí. Pero no con un hijo. Hubiese sido una vergüenza demasiado grande.

John adivinó que iba a pegarle de nuevo.y levantó un brazo para protegerse la cara -¡Oh, no, Linda, no, por favor! -¡Bestezuela!

Linda lo obligó a bajar el brazo, dejándole la cara al descubierto.

– ¡No, Linda!

John cerró los ojos, esperando el golpe.

Pero Linda no le pegó. Al cabo de un momento, John volvió a abrir los ojos y vio que su madre lo miraba. John intentó sonreírle. De pronto, Linda lo abrazó y empezó a besarle, una y otra vez.

Los momentos más felices eran cuando Linda le hablaba del Otro Lugar.

– ¿Y de veras puedes volar cuando se te antoja?

– De veras.

Y Linda le contaba lo de la hermosa música que salía de una caja, y los juegos estupendos a que se podía jugar, y las cosas deliciosas de comer y de beber que había, y la luz que surgía con sólo pulsar un aparatito en la pared, y las películas que se podían oír, v palpar y ver, y otra caja que producía olores agradables, y las casas rosadas, verdes, azules y plateadas; altas como montañas, y todo el mundo feliz, y nadie triste ni enojado, y todo el mundo pertenecía a todo el mundo, y las cajas que permitía ver y oír todo lo que ocurría en el otro extremo del mundo, y los niños en frascos limpios y hermosos… todo limpísimo, sin malos olores, sin suciedad… Y nadie solo, sino viviendo todos juntos, alegres y felices, algo así como en los bailes de verano de Malpaís, pero mucho más felices, porque su felicidad era de todos los días, de siempre… John la escuchaba embelesado.

Muchos hombres iban a ver a Linda. Los chiquillos empezaron a señalarla con el dedo. En su lengua extranjera decían que Linda era mala; la llamaban con nombres que John no comprendía, pero que sabía eran malos nombres. Un día empezaron a cantar una canción acerca de Linda, una y otra vez. John les arrojó piedras. Ellos replicaron, y una piedra aguzada lo hirió en la mejilla. La sangre no cesaba de manar y pronto quedó cubierto de ella.

Linda le enseñó a leer. Con un trozo de carbón dibujaba figuras en la pared -un animal echado, un niiño dentro de una botella-, y después escribía detrás: EL GATO DUERME, EL PEQUE ESTÁ EN EL BOTE. John aprendió de prisa y con facilidad. Cuando ya sabía leer todas las palabras que su madre escribía en la pared, Linda abrió su gran caja de madera y sacó de debajo de aquellos graciosos pantalones rojos que nunca llevaba un librito muy delgado. John lo había visto ya muchas veces.

– Cuando seas mayor -le decía siempre su madre- te dejaré leerlo.

Bueno, ahora ya era lo bastante mayor. John se sentía muy orgulloso.

– Temo que no lo encontrarás muy apasionante -dijo Linda-, pero es el único que tengo. -Y suspiró-. ¡Si pudieras ver las estupendas máquinas de leer que tenemos en Londres!

John empezó a leer. El Condicionamiento químico y bacteriológico del embrión. Instrucciones prácticas para los trabajadores Beta del Almacén de Embriones. Sólo leer el título le llevó un cuarto de hora. John arrojó el libro al suelo.

– ¡Libro feo, libro feo! -exclamó.

Y se echó a llorar.

Los muchachos seguían cantando su horrible canción acerca de Linda. Y a veces se burlaban de él porque iba tan desharrapado. Cuando se le rompían los vestidos, Linda no sabía remendarlos. En el Otro Lugar, le dijo su madre, la gente tiraba la ropa vieja y se compraba otra nueva. -¡Harapiento, harapiento! -le chillaban los muchachos.

Pero yo sé leer -se decía John-, y ellos no. Ni siquiera saben lo que es leer. No le era difícil, si se esforzaba en pensar en aquello, fingir que no le importaba que se burlaran de él. Pidió a Linda que volviera a prestarle el libro.

Cuanto más cantaban los muchachos y más lo señalaban con el dedo, tanto más ahincadamente leía. Pronto pudo leer todas las palabras. Hasta las más largas. Pero, ¿qué significaban? Se lo preguntó a Linda. Pero ni siquiera cuando ésta podía contestarle lo comprendía con claridad. Y generalmente ni siquiera podía contestarle.

– ¿Qué son productos químicos? -preguntaba John.

– ¡Oh! Cosas como sales de magnesio y alcohol para mantener a los Deltas y los Epsilones pequeños y retrasados, y carbonato de calcio para los huesos, y cosas por el estilo.

– Pero, ¿cómo se hacen los productos químicos, Linda? ¿De dónde salen?

– No lo sé. Se sacan de frascos. Y cuando los frascos quedan vacíos, se envía a buscar más al Almacén Químico. Supongo que la gente del Almacén Químico los fabrica. O acaso van a buscarlos a la fábrica. No lo sé. Yo no trabajaba en eso. Yo estaba ocupada en los embriones.

Y lo mismo ocurría con cualquier cosa que preguntara. Por lo visto, Linda apenas sabía nada. Los viejos del pueblo daban respuestas mucho más concretas.

La semilla de los hombres y de todas las criaturas, la semilla del sol y la semilla de la tierra y la semilla del cielo, todo esto lo hizo Awonawilona de la Niebla Desarrolladora. El mundo tiene cuatro vientres; y Awonaxvilona enterró las semillas en el más bajo de los cuatro vientres. Y gradualmente las semillas empezaron a germinar…

Un día (John calculó más tarde que ello debió de ocurrir poco después de haber cumplido los doce años), llegó a casa y encontró en el suelo del dormitorio un libro que no había visto nunca hasta entonces. Era un libro muy grueso y parecía muy viejo. Los ratones habían roído sus tapas; y algunas de sus páginas aparecían sueltas o arrugadas. John lo cogió y miró la portadilla. El libro se titulaba Obras Completas de William Shakespeare.

Linda yacía en la cama, bebiendo en una taza el hediondo mescal.

– Popé lo trajo -dijo. Su voz sonaba estropajosa y áspera, como si no fuese la suya-. Estaba en uno de los arcones de la Kiva de los Antílopes. Seguramente estaba allá desde hace cientos de años. Supongo que así es, porque le he echado una ojeada y sólo dice tonterías. Un autor que estaba por civilizar. Aun así, te servirá para hacer prácticas de lectura.

Echó otro trago, apuró la taza, la dejó en el suelo, al lado de la cama, se volvió de lado, hipó una o dos veces y se durmió.

John abrió el libro al azar.

Nada, sólo vivir en el rancio sudor de un lecho inmundo, cociéndose en la corrupción, arrullándose y haciendo el amor sobre el maculado camastro…

Las extrañas palabras penetraron, rumorosas, en su mente como la voz del trueno; como los tambores de las danzas de verano si los tambores supieran hablar; como los hombres que cantan el Canto del Maíz, tan hermoso que hacía llorar; como las palabras mágicas del viejo Mitsima sobre sus plumas, sus palos tallados y sus trozos de hueso y de piedra: kiathla tsilu siloklve silokwe silokwe. Kiai silu silu, tsithl. Pero mejor que las fórmulas mágicas de Mitsima, porque aquello significaba algo más, porque le hablaba a él; le hablaba maravillosamente, de una manera sólo a medias comprensible, con un poder mágico terriblemente bello, de Linda; de Linda que yacía allá, roncando, con la taza vacía junto a su cama; le hablaba de Linda y Popé, de Linda y Popé.

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