Un mundo feliz - Huxley Aldous Leonard 3 стр.


La temperatura seguía siendo tropical. El grupo penetró en un ambiente iluminado con una luz crepuscular. Dos puertas y un pasadizo con un doble recodo aseguraban al sótano contra toda posible infiltración de la luz.

– Los embriones son como la película fotográfica -dijo Mr. Foster, jocosamente, al tiempo que empujaba la segunda puerta-. Sólo soportan la luz roja.

Y, en efecto, la bochornosa oscuridad en medio de la cual los estudiantes le seguían ahora era visible y escarlata como la oscuridad que se divisa con los ojos cerrados en plena tarde veraniega. Los voluminosos estantes laterales, con sus hileras interminables de botellas, brillaban como cuajados de rubíes, y entre los rubíes se movían los espectros rojos de mujeres y hombres con los ojos purpúreos y todos los síntomas del lupus. El zumbido de la maquinaria llenaba débilmente los aires.

– Déles unas cuantas cifras, Mr. Foster -dijo el director, que estaba cansado de hablar.

A Mr. Foster le encantó darles unas cuantas cifras.

Doscientos veinte metros de longitud, doscientos de anchura y diez de altura. Señaló hacia arriba. Como gallinitas bebiendo agua, los estudiantes levantaron los ojos hacia el elevado techo.

Tres grupos de estantes: a nivel del suelo, primera galería y segunda galería.

La telaraña metálica de las galerías se perdía a lo lejos, en todas direcciones, en la oscuridad. Cerca de ellas, tres fantasmas rojos se hallaban muy atareados descargando damajuanas de una escalera móvil.

La escalera que procedía de la Sala de Predestinación Social.

Cada frasco podía ser colocado en uno de los quince estantes, cada uno de los cuales, aunque a simple vista no se notaba, era un tren que viajaba a razón de trescientos treinta y tres milímetros por hora. Doscientos sesenta y siete días, a ocho metros diarios. Dos mil ciento treinta y seis metros en total. Una vuelta al sótano a nivel del suelo, otra en la primera galería, media en la segunda, y, la mañana del día doscientos sesenta y siete, luz de día en la Sala de Decantación. La llamada existencia independiente.

– Pero en el intervalo -concluyó Mr. Fosternos las hemos arreglado para hacer un montón de cosas con ellos. Ya lo creo, un montón de cosas.

– Éste es el espíritu que me gusta -volvió a decir el director-. Demos una vueltecita. Cuénteselo usted todo, Mr. Foster.

Y Mr. Foster se lo contó todo.

Les habló del embrión que se desarrollaba en su lecho de peritoneo. Les dio a probar el rico sucedáneo de la sangre con que se alimentaba. Les explicó por qué había de estimularlo con placentina y tiroxina. Les habló del extracto de corpus luteum. Les enseñó las mangueras por medio de las cuales dicho extracto era inyectado automáticamente cada doce metros, desde cero hasta 2.040. Habló de las dosis gradualmente crecientes de pituitaria administradas durante los noventa y seis metros últimos del recorrido. Describió la circulación materna artificial instalada en cada frasco, en el metro ciento doce, les enseñó el depósito de sucedáneo de la sangre, la bomba centrífuga que mantenía al líquido en movimiento por toda la placenta y lo hacía pasar a través del pulmón sintético y el filtro de los desperdicios. Se refirió a la molesta tendencia del embrión a la anemia, a las dosis masivas de extracto de estómago de cerdo y de hígado de potro fetal que, en consecuencia, había que administrar.

Les enseñó el sencillo mecanismo por medio del cual, durante los dos últimos metros de cada ocho, todos los embriones eran sacudidos simultáneamente para que se acostumbraran al movimiento. Aludió a la gravedad del llamado trauma de la decantación y enumeró las precauciones que se tomaban para reducir al mínimo, mediante el adecuado entrenamiento del embrión envasado, tan peligroso shock. Les habló de las pruebas de sexo llevadas a cabo en los alrededores del metro doscientos. Explicó el sistema de etiquetaje: una T para los varones, un círculo para las hembras, y un signo de interrogación negro sobre fondo blanco para los destinados a hermafroditas.

– Porque, desde luego -dijo Mr. Foster-, en la gran mayoría de los casos la fecundidad no es más que un estorbo. Un solo ovario fértil de cada mil doscientos bastaría para nuestros propósitos. Pero queremos poder elegir a placer. Y, desde luego, conviene siempre dejar un buen margen de seguridad. Por esto permitimos que hasta un treinta por ciento de embriones hembra se desarrollen normalmente.

A los demás les administramos una dosis de hormona sexual femenina cada veinticuatro metros durante lo que les queda de trayecto. Resultado: son decantados como hermafroditas, completamente normales en su estructura, excepto -tuvo que reconocer- que tienen una ligera tendencia a echar barba, pero estériles. Con una esterilidad garantizada. Lo cual nos conduce por fin -prosiguió Mr. Foster- fuera del reino de la mera imitación servil de la Naturaleza para pasar al mundo mucho más interesante de la invención humana.

Se frotó las manos. Porque, desde luego, ellos no se limitaban meramente a incubar embriones; cualquier vaca podría hacerlo.

– También predestinamos y condicionamos. Decantamos nuestros críos como seres humanos socializados, como Alfas o Epsilones, como futuros poceros o futuros… -Iba a decir futuros Interventores Mundiales, pero rectificando a tiempo, dijo-… futuros Directores de Incubadoras.

El director agradeció el cumplido con una sonrisa.

Pasaban en aquel momento por el metro 320 del Estante nº 11. Un joven Beta-Menos, un mecánico, estaba atareado con un destornillador y una llave inglesa, trabajando en la bomba de sucedáneo de la sangre de una botella que pasaba. Cuando dio vuelta a las tuercas, el zumbido del motor eléctrico se hizo un poco más grave. Bajó más aún, y un poco más…, Otra vuelta a la llave inglesa, una mirada al contador de revoluciones, y terminó su tarea. El hombre retrocedió dos pasos en la hilera e inició el mismo proceso en la bomba del frasco siguiente.

– Está reduciendo el número de revoluciones por minuto -explicó Mr. Foster-. El sucedáneo circula más despacio; por consiguiente, pasa por el pulmón a intervalos más largos; por tanto, aporta menos oxígeno al embrión. No hay nada como la escasez de oxígeno para mantener a un. embrión por debajo de lo normal.

Y volvió a frotarse las manos.

– ¿Y para qué quieren mantener a un embrión por debajo de lo normal? -preguntó un estudiante ingenuo.

– ¡Estúpido! -exclamó el director, rompiendo un largo silencio-. ¿No se le ha ocurrido pensar que un embrión de Epsilon debe tener un ambiente Epsilon y una herencia Epsilon también?

Evidentemente, no se le había ocurrido. Quedó abochornado.

– Cuanto más baja es la casta -dijo Mr. Foster-, menos debe escasear el oxígeno. El primer órgano afectado es el cerebro. Después el esqueleto. Al setenta por ciento del oxígeno normal se consiguen enanos. A menos del setenta, monstruos sin ojos. Que no sirven para nada -concluyó Mr. Foster.

En cambio (y su voz adquirió un tono confidencial y excitado), si lograran descubrir una técnica para abreviar el período de maduración, ¡qué gran triunfo, qué gran beneficio para la sociedad!

– Piensen en el caballo -dijo.

Los alumnos pensaron en el caballo.

El caballo alcanza la madurez a los seis años; el elefante, a los diez. En tanto que el hombre, a los trece años aún no está sexualmente maduro, y sólo a los veinte alcanza el pleno conocimiento. De ahí la inteligencia humana, fruto de este desarrollo retardado.

– Pero en los Epsilones -dijo Mr. Foster, muy acertadamente- no necesitamos inteligencia humana.

No la necesitaban, y no la fabricaban. Pero, aunque la mente de un Epsilon alcanzaba la madurez a los diez años, el cuerpo del Epsilon no era apto para el trabajo hasta los dieciocho. Largos años de imnadurez superflua y perdida. Si el desarrollo físico piidiera acelerarse hasta que fuera tan rápido, digamos, como el de una vaca, ¡qué enorme ahorro para la comunidad!

– ¡Enorme! -murmuraron los estudiantes.

El entusiasmo de Mr. Foster era contagioso.

Después se puso más técnico; habló de una coordinación endocrino anormal que era la causa de que los hombres crecieran tan lentamente, y sostuvo que esta anormalidad se debía a una mutación germinal. ¿Cabía destruir los efectos de esta mutación germinal? ¿Cabía devolver al individuo Epsilon, mediante una técnica adecuada, a la normalidad de los perros y de las vacas? Este era el problema.

Pilkinton, en Mombasa, había producido individuos sexualmente maduros a los cuatro años y completamente crecidos a los seis y medio. Un triunfo científico.

Pero socialmente inútil. Los hombres y las mujeres de seis años eran demasiado estúpidos, incluso para realizar el trabajo de un Epsilon.

Y el método era de los del tipo todo o nada; o no se lograba modificación alguna, o tal modificación era en todos los sentidos. Todavía estaban luchando por encontrar el compromiso ideal entre adultos de veinte años y adultos de seis. Y hasta entonces sin éxito.

Su ronda a través de la luz crepuscular escarlata les había llevado a las proximidades del metro 170 del Estante 9. A partir de aquel punto, el Estante 9 estaba cerrado, y los frascos realizaban el resto de su viaje en el interior de una especie de túnel, interrumpido de vez en cuando por unas aberturas de dos o tres metros de anchura.

– Condicionamiento con respecto al calor -explicó Mr. Foster.

Túneles calientes alternaban con túneles fríos. El frío se aliaba a la incomodidad en la forma de íntensos rayos X. En el momento de su decantación, los embriones sentían horror por el frío. Estaban predestinados a emigrar a los trópicos, a ser mineros, tejedores de seda al acetato o metalúrgicos. Más adelante, enseñarían a sus mentes a apoyar el criterio de su cuerpo.

– Nosotros los condicionamos de modo que tiendan hacia el calor -concluyo Mr. Foster-. Y nuestros colegas de arriba les enseñarán a amarlo.

– Y éste -intervino el director sentenciosamente-, éste es el secreto de la felicidad y la virtud: amar lo que uno tiene que hacer. Todo condicionamiento tiende a esto: a lograr que la gente ame su inevitable destino social.

En un boquete entre dos túneles, una enfermera introducía una jeringa larga y fina en el contenido gelatinoso de un frasco que pasaba. Los estudiantes y sus guías permanecieron observándola unos momentos.

– Muy bien, Lenina -dijo Mr. Foster cuando, al fin, la joven retiró la jeringa y se incorporó.

La muchacha se volvió, sobresaltada. A pesar del lapsus y de los ojos de púrpura, se advertía que era excepcionalmente hermosa.

Su sonrisa, roja también, voló hacia él, en una hilera de rojos dientes.

– Encantadora, encantadora -murmuró el director.

Y, dándole una o dos palmaditas, recibió en correspondencia una sonrisa deferente, a él destinada.

– ¿Qué les da? -preguntó Mr. Foster, procurando adoptar un tono estrictamente profesional. -Lo de siempre: el tifus y la enfermedad del sueño.

– Los trabajadores del trópico empiezan a ser inoculados en el metro 150 -explicó Mr. Foster a los estudiantes-. Los embriones todavía tienen agallas. Inmunizamos al pez contra las enfermedades del hombre futuro. -Luego, volviéndose a Lenina, añadió-: A las cinco menos diez, en el tejado, esta tarde, como de costumbre.

– Encantadora -dijo el director una vez más.

Y, con otra palmadita, se alejó en pos de los otros.

En el estante número 10, hileras de la próxima generación de obreros químicos eran sometidos a un tratamiento para acostumbrarlos a tolerar el plomo, la sosa cáustica, el asfalto, la clorina… El primero de una hornada de doscientos cincuenta mecánicos de cohetes aéreos en embrión pasaba en aquel momento por el metro mil cien del estante 3. Un mecanismo especial mantenía sus envases en constante rotación.

– Para mejorar su sentido del equilibrio -explicó Mr. Foster-. Efectuar reparaciones en el exterior de un cohete en el aire es una tarea complicada. Cuando están de pie, reducimos la circulación hasta casi matarlos, y doblamos el flujo del sucedáneo de la sangre cuando están cabeza abajo. Así aprenden a asociar esta posición con el bienestar; de hecho, sólo son felices de verdad cuando están así. Y ahora -prosiguió Mr. Foster-, me gustaría enseñarles algún condicionamiento interesante para intelectuales Alfa-Más. Tenemos un nutrido grupo de ellos en el estante número S. Es el nivel de la Primera Galería -gritó a dos muchachos que habían empezado a bajar a la planta-. Están por los alrededores del metro 900 -explicó-. No se puede efectuar ningún condicionamiento intelectual eficaz hasta que el feto ha perdido la cola.

Pero el director había consultado su reloj.

– Las tres menos diez -dijo-. Me temo que no habrá tiempo para los embriones intelectuales. Debemos subir a las Guarderías antes de que los niños despierten de la siesta de la tarde.

Mr. Foster pareció decepcionado.

– Al menos, una mirada a la Sala de Decantación -imploró.

– Bueno, está bien. -El director sonrió con indulgencia-. Pero sólo una ojeada.

CAPITULO Il

Mr. Foster se quedó en la Sala de Decantación. El D.I.C. y sus alumnos entraron en el ascensor más próximo, que los condujo a la quinta planta.

Guardería infantil. Sala de Condicionamiento Neo-Pavloviano, anunciaba el rótulo de la entrada.

El director abrió una puerta. Entraron en una vasta estancia vacía, muy brillante y soleada, porque toda la pared orientada hacia el Sur era un cristal de parte a parte. Media docena de enfermeras, con pantalones y chaqueta de uniforme, de viscosilla blanca, los cabellos asépticamente ocultos bajo cofias blancas, se hallaban atareadas disponiendo jarrones con rosas en una larga hilera, en el suelo. Grandes jarrones llenos de flores. Millares de pétalos, suaves y sedosos como las mejillas de innumerables querubes, pero de querubes, bajo aquella luz brillante, no exclusivamente rosados y arios, sino también luminosamente chinos y también mejicanos y hasta apopléticos a fuerza de soplar en celestiales trompetas, o pálidos como la muerte, pálidos con la blancura póstuma del mármol.

Cuando el D.I.C. entró, las enfermeras se cuadraron rígidamente.

– Coloquen los libros -ordenó el director.

En silencio, las enfermeras obedecieron la orden. Entre los jarrones de rosas, los libros fueron debidamente dispuestos: una hilera de libros infantiles se abrieron invitadoramente mostrando alguna imagen alegremente coloreada de animales, peces o pájaros.

– Y ahora traigan a los niños.

Las enfermeras se apresuraron a salir de la sala y volvieron al cabo de uno o dos minutos; cada una de ellas empujaba una especie de carrito de té muy alto, con cuatro estantes de tela metálica, en cada uno de los cuales había un crío de ocho meses. Todos eran exactamente iguales (un grupo Bokanovsky, evidentemente) y todos vestían de color caqui, porque pertenecían a la casta Delta.

– Pónganlos en el suelo.

Los carritos fueron descargados.

– Y ahora sitúenlos de modo que puedan ver las flores v los libros.

Los chiquillos inmediatamente guardaron silencio, y empezaron a arrastrarse hacia aquellas masas de colores vivos, aquellas formas alegres y brillantes que aparecían en las páginas blancas. Cuando ya se acercaban, el sol palideció un momento, eclipsándose tras una nube. Las rosas llamearon, como a impulsos de una pasión interior; un nuevo y profundo significado pareció brotar de las brillantes páginas de los libros. De las filas de críos que gateaban llegaron pequeños chillidos de excitación, gorjeos y ronroneos de placer.

El director se frotó las manos.

– ¡Estupendo! -exclamó-. Ni hecho a propósito.

Los más rápidos ya habían alcanzado su meta. Sus manecitas se tendían, inseguras, palpaban, agarraban, deshojaban las rosas transfiguradas, arrugaban las páginas iluminadas de los libros. El director esperó verles a todos alegremente atareados. Entonces dijo:

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