El Señuelo - Паркер Роберт Б. 12 стр.


– No es Coney Island -opinó Hawk.

– Tampoco es Four Seasons -repliqué.

Intentaba masticar un trozo de ternera dura como suela de zapato que me puso de mal humor.

– ¿Ya has pensado lo suficiente? -preguntó Hawk. Asentí sin dejar de masticar la ternera-. Tendríamos que haber pedido pescado.

– Detesto el pescado -aseguré-. Como dicen los daneses, estamos en un fiordo con una barca sin remos. Como es obvio, Kathie no regresará al apartamento. Hemos perdido a la chica y a Paul -saqué mi libreta del bolsillo-. Tengo una dirección de Amsterdam y otra de Montreal que copié de los pasaportes de Kathie. También tengo unas señas de Amsterdam que saqué del remitente de una carta que ella recibió y conservó. Son las mismas señas del pasaporte.

– Parece que nos vamos a Amsterdam -dijo Hawk. Bebió champán y vio pasar a una joven rubia de pantalones cortos muy ceñidos y blusa con la espalda descubierta-. Es una pena, Copenhague parece una ciudad interesante.

– Amsterdam es mejor -aseguré-. Te encantará -Hawk se encogió de hombros. Saqué unas cuantas libras esterlinas y se las di-. Será mejor que te compres algo de ropa. Mientras te ocupas de ello, organizaré nuestro viaje a Amsterdam. Probablemente en la estación de ferrocarril te cambien las libras por coronas. Queda enfrente.

– Chico, las cambiaré en el hotel. Será mejor que deje la escopeta en casa mientras me pruebo ropa. Ayer se cargaron a tres con una escopeta. Preferiría no tener que explicar a la policía danesa lo que estamos haciendo.

Hawk se marchó. Pagué la cuenta y me dirigí a la salida principal del parque del Tívoli. Enfrente se alzaba el enorme edificio de ladrillo rojo de la estación de ferrocarril de Copenhague. Crucé la calle y entré. Nada tenía que hacer allí, pero representaba todo lo que debería ser una estación de ferrocarril europea y quería deambular por ella. Era de altos techos, misteriosa, con una inmensa sala de espera central con arcadas, llena de restaurantes, tiendas, consignas, chicos con mochilas y una Babel de lenguas extranjeras. De los diversos andenes salían trenes para París y Roma, Munich y Belgrado. La estación estaba rebosante de entusiasmo, de idas y venidas. Me encantó. Di vueltas durante casi una hora, asimilando todo lo que veía. Pensé en la Europa del siglo xix, cuando estaba en su apogeo. La estación se veía exultante de vida.

«Ah, Suze -pensé-, tendrías que haber estado aquí, tendrías que haber visto todo esto.» Regresé al hotel y pedí al recepcionista que nos reservara plaza en el vuelo matinal para Amsterdam.

Capítulo 17

A las diez menos veinticinco de la mañana, el 727 de la KLM sobrevoló Holanda. Ya había visitado este país y me había gustado. Mientras contemplaba la tierra verde y llana, surcada de canales, tuve una sensación de amable familiaridad a pesar del espantoso café que nos había servido una azafata de axilas tremendamente peludas.

– No me preocupan los pelos de las axilas -murmuró Hawk.

– Ni a mí.

– ¿Sabes qué me recuerdan?

– Sí.

Hawk rió y dijo:

– Chico, lo sospechaba. ¿Crees que la vieja Kathie estará en Amsterdam?

– Ni idea, pero no se me ocurrió algo mejor. Me parece un lugar más probable que Montreal. Cae más cerca y obtuve la misma dirección de dos fuentes distintas. Aunque pudo haberse quedado en Dinamarca o viajado a Pakistán. Lo único que podemos hacer es buscarla.

– Tú mandas. Si me sigues pagando, sigo buscando. ¿Dónde nos alojaremos?

– En el Marriott, que está muy cerca del Rijksmuseum. Si nos sobra tiempo, te llevaré al museo y te mostraré los Rembrandt.

– ¡Fabuloso! -exclamó Hawk.

Se encendió la señal de abrocharse los cinturones, el avión siguió descendiendo y diez minutos más tarde pisábamos tierra firme. El aeropuerto Schiphol era brillante, acristalado y nuevo, como el de Copenhague. Tomamos un autobús hasta la estación de ferrocarril de Amsterdam, que no estaba mal pero no le llegaba a la suela de los zapatos a la de Copenhague, y de allí un taxi al Hotel Marriott.

El Marriott formaba parte de una cadena estadounidense y era un establecimiento grande, nuevo, moderno, con los colores combinados y el mismo encanto continental de una gasolinera.

Hawk y yo compartimos una habitación del octavo piso. No tenía sentido ocultar nuestras relaciones. Si topábamos con Kathie o con Paul, ellos ya lo conocían y estarían mirando por encima del hombro para ver si lo veían de nuevo.

Después de desempacar, salimos a caminar en busca de las señas del pasaporte de Kathie.

Casi toda Amsterdam se construyó en el siglo xvii y las casas que bordeaban los canales parecían un cuadro de Vermeer. Las calles que separaban las viviendas de los canales estaban empedradas y llenas de árboles. Seguimos la Leidsestraat hacia la plaza del Embalse, atravesando los canales concéntricos: Prinsengracht, Keisersgracht, Heerengracht. El agua era de un verde sucio, pero a nadie parecía importarle. Los pocos coches que circulaban eran pequeños y no molestaban. También vimos bicicletas y muchísimos viandantes. Diversas embarcaciones -con frecuencia barcos de recreo con techos de cristal- recorrían los canales. Buena parte de los viandantes eran jóvenes de pelo largo, tejanos y mochila que no ofrecían la menor pista sobre su nacionalidad y, menos aún, sobre su sexo. Cuando antaño se hablaba de esa manera, la gente solía decir que Amsterdam era la capital hippy de Europa.

Hawk lo miraba todo. Caminaba sin hacer ruido, en apariencia ensimismado, como si escuchara alguna música interior. Noté que la gente le cedía el paso instintivamente, sin pensárselo dos veces.

Leidsestraat era la zona comercial. Las tiendas eran elegantes y la ropa muy de moda. Vimos cerámica de Delft y una buena cantidad de imitación de esa cerámica. También había queserías, librerías, restaurantes y un par de delicatessens de aspecto maravilloso, cuyos escaparates contenían jamones enteros, ocas asadas y cestas con uvas pasas. En la plaza, cerca de la Torre de la Casa de la Moneda, había un puesto de venta de arenques.

– ¡Pruébalos, Hawk, a ti te gusta el pescado -propuse.

– ¿Crudos?

– Por supuesto, la última vez que estuve aquí, la gente se volvía loca por este tipo de pescado.

– ¿Por qué no lo pruebas tú?

– Detesto el pescado.

Hawk compró un arenque crudo. La mujer del puesto cortó el pescado, lo roció con cebollas crudas y se lo entregó. Hawk dio un mordisco y sonrió.

– No está mal -aseguró-. No son tripas, pero tampoco está mal.

– Hawk, apuesto lo que quieras a que no sabes qué son las puñeteras tripas -afirmé.

– Jefe, sospecho que tienes razón. Me criaron a base de pasteles de maíz y zumos. Se lo conoce como alma del gueto.

Hawk terminó su arenque. Giramos a la izquierda, después del puesto de pescado, y bajamos por la Kalverstraat. Era una calle peatonal, sin coches, dedicada a las tiendas.

– Se parece a la plaza Harvard -comentó Hawk.

– Es verdad, la mayoría de las tiendas venden Levi, botas Frye y blusas con estampados campesinos. ¿Qué demonios hacías por la plaza Harvard?

– Viví una temporada con una señora de Harvard -respondió Hawk-. Era muy inteligente.

– ¿Una estudiante?

– Por favor, hombre, no me atraen las jovencitas. Era profesora y me dijo que yo poseía un poder primitivo que la calentaba. ¡Chúpate esa mandarina!

– ¿Cómo te llevabas con su perro guía?

– ¡Vete al cuerno! No era ciega. Me consideraba fascinante y me llamaba su buen salvaje. Hombre, incluso decía que Adán debió de parecerse a mí.

– Para ya, Hawk, si sigues un minuto más vomito.

– Ya lo sé. Fue espantoso. No duramos mucho. Era una mujer demasiado rarilla para mí. Pero sabía moverse en la cama. Tenía una pelvis poderosa, ya me entiendes, poderosa.

– Me doy cuenta. Creo que hemos llegado.

Estábamos delante de una librería con la entrada abierta a la calle. Había libros y publicaciones en estantes y mesas de la entrada y en las estanterías del interior. La mayoría de los textos estaban en inglés. De la pared colgaba un cartel que decía tres ardientes espectáculos sexuales por hora y una flecha que señalaba hacia la trastienda. En el fondo aparecía otro letrero igual y una flecha que señalaba hacia abajo.

– ¿Qué tipo de libros venden? -quiso saber Hawk.

Había de todo un poco, obras de Faulkner y Thomas Mann y libros en inglés, francés y holandés. Había obras de Shakespeare y Gore Vidal y una colección de revistas de sadomasoquismo en cuyas cubiertas aparecían mujeres desnudas tan cubiertas de cadenas, cuerdas, mordazas y trabas de cuero que resultaba difícil verlas. Allí podías comprar Hustler, Times, Paris Match, Punch y Gay Love. Era una de las características de Amsterdam que nunca logré superar. En los Estados Unidos podías encontrar una tienda especializada que vendía pornografía sadomasoquista confiscada en la zona de combate. En Amsterdam, la librería con el letrero que decía tres ardientes espectáculos sexuales por hora se encontraba entre una joyería y una panadería. También vendía las obras de Saúl Bellow y de Jorge Luis Borges.

– Si crees que Kathie vive aquí, podemos mirar en el estante de la letra K -propuso Hawk.

– Tal vez sea arriba -dije-. Las señas coinciden.

– Vale -aceptó Hawk-. Ahí hay una puerta.

Estaba a la derecha de la librería, casi oculta por el toldo.

– ¿Crees que ella está aquí?

– Sé como averiguarlo.

Hawk sonrió.

– Ya lo sé, montando guardia. ¿Quieres hacer el primer turno mientras compruebo que Kathie no está mezclada con las cintas de sexo ardiente?

– Hawk, jamás pensé que fueras un mirón, siempre te consideré un activista.

– Tal vez descubra uno o dos trucos nuevos. Nunca se es demasiado viejo para aprender. Nadie es perfecto.

– Tienes razón.

– Oye, chico, ¿vigilaremos las veinticuatro horas seguidas?

– No, sólo durante el día.

– Me alegro. Doce horas de guardia y doce libres no es lo peor del mundo.

– Esta vez será muy duro. Si Kathie está aquí nos reconocerá a los dos y se pondrá muy nerviosa.

– Además, si acampamos aquí afuera mucho rato, un poli holandés vendrá a preguntar qué estamos haciendo -añadió Hawk.

– Si es que sirven para algo.

– Claro.

– Circularemos -propuse-. Me quedaré media hora junto a la tienda de ropa, luego bajaremos hasta la que vende broodjes y tú subirás andando a la tienda de ropa. Cambiaremos de lugar aproximadamente cada media hora.

– De acuerdo, pero circulemos de manera irregular. Cada vez que cambiemos de lugar, decidiremos cuánto tiempo pasará hasta el siguiente cambio. Lo digo para romper el ritmo.

– Tienes razón, lo haremos así. A no ser que haya una salida trasera, Kathie tendrá que pasar por delante de nosotros.

– Chico, si te quedas un rato aquí, intentaré averiguar si hay alguna salida trasera. Recorreré la tienda, daré la vuelta a la manzana y veré qué descubro.

Asentí con la cabeza.

– Si aparece Kathie y tengo que seguirla, nos reuniremos en el hotel.

– Perfecto -dijo Hawk y entró en la librería.

Se perdió en la trastienda y bajó la escalera. Cinco minutos más tarde apareció escaleras arriba y salió de la librería, demudado de risa.

– ¿Has averiguado algo? -inquirí.

– Sí, por supuesto. He hecho grandes progresos, ya sé lo que tengo que hacer.

– Estos europeos son muy sofisticados.

Capítulo 18

Hawk no encontró una salida trasera. Pasamos el resto del día caminando arriba y abajo el corto tramo de la Kalverstraat, pegados a la pared de debajo de las ventanas del apartamento de Kathie, si es que lo eran, para que no nos viera, si es que se asomaba, si es que estaba arriba.

Esa temporada la tienda de ropa ofrecía un modelito de fajina color verde que parecía una especie de abrigo largo e informe, sujeto en la cintura por un cinturón. Ni siquiera le quedaba bien al maniquí del escaparate. La tienda de broodjes ofertaba un panecillo con rosbif coronado por un huevo frito. Evidentemente, broodje quería decir bocadillo. En el mostrador figuraba una lista de treinta y cinco tipos distintos de broodjes, pero la gran oferta era el de rosbif con huevo frito.

La calle estuvo muy concurrida toda la tarde. Había muchos turistas, grupos de japoneses y alemanes con sus cámaras fotográficas. También había una considerable cantidad de marineros holandeses. Al parecer, en Holanda fumaba más gente que en mi país. Y no había tantos hombres corpulentos. Sandalias y zuecos estaba a la última, sobre todo para los hombres, y de vez en cuando pasaba un poli de uniforme azul grisáceo con ribetes blancos. Nadie nos molestó.

A las ocho en punto le dije a Hawk:

– Será mejor que vayamos a comer antes de que estalle en lágrimas.

– Me solidarizo plenamente -respondió Hawk.

– Muy cerca hay un lugar llamado La Monjita. Comí en este restaurante la última vez que estuve en Amsterdam.

– ¿Qué hacías aquí?

– Fue un viaje de placer, vine con una señora.

– ¿Con Suze?

– Sí.

La Monjita conservaba el peculiar estilo que recordaba: suelo de piedra pulida, paredes encaladas, techos de vigas bajas, ventanas con detalles de vidrios de colores, flores y, sobre todo, un excelente menú. De postre nos sirvieron un enorme cacharro de barro con grosellas, cerezas, fresas, frambuesas y zarzamoras remojadas en cassis. Todos hablaban inglés. Por lo que había notado, en Holanda todos hablaban inglés y con muy poco acento.

Regresamos al Marriott satisfechos de la cena, pero preocupados por lo que nos aguardaba al día siguiente. Tenía la sospecha de que nos esperaba una larga caminata sin rumbo fijo.

Ocurrió lo previsto. Pasamos el día Kalverstraat arriba y abajo. Miré los escaparates del recorrido hasta que aprendí de memoria los precios de todos los artículos. Comí cinco broodjes, tres por hambre y dos para matar el tedio. El elemento más destacado de la jornada fueron dos viajes a los urinarios públicos de Rokin, cerca de la Oficina de Turismo de Holanda.

Por la noche tomamos un rijsttafel indonesio en el restaurante Bali de la Leidsestraat. Ofrecían veinticinco platos distintos de carnes, verduras y arroz. Bebí cerveza Amstel con la cena. Hawk también. El champán no combinaba bien con el rijsttafel. Hawk bebió unos tragos de Amstel y me preguntó:

– Spenser, ¿cuánto tiempo seguiremos caminando delante de los ardientes espectáculos sexuales?

– No tengo la menor idea -respondí-. Sólo llevamos dos días.

– Hombre, tienes razón, pero ni siquiera sabemos si Kathie está ahí. Quiero decir que podemos estar caminando delante de la vivienda de una abuelita holandesa.

– Nadie ha entrado ni salido de esa vivienda en dos días. ¿No te parece extraño?

– Tal vez está deshabitada.

Comí unos bocados de ternera con salsa de cacahuetes.

– Vigilaremos un día más y después entraremos a ver qué pasa. ¿De acuerdo?

Hawk asintió.

– Entrar a ver qué pasa me gusta mucho más que remolonear por la calle y mirar a los cuatro vientos.

– Ya sabía que eras un activista.

– Lo soy -coincidió Hawk-. Y me gustaría actuar de prisa.

Regresamos al Marriott inmersos en la vida nocturna y la música de la Leidsestraat. El vestíbulo estaba casi vacío. Vimos adormilados en los sillones a dos chicos de un equipo de fútbol sudamericano. Un botones estaba apoyado en el mostrador y hablaba con el recepcionista. Hasta los ascensores llegaba la música del club nocturno del hotel. Subimos al octavo piso en silencio. Del pomo de la puerta de nuestra habitación colgaba el letrero de no molestar. Miré a Hawk, que meneó la cabeza negativamente. Por la mañana no habíamos puesto el letrero. Apoyé la oreja en la puerta. Oí crujir los muelles de la cama y a alguien que parecía respirar con dificultad. Indiqué a Hawk que se acercara a la puerta y también apoyó la oreja en el panel.

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