Le di un beso y acarreé mi equipaje hacia la terminal.
Tal como me habían prometido, el billete estaba en el mostrador de la Pan Am. Lo recogí, entregué mi equipaje y subí a la sala de pasajeros para esperar hasta la hora de embarque. Era una noche serena en la terminal. Pasé el control de seguridad, encontré un asiento libre cerca de la rampa de embarque y abrí mi libro. Ese año me dedicaba a estudiar un texto erudito: La regeneración a través de la violencia, de un tío llamado Richard Slotkin. Me lo había dejado un amigo de Susan que quería que lo leyera porque estaba interesado en lo que llamaba «la reacción espontánea de alguien dedicado a la especialidad». Era profesor de literatura en Tufts y se le podía perdonar esa jerga…, aunque relativamente.
El libro me interesaba, pero no lograba concentrarme. Estar sentado de noche en un aeropuerto produce una sensación de soledad. Y esperar un vuelo al extranjero, acompañado de ti mismo y en un avión casi vacío, resultaba muy solitario. Casi había decidido dar media vuelta, llamar a Susan y pedirle que me recogiera. A medida que envejecía, estar solo me molestaba cada vez más. Quizá se debiera a Susan. Daba lo mismo cuál fuera la razón. Diez años atrás habría sido una gran aventura. Lo que hoy quería era poner pies en polvorosa.
A las ocho y media subimos al avión. A las ocho y cincuenta despegamos. A las nueve y cuarto le había pedido a la azafata la primera cerveza y una bolsa de almendras ahumadas. Empecé a sentirme mejor. Tal vez mañana podría cenar en Simpson y encontrar un buen restaurante indio para almorzar. A las diez ya había bebido tres cervezas y comido cerca de un cuarto de kilo de almendras. El avión estaba casi vacío y la azafata se mostró muy complaciente. Probablemente se sintió atraída por la elegancia de mi terno de lino, aunque estuviera arrugado.
Leí, pasé por alto la película, me puse los auriculares para oír el canal de los viejos pero buenos cantantes, bebí varias cervezas más y mi estado de ánimo mejoró. Después de medianoche me tendí sobre varios asientos y eché una cabezada. Al despertar vi que las azafatas servían café con panecillos y que el sol se colaba por las ventanillas.
Aterrizamos en el aeropuerto de Heathrow, en las afueras de Londres, a las diez y cincuenta y cinco hora local, y bajé del avión entumecido de la siesta en los asientos. El café y los panecillos chapoteaban junto a la cerveza y las almendras ahumadas.
Para ser una simple mezcolanza y una gran complicación, el nombre del aeropuerto de Heathrow conduce a todo lo demás. Seguí las flechas y cogí el autobús A; seguí más flechas y por fin acabé en la fila de la taquilla de pasaportes. El empleado miró mi pasaporte, sonrió y dijo:
– Encantado de verlo, señor Spenser. Tenga la amabilidad de pasar a la oficina de seguridad, que está allí.
– Me han denunciado. Me arrestarán por consumo excesivo de cerveza en un vuelo internacional.
El empleado sonrió y señaló la oficina de seguridad.
– Por favor, señor, pase por allí.
Cogí mi pasaporte y me dirigí a la oficina. En el interior encontré a un agente de seguridad uniformado y a un hombre alto y delgado, de dientes largos, que vestía una camisa verde oscura con corbata marrón y fumaba un cigarrillo.
– Me llamo Spenser -dije-. El empleado de la ventanilla de pasaportes me dijo que viniera.
El tipo alto y delgado dijo:
– Spenser, bienvenido a Gran Bretaña. Soy Michael Flanders -nos dimos la mano-. ¿Tiene los resguardos del equipaje? -asentí-. Tenga la amabilidad de dármelos. Haré que se ocupen de sus maletas.
Entregó los resguardos al agente uniformado y me sacó de la oficina tomándome del codo con la mano. Salimos por otra puerta y me di cuenta de que ya habíamos sorteado la aduana. Flanders se llevó la mano al bolsillo interior de la chaqueta de tweed y sacó un sobre con mi nombre.
– Tome -dijo-. Esta misma mañana pude arreglarlo con las autoridades.
Abrí el sobre, dentro había un permiso para llevar armas.
– No está mal -opiné.
Salimos del edificio de la terminal por debajo de uno de los caminos que une todas las segundas plantas de Heathrow. Un típico taxi negro londinense esperaba en la puerta y un mozo cargaba mi equipaje bajo la atenta mirada del agente de seguridad.
– No está mal -repetí.
Flanders sonrió.
– No es nada. Como en tantos otros lugares, aquí el señor Dixon también ejerce una influencia considerable -señaló el taxi, el chófer dio la vuelta, dijo algo que no entendí y nos pusimos en movimiento. Flanders se dirigió al taxista-: Si es tan amable, al Hotel Mayfair -se recostó en el asiento y encendió otro cigarrillo. Sus dedos, largos y huesudos, estaban manchados de nicotina-. Lo alojaremos en el Mayfair. Es un hotel de primera categoría muy bien situado, espero que sea de su agrado.
– Durante el último caso en que trabajé -le conté-, me vi obligado a dormir dos noches en un Pinto alquilado. Supongo que me las arreglaré perfectamente en el Mayfair.
– Espero que así sea -añadió Flanders.
– Supongo que conoce los motivos por los que he venido -dije.
– Estoy al corriente.
– ¿Qué información puede proporcionarme?
– Lamentablemente, no mucha. Propongo que después de que se haya instalado almorcemos juntos y hablemos del tema. Supongo que desea arreglarse un poco y mandar ese traje a la tintorería.
– El viaje en avión garantiza las arrugas, ¿no le parece?
– ¡Ya lo creo!
Capítulo 5
El Mayfair era un enorme hotel de aspecto elegante, próximo a la plaza Berkeley. Flanders pagó al taxista, entregó el equipaje al portero y me acompañó a la recepción. No parecía confiar demasiado en mí. Sin duda estaba convencido de que un matón provinciano a sueldo apenas podía hablar correctamente la lengua de la metrópoli. No me habría molestado propinarle un taconazo.
Mi habitación disponía de cama, tocador, un sillón de orejas de color azul, una pequeña mesa de caoba y cuarto de baño revestido de azulejos blancos. La ventana daba al patio de luces del edificio contiguo: el encanto del Viejo Mundo. Flanders entregó la propina al botones y consultó la hora.
– La una en punto -dijo-. Tal vez prefiera tomarse la tarde libre e instalarse. Podemos cenar juntos y entonces le contaré lo que sé. ¿Necesita dinero?
– Tengo dinero pero necesito libras -respondí.
– Sí, por supuesto. Me ocuparé de que cambien su dinero -sacó una abultada cartera del bolsillo interior de la chaqueta-. Aquí tiene cien libras, por si necesita pagar algo.
– Gracias -saqué mi cartera del bolsillo izquierdo del pantalón y extraje dos mil quinientos dólares-. Le agradecería que cambie esta suma. Descuente las cien libras.
Miró mi cartera con cierto desagrado, ya que era gruesa y estaba muy ajada.
– No es necesario -aseguró-. Sabrá que es dinero del señor Dixon. Ha dejado perfectamente claro que debemos allanarle cualquier dificultad.
– De momento, todo va viento en popa -declaré-. No le contaré que me reservó una habitación que da a un patio de luces.
– Lo siento muchísimo -se disculpó Flanders-. Sabrá que estamos en plena temporada turística y que el aviso llegó con muy poca antelación para prepararlo todo.
– No diré esta boca es mía.
Flanders sonrió inseguro. No sabía si le estaba tomando el pelo.
– ¿Quiere que le venga a buscar, por ejemplo, a las seis?
– Estoy de acuerdo con que nos veamos a las seis, pero me parece mejor que nos encontremos en algún sitio. Sabré llegar. Si me pierdo pediré ayuda a un poli.
– De acuerdo. ¿Le interesa conocer Simpson, en el Strand? Es toda una institución londinense.
– Perfecto. Nos veremos allí a las seis y cuarto.
Flanders me dio las señas y se fue. Deshice las maletas, monté el revólver, lo cargué y lo dejé sobre la mesilla de noche.
Luego me afeité, me cepillé los dientes y me di una ducha. Descolgué el teléfono y pedí que me llamaran a las cinco y media. Después dormí una siesta encima de la colcha. Echaba de menos a Susan.
Vigoroso y despejado, con paso animado y el revólver nuevamente en la funda de la cadera, a las seis menos cuarto crucé la entrada principal del Mayfair. Giré por la calle Berkeley y me dirigí hacia Piccadilly.
Tenía un mapa de la ciudad que había adquirido en una de las tiendas del hotel y, además, ya había estado en Londres, algunos años atrás, antes de que apareciera Susan, cuando pasé una semana allí con Brenda Loring. Caminé por Piccadilly, me detuve delante de Fortnum and Masón y miré los alimentos envasados que exhibían en el escaparate. Estaba muy animado. Me gustan las grandes ciudades y, en este sentido, Londres es una urbe equivalente a Nueva York. Sería divertido pasear por Fortnum and Mason con Susan y comprar huevos de codorniz ahumados, gelatina de ave de caza o algo importado del Paso Khyber.
Subí hasta Piccadilly Circus, un lugar implacablemente vulgar con sus cines y sus comidas rápidas, giré a la derecha por Haymarket y descendí hasta Trafalgar Square, Nelson, los leones, la Galería Nacional y las malditas palomas. Los niños competían por ver quién lograba acumular más palomas encima y alrededor de sus cuerpos. Al subir por el Strand me crucé con un poli que caminaba pacíficamente, con las manos a la espalda, el walkie-talkie en el bolsillo y el micrófono prendido a la solapa con un alfiler. La porra estaba hábilmente oculta en un bolsillo profundo y poco llamativo.
Al andar noté una agitada tensión en la boca del estómago. No hacía más que pensar en Samuel Johnson y en Shakespeare. «El viejo país», me dije. No era exactamente así porque mi familia era de origen irlandés, pero, de todas maneras, se trataba del hogar ancestral para las personas que hablaban inglés y que eran capaces de leerlo.
Simpson quedaba a la derecha, justo al lado del Hotel Savoy. Me pregunté si en los altavoces de los ascensores del hotel sonaba Pisando fuerte en el Savoy. Probablemente no era el mismo Savoy. Entré en Simpson, un restaurante de techos altos y paredes con paneles de roble, y hablé con el maître. Éste pidió a un camarero que me llevara hasta donde estaba Flanders que, al verme, se puso de pie. Otro tanto hizo el hombre que estaba con él. Muy elegante.
– Señor Spenser, le presento al inspector Downes, de la policía. Le pedí que cenara con nosotros, si está de acuerdo.
Me pregunté qué habría ocurrido si hubiera dicho que no estaba de acuerdo. ¿Downes habría abandonado el restaurante, pidiendo disculpas con una reverencia?
– Me parece bien -dije.
Nos dimos la mano. El camarero apartó mi silla de la mesa. Tomamos asiento.
– ¿Un trago? -propuso Flanders.
– Cerveza de barril -respondí.
– Whisky -dijo Downes.
Flanders pidió Kir.
– El inspector Downes trabajó en el caso Dixon -explicó Flanders- y es experto en investigar los casos de guerrilla urbana que hoy tanto abundan.
Downes sonrió modestamente.
– No estoy seguro de que experto sea la palabra adecuada, pero le aseguro que he tratado muchos casos de este tipo.
El camarero regresó con las copas. Por suerte la cerveza estaba fría, pero tenía mucho menos gas que la estadounidense. Bebí unos tragos. Flanders sorbió su Kir. Downes pidió whisky puro, sin hielo ni agua, en un vaso pequeño, y lo tomó como si fuera un cordial. Era un hombre de piel clara, de cara grande y redonda y pómulos sonrosados y brillantes. Bajo el típico traje de funcionario público, su cuerpo parecía pesado y yo diría que fofo. No gordo, sino relajado. Estaba rodeado por un halo de sereno poder.
– Ah, antes de que me olvide -dijo Flanders. Sacó un sobre del bolsillo interior de la chaqueta y me lo entregó. En la parte delantera habían escrito con tinta roja: «Spenser, 1.400»-. Actualmente el tipo de cambio es muy favorable. Usted gana y nosotros perdemos, ¿no le parece?
Asentí y guardé el sobre en el bolsillo de la chaqueta.
– Muchas gracias -dije-. ¿Qué datos puede darme?
– Primero pidamos la cena -propuso Flanders.
Flanders tomó salmón, Downes pidió rosbif y yo encargué cordero. Me encanta probar la cocina local. El camarero tenía un gran parecido con Barry Fitzgerald y parecía encantado con nuestras elecciones.
– Fe y esperanza -murmuré.
– ¿Cómo ha dicho? -preguntó Flanders.
Meneé la cabeza.
– Sólo mencioné un viejo refrán estadounidense. ¿Qué datos tiene?
– Me temo que no disponemos de muchos datos -intervino Downes-. Un grupo denominado Libertad ha reivindicado los asesinatos de las Dixon y no tenemos motivos para dudar de que fueron ellos.
– ¿Cuáles son sus características?
– Son jóvenes de ideología claramente muy conservadora, reclutados en toda Europa Occidental. Es posible que el cuartel general esté en Amsterdam.
– ¿Cuántos son?
– Diez, doce o algo así. La cifra cambia todos los días.
No parece una banda muy organizada, sino un azaroso grupo de adolescentes que va por el mundo haciendo el tonto.
– ¿Metas?
– No le entiendo.
– ¿Cuáles son las metas de la organización? ¿Quieren salvar las grandes ballenas, liberar Irlanda, poner fin al apartheid y restablecer Palestina, no fomentar el aborto?
– Creo que son anticomunistas.
– Eso no explica que aniquilaran a la familia Dixon. No puede decirse que las industrias Dixon practiquen el socialismo estatal, ¿verdad?
Downes sonrió y negó con la cabeza.
– Lo dudo. El estallido de esas bombas fue violencia azarosa. Táctica de guerrilla urbana, creación de caos, terror, ese tipo de cosas. Afecta a las instituciones, provoca confusión y da lugar a la creación de una nueva estructura de poder o algo por el estilo.
– ¿Y han hecho progresos?
– Parece que el gobierno retiene su poder.
– ¿Practican a menudo este tipo de violencia?
– Es difícil contestar esa pregunta -Downes sorbió otro trago de whisky y lo paseó por el paladar-. ¡Endiabladamente bueno! Es difícil responder porque actualmente encontramos muchos actos de este tipo procedentes de muchas facciones. Se vuelve difícil saber quién lanza una bomba contra quién y por qué.
– Phil, tal como yo lo entiendo, no se trata de un grupo importante -opinó Flanders-. No pone en peligro la estabilidad de la nación.
Downes negó con la cabeza.
– No, claro que no. La civilización occidental no corre un peligro inmediato, pero hacen daño a la gente.
– Lo sabemos demasiado bien -añadió Flanders. Se dirigió a mí-: ¿Todo esto le sirve de algo?
– De momento, no -repliqué-. En todo caso, sé que hacen daño. Como Downes sabe muy bien, cuanto más chapucero, desorganizado y estúpido es un grupo, como parece ser el caso, más difícil resulta ponerle la mano encima. Apuesto a que ustedes ya han infiltrado los grupos grandes y bien organizados.
Downes se encogió de hombros y siguió bebiendo whisky.
– Spenser, la primera parte de su comentario es acertada. La azarosa puerilidad de un grupo como éste dificulta enormemente el que podamos hacerle frente. La misma azarosa puerilidad limita su eficacia en términos revolucionarios o de lo que diablos quieran conquistar, pero los vuelve muy difíciles de atrapar.
– ¿Tiene algo?
– Si usted fuera periodista, le respondería que estamos desarrollando varias posibilidades prometedoras -respondió Downes-. Puesto que no es periodista, seré más escueto: no, no tenemos nada.
– ¿Ni nombres ni rostros?
– Únicamente los retratos que hicimos a partir de las descripciones del señor Dixon. Los hemos hecho circular, pero nada ha aparecido.
– ¿Y los informantes?
– Nadie sabe nada.
– ¿Cuántos esfuerzos han dedicado a este caso?
– Tantos como podemos -repuso Downes-. Usted no lleva mucho tiempo aquí, pero supongo que sabe que estamos presionados. La cuestión irlandesa ocupa la mayor parte de nuestra maquinaria antiterrorista.