» Cerró la puerta, examinó el dormitorio, sacó, los contenidos de la cesta colocándolos en la mes situada delante del fuego, llenó las copas, comió bebió. Su compañero, tan alegre y confiado como, él, hizo lo mismo: aunque él era el jefe. Una vez ce nados, colocaron las pistolas sobre la mesa, se volvieron de cara al fuego y empezaron a fumar pipa de tabaco extranjero.
» Habían viajado juntos, habían pasado junto mucho tiempo y tenían numerosos temas de conversación comunes. En mitad de la charla y las risas: el más joven hizo referencia a que el jefe estaba dispuesto siempre para cualquier aventura; fuera aquella o cualquier otra. Le contestó con estas palabra;
» -No es así, Dick; aunque no tema a nada más me temo a mí mismo.
» Su compañero pareció algo confuso con es respuesta, y le preguntó que en qué sentido y cómo, tenía miedo a sí mismo.
» -Es muy fácil, Dick -le replicó-. Hay aquí ui fantasma que debe ser refutado. ¡Pues bien! No puedo responder de lo que provocaría mi fantasía si m hallara solo aquí, o de qué trucos podrían hacer mi sentidos para engañarme si estuviera a merced d ellos. Pero en compañía de otro hombre, y especial mente de ti, Dick, consentiría en retar a todos lo fantasmas de los que en el universo se ha hablado» -No tenía la vanidad de suponer que fuera de tanta importancia esta noche -respondió el otro.» -De tanta que, por la razón que te he dado, por nada del mundo me habría ofrecido a pasar aquí la noche a solas -replicó entonces el jefe, con mayor gravedad de la que había hablado hasta entonces.» Faltaban pocos minutos para la una. El hombre más joven había dejado caer la cabeza con su último comentario, y ahora la volvió a dejar caer más.
» -¡Despierta, Dick! -exclamó el jefe alegremente-. Las horas pequeñas son las peores.
» Lo intentó, pero la cabeza volvió a caerle sobre el pecho.
» -¡Dick! -le presionó el jefe-. ¡Manténte despierto!
» -No puedo -murmuró el otro confusamente-. No sé qué extraña influencia me está afectando. No puedo.
» Su compañero le miró con repentino horror y yo, aunque de una manera diferente, sentí también un horror nuevo; pues estaba a punto de ser la una y sentí que estaba llegando el segundo vigilante, y que pesaría sobre mí la maldición de tener que enviarle a dormir.
» -Levántate y camina, Dick -gritó el jefe-. ¡Inténtalo!
» De nada sirvió que se colocara tras la silla del durmiente y lo agitara. Sonó la una y yo me presenté ante el hombre de más edad, y él permaneció fijo ante mí.
» Me vi obligado a relatarle la historia a él solo, sin esperanza de beneficio. Sólo para él fui un terrible fantasma que hacía una confesión totalmente inútil Comprendí que siempre sería igual. Que dos hombres vivos juntos no llegarían nunca a liberarme Cuando aparezco, los sentidos de uno de los dos quedan trabados por el sueño; él nunca me verá ni me escuchará; siempre me comunicaré con un oyente solitario y nunca servirá de nada. ¡Ay dolor, dolor, dolor
Mientras los dos ancianos se frotaban las mano,, con esas palabras, surgió en la mente del señor Goodchild la idea de que se hallaba en la situación terrible de estar prácticamente a solas con el espectro, y que la inmovilidad del señor Idle se explicaba porque el encantamiento le había hecho quedarse dormido a la una. En el terror indescriptible que le produjo este descubrimiento repentino, se esforzó a máximo para liberarse de los cuatro hilos de fuego, que acabaron por partirse dejando un camino abierto. Como ya no estaba atado, cogió del sofá al señor Idle y bajó precipitadamente las escaleras con él.
– ¿Qué sucede, Francis? -preguntó el señor Idle-. Mi dormitorio no está aquí abajo. ¿Por qué diantres me estás transportando? Ahora puedo andar con un bastón. No quiero que me transporten. Déjame en el suelo.
El señor Goodchild lo dejó en el suelo del viejo salón y le miró con ojos enloquecidos.
– ¿Qué estás haciendo? ¿Lanzándote como un idiota sobre alguien de tu propio sexo para rescatar le o perecer en el intento? -preguntó el señor Idle con un tono bastante petulante.
– ¡El anciano! -clamó el señor Goodchild aturdido-. ¡Y los dos ancianos!
– La única anciana a la que pienso que te refieres -empezó a responder desdeñosamente el señor ldle, al tiempo que a tientas se abría camino por la escalera con la ayuda de su ancha balaustrada.
– Te aseguro, Tom -empezó a decirle el señor Goodchild ayudándole a su lado-, que desde que te quedaste dormido…
– ¡Ésa sí que es buena! -exclamó Thomas ldle-. ¡Si ni he cerrado un ojo!
Con la peculiar sensibilidad sobre el tema de la infeliz acción de quedarse dormido fuera de la cama, destino de toda la humanidad, el señor ldle persistió en esa declaración. La misma sensibilidad peculiar impulsó al señor Goodchild, al ser acusado del mismo crimen, a repudiarlo con honorable resentimiento. Así por el momento resultaba complicada la cuestión del anciano y de los dos ancianos, y poco después se volvería imposible. El señor ldle dijo que todo era un lío formado por fragmentos reordenados de las cosas que había visto y pensando durante el día. El señor Goodchild respondió que cómo iba a ser así si no se había dormido. El señor ldle añadió que él era el que no se había dormido, y que nunca se dormiría, mientras que el señor Goodchild, por regla general, estaba dormido siempre. En consecuencia, se separaron para el resto de la noche en la puerta de sus respectivos dormitorios, un poco enfadados. Las últimas palabras del señor Goodchild fueron que en esa real y tangible antigua sala de estar de la real y tangible posada (y suponía que el señor ldle no negaría la existencia de ésta), había tenido todas aquellas sensaciones y experiencias, que estaban ahora a una o dos líneas de completarse, y qué él lo escribiría todo e imprimiría todas las palabras. El señor ldle replicó que lo hiciera si ése era su deseo… y lo era, y ahora está ya escrito.
[De The Lazy Tour of Two Idle Apprentices]
La visita del señor Testador
El señor Testator alquiló una serie de habitaciones en Lyons Inn, pero tenía un mobiliario muy es caso para su dormitorio y ninguno para su sala de estar. Había vivido en estas condiciones varios meses invernales y las habitaciones le resultaban muy des nudas y frías. Un día, pasada la medianoche, cuando estaba sentado escribiendo y le quedaba todavía mucho por escribir antes de acostarse, se dio cuenta d, que no tenía carbón. Lo había abajo, pero nunca había ido al sótano; sin embargo, la llave del sótano es taba en la repisa de su chimenea y si bajaba y abría e sótano que le correspondía podía suponer que el carbón que en él hubiera sería el suyo. En cuanto a su lavandera, vivía entre las vagonetas de carbón y lo barqueros del Támesis, pues en aquella época había barqueros en el Támesis, en un desconocido agujero junto al río, en los callejones y senderos del otro lado del Strand. Por lo que se refiere a cualquier otra persona con la que pudiera encontrarse o le pudiera poner objeciones, Lyons Inn estaba llena de persona dormidas, borrachas, sensibleras, extravagantes, que, apostaban, que meditaban sobre la manera de renovar o reducir una factura… todas ellas dormidas (despiertas pero preocupadas por sus propios asuntos
El señor Testator cogió con una mano el cubo del carbón, la vela y la llave con la otra, y descendió a las tristes cavernas subterráneas del Lyons Inn, desde donde los últimos vehículos de las calles resultaban estruendosos y todas las tuberías de la vecindad parecían tener el amén de Macbeth pegado a la garganta y estar tratando de escupirlo. Tras andar a tientas de aquí para allá entre las puertas bajas sin propósito alguno, el señor Testator llegó por fin a una puerta de candado oxidado en la que ajustaba su llave. Tras abrir la puerta con grandes problemas y mirar al interior, descubrió que no había carbón, sino un confuso montón de muebles. Alarmado por aquella intrusión en las propiedades de otra persona, cerró de nuevo la puerta, encontró su sotanillo, llenó el cubo y volvió a subir las escaleras.
Pero los muebles que había visto pasaban corriendo incesantemente por la mente del señor Testator, como si se movieran sobre cojinetes, cuando a las cinco de la mañana, helado de frío, se dispuso a acostarse. Sobre todo deseaba una mesa para escribir, y el mueble que estaba al fondo del montón era precisamente un escritorio. Cuando por la mañana apareció su lavandera, salida de su madriguera, para hacerle el té, artificiosamente llevó la conversación al tema de los sotanillos y los muebles; pero resultó evidente que las dos ideas no se conectaron en la mente de la criada. Cuando ésta le dejó solo sentado ante el desayuno y pensando en los muebles, se acordó que el cerrojo estaba oxidado y dedujo de ello que los muebles debían estar almacenados en los sótanos desde hacía mucho tiempo… que quizá su propietario los había olvidado, o incluso había muerto. Tras pensar en ello varios días, durante los cuales no pudo obtener en Lyons Inn noticia alguna sobre los muebles, se desesperó y decidió tomar prestada la mesa. Lo hizo aquella misma noche. Y no tenía la mesa cuando decidió tomar prestado también un sillón; y todavía no lo tenía cuando pensó coger una librería, y luego un diván, y luego una alfombra grande y otra pequeña. Para entonces se había dado cuenta de que «se había aprovechado tanto de los muebles» que no podrían empeorar las cosas si los tomaba prestados todos. Y en consecuencia, lo hizo así y dejó cerrado el sotanillo. Siempre lo había cerrado tras cada visita. Había subido cada uno de los muebles en la oscuridad de la noche, y en el mejor de los casos se había sentido tan perverso como un ladrón de cadáveres. Todos los muebles estaban sucios y costrosos cuando los llevó a sus habitaciones, y tuvo que pulirlos, como si fuera un asesino culpable, mientras Londres dormía.
El señor Testator vivió en sus habitaciones amuebladas dos o tres años, o más, y gradualmente se fue acostumbrando a la idea de que los muebles eran suyos. Era ésa una sensación que le resultaba conveniente hasta que de pronto, una noche a una hora tardía, escuchó unos pasos en las escaleras, y una mano que rozaba la puerta buscando el llamador, y luego una llamada profunda y solemne que actuó como un resorte en el sillón del señor Testator, lanzándolo fuera de él, pues con gran prontitud atendió a la llamada,
El señor Testator se acercó a la puerta con una vela en la mano y encontró allí a un hombre muy pálido y alto; estaba un poco encorvado; sus hombros eran muy altos, el pecho muy estrecho y la nariz muy roja; un tipo verdaderamente cursi. Se envolvía en un raído y largo abrigo negro que por delante se cerraba con más agujas que botones, y oprimía bajo el brazo un paraguas sin mango, como si estuviera tocando una gaita.
– Le ruego que me perdone, pero ¿puede usted informarme…? -empezó a decir, pero se detuvo; sus ojos se posaron en algún objeto de la habitación.
– ¿Si puedo informarle de qué? -preguntó el señor Testator observando alarmado aquella detención.
– Le ruego que me perdone -prosiguió el desconocido-. Pero… no era ésta la pregunta que iba a hacerle… ¿no estoy viendo un pequeño mueble que me pertenece?
El señor Testator había empezado a decir, tartamudeando, que no sabía, cuando el visitante se deslizó a su lado introduciéndose en la habitación. Una vez dentro, con unas maneras de duende que dejaron congelado hasta el tuétano al señor Testator, examinó primero el escritorio, y dijo: «mío», luego el sillón, del que dijo: «mío», luego la librería, y dijo: «mía»; luego dio la vuelta a una esquina de la alfombra y dijo: «¡mía!» En resumen, inspeccionó sucesivamente todos los muebles sacados del sotanillo afirmando que eran suyos. Hacia el final de la investigación, el señor Testator se dio cuenta de que estaba empapado de licor y que el licor era ginebra, pero l; ginebra no le volvía inestable ni en su manera de hablar ni en su porte, sino que le añadía en ambos aspectos cierta rigidez.
El señor Testator se encontraba en un estado terrible, pues (según redactó la historia) por primer; vez se dio cuenta plenamente de las consecuencias posibles de lo que había hecho intrépida y descuidadamente. Después de que estuvieran un rato en pie mirándose el uno al otro, con voz temblorosa empezó a decir:
– Señor, me doy cuenta de que le debo la explicación, compensación y restitución más completa Los muebles serán suyos. Permítame rogarle que sin malos modos y sin siquiera una irritación natura por su parte, podríamos tener un poco…
– … de algo para beber -le interrumpió el desconocido-. Estoy de acuerdo.
El señor Testator había pensado decir «un poca de conversación tranquila», pero con gran alivie aceptó la enmienda. Sacó una garrafa de ginebra estaba procurando conseguir agua caliente y azúcar cuando se dio cuenta de que el visitante se había bebido ya la mitad del contenido. Con el agua caliente y azúcar, la visita se bebió el resto antes de llevar una hora en la habitación según las campanas de la iglesia de Santa María del Strand; y durante el proceso susurraba frecuentemente para sí mismo: «¡mío!
Cuando se acabó la ginebra y el señor Testator s preguntó lo que iba a suceder, el visitante se levantó y dijo con creciente rigidez:
– Señor, ¿a qué hora de la mañana resultará conveniente?
– ¿A las diez? -se arriesgó a sugerir el señor Testator.
A las diez entonces, señor, en ese momento estaré aquí -afirmó y luego se quedó un rato contemplando ociosamente al señor Testator, para añadir-: ¡qué Dios le bendiga! ¿Y cómo está su esposa?
El señor Testator (que no se había casado nunca) respondió con gran sentimiento:
– Con gran ansiedad, la pobre, pero bien en otros aspectos.
Entonces el visitante se dio la vuelta y se marchó, cayéndose dos veces por las escaleras. Desde ese momento no volvió a saber de él. No supo si se había tratado de un fantasma, o de una ilusión espectral de la conciencia, o de un borracho que no tenía ninguna relación con el cuarto, o del dueño verdadero de los muebles, borracho, con una recuperación transitoria de la memoria; no supo si había llegado a salvo a casa, o no tenía casa alguna a la que ir; no supo si por el camino lo mató el licor, o si vivió en el licor para siempre; no volvió a saber nada de él. Ésta fue la historia, traspasada con los muebles y considerada auténtica por el que los recibió en una serie de habitaciones de la parte superior de la triste Lyons Inn.
[De The Uncommercial Traveller]
La casa hechizada.
Los mortales de la casa
La casa que es el tema de esta obra de Navidad no la conocí bajo ninguna de las circunstancias fantasmales acreditadas ni rodeada por ninguno de los entornos fantasmagóricos convencionales. La vi a la luz del día, con el sol encima. No había viento, lluvia ni rayos, no había truenos ni circunstancia alguna, horrible o indeseable, que potenciaran su efecto. Más todavía: había llegado hasta ella directamente desde una estación de ferrocarril; no estaba a más de dos kilómetros de distancia de la estación, y en cuanto estuve fuera de la casa, mirando hacia atrás el camino que había recorrido, pude ver perfectamente los trenes que recorrían tranquilamente el terraplén del valle. No diré que todo era absolutamente común porque dudo que exista tal cosa, salvo personas absolutamente comunes, y ahí entra mi vanidad; pero asumo afirmar que cualquiera podría haber visto la casa tal como yo la vi en una hermosa mañana otoñal.
La forma en que yo la vi fue la siguiente.
Viajaba hacia Londres desde el norte con la intención de detenerme en el camino para ver la casa.
Mi salud requería una residencia temporal en el campo, y un amigo mío que lo sabía y que había pasado junto a ella, me escribió sugiriéndomela como un lugar probable. Había subido al tren a medianoche, me había quedado dormido y luego desperté y permanecí sentado mirando por la ventanilla en el cielo las estrellas del norte, y me había vuelto a dormir para despertar otra vez y ver que la noche había pasado, con esa convicción desagradable, habitual en mí, de que no había dormido en absoluto; a este respecto, y en los primeros momentos de estupor de esa condición, me avergüenza creer que me habría dispuesto a pelearme con el hombre que se sentaba frente a mí si hubiera dicho lo contrario. Ese hombre que se sentaba frente a mí había tenido durante toda la noche, tal como tienen siempre los hombres de enfrente, demasiadas piernas y todas ellas muy largas. Además de esta conducta irrazonable (que sólo cabía esperar de él), llevaba un lápiz y un cuaderno y había estado todo el tiempo escuchando y tomando notas. Me habría parecido que esas irritantes notas se referían a los traqueteos y sacudidas del coche, y me habría resignado a que las tomara bajo la suposición general de que era un ingeniero, si no hubiera estado mirando fijamente por encima de mi cabeza siempre que escuchaba. Era un caballero de ojos saltones y aspecto perplejo, y su proceder resultaba intolerable.