¡Pero benditos sean sus corazones y sus cejas que aquello no era nada para mi tío! Estaba tan habituado que aquello no era más que un simple juego de niños. Le he oído contar que cualquier día podía encontrarse con gentes de Dundee y volver luego a casa sin tambalearse; y eso, caballeros, que los habitantes de Dundee tienen una cabeza tan fuerte como su ponche, y probablemente no podrá encontrarse otro más fuerte entre los dos polos. He oído decir que un hombre de Glasgow y otro de Dundee bebieron uno frente al otro durante quince horas seguidas. Pudo saberse que ambos se sintieron sofocados en el mismo momento, pero con esa ligera excepción, caballeros, no se sentían peor por ello.
Una noche, a las veinticuatro horas de haber decidido embarcar para Londres, mi tío se detuvo en la casa de un antiguo amigo suyo, un tal alguacil Mac con cuatro sílabas detrás que vivía en la vieja ciudad de Edimburgo. Estaban allí la esposa del alguacil, las tres hijas del alguacil y el hijo ya mayor del alguacil, y tres o cuatro amigos escoceses robustos, de cejas pobladas y hombres prudentes que el alguacil había reunido para honrar a mi tío y ayudarle a alegrarse. Fue una cena gloriosa. Tomaron salmón ahumado, bacalao finlandés, cabeza de cordero y un «haggis» -un famoso plato escocés, caballeros, que mi tío solía decir que cuando lo veía en la mesa se le asemejaba mucho a un estómago de Cupido-, y aparte otras muchas cosas cuyos nombres he olvidado, pero que no obstante eran cosas muy buenas. Las muchachitas eran hermosas y agradables; la esposa del alguacil era una de las mejores personas que hayan vivido nunca, y mi tío estaba de un humor excelente. La consecuencia de ello fue que las jóvenes damas rieron entre dientes y sofocaron risitas, y que la dama mayor se rió estruendosamente, y el alguacil y los otros tipos rugieron hasta que se les puso el rostro colorado y aquello empezaba a resultar peligroso. No puedo recordar exactamente cuántos vasos de ponche de whisky se bebió cada uno después de la cena, pero lo que sí sé es que hacia la una de la mañana el hijo mayor del alguacil perdió el sentido cuando iba a iniciar el primer verso de una poesía popular, y como desde hacía una hora era el único otro hombre al que podía vérsele por encima de la mesa de caoba, a mi tío se le ocurrió que casi había llegado el momento de pensar en, irse, puesto que habían comenzado a beber a las siete de la tarde, para poder regresar a casa a una hora decente. Pero pensando que no sería muy cortés irse en ese momento, se levantó de la silla, mezcló otro vaso, lo alzó a su propia salud, dirigiéndose a sí mismo un discurso limpio y lleno de cumplidos, y se le bebió con gran entusiasmo. Como todavía nadie despertaba, mi tío se sirvió un poco más, pero esta vez sin agua, no fuera que el ponche le sentara mal, y llevándose violentamente las manos al sombrero, se lanzó a la calle.
Cuando mi tío cerró la puerta del alguacil hacía una noche ventosa, y sujetándose firmemente el sombrero sobre la cabeza, para impedir que el viento se lo llevara, se metió las manos en los bolsillos, miró hacia arriba y analizó brevemente el estado del tiempo. Las nubes pasaban por encima de la luna a la máxima velocidad: en algunos momentos la oscurecían totalmente, en otros permitían que brillara en todo su esplendor y arrojara su luz sobre todos los objetos de alrededor; después volvían a colocarse sobre ella, con mayor velocidad aún, y lo envolvían todo en la oscuridad.
– Realmente esto no va-dijo mi tío dirigiéndose al tiempo, como si se sintiera personalmente ofendido-. Esto no es en absoluto el tipo ideal de clima para mi viaje. No lo haré, a ningún precio -dijo mi tío en tono impresionante.
Y tras repetir aquello varias veces, recuperó el equilibrio con cierta dificultad -pues estaba bastante mareado por haber mirado hacia el cielo tanto tiempo- y comenzó a caminar alegremente.
La casa del alguacil estaba en Canongate, y mi tío se dirigía hacia el otro extremo de Leith Walk, un recorrido de algo más de dos kilómetros. A ambos lados de él, como lanzadas contra el cielo oscuro, había unas casas altas, esparcidas y delgadas, con las fachadas manchadas por el tiempo, y unas ventanas que parecían haber compartido el destino de los
ojos de los mortales y haberse oscurecido y hundido con la edad. Las casas tenían seis, siete y ocho pisos de altura; se apilaba un piso sobre el otro como los que hacen los niños con cartas de juego, lanzando sus sombras oscuras sobre la calle desaliñadamente pavimentada y volviendo más oscura la oscuridad de la noche. Había algunas lámparas de aceite, muy lejos unas de otras, pero sólo servían para indicar la entrada sucia a algún estrecho callejón o para señalar dónde una escalera comunicaba, mediante revueltas empinadas e intrincadas, con las casas de arriba. Mirando todas aquellas cosas con la actitud de un hombre que las ha visto a menudo antes, por lo que no podía considerarlas ahora dignas de fijar en ellas la atención, mi tío subió por mitad de la calle con un pulgar metido en cada uno de los bolsillos del chaleco permitiéndose de vez en cuando variadas estrofas cantadas con tan buen espíritu y voluntad que las gentes honestas y tranquilas se sobresaltaban y despertaban de su primer sueño y se quedaban temblando en la cama hasta que el sonido desaparecía en la distancia; una vez convencidas de que se trataba sólo de algún borracho inútil que trataba de encontrar el camino de regreso a su casa, volvían a taparse para estar calientes y se dormían otra vez.
Describo en -particular, caballeros, la forma en que mi tío subía por mitad de la calle con los pulgares metidos en los bolsillos del chaleco, porque como él solía decir (y con buenas razones para ello), no hay en absoluto nada extraordinario en esta historia, a menos que entiendan claramente desde el principio que no estaba dando en absoluto un paseo maravilloso o romántico.
Caballeros, mi tío caminaba con los pulgares metidos en los bolsillos del chaleco, tomando para sí la mitad de la calle, cantando ahora un verso de un poema de amor, luego un verso de uno etílico, y silbando melodiosamente cuando se había cansado de ambos, hasta que llegó a North Bridge, que pone en contacto las ciudades antigua y nueva de Edimburgo. Se detuvo allí un minuto para examinar los extraños e irregulares grupos de luces apilados unos encima de otros y que parpadeaban a tanta altura que parecían estrellas, brillando desde los muros del castillo por un lado y del Calton Hill por el otro, como si estuvieran iluminando castillos en el aire, mientras la antigua y pintoresca ciudad dormía pesadamente entre la oscuridad de abajo: su palacio y capilla de Holyrood, guardada día y noche, tal como solía decir un amigo de mi tío, por la antigua sede de Arturo que se elevaba oscura e insolente, como un genio ceñudo, sobre la antigua ciudad que durante tanto tiempo había vigilado. Digo, caballeros, que mi tío se detuvo allí un minuto para mirar a su alrededor; y luego, haciéndole un cumplido al clima, que tan poco había mejorado, mientras que la luna se estaba hundiendo, empezó a caminar de nuevo con tanta gallardía como antes, ocupando la mitad de la calle con gran dignidad, y con el aspecto de que estaría encantado de encontrarse con alguien que quisiera disputarle esa posesión. Pero sucedió que no hubo nadie dispuesto a disputársela, y así siguió adelante con los pulgares en los bolsillos del chaleco, como un apacible ser.
Cuando mi tío llegó al extremo de Leith Walk, tenía que cruzar un descampado bastante grande que le separaba de una calle corta por la que debió bajar para llegar a su alojamiento. Ahora bien, sucede que en ese descampado había en aquel tiempo un cercado perteneciente a algún carretero que tenía contratada con Correos la compra de los coches-correo desgastados por el tiempo; y a mi tío, que le encantaron los coches de mayor, de joven y de mediana edad, se le metió inmediatamente en la cabeza e salirse de su camino sin otro fin que el de escudriñas esos coches tras el cercado, y recordaba haber viste más o menos una docena de ellos amontonados en el interior en un estado de gran abandono y olvido Mi tío, caballeros, era una persona de lo más entusiasta y simpática; por eso, al darse cuenta de que no podía tener una buena visibilidad entre las estacas saltó por encima de ellas, se sentó tranquilamente sobre un eje de rueda y empezó a contemplar los coches de correos con mucha gravedad.
Debía de haber una docena de ellos, o quizá más -mi tío no estuvo nunca seguro sobre este punto, dado que era un hombre de escrupulosa veracidad con respecto a los números, no le gustaba confesar lo-, pero allí estaban, todos amontonados en la condición más desolada que quepa imaginar. La, puertas habían sido arrancadas de los goznes y quitadas; les habían arrancado los forros; sólo algún clavo oxidado mantenía, aquí y allá, un jirón colgante; la lámparas no estaban, las varas hacía tiempo que habían desaparecido, el forjado estaba oxidado y la pintura se había caído; el viento silbaba entre las grietas de la estructura de madera, y la lluvia, que había quedado recogida en los techos, caía gota a gota en los interiores con un sonido hueco y melancólico. Eran los esqueletos en decadencia de los coches abandonados, y en ese lugar solitario, a esa hora de la noche, parecían fríos y lúgubres.
Mi tío descansó la cabeza sobre las manos y pensó en las personas atareadas y bulliciosas que años antes habrían traqueteado en los viejos coches, que ahora estaban cambiados y silenciosos; pensó en todas aquellas personas á las que uno de aquellos locos y desmoronados vehículos había llevado, noche tras noche, durante muchos años y con todo tipo de condiciones climáticas, la correspondencia ansiosamente esperada, el giro tan necesario, la promesa de salud y seguridad, el anuncio repentino de enfermedad y muerte. El comerciante, el amante, la esposa, la viuda, la madre, el escolar e incluso el niño que tambaleándose se había acercado a la puerta a la llamada del cartero… cómo habían esperado todos la llegada del viejo coche. ¡Y dónde estarían todos ahora!
Caballeros, mi tío solía decir que pensó todo esto en aquel momento, pero yo sospecho más bien que lo sacó después de algún libro, pues afirmaba con claridad que cayó en una especie de siesta mientras estaba sentado sobre el viejo eje de ruedas mirando los coches de correos en decadencia, hasta que de pronto le despertaron unas campanadas de iglesia que daban las dos. Ahora bien, mi tío no fue nunca muy rápido en el pensamiento, y si había pensado todas estas cosas estoy seguro de que habría necesitado para ello, por lo menos, hasta mucho más allá de pasadas las dos y media. Por tanto, soy decididamente de la opinión, caballeros, de que mi tío cayó en una especie de adormecimiento sin haber pensado nada en absoluto.
Sea como sea, las campanas de una iglesia dieron las dos. Mi tío despertó, se frotó los ojos y se sobresaltó asombrado.
Un instante después de que el reloj diera las dos, todo aquel lugar tranquilo y desértico se había convertido en el escenario de la vida y la animación más extraordinarias. Las puertas de los coches estaban sobre sus goznes, los forros en su sitio, el forjado era tan bueno como nuevo, la pintura había sido restaurada, las lámparas encendidas, en cada pescante había cojines y grandes mantas, los mozos colocaban paquetes en todos los maleteros, los guardas amontonaban las bolsas de las cartas, los palafreneros arrojaban cubos de agua sobre las ruedas renovadas; muchos hombres se apresuraban por la zona poniendo varas en cada coche; llegaron los pasajeros, se entregaron las maletas, se colocaron los caballos; en suma, resultaba absolutamente evidente que iban a salir de inmediato todos los coches que allí había. Caballeros, mi tío abrió los ojos tanto ante todo aquello que hasta el último momento de su vida se asombró de que hubiera sido capaz de volverlos a cerrar otra vez.
– ¡Vamos! -gritó una voz mientras mi tío sentía una mano en su hombro-. Ha comprado usted billete de interior. Será mejor que entre.
– ¿ Yo lo he comprado? -preguntó mi tío dándose la vuelta.
– Sí, claro.
Mi tío, caballeros, no era capaz de decir nada; tan asombrado estaba. Lo más extraño de todo era que aunque hubiese tal multitud de personas, y aunque estuvieran apareciendo nuevos rostros a cada momento, no podía saberse de dónde venían. Parecían brotar de alguna extraña manera del mismo suelo, o del aire, para desaparecer del mismo modo. Cuando un mozo metió su equipaje en el coche y recibió la propina, se dio la vuelta y desapareció; y antes de que mi tío hubiera empezado a preguntarse qué había sucedido con él, aparecieron media docena más tambaleándose bajo el peso de unos paquetes que parecían lo bastante grandes como para aplastarlos. ¡Los pasajeros iban vestidos todos de manera muy extraña! Grandes capas abrochadas de falda ancha, de puños enormes y sin cuellos; y pelucas, caballeros… grandes y serias pelucas con un lazo atrás. Mi tío no podía sacar nada en limpio de todo aquello.
– ¿ Va usted a entrar ya? -dijo la misma persona que se había dirigido antes a mi tío.
Iba vestido como un escolta de correos, con peluca y capa de puños enormes, un farol en una mano y en la otra un trabuco enorme que en ese momento iba a guardar en un pequeño cofre.
– ¿ Va a entrar ya, Jack Martin? -dijo el escolta sosteniendo el farol a la altura del rostro de mi tío. -¡Oiga! -exclamó mi tío retrocediendo uno o dos pasos-. ¡Eso es demasiada familiaridad!
– Así lo pone en el billete -contestó el escolta. -¿Y no lleva un «señor» delante? -preguntó mi tío. Pues pensó, caballeros, que el hecho de que un escolta al que no conocía le llamara Jack Martin era una libertad que Correos no habría permitido de haberla conocido.
– No, no lo lleva -contestó fríamente el escolta. -¿Está pagado el billete? -preguntó mi tío. -Claro que sí -contestó el otro.
– ¿Lo está, sí lo está? ¡Pues vayamos allí entonces! ¿Qué coche es?
– Éste -contestó el escolta señalando a un coche que unía Londres con Edimburgo, pasado de moda, que tenía los escalones bajados y la puerta abierta-. ¡Un momento! Hay otros pasajeros. Déjeles entrar primero.
Mientras el escolta hablaba, apareció inmediatamente, delante de mi tío, un caballero joven de peluca empolvada y una capa color azul celeste adornada con plata, de faldones llenos y anchos, y forrada de bocací. En el lino del chaleco y el calicó estaba impreso Tiggin y Welps, caballeros, por lo que mi tío reconoció de inmediato los materiales. Llevaba pantalones hasta la rodilla, y una especie de polainas sobre las medias de seda, y zapatos con hebillas; volantes en las muñecas, sombrero de tres picos en la cabeza y una espada larga y afilada al costado. Las solapas del chaleco le llegaban hasta la mitad de los muslos, y el extremo de la corbata hasta la cintura. Caminó con paso grave hasta la puerta del coche, se quitó el sombrero y lo sostuvo por encima de la cabeza con el brazo extendido: al mismo tiempo sostenía levantado el dedo meñique como hacen algunas personas afectadas cuando toman una taza de té. Luego juntó los pies, hizo una grave reverencia y extendió la mano izquierda. Mi tío iba a adelantarse para estrechársela cordialmente cuando se dio cuenta de que aquellas atenciones no se las dirigía a él, sino a una joven dama que en ese momento apareció al pie de los escalones, ataviada con un anticuado vestido de terciopelo verde de cintura larga y peto. No llevaba sombrero en la cabeza, caballeros, que ocultaba con una capucha de seda negra, y miró a su alrededor un instante cuando se disponía a entrar en el coche, revelando un rostro tan hermoso como mi tío no había visto nunca, ni siquiera en un cuadro. Subió al coche levantándose el vestido con una mano; y tal como decía siempre mi tío acompañándolo de un juramento rotundo, cuando contaba esta historia, no habría creído posible que existieran piernas y pies de tal perfección a menos que los hubiera visto con sus propios ojos.
Pero en ese vislumbre del hermoso rostro mi tío vio que la joven dama le lanzaba una mirada implorante, y que parecía aterrada y entristecida. Observó también que el joven de la peluca empolvada, a pesar de sus muestras de galantería, que eran grandiosas y muy finas, la sujetó con fuerza por la muñeca cuando ella subió, y se metió inmediatamente detrás. Un tipo de un mal aspecto poco común, de peluca castaña y traje de color ciruela, que llevaba una espada muy grande y botas hasta las caderas, se incluía en el grupo. Y cuando se sentó junto a la joven dama, que estaba encogida en una esquina al acercarse el otro, mi tío vio confirmada su impresión original de que iba a suceder algo oscuro y misterioso; o tal como decía siempre para sí mismo, que «había algún tornillo suelto en alguna parte». Es sorprendente con qué rapidez había decidido mi tío ayudar a la dama ante cualquier peligro, si ésta necesitaba su ayuda.