más, no hay mejor manera de testificar la admiración propia hacia su hermoso color y forma que besándolos enseguida. Así lo hizo mi tío, y yo le honro por ello.
– ¡Escuche! -gritó la joven dama sobresaltándose-. ¡Se oyen ruedas y caballos!
– Cierto -dijo mi tío prestando atención. Tenía buen oído para las ruedas y el ruido de los cascos, pero daba la impresión de que venían desde lejos tantos caballos y carruajes que era imposible conjeturar su número. El sonido era semejante al que producirían cincuenta tiros formados por seis purasangres cada uno.
– ¡Nos persiguen! -gritó la joven agarrándose las manos-. Nos persiguen. ¡Usted es mi única esperanza!
Había tal expresión de terror en su hermoso rostro que mi tío se decidió enseguida. La subió al coche, le dijo que no se asustara, volvió a unir los labios a los de ella y después, aconsejándole que subiera la ventanilla para que no entrara el aire frío subió al pescante.
– Un momento, mi amor-gritó la joven. -¿Qué sucede? -preguntó mi tío desde el pescante.
– Quiero hablarle, sólo una palabra. Sólo una querido mío.
– ¿Me bajo? -preguntó mi tío. La dama no respondió, pero volvió a sonreír. ¡Qué sonrisa, caballeros! Convirtió al otro en nada. Mi tío bajó del pescante en un santiamén.
– ¿Qué ocurre, querida? -preguntó mi tío mirándola por la ventanilla del coche. En ese momento la dama se inclinó hacia delante y mi tío pensó que parecía todavía más hermosa que antes. En ese momento, caballeros, estaba muy cerca de ella, por l que tenía que saberlo realmente.
– ¿Qué sucede, querida? -volvió a preguntar mi tío.
– ¿No amará nunca a otra, no se casará con ninguna otra? -preguntó la joven dama.
Con un juramento solemne mi tío afirmó que nunca se casaría con ninguna otra y entonces la joven dama metió la cabeza y subió la ventanilla. El tío se subió de un salto al pescante, cuadró los codos, ajustó las riendas, cogió el látigo que estaba sobre el techo, tocó con él al primero de los caballos allá que se fueron los cuatro caballos negros de largas colas y largas crines a unas buenas quince millas inglesas por hora arrastrando detrás el viejo coche de correos.
¡Vaya! ¡Cómo corrieron a toda velocidad!
El ruido de atrás se hizo más fuerte. Cuanto más rápido iba el viejo coche, más rápido se acercaban los perseguidores: hombres, caballos y perros se habían unido en la persecución. El ruido era terrible, pero por encima de él se oía la voz de la joven dama que azuzaba a mi tío y gritaba:
– ¡Más rápido! ¡Más rápido!
Los oscuros árboles pasaban a su lado como plumas arrastradas por un huracán. Casas, puertas, iglesias, almiares y todo tipo de objetos pasaban junto a ellos con una velocidad y ruido semejantes al de las aguas rugientes que de pronto quedan libres. Pero el ruido de la persecución se iba haciendo más fuerte, y mi tío podía seguir escuchando a la joven dama que gritaba desesperadamente:
– ¡Más rápido! ¡Más rápido!
Mi tío utilizó con ahínco látigo y riendas, y los caballos volaron hacia delante hasta que se cubrieron de espuma; y, sin embargo, atrás el ruido aumentaba, y la joven dama seguía gritando:
– ¡Más rápido! ¡Más rápido!
Mi tío dio una fuerte patada en el pescante, impulsado por la tensión del momento, y… descubrió que la mañana era gris y estaba sentado en el descampado sobre el pescante de un antiguo coche inglés, temblando por el frío y la humedad, y pateando el suelo para calentarse los pies. Se bajó y buscó ansiosamente en el interior a la hermosa y joven dama. ¡Pero ay! No había puerta ni asiento en el coche. Era una simple carcasa.
Evidentemente mi tío sabía muy bien que había algún misterio en aquello, y que todo había pasad exactamente tal como solía relatarlo. Permaneció fiel al juramento que había hecho a la hermosa joven dama, rechazando por ella a varias dueñas desposada con las que hubiera podido casarse, y final mente murió soltero. Siempre dijo que era curiosa, que hubiera descubierto él, por un simple accidente como el de cruzar la cerca, que todas las noches acostumbraban a viajar con regularidad los fantasmas de coches de correos y caballos, escoltas, cocheros y pasajeros. Solía añadir que creía ser la única persona viva que había sido aceptada como pasajero en una de aquellas excursiones. Y creo, caballeros, que tenía razón: al menos no he oído que le sucediera a nadie más.
[De The Pickwick Papers]
El barón de Grogzwig
El barón Von Koéldwethout, de Grogzwig, Alemania, era probablemente un joven barón como cualquiera le gustaría ver uno. No es necesario q diga que vivía en un castillo, porque es evidente; tampoco es necesario que diga que vivía en un castillo antiguo, pues ¿qué barón alemán viviría en u: nuevo? Había muchas circunstancias extrañas relacionadas con este venerable edificio, entre las cuales no era la menos sorprendente y misteriosa el hecho de que cuando soplaba el viento, éste rugía en el interior de las chimeneas, o incluso aullaba entre los árboles del bosque circundante, o que cuando brillaba la luna ésta se abría camino por entre determinadas pequeñas aberturas de los muros y llegaba a iluminar plenamente algunas zonas de los amplios salones y galerías, dejando otras en una sombra tenebrosa. Tengo entendido que uno de los antepasados del barón, que andaba escaso de dinero, le han clavado una daga a un caballero que llegó una noche pidiendo servidumbre de paso, y se supone que tos hechos milagrosos tuvieron lugar como consecuencia de aquello. Y, sin embargo, difícilmente puedo saber cómo sucedió, pues el antepasado del barón, que era un hombre amable, se sintió despues tan apenado por haber sido tan irreflexivo, y haber puesto sus manos violentas sobre una cantidad de piedras y maderos pertenecientes a un barón más débil, que construyó como excusa una capilla obteniendo un recibo del cielo como saldo a cuenta.
El hecho de haber hablado del antepasado del barón me trae a la mente los vehementes deseos de éste de que se respete su linaje. Temo no poder decir
con seguridad cuántos antepasados haya tenido el barón, pero sé que había tenido muchísimos más que cualquier otro hombre de su época, y sólo deseo que haya vivido hasta fechas recientes para haber podido dejar más en la tierra. Para los grandes hombres de los siglos pasados debió ser muy duro haber llegado al mundo tan pronto, pues lógicamente un hombre que nació hace trescientos o cuatrocientos años no puede esperarse que tuviera antes que él tantos parientes como un hombre que haya nacido ahora. Éste último, quienquiera que sea -y por lo que nosotros sabemos lo mismo podría ser un zapatero remendón que un tipo bajo y vulgar-, tendrá un linaje más largo que el mayor de los nobles vivo actualmente; y afirmo que esto no es justo.
¡Bueno, pero el barón Von Koëldwethout de Grogzwig! Era un hombre guapo y atezado, de cabello oscuro y grandes mostachos que salía a cazar a caballo vestido con paño verde de Lincoln, con botas rojas en los pies, con un cuerno de caza colgado del hombro como el guarda de un campo muy amplio. Cuando soplaba su cuerno, otros veinticuatro caballeros de rango inferior, vestidos con paño verde de Lincoln un poco más basto, y botas de cuero bermejo de suelas un poco más gruesas, se presentaban directamente; y galopaban todos juntos con lanzas en las manos como barandillas de un área lacada, cazando jabalíes, o encontrándose quizá con un oso en cuyo último caso el barón era el primero en matarlo, y después engrasaba con él sus bigotes.
Fue una vida alegre la del barón de Grogzwig, y más alegre todavía la de sus partidarios, quienes bebían vino del Rin todas las noches hasta que caían bajo la mesa, y entonces encontraban las botellas en el suelo y pedían pipas. Jamás hubo calaveras tan festivos, fanfarrones, joviales y alegres como los que formaban la animada banda de Grogzwig.
Pero los placeres de la mesa, o los placeres de debajo de la mesa, exigen un poco de variedad; sobre todo si las mismas veinticinco personas se sienta] diariamente ante la misma mesa para hablar de lo mismos temas y contar las mismas historias. El barón se sintió aburrido y deseó excitación. Empezó disputar con sus caballeros, y todos los días, después de la cena, intentaba patear a dos o tres de ellos. A principio aquello resultó un cambio agradable, pero al cabo de una semana se volvió monótono, el barón se sintió totalmente indispuesto y buscó, con desesperación, alguna diversión nueva.
Una noche, tras los entretenimientos del día e los que había ido más allá de Nimrod o Gillingwi ter, y matado «otro hermoso oso», llevándolo después a casa en triunfo, el barón Von KoéldwethOL se sentó desanimado a la cabeza de su mesa contemplando con aspecto descontento el techo ahumado del salón. Trasegó enormes copas llenas de vino, pero cuanto más bebía más fruncía el ceño. Los caballeros que habían sido honrados con la peligrosa distinción de sentarse a su derecha y a su izquierda le imitaron de manera milagrosa en el beber y se miraron ceñudamente el uno al otro.
– ¡Lo haré! -gritó de pronto el barón golpeando la mesa con la mano derecha y retorciéndose el mostacho con la izquierda-. ¡Preñaré a la dama de Grogzwig!
Los veinticuatro verdes de Lincoln se pusieron pálidos, a excepción de sus veinticuatro narices, cuyo color permaneció inalterable.
– Me refiero a la dama de Grogzwig -repitió el barón mirando la mesa a su alrededor.
– ¡Por la dama de Grogzwig! -gritaron los verdes de Lincoln, y por sus veinticuatro gargantas bajaron veinticuatro pintas imperiales de un vino del Rin tan viejo y extraordinario que se lamieron sus cuarenta y ocho labios, y luego pestañearon.
– La hermosa hija del barón Von Swillenhausen -añadió KoMwethout, condescendiendo a explicarse-. La pediremos en matrimonio a su padre en cuanto el sol baje mañana. Si se niega a nuestra petición, le cortaremos la nariz.
Un murmullo ronco se elevó entre el grupo; todos los hombres tocaron primero la empuñadura de su espada, y después la punta de su nariz, con espantoso significado.
¡Qué agradable resulta contemplar la piedad filial!
Si la hija del barón hubiera suplicado a un corazón preocupado, o hubiera caído a los pies de su padre cubriéndolos de lágrimas saladas, o simplemente si se hubiera desmayado y hubiera cumplimentado luego al anciano caballero con frenéticas jaculatorias, la: posibilidades son cien contra una a que el castillo de Swillenhausen habría sido echado por la ventana, c habrían echado por la ventana al barón y el castillo habría sido demolido. Sin embargo, la damisela mantuvo su paz cuando un mensajero madrugador llevó o la mañana siguiente la petición de Von Kodldwethout, y se retiró modestamente a su cámara, desde cuya ventana observó la llegada del pretendiente y su séquito. En cuanto estuvo segura de que el jinete de los grandes mostachos era el que se le proponía como esposo, se precipitó a presencia de su padre y expresó estar dispuesta a sacrificarse para asegurar la paz del anciano. El venerable barón cogió a su hija entre sus brazos e hizo un guiño de alegría.
Aquel día hubo grandes fiestas en el castillo. Los veinticuatro verdes de Lincoln de Von Koéldwethout intercambiaron votos de amistad eterna con los doce verdes de Lincoln de Von Swillenhausen, y prometieron al viejo barón que beberían su vino «hasta que todo se volviera azul», con lo que probablemente querían significar que hasta que todos sus semblantes hubieran adquirido el mismo tono que sus narices. Cuando llegó el momento de la despedida todos palmeaban las espaldas de todos los demás, y el barón Von Koéldwethout y sus seguidores cabalgaron alegremente de regreso a casa.
Durante seis semanas mortales jabalíes y osos tuvieron vacaciones. Las casas de Kodldwethout y Swillenhausen estaban unidas; las lanzas se aherrumbra ron, y el cuerno de caza del barón contrajo ronquera por falta de soplidos.
Aquellos fueron momentos importantes para los veinticuatro, pero ¡ay!, sus días elevados y triunfales estaban ya calzándose para disponerse a irse. -Querido mío -dijo la baronesa. -Mi amor -le respondió el barón. -Esos hombres toscos y ruidosos…
– ¿Cuáles, señora? -preguntó el barón sorprendido.
Desde la ventana junto a la que estaban, la baronesa señaló el patio inferior en donde, inconscientes de todo, los verdes de Lincoln estaban realizando copiosas libaciones estimulantes como preparativo para salir a cazar uno o dos verracos.
– Son mi grupo de caza, señora -le informó el barón.
– Licéncialos, amor-murmuró la baronesa.
– ¡Licenciarlos! -gritó el barón con asombro.
– Para complacerme, amor -contestó la baronesa.
– Para complacer al diablo, señora -respondió el barón.
Entonces la baronesa lanzó un gran grito y se desmayó a los pies del barón.
¿Qué podía hacer el barón? Llamó a la doncella de la señora y rugió pidiendo un doctor; y luego, saliendo a la carrera al patio, pateó a los dos verdes de Lincoln que más habituados estaban a ello, y maldiciendo a todos los demás, les pidió que se marcharan… aunque no le importaba adónde. No sé la expresión alemana para ello, pues si la conociera lo habría podido describir delicadamente.
No me corresponde a mí decir mediante qu¿ medios, o qué grados, algunas esposas consiguen someter a sus esposos de la manera que lo hacen, aunque sí puedo tener mi opinión personal sobre el tema, y pensar que ningún Miembro del Parlamento debería estar casado, por cuanto que tres miembros casados de cada cuatro votarán de acuerdo con la conciencia de su esposa (si la tienen), y no de acuerdo con la suya propia. Lo único que necesito decir ahora es que la baronesa von Koéldwethout adquirió de una u otra manera un gran control sobre el barón von KoUldwethout, y que poco a poco, trocito a trocito, día a día y año a año el barón obtenía la peor parte de cualquier cuestión disputada, o era astutamente descabalgado de cualquier antigua afición; y así, cuando se convirtió en un hombre grueso y robusto de unos cuarenta y ocho años, no tenía ya fiestas, ni jolgorios, ni grupo de caza ni tampoco caza: en resumen, no le quedaba nada que le gustara o que hubiera solido tener; y así, aunque fue tan valiente como un león, y tan audaz como descarado, fue claramente despreciado y reprimido por su propia dama en su propio castillo de Grogzwig.
Y no acaban aquí todos los infortunios del barón. Aproximadamente un año después de sus nupcias vino al mundo un barón robusto y joven en cuyo honor se dispararon muchos fuegos artificiales y se bebieron muchas docenas de barriles de vicio; pero al año siguiente llegó una joven baronesa y cada año otro joven barón, y así un año tras otro, o un barón o una baronesa (y un año los dos al mismo tiempo), hasta que el barón se encontró siendo padre de una pequeña familia de doce. En cada uno de esos aniversarios la venerable baronesa Von Swillenhausen se ponía muy nerviosa y sensible por el bienestar de su hija la baronesa Von Koéldwethout, y aunque no se sabe que la buena dama hiciera nunca nada real que contribuyera a la recuperación de su hija, seguía considerando un deber ponerse tan nerviosa como fuera posible en el castillo de Grogzwig, y dividir su tiempo entre observaciones morales sobre la forma en que se llevaba la casa del barón y quejarse por el duro destino de su infeliz hija. Y si el barón de Grogzwig, algo herido e irritado por esa conducta, cobraba valor y se aventuraba a sugerir que su esposa al menos no estaba peor que las esposas de otros barones, la baronesa Von Swillenhausen suplicaba a todas las personas que se dieran cuenta de que nadie salvo ella simpatizaba con los sufrimientos de su hija; y con aquello, sus parientes y amigos comentaban que con toda seguridad ella sufría mucho más que su yerno, y que si existía algún animal vivo de corazón duro, ése era el barón de Grogzwig.