Veinticuatro Horas En La Vida De Una Mujer - Цвейг Стефан 2 стр.


– ¿Usted cree, pues, si he entendido bien, que madame Henriette, que una mujer, cualquiera que sea, sin habérselo propuesto, puede lanzarse inconscientemente a una aventura repentina? ¿Cree que hay acciones que una mujer una hora antes de cometerlas juzgaría imposibles y de las cuales no llegaría a ser responsable?

– Yo lo creo en absoluto, señora.

– Así, en ese caso, todo juicio moral carecería por completo de sentido, y toda transgresión a las buenas costumbres quedaría justificada. Si, en realidad, usted cree que el crimen pasional, como dicen los franceses, no es un crimen, ¿para qué existen los tribunales? No se precisa mucha buena voluntad (y usted la posee hasta un grado asombroso, añadió sonriendo levemente) para descubrir en cada crimen una pasión, y en cada pasión la causa para disculparlo.

El tono claro y casi jovial de sus palabras fue para mí como un sedante, y adoptando a pesar mío, su aire objetivo, repuse medio en serio:

– La justicia sobre esas cosas seguramente procede con mayor severidad que yo; está en el deber de vigilar despiadadamente las costumbres ya establecidas y las convenciones legales; tiene la obligación de juzgar y no de disculpar. Yo, no obstante, como persona privada, no veo por qué motivo he de adoptar la actitud del juez; prefiero más bien actuar de defensor. Personalmente, me produce mayor satisfacción comprender a los hombres y no condenarlos.

La señora C. me miró fijamente con sus ojos grises y claros, y, al cabo, vaciló. Temí que no hubiera entendido, y me disponía a repetirle en inglés lo dicho; pero, con singular seriedad, como si estuviésemos en un examen, siguió preguntándome:

– ¿No encuentra, pues, odioso y despreciable que una mujer abandone a su marido y a sus hijas para marcharse tras un hombre cualquiera, de quien no sabe nada, ni si es digno de su amor? ¿Puede, realmente, excusar conducta tan atolondrada y liviana en una mujer que, por otra parte, ya no es una jovencita y que, al menos, por amor a sus hijitas, debió preocuparse de su propia dignidad?

– Repito, señora -insistí-, que, en este caso, no quiero ni juzgar ni condenar. Puedo reconocer ante usted que he estado un tanto exagerado: esa pobre madame Henriette no es, por cierto, ninguna heroína, ni siquiera un espíritu aventurero, menos todavía una "grande amoureuse''. Sólo la tengo por una mujer corriente, débil, la cual me merece cierto respeto por haber tenido valor para obrar de acuerdo con su voluntad; pero que me inspira aún mayor lástima porque indudablemente mañana mismo, si no hoy, se sentirá profundamente desgraciada. Quizá ha obrado estúpida, locamente; pero nunca de una manera ruin y vulgar. Lo mismo ahora que antes discutiré con cualquiera el derecho a menospreciar a esa pobre desgraciada.

– ¿Siente todavía por ella idéntico respeto y la misma consideración? ¿No establece diferencia alguna entre la dama respetable con la cual conversaba usted anteayer, y esa otra que huyó ayer con un desconocido?

– Absolutamente ninguna diferencia; ni siquiera la más insignificante.

– Is that so?

Involuntariamente, la señora C. se expresó en inglés parecía que la conversación le interesaba singularmente. Tras un breve momento, en el cual permaneció pensativa, fijó en mí sus claros ojos para interrogarme:

– Si usted encontrase mañana en Niza, a madame Henriette, por ejemplo, del brazo de ese joven, ¿la saludaría? -Naturalmente.

– ¿Hablaría con ella? -Naturalmente.

– Y si estuviera… si estuviera usted casado, ¿se atrevería a presentar a su esposa una mujer así, como si nada hubiese ocurrido?

– Naturalmente.

– Would you really? -inquirió de nuevo, en inglés, con una expresión escéptica y estupor evidente.

– Surely I would -contesté también, sin darme cuenta, en inglés.

La señora C. calló. Parecía esforzarse en fijar su pensamiento; de pronto mirándome, casi asombrada de su propio coraje, exclamó:

– I don't know if I would. Perhaps I might do it also.

Y, poniendo fin a la conversación en forma definitiva aunque sin grosería ni brusquedad, con ese aplomo tan difícil de describir y que sólo es característico de los ingleses, se levantó y me ofreció con amabilidad la mano. Gracias a su influencia volvió a imperar la paz; todos lo agradecimos interiormente. Sintiéndonos aún enemigos, pudimos saludarnos con una relativa cortesía, y la atmósfera, cargada peligrosamente, se despejó otra vez, gracias a unas cuantas vulgares ocurrencias.

Pese a qué la discusión parecía haber concluido de una manera cortés, desde entonces subsistió entre mis adversarios y yo una levísima hostilidad. El matrimonio alemán se mantuvo bastante reservado; el italiano, en cambio, complacíase en interrogarme los días siguientes, con mordaz insistencia, si había tenido noticia de la "cara signora Henrietta". Pese a lo correcto de nuestro trato diario, algo de la cordialidad amable y leal que presidiera antes nuestras comidas había desaparecido definitivamente.

La ironía y la frialdad que demostraban mis adversarios tornábase aún más sensible debido a la preferente y especial cordialidad que me demostró la señora desde aquella discusión. Si antes se encerraba en una extrema reserva, sin mostrarse dispuesta a conversar con sus compañeros de mesa, salvo en las horas de la comida, ahora aprovechaba cualquier coyuntura para conversar conmigo en el jardín, y hasta cabría decir para distinguirme con su trato, ya que sus nobles y reservadas maneras hacían aparecer toda relación con ella cual un favor especial. He de confesar con franqueza que la dama parecía buscar mi compañía, no perdiendo oportunidad de hablar conmigo, haciéndolo de una manera tan ostensible que, si no se hubiera tratado de una dama anciana y de blancos cabellos, me habría hecho concebir tan extraños como vanidosos pensamientos. Cada vez la conversación tenía invariablemente el mismo punto de partida: madame Henriette. Parecía experimentar una secreta satisfacción tachando de infiel y de falta de energía moral a aquella que había olvidado sus deberes. Mas, al mismo tiempo, gozábase también en lo invariable de mi simpatía hacia la indefensa y delicada mujer, sin que nada me decidiese a volverme atrás en mis opiniones. En vista de que nuestras conversaciones siempre derivaban hacia el mismo tema, terminé no sabiendo qué pensar de esa extraña obsesión en que parecía descubrir una punta de pesadumbre.

Esto duró unos cinco o seis días, sin que ella revelase con una sola palabra el motivo por el cual semejante tema revestía tal importancia. Pero que tal era se evidenció completamente cuando, en el curso de un paseo, declaré que mi estancia en la playa había llegado a su término y que partiría dentro de un par de días. Fue entonces cuando su rostro, de ordinario impasible, se contrajo repentinamente y en forma singular. Por sus ojos, de un gris marino, fugazmente cruzó la sombra de una. nube.

– ¡Qué lástima! ¡Y yo que deseaba conversar aún de tantas cosas con usted! Después de haber expresado así, determinada inquietud y desasosiego hizome adivinar que, mientras hablaba, había estado pensando en otra cosa, la cual debía preocuparla muy hondamente y la llevaba a ensimismarse. Por fin pareció como si semejante actitud la molestara a ella misma, por cuanto de pronto, en medio del silencio producido, resueltamente me ofreció su mano.

– Veo que no podré hablar con franqueza de lo que deseaba. Prefiero escribirle.

Y con paso más rápido que el de costumbre, se dirigió hacia el hotel.

En efecto, antes de la cena, aquella noche, encontré en mi cuarto una carta suya escrita con enérgicos y claros trazos. Por desgracia, siempre he sido un hombre distraído en lo que se refiere a la conservación de las cartas recibidas en mis años mozos. No me es posible por lo tanto, reproducir textualmente el original. Me limitaré sólo a dejar aquí expresado el contenido más o menos aproximado de su pregunta respecto a si podría referirme algo de su vida. El episodio -decía en la carta- databa de tan antiguo que, ciertamente, casi no lo consideraba perteneciente a su vida actual; y, además, el hecho de que yo debiera irme dentro de dos días hacíale más fácil hablarme de un asunto que, desde hacía veinte años, la preocupaba y torturaba vivamente. En el caso de que yo no considerase oportuna semejante confidencia, me suplicaba que, al menos, le concediera una entrevista de una hora.

Semejante carta, de la cual no menciono aquí sino el contenido estricto, me interesó extraordinariamente: la redacción inglesa otorgábale un alto grado de claridad y de decisión fácil y, antes de encontrar una fórmula que me satisficiera, debí romper tres borradores.

Al fin quedó concebida en estos términos:

"Para mí constituye un gran honor que me otorgue usted semejante confianza. Le prometo corresponder caballerosamente, en el caso de que usted así me lo demande. Naturalmente, no debo pedirle que me relate más que lo que usted desea. Pero cuanto me diga, dígamelo con total y estricta sinceridad, no ya por mí, sino por usted misma. Le suplico crea que considero su confianza como un honor muy especial".

Mi carta llegó a su cuarto por la noche. A la mañana. siguiente hallé la respuesta: "Usted tiene perfecta razón; la verdad a medias carece de valor; sólo la tiene la que exponemos íntegramente. Me esforzaré lo que sea necesario para no ocultar nada ni a usted ni a mí misma. Venga después de cenar a mi habitación. A mis sesenta y, siete años me considero a cubierto de toda maledicencia. Hablar en el jardín o en la proximidad de otras personas no me sería posible. Puede usted creer de veras que el decidirme a esto no ha sido para mí nada fácil".

En todo el día nos encontramos aún en la mesa donde charlamos de cosas indiferentes. En el jardín, en cambio, visiblemente turbada, evitó cruzarse conmigo: hízome observar cómo aquella dama anciana, de cabellos blancos, huía de mí por una avenida de pinos, atemorizada cual una jovencita.

A la hora convenida llamé a la puerta de su cuarto la que fue abierta inmediatamente. La habitación aparecía alumbrada por una tenue luz; sólo la pequeña lámpara del velador proyectaba un cono de amarillenta luz entre la oscuridad crepuscular del aposento. La señora C. apareció sin demostrar el menor embarazo. Ofrecióme un sillón y se ubicó enfrente de m¡. Con-mucha facilidad pude advertir que no había uno solo de sus movimientos que no hubiese sido cuidadosamente preparado; pese a lo cual se produjo una pausa, visiblemente contra su voluntad, una pausa de difícil solución y que fue prolongándose por momentos, sin que me atreviera a cortarla con una sola palabra, consciente de que en aquellos instantes una voluntad poderosa sostenía una lucha violenta con una fuerte resistencia.

Del salón nos llegaban, de vez en cuando, apagados, los truncados acordes de un vais. Yo escuchaba con atención, como deseando despojar a aquel silencio de algo de su molesta opresión. Demostrando darse cuenta, ella, a su vez, de lo penoso de la pausa excesivamente prolongada, de súbito hizo un gesto decisivo, y comenzó:

– Unicamente la primera palabra es difícil. Desde hace dos días me preparo para ser clara y franca en absoluto. Espero que lo conseguiré. Por el momento, quizás no acierte usted a explicarse por qué yo le refiero a usted, a un extraño, todas esas cosas… ¡Pero es que no pasa un día y apenas unas horas sin que deje de pensar en aquel hecho! Puede usted creer a esta mujer de edad avanzada cuando le declara que no hay nada más insoportable que pasar toda una vida con la obsesión de un solo punto, de un solo día de existencia. Porque todo cuanto voy a narrarle abarca sólo un brevísimo espacio de veinticuatro horas en una vida de sesenta y siete años. Con frecuencia me he dicho a mí misma, hasta volverme loca, que escasa importancia tiene, dentro de una prolongada existencia, el haber obrado mal en una única ocasión. Pero no podemos librarnos de eso que, con expresión bastante vaga, llamamos "conciencia". Con todo, si hubiese llegado a sospechar que un día oiría hablar a usted de modo tan objetivo sobre el caso de madame Henriette, tal vez hubiera puesto fin al incesante cavilar, a la constante denigración de mí misma, y me hubiera decidido de una vez a hablar libremente con alguien sobre aquel único día de mi vida. Si en lugar de pertenecer a la religión anglicana yo hubiera estado afiliada a la religión católica, entonces se me hubiera presentado hace años la oportunidad de la confesión. Mas ese consuelo nos está vedado a nosotros, y yo hoy voy a hacer este ensayo singular: hablarme sinceramente a mí misma a la vez que le hablo a usted. Comprendo que todo esto resulta muy extraño; pero usted aceptó sin vacilar mi proposición y por ello le estoy sumamente agradecida.

Bien. Ya le he dicho que sólo deseaba referirme a un solo día de mi vida; el resto de ella me parece totalmente desprovisto de importancia, sin interés para nadie. Lo que he visto hasta los cuarenta y dos años no se aparta de lo común. Mis padres eran unos ricos terratenientes de Escocia; poseían grandes fábricas y granjas, y, según la costumbre de la nobleza, la mayor parte del año residíamos en nuestras haciendas, pasando la "season" en Londres. Cuando tenía dieciocho años conocí en un salón a mi marido; era el segundo hijo de la conocida familia de R., y había prestado servicio militar durante diez años en la India. Nos casamos inmediatamente, y llevamos la existencia exenta de preocupaciones propia de la gente de nuestra clase: tres meses en Londres, tres en nuestras propiedades, y el resto del tiempo viajando por Italia, España y Francia. Jamás enturbió la más leve sombra nuestro matrimonio. Los dos hijos que tuvimos ya son adultos. Al llegar a los cuarenta años, inesperadamente falleció mi esposo. En el ejército había contraído una enfermedad del hígado, y después de dos semanas de horrible angustia le perdí. El mayor de mis hijos estaba entonces en el ejército; el menor se hallaba aún en el colegio; así es que me encontré sola completamente, siendo esa soledad, para quien como yo se hallaba acostumbrada a la tierna y solícita compañía de mi esposo, algo así como un tormento insoportable. Permanecer un día más en la casa donde todo me recordaba la dolorosa pérdida del ser querido, resultábame imposible. Decidí, pues, viajar intensamente durante los años siguientes, y mientras mis hijos permanecieron solteros.

Mi vida, en realidad, desde aquel momento me pareció absolutamente insensata e inútil. El hombre con el cual durante veintitrés años compartiera todos los instantes y todos los pensamientos, había desaparecido; mis hijos casi no me necesitaban; y yo, además, temí amargar su juventud con mi pesimismo y melancolía. Para mí misma no ambicionaba ni deseaba cosa alguna.

Primero me fui a París. Allí, para disipar el tedio, me dediqué a visitar establecimientos y museos. Mas, la ciudad y las cosas me resultaban un tanto extrañas. Hui de la sociedad, pues no me era posible soportar las compasivas miradas que cortésmente todos me dirigían al verme tan enlutada. No llegaría a poder decirle cómo pasé aquellos días de vagabundeo. Sólo sé que no tenía más deseo que el de morir; pero me faltaron las fuerzas para precipitar este anhelo doloroso.

Al cabo de dos años de luto, o sea, a la edad de cuarenta y dos, hallándome en semejante estado de extrema atonía, huyendo de una existencia carente de objetivo, a la que no había sabido sobreponerme, llegué, sin saberlo casi, a Montecarlo.

Diciendo todo con sinceridad, he de manifestar que eso se debió al tedio, al afán de llenar el penoso vacío de mi corazón, el que no puede nutrirse sino con los pequeños estímulos del mundo exterior. Cuanto mayor era mi atonía, más intenso resultaba en mí el anhelo de hallarme allí donde la vida se agitaba más febrilmente. Para el que se siente desasido de todo, la inquietud apasionada de los otros le produce una conmoción en los nervios, cual en el teatro o con la música.

Por eso, también concurrí al Casino varias veces. Me agradaba observar la inquieta fluctuación de la alegría o la consternación en los rostros de la gente, mientras mi interior sólo era un espantoso desierto. Además, mi esposo, sin pecar de frívolo, en vida complacióse en frecuentar, de vez en cuando, las salas de juego, y así a mí me agradaba revivir fielmente, con algo así como una piedad maquinal, todas sus costumbres de antaño. Fue también allí donde comenzaron aquellas veinticuatro horas que para mí resultaron más excitantes que todo juego, y que llegaron a turbar por largos años mi existencia.

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