Veinticuatro Horas En La Vida De Una Mujer - Цвейг Стефан 4 стр.


Pero vino después el momento peligroso, momento que hacía rato estaba temiendo sordamente, que se había cernido sobre mis nervios como una tempestad y que, de pronto, los hizo estallar. Naturalmente la bolita, con su suave ruido peculiar, había comenzado a rodar; nuevamente volvía a palpitar aquel segundo en que doscientos labios contenían el aliento, hasta que la voz del "croupier" anunciaba: "cero" mientras su raqueta recogía ágilmente de todas partes las sonoras monedas y los arrugados billetes. En aquel instante, las dos manos encogidas esbozaron un movimiento singular de espanto; se abalanzaron dispuestas a hacer presa en algo inexistente, y volvieron a abatirse exangües sobre la mesa, cediendo tan sólo a su peso de gravedad, diríase que muertas por la fatiga. Mas luego, de pronto, volvieron a animarse, se retiraron febrilmente de la mesa para dirigirse hacia su propio cuerpo, y, a manera de gatos salvajes, treparon por el tronco, deslizándose por arriba, por debajo, hacia la derecha, hacia la izquierda, palpando nerviosamente todos los bolsillos por si- encerraban alguna olvidada moneda de oro. Empero, siempre se retiraban sin resultado y siempre cada vez más enardecidas, repetían la insensata y vana búsqueda, en tanto que, volviendo a funcionar la ruleta, proseguían los otros su juego, sonaban las monedas, movíanse las sillas y escuchábase en el salón el murmullo de mil ruidos distintos. Poseída por el horror, yo temblaba; tuve también la sensación de que mis propios dedos se desesperaban frenéticos buscando una moneda en los bolsillos del arrugado traje. De pronto, el hombre aquel levantóse con rapidez, como lo haría una persona que se sintiese repentinamente indispuesta y se parara para no asfixiarse. Con el movimiento que hizo, la silla se cayó al suelo, produciendo gran estrépito. Sin darse cuenta de esto, sin reparar en los vecinos que entre atemorizados y estupefactos le cedieron el paso, tambaleándose, se alejó de la sala, como enceguecido.

En aquel momento me quedé pasmada, adiviné al punto hacia dónde se encaminaba aquel individuo; iba hacia la muerte. El que de tal manera se levanta no va al hotel, ni al bar, ni al lado de la mujer, ni a la estación, ni a cualquier otro lugar donde hay un poco de vida, sino que se precipita directamente en el abismo. El más indiferente habría adivinado que el hombre aquel carecía de reservas, y no las tenía en casa, ni en el banco, ni en ninguna otra parte y que, habiéndose encaminado al Casino con sus últimos recursos, llevando su vida como postrera apuesta a la mesa de juego, ahora se encaminaba a cualquier parte, sin duda, pero indudablemente fuera de la vida.

Desde el principio temí y sospeché que se hallaba en juego allí algo más importante que una mera pérdida o ganancia. Sin embargo, solamente entonces esa certidumbre cruzó por mi mente como un negro rayo, mostrándome cómo la vida desaparecía de repente ante sus ojos y la muerte cubría con su palidez aquel rostro, hasta entonces rebosante de vida. Hasta tal punto me sentía compenetrada con el mínimo de sus gestos que, inconscientemente, tuve que asirme al borde de la mesa cuando vi que abandonaba su sitio y se alejaba, tambaleándose. El temblor de su cuerpo hablase comunicado al mío, cual antes ocurriera con la palpitación de sus arterias y la tensión de sus nervios. Me sentí como arrebatada. ¡Debía seguirle! Y, extraños a mi voluntad, mis pies echaron a andar. Obraba inconscientete, sólo movida por una fuerza que era superior a mí misma, y tomando por un pasillo me encaminé a la salida.

El individuo se hallaba en el guardarropa; el empleado le entregó el abrigo, mas los brazos ya no obedecían al joven, y el mismo empleado debió prestarle ayuda, cual si se tratara de un paralítico. Le vi buscar maquinalmente en los bolsillos del chaleco una moneda para la propina; pero los dedos reaparecieron sin haber hallado nada, Entonces fue como si al punto recordara todo, murmuró unas palabras y, tal cual hiciera al apartarse de la mesa de juego, realizó un brusco movimiento hacia adelante, para descender la escalinata del Casino tambaleándose como un borracho, seguido unos momentos por la sonrisa, entre despreciativa y compasiva, del criado.

Aquellos gestos me inspiraron tal compasión, que me avergoncé de mirarle. Me aparté a un lado, entristecida de haber presenciado, como desde el palco de un teatro, la desesperación de un infeliz desconocido. Con todo, tornó a hacer presa en mí la inexplicable angustia. Prestamente solicité mi abrigo y sin pensar en nada determinado, de un modo completamente mecánico, impelida por el instinto en pos del desconocido, me hundí en las tinieblas de la noche.

Por un momento, la señora C. interrumpió su narración. Se encontraba sentada, inmóvil, frente a mí, y con aquella su calma y serenidad peculiares, sin hacer una pausa. Había hablado como únicamente lo hace quien se ha preparado lenta e íntimamente, ordenando con cuidado los acontecimientos. Por primera vez se detuvo; vaciló unos instantes y después, interrumpiendo su relato, se dirigió directamente a mí:

– He prometido a usted y a mí misma -comenzó con cierta indecisión- contárselo todo, ajustándome a la más absoluta sinceridad. Pero he de exigirle un crédito absoluto a esta sinceridad mía, suplicándole no ver en mi conducta motivos secretos, los cuales, en caso de existir, posiblemente no me avergonzarían, bien que en este caso sería completamente erróneo suponer. He de recalcar que si corrí tras aquel jugador infortunado no fue porque me sintiese enamorada ni poco ni mucho de él. No vi en él más que a un ser humano, y, efectivamente, para mí, que era entonces una mujer de cuarenta años, nunca más la mirada de un hombre tuvo interés después del fallecimiento de mi esposo. Eso, para mí, había concluido en absoluto. Digo esto porque, de otra manera, todo lo que sigue no lo comprendería usted en toda su horrible verdad. Por otra parte, verdad es que me sería harto difícil explicar con claridad el sentimiento que en forma tan irresistible me impulsó a seguir entonces en pos de aquel desdichado. En mí había curiosidad, pero, ante todo, un miedo terrible, o mejor dicho, temor de algo tremendo que desde los primeros instantes advertí que estaba rondando al joven, invisiblemente. Pero una categoría tal de sentimientos no se puede descomponer ni analizar en particular porque chocan entre sí con tal confusión, de manera tan violenta, tan furiosa, tan espontánea… No realicé, en verdad, nada más que ese gesto instintivo de prestar auxilio, exactamente como cuando sostenemos a la criatura que, en la calle, está por echarse bajo las ruedas de un automóvil. ¿Puede, acaso, explicarse, que determinados individuos, que no saben siquiera nadar, intenten arrojarse desde lo alto de un puente para salvar a uno que se ahoga?

Estos individuos se mueven sencillamente gracias a una fuerza mágica que los impulsa antes de que tengan tiempo de darse cuenta de su insensata temeridad; pues así, exactamente, sin meditarlo, sin una reflexión consciente, seguí en pos de aquel desgraciado, desde la sala de juego hasta el vestíbulo del Casino, y desde allí a la terraza.

Tengo la seguridad de que ni usted ni nadie que tuviese la mirada alerta de una persona sensible habría logrado resistir aquella angustiosa curiosidad. No es posible suponer un aspecto más siniestro que el presentado por aquel joven que contaba escasamente unos veinticinco años y que, fatigado como un anciano, tambaleándose cual borracho, con el cuerpo destrozado, pesadamente se arrastraba escaleras abajo hacia la terraza exterior del Casino. Una vez allí, se dejó caer en un banco, como si tuviera el cuerpo de piomo. Al observar aquella actitud, de nuevo presentí con espanto, que el joven se hallaba al final de la vida. En aquella forma no suele desplomarse sino un muerto o un hombre al cual ninguno de los músculos obedece ya a €a fuerza vital. La cabeza, vuelta hacia un lado, apoyábase en el respaldo del banco, y los brazos colgaban inertes. A la mortecina luz de los turbios faroles un transeúnte lo habría confundido con un cadáver. No puedo explicar cómo se me presentó esta visión, pero es lo cierto que súbitamente se proyectó allí enfrente, palpable, evidente, horrible y terriblemente verdadera; así, cual un cadáver, lo vi ante mí en aquel instante, convencida de que cargaba un revólver en el bolsillo y de que, a la siguiente mañana, le hallarían tendido en aquel banco o en otro cualquiera, inanimado y empapado en sangre. Su manera de desplomarse fue exactamente como la de una piedra arrojada a€ abismo, y que hasta haber llegado al fondo no se detíene. Jamás había visto yo una expresión de abatimiento y desesperación expresada con un gesto tan humano y desgarrador.

Ahora imagínese mi situación. Me hallaba a diez o veinte pasos del banco sobre el cual aquel hombre yacía inmóvil y destrozado y sin saber qué decidir; por un lado, movida por e€ deseo de prestar auxilio; y, por otro, por el afán de huir, producto de la ingénita timidez y de la educación recibida, que me vedaba dirigir la palabra a un desconocido en medio de la calle. Los faroles brillaban débilmente bajo el cielo nublado. Sólo de vez en cuando, y con prisa, pasaba algún transeúnte, pues ya era medianoche. Casi me encontraba sola en el parque con aquel desventurado que quería suicidarse. Cinco, diez veces concentré mis fuerzas disponiéndome a acercarme a él; pero siempre me hizo retroceder cierta vergüenza o, quizá, el instintivo presentimiento de que siempre los desesperados arrastran consigo a quienes tratan de socorrerlos. En tales dudas y vacilaciones, me di cuenta cabal de lo insensata y ridícula que era mi situación. Porque yo no podía ni hablar, ni alejarme, ni abandonarlo. No sabía qué hacer.

Espero que me creerá usted si declaro que, quizás, por espacio de una hora, interminable hora, durante la cual millares y millares de pequeñas ondas de mar invisible cortaban el tiempo, estuve paseándome vacilante por la terraza, constantemente obsesionada por el espectáculo de total aniquilamiento de aquel hombre.

Decididamente, no poseía coraje suficiente para hablar o para obrar. Quizá hubiera pasado toda la noche aguardando aún o me hubiera decidido finalmente, movida por un prudente egoísmo, a regresar a mi casa. Sí, creo que, incluso, a punto estuve de abandonar a aquel desdichado en manos de su propia debilidad… Mas una fuerza superior salió al paso de mi indecisión. Comenzó a llover. Durante toda la noche, el viento había acumulado sobre el mar gruesos nubarrones primaverales preñados de agua. Por los pulmones, por el corazón podía uno comprobar que la atmósfera se cargaba por momentos. De pronto cayeron gruesas gotas sonoras a las que siguió una copiosa lluvia que caía en densas madejas agitadas por el viento. Inmediatamente me guarecí bajo la marquesina de un quiosco. Pese a que abrí el paraguas, las impetuosas ráfagas del viento salpicaron de lluvia mi traje. En el rostro y en las manos sentí el polvo líquido y frío que levantaban las gotas al chocar contra el suelo.

Bajo aquel furioso chaparrón, el infeliz permanecía totalmente inmóvil en su banco. El recuerdo de aquella escena angustiosa me oprime, aún hoy, la garganta. De todas las canaletas el agua caía a borbotones. De la ciudad llegaba el ruido sordo de los coches. Por la derecha, por la izquierda, los transeúntes envueltos en sus abrigos cruzaban corriendo. Todo cuanto tenía dentro de sí algo de vida huía del chubasco, en busca de un lugar dónde refugiarse. Por doquiera, tanto entre los hombres como entre los animales, manifestábase la angustia ante la explosión de los elementos. Unicamente aquella piltrafa humana estaba derrumbada, inmóvil en el banco. Ya le dije que aquel hombre tenía el mágico poder de exteriorizar plásticamente, con movimientos y gestos, todos sus estados interiores. Nada, sin embargo, absolutamente nada sobre la tierra podría expresar de manera tan conmovedora la desesperación, el abandono absoluto de sí mismo y la apariencia de la muerte con aquella inmovilidad, con aquel estado inerte, inanimado, bajo la terrible lluvia, con aquella fatiga demasiado extrema para permitirle levantarse y dar los pocos pasos que le separaban de un techo protector, con aquella definitiva indiferencia hacia la propia vida. Ningún escultor, ni pintor, ni Miguel Angel ni Dante, habíame hecho sentir jamás con semejante angustia el gesto de la máxima desesperación, de la miseria definitiva de este mundo, como aquel hombre que estaba vivo aún, y se dejaba azotar por los elementos por hallarse demasiado abatido y destrozado para intentar un solo movimiento que le permitiera guarecerse de ellos.

Estas consideraciones bastaron para decidirme. ¡No podía más! Veloz atravesé la líquida cortina de la lluvia y en cuanto llegué al banco, sacudí aquel húmedo fardo humano.

– ¡Venga! -le dije, tomándole por un brazo.

El brazo se mantenía inerte, penosamente levantado. Pareció como si cierto movimiento fuese a iniciarse en él; pero desde luego, el desgraciado no me entendía.

– ¡Venga! -repetí, sacudiéndole el brazo, esta vez casi iracunda.

Entonces se levantó lentamente, bamboleándose, sin voluntad.

– ¿Qué hace usted? -preguntóme. No supe qué contestarle, pues yo misma ignoraba dónde ir con él. Solo lejos de allí, lejos del terrible y frío chubasco, lejos de aquella postración insensata y suicida, lejos de aquel estado de extrema desesperación. Sin dejarle del brazo lo arrastré hacía el quiosco, suponiendo que allí, bajo la estrecha marquesina, se guarecería al menos de la lluvia que azotaba el viento. No sabía nada más, no deseaba tampoco nada más. Sólo me interesaba poner a aquel hombre al abrigo de la lluvia: por el momento no pensaba otra cosa.

Y así, nos encontramos los dos, uno junto al otro, en el reducido espacio que permanecía seco. Detrás de nosotros la puerta cerrada del quiosco; encima, el techo demasiado pequeño para protegernos por completo de!a pérfida, implacable y terrible lluvia, que, azotada por furiosas rachas de viento, lanzaba torbellinos de frío contra nuestros rostros y empapaba nuestros vestidos. La situación tornábase insoportable. No podía permanecer por más tiempo junto a aquel desconocido chorreando agua, y por otra parte, no me resignaba a abandonarlo sin una explicación, después de haberlo arrastrado allí. Tenía que hacer algo. Me esforcé en meditar sobre la situación, y calculé que lo mejor sería acompañarlo en un coche hasta su casa. A la mañana siguiente, ya lo socorrería. Pensando así, pregunté a la persona que inmóvil, mirando fijamente la negra noche, estaba junto a mí:

– ¿Dónde vive usted?

– No tengo casa… Esta misma noche llegué a Niza. No podemos ir a mi casa. Al punto no comprendí la última frase. Sólo me di cuenta más tarde de que aquel hombre me había confundido con… una "cocotte". Creyó ver en mí una de tantas que, por la noche, rondan por el Casino, esperando sacar todavía algún dinero a los jugadores afortunados o borrachos. Después de todo, no podía suponer otra cosa. Ahora que se lo relato a usted comprendo cuánto de inverosímil y de fantástica tenía mi situación. No podía pensar de otra manera, ya que la forma de sacarle del banco y de forzarle á venir conmigo no era propia de una señora. Empero, la idea no se me ocurrió entonces. Sólo más tarde, demasiado tarde ya, comprobé el terrible error en que había incurrido respecto de mi persona. De lo contrario, no habría proferido las palabras que siguieron y que lo afianzaron más en su equivocación. Dije:

– Puede buscarse un cuarto en un hotel. Aquí no debe permanecer. Tiene que ir a cualquier parte.

Entonces fue cuando repentinamente me di cuenta de su lamentable error, pues él, sin mirarme y con expresión irónica, se resistió, diciéndome:

– No necesito habitación; no quiero nada. No pierdas el tiempo, porque nada sacarás de mí. Estás equivocada; no tengo ni un céntimo.

Las frases fueron pronunciadas en un tono tan extraño, con tan lacerante indiferencia, y su manera de permanecer de pie, apoyándose abrumado contra la pared, mojado de pies a cabeza, interiormente aniquilado, me impresionó en forma tal que no tuve siquiera tiempo para sentirme tontamente ofendida. Lo que desde el primer momento experimenté, en cuanto le vi salir de la sala, tambaleándose, y!o que sentía constantemente en aquella hora inverosímil, fue que un hombre joven y vigoroso, que alentaba aún, marchaba hacia la muerte y que yo debía salvarlo.

Me aproximé a él y le dije:

– No se preocupe por el dinero. ¡Venga! No debe permanecer aquí ni un momento más; yo le encontraré un refugio… No se preocupe por nada. ¡Venga! ¡Sígame!

Volvió la cabeza. Mientras la lluvia repiqueteaba sordamente a nuestro alrededor y las canaletas derramaban chorros de agua a nuestros pies, observó cómo en medio de la oscuridad, por primera vez, trataba de ver mi rostro. Su cuerpo también pareció despertar de su letargo. -Como quieras -dijo, cediendo-. A mí ya todo me resulta indiferente… Después de todo, ¿por qué no? ¡Vamos! Abrí el paraguas y él me agarró del brazo. Tan inesperada confianza me causó un efecto harto desagradable. Me asusté, horrorizada hasta lo más profundo de mi corazón. Pero no tuve el valor de prohibírselo. Si en aquellos instantes le hubiera rechazado, se habría hundido en el abismo, y cuanto había logrado hasta entonces habría resultado inútil. Regresamos a! Casino, que estaba sólo a pocos pasos. Allí se me ocurrió lo que había que hacer con é!. Lo más práctico, pensé prontamente, sería conducirlo a un hotel donde pudiera reposar, y darle dinero para que regresara a su casa al siguiente día. No se me ocurrió nada más.

Назад Дальше