Sinfonía Inacabada - Робертс Нора 11 стр.


– Sólo espero que recuerdes que cuando un hombre se aferra con demasiada fuerza a algo, esto termina escapándosele entre los dedos -afirmó. Entonces, apretó con fuerza el hombro de su hijo-.Voy a extender esa receta.

Cuando Brady regresó al dormitorio, Vanessa estaba sentada en el borde de la cama, avergonzada, humillada y furiosa.

– Venga -dijo él-. Podemos llegar a la farmacia antes de que cierre.

– No quiero tus malditas pastillas.

– ¿Quieres que te saque de aquí en brazos o prefieres ir andando? -le preguntó él, muy tranquilo.

– Iré andando, muchas gracias -contestó ella, tras una pequeña pausa.

– Muy bien. Bajaremos por las escaleras de atrás.

Vanessa no quería agradecerle que le librara de las explicaciones y de la compasión de los demás. Empezó a andar con la barbilla muy alta y los hombros cuadrados. Brady tampoco dijo nada hasta que no cerró de un fuerte golpe la puerta del coche.

– Alguien debería hacerte entrar en razón.

– Déjame en paz, Brady.

Brady no contestó. Se dirigió en silencio hacia la carretera principal. Cuando metió la quinta marcha del coche, se sintió más tranquilo.

– ¿Sigues sintiendo dolor?

– No.

– No me mientas, Van. Si no puedes pensar en mí como amigo, piensa en mí como médico.

– Todavía no he visto tú título.

– Te prometo que te lo mostraré mañana mismo -replicó él. Aminoró la marcha cuando llegaron al pueblo de al lado. No volvió a hablar hasta que no llegaron a la farmacia-.Tú puedes esperar en el coche. No tardaré mucho.

Vanessa permaneció sentada en el coche mientras Brady se dirigía hacia la farmacia. Una úlcera. No era posible. No era una persona adicta a su trabajo, ni tenía miles de preocupaciones. Sin embargo, al tiempo que lo negaba, el dolor la corroía por dentro, como si estuviera burlándose de ella.

Sólo deseaba marcharse a casa y poder tumbarse, descansar hasta que el sueño la hiciera olvidarse del dolor. Todo habría desaparecido al día siguiente… ¿Acaso no llevaba meses y meses diciéndose lo mismo?

Cuando Brady regresó, le colocó la pequeña bolsa blanca sobre el regazo y arrancó el coche. No pronunció palabra alguna, lo que permitió que Vanessa se recostara en el asiento y cerrara los ojos.

Aquel silencio le dio tiempo a Brady para pensar. No servía de nada recriminarle su actitud a voces ni enfadarse con ella por estar enferma. Sin embargo, le dolía y le molestaba que ella no confiara lo suficiente en él cuando le decía que estaba enferma y que necesitaba ayuda. Él le iba a proporcionar esa ayuda, tanto si la quería como si no. Como médico, haría lo mismo por cualquiera. ¿Cuánto más estaba dispuesto a hacer por la única mujer que había amado en toda su vida?

«Había amado», se recordó. En este caso, el tiempo verbal pasado era vital. Como una vez la había amado con toda la pasión y la pureza de la juventud, no permitiría que ella pasara por aquella enfermedad sola.

Aparcó delante de su casa y salió del coche para abrirle la puerta. Vanessa salió y comenzó el discurso que tan cuidadosamente había planeado durante el trayecto.

– Siento haberme comportado como una niña y haber sido tan desagradecida. Sé que tu padre y tú sólo queréis ayudarme. Tomaré esta medicación.

– Eso espero -replicó él. Entonces, la agarró del brazo.

– No tienes que entrar.

– Voy a hacerlo. Pienso ver cómo te tomas la primera dosis y luego te voy a meter en la cama.

– Brady, no soy ninguna inválida.

– Ya lo sé y, si depende de mí, no lo serás nunca.

Brady abrió la puerta de la casa, que nunca estaba cerrada con llave, y la llevó directamente arriba. Allí, le llenó un vaso de agua en el cuarto de baño y se lo dio a Vanessa. A continuación, abrió el frasco de las pastillas y sacó una.

– Traga.

Vanessa tardó un momento en abrir la boca. Después, obedeció.

– ¿Vas a cobrarme la visita como médico?

– La primera es gratuita, por los viejos tiempos -contestó, mientras la hacía entrar en su dormitorio-. Ahora, desnúdate.

– ¿No se supone que debes llevar una bata blanca o un estetoscopio al cuello cuando dices eso?

Brady no se molestó en responder. Abrió un cajón de la cómoda y estuvo rebuscando en su interior hasta que encontró un camisón. Después de tirarlo sobre la cama, hizo que Vanessa se diera la vuelta y empezó a bajarle la cremallera.

– Te aseguro que, cuando te desnude por razones personales, lo sabrás perfectamente.

– No me vengas con ésas -replicó ella. Atónita, se agarro el vestido antes de que éste le bajara más allá de la cintura.

– Puedo controlar perfectamente mi apetito animal pensando en tu estómago -le aseguró Brady mientras e metía el camisón por la cabeza.

– Eso es asqueroso

– Efectivamente -afirmó él. Le bajó el vestido a tirones. El camisón ocupó rápidamente su lugar-. ¿Medias?

Sin saber si debía sentirse furiosa o avergonzada, Vanessa se quitó las medias. Brady apretó los dientes. Ni siquiera montones de horas de clase de anatomía podrían haberlo preparado para ver cómo Vanessa se quitaba lentamente las delicadas medias. Se recordó que era médico. Trató de recitar la primera línea del juramento hipocrático.

– Ahora, métete en la cama -le ordenó. Apartó el edredón y luego la tapó suavemente cuando ella se metió. De repente, le volvió a parecer que Vanessa tenía dieciséis años. Se aferró a su profesionalidad y dejó el frasco de pastillas sobre la mesa de noche.

– Quiero que sigas las indicaciones.

– Sé leer.

– No bebas alcohol -dijo Brady. No hacía más que repetirse que él era médico y que Vanessa era su paciente-. Ya no se utilizan las dietas blandas, sino más bien el sentido común. No tomes comidas picantes. Vas a notar alivio muy rápidamente. Seguramente, ni siquiera te acordarás que tienes una úlcera dentro de varios días.

– Ni siquiera la tengo ahora.

– Vanessa, venga… -susurró él. Entonces, le apartó suavemente el cabello del rostro-. ¿Necesitas algo más?

– No -contestó ella. Antes de que Brady pudiera apartar la mano, se la agarró-. ¿Puedes…? ¿Tienes que marcharte?

– Durante un rato, no -respondió. Le besó suavemente los dedos.

– Cuando éramos adolescentes, no podía dejar que subieras aquí -comentó ella.

– No. ¿Te acuerdas de la noche que entré por la ventana?

– Nos sentamos en el suelo y estuvimos hablando hasta las cuatro de la mañana. Si mi padre lo hubiera sabido, te habría…

– Ahora no es momento de preocuparse de eso.

– No se trata de preocuparse, sino de preguntarse. Yo te amaba, Brady. Todo era inocente y dulce. ¿Por qué tuvo que estropearlo todo?

– El destino te guardaba grandes cosas, Van. El lo sabía. Yo estaba en medio.

– ¿Me habrías pedido que me quedara? Si hubieras sabido que mi padre iba a llevarme a Europa, ¿me habrías pedido que me quedara? -quiso saber. Nunca había pensado en preguntárselo, pero siempre había deseado saber la respuesta de aquella pregunta.

– Sí. Yo tenía dieciocho años y era egoísta. Si te hubieras quedado, no serías lo que eres ahora. Ni yo sería lo que soy.

– No me has preguntado si me habría quedado.

– Sé que lo habrías hecho.

– Supongo que sólo se ama con esa intensidad una vez en la vida -suspiró ella-. Tal vez lo mejor sea que ocurra y pase cuando uno es joven.

– Tal vez…

– Yo soñaba que tú venías y me llevabas contigo -confesó, tras cerrar los ojos-, especialmente antes de una actuación, cuando estaba muy nerviosa y lo odiaba.

– ¿Qué era lo que odiabas?

– Las luces, la gente, el escenario… Deseaba tanto que tú vinieras por mí para poder marcharnos juntos… Entonces, comprendía que no ibas a hacerlo y dejaba de desearlo… Estoy muy cansada.

– Duérmete -susurró Brady. Volvió a besarle los dedos.

– Estoy cansada de estar sola -murmuró, antes de quedarse dormida.

Brady permaneció allí sentado, observándola, tratando de distinguir los sentimientos del pasado de los que sentía en el presente. Comprendió que aquél era precisamente el problema. Cuanto más estaba con ella, más se diluía la frontera entre pasado y presente.

Sólo había una cosa que resultaba evidente. Jamás había dejado de amarla.

Después de besarle dulcemente los labios, apagó la luz y dejó que Vanessa descansara.

Capítulo VII

Envuelta en un albornoz de color azul, con el cabello revuelto y de muy mal humor, Vanessa bajó las escaleras. Llevaba dos días tomando la medicación que Ham Tucker le había recetado. Se sentía mejor, algo que la molestaba admitir, pero estaba a años luz de reconocer que necesitaba aquellas pastillas.

El ambiente que había aquella mañana encajaba perfectamente con su estado de ánimo. Unas espesas nubes grises y una abundante lluvia. Era el día perfecto para permanecer sola en casa pensando. De hecho, era algo que tenía muchas ganas de hacer. Lluvia, depresión y una fiesta privada. Estar sola supondría un cambio para ella. No había tenido muchos momentos de soledad desde la noche de la cena en casa de Joanie.

Su madre estaba siempre presente y encontraba toda clase de excusas para regresar a casa dos o tres veces durante los días laborales. El doctor Tucker iba a verla dos veces al día, por mucho que Vanessa protestara. Incluso Joanie había ido a verla para llevarla enormes ramilletes de lilas y boles de sopa casera. Hasta los vecinos iban para interesarse por sus progresos. No había secretos en Hyattown. Vanessa contaba con los buenos deseos y los consejos de los doscientos treinta y tres habitantes del pueblo.

Excepto uno.

No era que le importara que Brady no hubiera encontrado tiempo para ir a verla. De hecho, se alegraba de su ausencia. Lo último que deseaba era que Brady Tucker estuviera constantemente pendiente de ella y dándole consejos. No quería verlo.

Una úlcera. Aquello era ridículo. Era una mujer fuerte, competente y autosuficiente… No tenía nada que ver con el tipo de persona a la que atacan las úlceras. Sin embargo, inconscientemente se apretó una mano contra el estómago.

El dolor con el que había vivido más tiempo del que podía recordar había desaparecido. Las noches habían dejado de ser un suplicio por el lento e insidioso ardor que tan a menudo la había mantenido despierta. De hecho, había dormido como una niña durante dos noches seguidas.

«Una coincidencia», se aseguró. Lo que necesitaba era descansar. Descansar y un poco de soledad. El agotador ritmo que había mantenido durante los últimos años era capaz de derrotar a la persona más fuerte.

Decidió que se daría otro mes, tal vez dos, antes de tomar decisiones en firme sobre su profesión.

Al llegar a la puerta de la cocina, se detuvo en seco. No había esperado encontrar a Loretta allí. De hecho, había estado esperando hasta que oyó que la puerta principal se abría y se cerraba.

– Buenos días -le dijo Loretta, ataviada con uno de sus trajes y con las perlas puestas.

– Pensé que te habías marchado.

– No. Fui a la tienda de Lester a por un periódico. Pensé que tal vez querrías saber lo que está ocurriendo en el mundo.

– Gracias -dijo Vanessa. Estaba tan enojada que no se movió del lugar en el que estaba. No le gustaba lo que sentía cada vez que Loretta realizaba un gesto maternal. Le agradecía la consideración, aunque se imaginaba que sus sentimientos eran tan sólo la gratitud de una huésped por la generosidad de su anfitriona. Eso la dejaba descorazonada y con un fuerte sentimiento de culpabilidad-. No tenías que molestarte.

– No es molestia. ¿Por qué no te sientas, querida? Te prepararé una infusión. La señora Hawbaker nos ha enviado camomila de su propio jardín.

– Mira, no tienes que… -dijo Vanessa. Se interrumpió al escuchar que alguien llamaba a la puerta trasera-. Yo iré a ver quién es.

Abrió la puerta, sin dejar de decirse que no quería que fuera Brady. No le importaba que fuera Brady. Cuando vio que quien había llamado era una mujer, se dijo que no sentía desilusión alguna.

– Hola, Vanessa -le dijo una mujer morena, mientras cerraba un paraguas-. Probablemente no te acuerdas e mí. Soy Nancy Snooks. Antes de casarme me apellidaba McKenna. Soy la hermana de Josh McKenna.

– Bueno, yo…

– Nancy, entra -le pidió Loretta, que se había acercado también a la puerta-. Dios, sí que está lloviendo con fuerza…

– Creo que este año no nos tendremos que preocupar por tener sequía -comentó la joven. Permaneció en la entrada, apoyando el peso de su cuerpo unas veces en un pie y otras en el otro-. He venido porque había oído que Vanessa había regresado y que daba clases de piano. Mi hijo Scott tiene ocho años.

Vanessa se imaginó lo que venía a continuación y se preparó para ello.

– Bueno, en realidad no…

– Annie Crampton está encantada contigo -afirmó Nancy, interrumpiéndola-. Su madre es prima segunda mía. Cuando lo hablé con Bill, mi marido, estuvimos de acuerdo en que las clases de piano le vendrían muy bien a Scott. Nos vendría mejor los lunes por la tarde, si no tienes otra clase entonces.

– No, no tengo otra clase porque…

– Estupendo. La tía Violet me dijo que cobras diez dólares por Annie, ¿no es así?

– Sí, pero…

– Podemos pagarlo. Yo trabajo a tiempo parcial en el almacén de grano. Scott estará aquí a las cuatro en punto. Te aseguro que es muy agradable que hayas vuelto, Vanessa. Ahora tengo que irme a trabajar.

– Ten cuidado con el coche -le advirtió Loretta-. Está lloviendo mucho.

– Lo tendré. Oh y enhorabuena, señora Sexton. El doctor Tucker es el mejor.

– Lo es -afirmó-. Es una buena chica -comento, tras cerrar la puerta, cuando Nancy se hubo marchado-. Veo que se parece bastante a su tía Violet.

– Aparentemente.

– Te advierto que Scott Snooks es un diablillo -dijo Loretta, mientras se preparaba una taza de té.

– Genial -susurró Vanessa. Era demasiado temprano para pensar. Se sentó y apoyó la cabeza sobre las manos-. No me habría atrapado si hubiera estado más despierta.

– Claro que no. ¿Quieres que te prepare unas tostadas a la francesa?

– No tienes por qué prepararme el desayuno -replicó Vanessa. Las manos le ahogaban la voz.

– No es molestia -afirmó Loretta, mientras canturreaba una canción. Se había visto privada de su hija durante doce años. No había nada que le apeteciera más que mimar a su hija con un buen desayuno.

– No quiero entretenerte -dijo Vanessa, mirando la taza de té que su madre acababa de prepararle-. ¿No tienes que abrir la tienda?

– Lo mejor de tener tu propio negocio es que tú dictas el horario -contestó Loretta. Rompió un huevo en un bol y añadió una pizca de canela, azúcar y vainilla-. Además, tú necesitas un buen desayuno. Ham dice que te estas recuperando, pero quiere que engordes cinco kilos.

– ¿Cinco kilos? -repitió Vanessa, a punto de atragantarse con el té-. Yo no necesito…

Lanzó una maldición cuando alguien volvió a llamar a la puerta.

– Yo iré a abrir esta vez -anunció Loretta-. Si se trata de otro posible cliente, le diré que se marche.

Era Brady. Estaba empapado. Sin el resguardo de un paraguas, el agua le caía abundantemente por el cabello. Al ver a Vanessa, sonrió. El placer que le produjo a ella esa sonrisa se transformó en enojo en el momento en el que él abrió la boca.

– Buenos días, Loretta -dijo. Entonces, le guiñó un ojo a Vanessa-. Hola, guapa.

Tras lanzar un bufido, Vanessa se concentró de nuevo en su té.

– Brady, ¡qué sorpresa tan agradable! -exclamó Loretta. Después de aceptar un beso en la mejilla, cerró la puerta-. ¿Has desayunado? -preguntó mientras se dirigía a la cocina para remojar el pan.

– No. ¿Estás preparando tostadas francesas?

– Sí. Tardaré tan sólo un minuto. Siéntate y te haré un plato.

Loretta no tuvo que repetir la invitación dos veces. Después de sacudirse un poco el cabello, Brady se sentó a la mesa con Vanessa. Le dedicó una alegre sonrisa que ocultó convenientemente el hecho de que estaba observando el color de cara que tenía. El hecho de que no hubiera ojeras le compensó por el gesto arisco que ella tenía en el rostro.

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