El gato y el ratón - Grass Gunter 2 стр.


Y cuando agarrándose con las corvas practicaba la vuelta en la barra fija -más adelante, y no obstante su forma deplorable, habría de llegar a dar dos vueltas más que Hotten Sonntag, nuestro mejor gimnasta-, o sea cuando, con harto esfuerzo, Mahlke efectuaba sus treinta y siete vueltas, la medalla se le salía de la camisa y se veía lanzada treinta y siete veces alrededor de la crujiente barra horizontal, siempre adelante de su pelo medio castaño pero sin lograr nunca desprendérsele del cuello y recobrar su libertad, ya que, además del obstáculo de su nuez, Mahlke tenía un cogote abultado que, con la cabellera negra y el codo pronunciado que le formaba, retenía en su lugar la cadenita agitada por el movimiento circular.

El destornillador le quedaba encima de la medalla, y la cordonera recubría en parte la cadenita.

Sin embargo, el uno no desplazaba a la otra mayormente por cuanto el objeto con el mango de madera no era admitido en el gimnasio.

En efecto, nuestro maestro de gimnasia, un tal profesor Mallenbrandt, conocido en los medios gimnásticos por haber escrito un libro de nuevas normas para el deporte de la pelota, había prohibido a Mahlke que llevara puesto el destornillador durante la clase de gimnasia.

El amuleto que pendía del cuello, en cambio, no había suscitado objeción alguna por parte de Mallenbrandt, ya que además de cultura física y geografía éste enseñaba también religión, y se las supo arreglar, hasta bien entrado el segundo año de la guerra, para presidir, bajo la barra fija y en las paralelas, los restos de una asociación gimnástica de trabajadores católicos.

Así, pues, el destornillador tenía que esperar en el vestidor, colgando del gancho y encima de la camisa, en tanto que la Virgen de plata, ligeramente desgastada, estaba autorizada para proteger a Mahlke, colgando de su cuello, en sus arriesgados ejercicios.

Era un destornillador común y corriente, sólido y barato.

A menudo, para desprender y subir a la superficie una plaquita fijada con dos tornillos y no mayor que las placas que suele haber al lado de las puertas de los pisos, Mahlke había de bucear hasta cinco y seis veces, sobre todo si la placa estaba fijada a alguna parte metálica y los tornillos se habían enmohecido.

En cambio, sirviéndose del destornillador como palanqueta, lograba a veces exhibir como trofeo después de sólo dos zambullidas, placas mayores, con mucho texto, que había arrancado juntamente con los tornillos de algún revestimiento podrido de madera. Las plaquitas las coleccionaba sin mucho interés, y regalaba muchas de ellas a Winter y a Jürgen Kupka, quienes sí coleccionaban sin reparo todo lo que se dejaba destornillar, inclusive placas de calles y plaquitas de los urinarios públicos; él no se llevaba a su casa sino las piezas que le gustaban especialmente.

Mahlke no tomaba las cosas a la ligera, y mientras vosotros dormitábamos en el bote, él trabajaba bajo el agua.

Por nuestra parte, escarbábamos los excrementos de las gaviotas, nos tostábamos como puros, y, al que lo tenía rubio, el pelo se le volvía color de paja; Mahlke, se llevaba a lo sumo una nueva asoleada.

Cuando nosotros seguíamos con la mirada los barcos que pasaban al norte de la boya de entrada, él tenía invariablemente los ojos clavados en el fondo.

Tenía los párpados enrojecidos, ligeramente inflamados y con escasas pestañas, según creo recordar, y los ojos de un azul claro que sólo mostraban curiosidad bajo el agua.

Repetidas veces subió Mahlke sin plaquitas y sin botín, pero con el destornillador roto o doblado en forma que ya no tenía remedio. Nos lo mostraba entonces, y también con eso nos impresionaba, Aquel gesto con que lanzaba el utensilio al mar, excitando inmediatamente a las gaviotas, no era hijo de una desilusión resignada o de una cólera inútil.

Mahlke nunca arrojó un utensilio roto con indiferencia, ya fuera ésta afectada o real.

Incluso la manera de arrojarlo parecía anunciar: ¡pronto veréis lo que es bueno!… y una vez -había entrado en el puerto un buque hospital de dos chimeneas, y después de algunas conjeturas habíamos acabado por identificarlo como el Kaiser, del Servicio Marítimo Prusiano Oriental-, Joaquín Mahlke bajó a la proa sin destornillador.

Tapándose la nariz con dos dedos, desapareció por la escotilla anterior, abierta, de color verde esquisto y apenas bañada por el agua; desapareció primero su cabeza, con el pelo -que el nadar y el bucear le habían partido- pegado fuertemente a la misma; siguieron la espalda y el trasero, dio luego una patada en el vacío, y a continuación, apoyándose con ambas plantas en el borde de la escotilla, empujó su cuerpo en diagonal descendente, hacia el sombrío acuario fresco que recibía algo de luz por las portillas abiertas: algunos gasterósteos nerviosos, un enjambre inmóvil de lampreas, algunas hamacas en el cuarto de la tripulación, balanceándose pero amarradas todavía, deshilachadas y recubiertas con barbas de algas, en las que los arenques tenían su cuarto para niños.

Algún bacalao extraviado; anguilas, sólo de oídas, de platija, ni hablar. Nosotros nos aguantábamos las rodillas ligeramente temblorosas, mascábamos excrementos de gaviota hasta reducirlos a papilla, y sentíamos una moderada curiosidad; mitad fatigados y mitad interesados, contábamos unas balandras que navegaban en convoy, seguíamos fijándonos en las chimeneas del buque hospital cuyo humo ascendía verticalmente, y nos mirábamos de soslayo.

Permanecía abajo más tiempo que de costumbre, en tanto que las gaviotas revoloteaban y el oleaje chapaleaba en la proa, rompiéndose en la plataforma giratoria del cañón de proa desmontado; oíase un chapoteo detrás del puente, allí donde el agua se escurría entre los ventiladores lamiendo siempre los mismos remaches; cal bajo las uñas, escozor de la piel seca, luz centelleante, ruido de motores en el aire, presiones, las partes semirrígidas, diecisiete álamos entre Brösen y Glettkau… cuando de repente subió disparado: tenía la mandíbula morada y los pómulos amarillentos; salió chorreando de la escotilla, con el pelo partido exactamente en el centro de la cabeza; se tambaleó por la proa con agua hasta las rodillas, se asió de los soportes salientes, cayó de rodillas, con los ojos vidriosos, y hubimos de llevarlo al puente.

Pero mientras el agua le salía todavía por la nariz y por la comisura de los labios, nos mostró ya su hallazgo: un destornillador de acero, de una sola pieza.

Era un producto inglés elaborado, según rezaba la marca, en Sheffield.

No tenía la menor señal de orín ni muesca alguna, y estaba protegido todavía por una capa de grasa: el agua se juntaba sobre el acero en bolitas que se escapaban resbalando.

Día tras día, durante más de un año, Joaquín Mahlke llevó colgado de una cordonera alrededor del cuello este destornillador, sólido y prácticamente irrompible, incluso cuando ya no íbamos al bote o sólo íbamos más raramente, y practicaba con él, no obstante ser católico o precisamente por serlo, una especie de culto.

Si, por ejemplo, temía que se lo robaran durante la clase de gimnasia, se lo confiaba al profesor Mallenbrandt, y lo llevaba siempre puesto a la capilla de Santa María.

Porque Mahlke iba a misa temprana a la capilla del Marineweg junto a la barriada familiar de Neuschottland, no sólo los domingos, sino también los días de semana, antes de empezar las clases.

A él y a su destornillador la capilla de Santa María no les quedaba lejos: les bastaba salir de la Osterzeile y bajar por el Bärenweg. Buen número de construcciones de dos pisos, algunas residencias con tejados de dos vertientes, portales con columnas y árboles frutales emparrados.

Luego dos hileras de casas baratas, sin revoque o revocadas y con manchas debidas a la humedad. El tranvía doblaba allí a la derecha, y con él doblaba también la línea de los cables eléctricos bajo un cielo parcialmente cubierto la mayor parte del tiempo.

A la izquierda, los raquíticos huertos arenosos de los ferroviarios: glorietas y gazaperas, hechas con tablas rojo oscuras de vagones de carga en desuso.

Más atrás, las señales de la vía al Puerto Libre. Silos y grúas, móviles o fijas. Extrañas y coloreadas las superestructuras de los barcos de carga. Seguían allí también los dos barcos grises de guerra con sus torres anticuadas, el dique flotante, la panificadora Germania, y, a media altura, lisos y plateados, algunos globos cautivos meciéndose suavemente en el aire.

A mano derecha, en cambio, delante en parte de la que antes fuera la Escuela Helena Lange y era ahora la Gudrún, que ocultaba hasta la altura de la grúa de martillo el férreo enmarañado del astillero de Schichau, inmaculados campos de deportes, puertas recién pintadas, áreas de castigo marcadas en blanco sobre el verde césped -el domingo auri azules contra Schellmühl 98-, sin tribunas, pero con un gimnasio de altos ventanales, en cambio, pintado de ocre claro, sobre cuyo techo rojo dominaba en forma por demás extraña una cruz alquitranada.

Porque la capilla de Santa María había sido en otro tiempo el gimnasio de la Asociación Deportiva Neuschogand, pero había habido que transformarlo en iglesia provisional, ya que la del Sagrado Corazón quedaba demasiado lejos, y la gente de Neuschottland, Schellmühl y de la nueva colonia entre la Osterzeile y la Westerzeile se componía en su mayor parte de trabajadores del astillero, de empleados de correos y de ferroviarios, quienes por espacio de muchos años habían estado dirigiendo peticiones a Oliva, en donde tenía su sede el obispo, hasta que, en época todavía del Estado Libre, se había decidido comprar, adaptar y consagrar el gimnasio en cuestión.

Y comoquiera que pese a los colores y complicados trapos de las pinturas y de los numerosos elementos decorativos procedentes de los sótanos de casi todas las parroquias de la diócesis, así como también de algunas donaciones particulares, el carácter de gimnasio de la capilla de Santa María no se dejaba eliminar ni atenuar -ni siquiera el incienso y el olor a cera derretida lograban sobreponerse siempre y de modo suficiente al olor de tiza, de cuero y de gimnastas de los años anteriores y de los antiguos campeonatos de pelota en pista cubierta-, de ahí que siguiera dando al recinto un no sé qué de parsimonia protestante y de la sobriedad sectaria de una sala evangélica.

En la iglesia neogótica del Sagrado Corazón, construida en ladrillo a fines del siglo XIX y situada lejos de las nuevas colonias y a proximidad de la Estación, el destornillador de acero de Joaquín Mahlke se habría visto extraño, feo y como una profanación. Pero en la capilla de Santa María, Mahlke habría podido llevar el artefacto de calidad inglesa abiertamente y sin el menor reparo.

Con su piso de linóleo bien cuidado, sus cristales de vidrio opalino colocados directamente bajo el techo, las relucientes y alineadas viguetas de hierro del piso, que en otro tiempo confirieran solidez y seguridad a la barra fija; con las estrías de los tablones del revestimiento en el burdo cemento del techo y, en éste, las vigas transversales metálicas -si bien enjalbegadas- de las que colgaran anteriormente los anillos, el trapecio y la media docena de cuerdas de trepar; con todo ello, y pese a que en todos sus rincones se irguieran figuras de yeso pintado y dorado en actitud bendiciente, la capillita era algo tan moderno y fríamente objetivo que el destornillador de acero que un estudiante de bachillerato se permitía dejar bambolear libremente ante su pecho en ocasión de la plegaria y de la comunión subsiguiente no podía molestar en lo más mínimo ni a los contados devotos de la misa primera, ni al reverendo Gusewski, ni al monaguillo medio muerto de sueño que lo secundaba y que a menudo era yo mismo.

¿Sí? A mí no me hubiera pasado inadvertido. Porque siempre que servía ante el altar, incluso durante las oraciones graduales, trataba, por diversas razones, de no perderte de vista, y tú no querías probablemente exponerte, sino que guardabas debajo de la camisa aquello que pendía de la cordonera, y de ahí las manchas de grasa que llamaban la atención y dibujaban vagamente la figura del destornillador.

Visto desde el altar, él estaba arrodillado en el segundo banco de la izquierda, elevando su plegaria, con los ojos muy abiertos -grises claros, si mal no recuerdo-, e inflamados la mayor parte del tiempo a causa de tanto nadar y zambullirse, hacia la Virgen del altar… y una vez -no recuerdo ahora exactamente en qué verano fue, si sería durante las primeras vacaciones de verano en el bote, poco después del jaleo en Francia, o en el verano siguiente-, un día nublado muy caluroso, con gran afluencia de gente en el baño para familias, y banderitas languidecentes, y carnes desbordantes, y gran venta en los puestos de refrescos, y plantas ardientes sobre esteras de fibra de coco frente a casetas cerradas y repletas de risas sofocadas, entre una barahúnda de niños que babeaban, o se revoleaban, o se cortaban los pies y que andarán ahora por los veintitrés abriles, un rapaz de unos tres años empezó bajo la mirada solícita de los adultos a golpear su tambor de hojalata en forma monótona, convirtiendo la tarde en una fragua infernal.

Y aquí nos arrancamos nosotros del lugar y nos fuimos nadando a nuestro bote. Vistos desde la playa, seríamos unas seis cabezas que se iban alejando y haciéndose cada vez más pequeñas. Nos echamos sobre la herrumbre y los excrementos de gaviota que ardían, a pesar de la brisa, y nada habría sido capaz de movernos excepto a Mahlke, que había estado ya dos veces abajo. Subió llevando algo en la mano izquierda.

Había hurgado y escarbado en la proa y en los alojamientos de la tripulación, en las hamacas medio podridas que se mecían con desgana o seguían amarradas firmemente, y debajo de ellas, entre enjambres de gasterósteos tornasolados, a través de bosques de algas en los que las lampreas entraban y salían a discreción.

Y entre el montón de curiosidades de lo que en otro tiempo fuera el saco del marinero Witold Duszynski o Liszinski había encontrado un medallón de bronce, del tamaño de una mano, que en una de las caras, debajo de una pequeña águila en relieve, llevaba el nombre de su propietario y la fecha en que le había sido conferido, y, en la otra, el relieve de un bigotudo general.

Después de frotar un poco con arena y con excrementos de gaviota reducidos a polvo, la inscripción circular del medallón nos informó que Mahlke había llevado a la superficie el retrato del Mariscal Pilsudski. Por espacio de quince días, Mahlke ya sólo se dedicó a la busca de medallones, y encontró efectivamente una especie de plato de estaño, conmemorativo de una regata de balandros del año treinta y cuatro en la rada de Gdingen, así como, hacia el centro del barco, antes del cuarto de máquinas y en la cámara estrecha y difícilmente accesible de los oficiales, aquella medalla de plata del tamaño de una moneda de un marco, con su arillo también de plata para suspenderla, cuyo reverso liso y desgastado no llevaba inscripción alguna, pero cuya cara, en cambio, se veía ricamente perfilada y adornada con el relieve de la Virgen y el Niño.

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