Catherine se aferró al escritorio con ambas manos, luchando por contener un súbito acceso de náusea. Su mirada voló a la pila de fichas prolijamente alineadas frente a ella. Ubicó una mancha de tinta azul en la manga de su uniforme. «No importa cuánto trates de mantener el orden en tu vida, no importa cuan cuidadosa seas para prevenir los errores, las imperfecciones, siempre habrá algún manchón, alguna equivocación, acechando fuera de tu alcance. Esperando para sorprenderte».
– Cuéntenme sobre esas mujeres -dijo-. Esas dos mujeres.
– No estamos autorizados para revelar mucho más.
– ¿Qué pueden decirme entonces?
– No más de lo que se publicó en el Globe dominical.
Le tomó unos pocos segundos procesar lo que él acababa de decirle. Se puso tensa en su desconfianza.
– Estos asesinatos en Boston… ¿son recientes?
– El último fue el viernes pasado.
– Entonces esto no tiene nada que ver con Andrew Capra. No tiene nada que ver conmigo.
– Hay coincidencias sorprendentes.
– Pero son puramente casuales. Tienen que serlo. Pensé que me hablaban de crímenes cometidos hace tiempo. Algo que Capra hizo años atrás. No la semana pasada. -Se reclinó abruptamente sobre el respaldo de su silla-. No veo en qué pueda ayudarlos.
– Doctora Cordeíl, este asesino conoce detalles que nunca fueron revelados al público. Posee información sobre los ataques de Capra que nadie además de los investigadores de Savannah conoce.
– Entonces tal vez deberían ir a ver a esa gente. A los que lo conocieron.
– Usted es una de esas personas, doctora Cordell.
– Por si lo olvidaron, yo fui una víctima.
– ¿Habló en detalle sobre su caso con alguien?
– Sólo con la policía de Savannah.
– ¿No lo discutió en profundidad con algún amigo?
– No.
– ¿Parientes?
– Tampoco.
– Debe de haber alguien en quien usted confíe.
– No hablo de eso. Nunca hablo de eso.
Moore le dirigió una mirada de desconfianza.
– ¿Nunca?
Ella apartó sus ojos.
– Nunca -susurró.
Hubo un largo silencio. Luego Moore, con amabilidad, preguntó:
– ¿Alguna vez escuchó el nombre de Elena Ortiz?
– No.
– ¿Diana Sterling?
– No. ¿Son las mujeres que…?
– Sí. Ellas son las víctimas.
Catherine tragó saliva.
– No conozco esos nombres.
– ¿No sabía nada de los asesinatos?
– Es importante para mí no leer cosas trágicas. No puedo lidiar con eso. -Dejó escapar un suspiro de cansancio-. Tienen que entender; veo tantas cosas terribles en la sala de emergencia… Cuando llego a casa, al final del día, quiero paz. Quiero sentirme segura. No necesito leer nada de lo que sucede en el mundo ni de toda su violencia.
Moore buscó en su saco y deslizó dos fotografías por encima del escritorio.
– ¿Reconoce a alguna de estas dos mujeres?
Catherine miró con atención las caras. La de la izquierda tenía ojos oscuros y una sonrisa en los labios; el viento jugaba con su pelo. La otra era una rubia etérea, de mirada soñadora y distante.
– La de pelo oscuro es Elena Ortiz -dijo Moore-. La otra es Diana Sterling. Diana fue asesinada hace un año. ¿Estas caras no le resultan para nada familiares?
Ella sacudió la cabeza.
– Diana Sterling vivía en Back Bay, sólo a media cuadra de su casa. El departamento de Elena Ortiz está a tan sólo dos cuadras al sur de su hospital. Es probable que las haya visto. ¿Está absolutamente segura de que no reconoce a ninguna de las dos?
– Nunca las vi en mi vida. -Le devolvió las fotos a Moore, y de repente vio que su mano temblaba. Seguramente él lo notó cuando las recibía y rozaba sus dedos con los de ella. Catherine pensó que él debía de advertir a menudo ese tipo de cosas; un policía debía hacerlo. Había estado tan concentrada en su agitación que apenas registró a este hombre. Era tranquilo y amable con ella, y no la hacía sentirse amenazada en absoluto. Sólo ahora advertía que la había estado estudiando de cerca, a la espera de un atisbo de la Catherine Cordell interior. No la experimentada cirujana en traumatismos, tampoco la gélida y elegante pelirroja, sino la mujer bajo la superficie.
La detective Rizzoli habló ahora, y a diferencia de Moore, no hizo esfuerzo alguno para suavizar sus preguntas. Únicamente quería respuestas, y no perdió tiempo en conseguirlas.
– ¿Cuándo se mudó aquí, doctora Cordell?
– Dejé Savannah al mes del ataque -dijo Catherine, adaptándose al tono expeditivo de Rizzoli.
– ¿Por qué eligió Boston?
– ¿Por qué no?
– Es un largo camino desde el sur.
– Mi madre se crió en Massachusetts. Nos traía a Nueva Inglaterra todos los veranos. Sentí que… estaba volviendo a casa.
– De modo que está aquí desde hace dos años.
– Sí.
– ¿Haciendo qué?
Catherine se puso seria, perpleja ante la pregunta.
– Trabajando aquí en Pilgrim, con el doctor Falco. En el servicio de traumatismos.
– Supongo que entonces el Globe se equivocó.
– ¿Perdón?
– Leí el artículo sobre usted hace un par de semanas. El de las mujeres cirujanas. Muy buena foto suya, dicho sea de paso. Dice que usted trabaja aquí en Pilgrim desde hace sólo un año.
Catherine hizo una pausa.
– El artículo no se equivocó. Después de Savannah me tomé un tiempo para… -Se aclaró la garganta-. No me uní al equipo del doctor Falco hasta junio pasado.
– ¿Y qué hay de su primer año en Boston?
– No trabajé.
– ¿Qué hizo?
– Nada. -Esa única maldita respuesta, tan directa y terminante, era todo lo que pensaba decirles. No iba a revelar la humillante verdad de lo que había sido ese primer año. Los días, alargados en semanas, en los que tenía miedo de salir de su apartamento. Las noches en que el sonido más apagado podía dejarla temblando de pánico. El lento y doloroso trayecto de vuelta al mundo, cuando tan sólo subir a un ascensor o caminar en la noche hasta su auto eran actos de absoluta valentía. Se había sentido avergonzada de su vulnerabilidad; todavía lo estaba, y su orgullo nunca le permitiría revelarlo.
Miró su reloj.
– Los pacientes me esperan. En realidad, no tengo nada que agregar.
– Déjeme repasar los hechos. -Rizzoli abrió un pequeño cuaderno de espiral. -Hace poco más de dos años, en la noche del 15 de junio, usted fue atacada en su domicilio por el doctor Andrew Capra. Un hombre que conocía. Un residente con el que usted trabajaba en el hospital. -Levantó la vista hacia Catherine.
– Usted ya conoce la respuesta.
– La drogó, la desnudó. La ató a su cama. La aterrorizó.
– No veo el sentido de…
– La violó. -Las palabras, aunque pronunciadas con suavidad, tuvieron el impacto brutal de una cachetada.
Catherine no dijo nada.
– Y eso no es todo lo que planeaba hacer -continuó Rizzoli.
«Dios santo, haz que se detenga».
– Iba a mutilarla de la peor manera posible. Tal como mutiló a otras cuatro mujeres de Georgia. Las abrió. Destruyó precisamente lo que las hacía mujeres.
– Es suficiente -dijo Moore.
Pero Rizzoli era implacable.
– Podría haberle sucedido a usted, doctora Cordell.
Catherine sacudió la cabeza.
– ¿Por qué hace esto?
– Doctora Cordell, no hay nada que desee más que atrapar a ese hombre, y se me ocurrió que podría ayudarnos. Que querría evitar que sucediera lo mismo con otras mujeres.
– ¡Esto no tiene nada que ver conmigo! Andrew Capra está muerto. Está muerto desde hace dos años.
– Sí. Leí el informe de su autopsia.
– Bien, yo puedo garantizarle que está muerto -respondió Catherine-. Porque fui yo la que maté a tiros a ese hijo de puta.
Cuatro
Moore y Rizzoli transpiraban dentro del auto, con el aire caliente rugiendo desde la salida de ventilación. Hacía diez minutos que estaban atrapados en un embotellamiento, y el auto no se enfriaba.
– Los que pagan impuestos obtienen aquello por lo que pagan -dijo Rizzoli-. Y este auto es un montón de chatarra.
Moore apagó la ventilación y bajó la ventanilla. El olor del pavimento caliente y de los escapes sopló dentro del auto. Ya estaba bañado en sudor. No lograba entender cómo Rizzoli podía seguir con su chaqueta puesta; él se había quitado su saco al minuto de salir del Centro Médico Pilgrim, cuando los envolvió un pesado manto de humedad. Sabía que ella debía de sentir el calor, porque vio la transpiración brillante sobre su labio superior, un labio que probablemente nunca había conocido el lápiz labial. Rizzoli no era fea, pero mientras que otras mujeres se realzan con maquillaje o usan aretes, Rizzoli parecía determinada a opacar sus atractivos. Usaba unos lúgubres trajes oscuros que no favorecían su pequeña contextura, y su pelo era una descuidada mata de rizos negros. Ella era así, y lo aceptabas o te podías ir sencillamente al infierno. Entendía la razón por la que había adoptado esa actitud de «vete a la mierda»; probablemente la necesitaba para sobrevivir como mujer policía. Rizzoli era, por sobre todo, una sobreviviente.
Tanto como lo era Catherine Cordell. Pero la doctora Cordell había desarrollado una estrategia diferente: la retirada. La distancia. Durante la entrevista sintió que la miraba a través de un vidrio escarchado, tan distante le había parecido.
Era ese distanciamiento lo que fastidiaba a Rizzoli.
– Hay algo extraño en ella -dijo-. Falta algo en el sector de los sentimientos.
– Es una cirujana de traumatismos. Está entrenada para mantenerse fría.
– Una cosa es el frío y otra, el hielo. Hace dos años fue atada, violada, y casi destripada. Y ahora se jacta de esa maldita tranquilidad sobre el asunto. Me llama la atención.
Moore frenó ante una luz roja y se quedó observando el callejón lateral enrejado. El sudor se deslizaba en minúsculas gotas por su espalda. No funcionaba bien en el calor; lo hacía sentir torpe y estúpido. Lo hacía anhelar el fin del verano, la pureza de la primera nevada…
– ¡Moore! -dijo Rizzoli-. ¿Estás escuchando?
– Su autocontrol es demasiado rígido -concedió. «Pero no se trata de hielo», pensó al recordar cómo temblaba la mano de Catherine Cordell cuando le devolvía las fotos de las dos mujeres.
De vuelta en su escritorio, sorbió un poco de Coca tibia y releyó el artículo publicado unas pocas semanas atrás en el Boston Globe: «Mujeres de cuchillos tomar». Describía a tres cirujanas en Boston; sus triunfos y sus dificultades, en particular los problemas que enfrentaba cada una en su especialidad. De las tres fotografías, la de Cordell era la más cautivante. No se trataba únicamente de su atractivo; era su mirada, tan orgullosa y directa que parecía desafiar a la cámara. La foto, como el artículo, reforzaba la impresión de que esta mujer tenía toda su vida bajo control.
Hizo a un lado el artículo y se quedó pensando en lo erradas que pueden ser las primeras impresiones. En lo fácil que el dolor puede ser enmascarado por una sonrisa, por un airado mentón apuntado hacia arriba.
Abrió otro archivo. Tomó aire, y releyó el informe policial de Savannah sobre el doctor Andrew Capra.
Capra llevó a cabo su primer asesinato conocido mientras era estudiante avanzado de medicina en la Universidad de Emory, en Atlanta. La víctima era Dora Ciccone, una graduada de veintidós años cuyo cuerpo había sido encontrado atado a la cama, en su departamento, fuera del campus universitario. Durante la autopsia, encontraron trazos de la droga típica de citas y violaciones, Rohypnol, en su aparato circulatorio. El apartamento no mostraba indicios de una entrada forzada.
La víctima había invitado al asesino a su hogar.
Una vez drogada, Dora Ciccone fue atada a la cama con cuerdas de nailon, y sus gritos fueron sofocados con tela adhesiva. El asesino primero la violó. Luego procedió a cortar.
Estaba viva durante la operación.
Cuando completó la extirpación, y se llevó su recuerdo, le administró el coup de grace: un único corte profundo a través del cuello, de izquierda a derecha. A pesar de que la policía había obtenido ADN del asesino, no tenían más pistas. La investigación se complicó por el hecho de que Dora era conocida por ser una chica fácil que gustaba de recorrer los bares locales y que a menudo llevaba a su casa hombres que acababa de conocer. La noche que murió, el hombre que llevó a su casa era un estudiante de medicina llamado Andrew Capra. Pero el nombre de Capra no llamó la atención de la policía hasta que tres mujeres más fueron masacradas en la ciudad de Savannah, a trescientos veinte kilómetros de distancia.
Finalmente, una bochornosa noche de junio, los asesinatos terminaron.
Catherine Cordell, de treinta y un años, jefa de cirugía en el Hospital Riverland de Savannah, se sorprendió al escuchar que llamaban a su puerta. Al abrir se encontró con Andrew Capra, uno de los residentes de cirugía, de pie en el umbral. Ese mismo día, en el hospital, ella lo había reprendido por un error, y ahora la visitaba desesperado por encontrar la manera de resarcirse. ¿Podría ella ser tan amable de dejarlo pasar para hablar del tema? Tras un par de cervezas, repasaron la actuación de Capra como residente. Todos los errores que había cometido, los pacientes que podría haber perjudicado a causa de su negligencia. Ella no le endulzó la verdad: Capra estaba fallando, y no se le permitiría concluir con el programa de cirugía. En algún momento de la velada, Catherine abandonó la habitación para ir al baño, luego volvió para retomar la conversación y terminó su cerveza.
Cuando volvió en sí, se encontró desnuda y atada a la cama con cuerdas de nailon.
El informe policial describía con horrorosos detalles la pesadilla que siguió.
Las fotografías que le tomaron en el hospital revelaban a una mujer de ojos enajenados, más una mejilla golpeada y horriblemente hinchada. Todo lo que se veía en esa foto estaba resumido bajo el título genérico de «víctima».
No era una palabra que combinara bien con la extraña compostura de la mujer que había conocido hoy.
Ahora, releyendo la declaración de Cordell, podía escuchar su voz en la mente. Las palabras no pertenecían a una víctima anónima, sino a una mujer de cara conocida.
No sé cómo logré liberar mi mano. La muñeca está ahora despellejada, de modo que debo de haber forcejeado contra la cuerda. Lo siento, pero no tengo las cosas muy claras en mi cabeza. Todo lo que recuerdo es que buscaba el escalpelo, segura de que tenía que tomarlo de la bandeja. Que tenía que cortar las cuerdas, antes de que volviera Andrew…
Recuerdo haber rodado hacia un extremo de la cama. Caí al piso y me golpeé la cabeza. Luego traté de encontrar el revólver. Es el revólver de mi padre. Después de que mataran a la tercera mujer en Savannah, él insistió en que lo conservara.
Recuerdo que tanteé debajo de la cama en busca del revólver. Lo encontré. Recuerdo el sonido de los pasos. Luego… no estoy segura. Debe de haber sido entonces que le disparé. Sí, creo que eso fue lo que sucedió. Me dijeron que le di dos veces. Supongo que debe de ser así.
Moore se detuvo, reflexionando acerca de la declaración. Balística había confirmado que ambas balas fueron disparadas con la misma arma, registrada a nombre del padre de Catherine, y que fue encontrada a un costado de la cama. Los análisis de sangre del hospital confirmaron la presencia del Rohypnol, una droga amnésica, en su flujo sanguíneo, por lo que era plausible que tuviera lagunas en su memoria. Cuando Cordell fue llevada a emergencias, los médicos establecieron que estaba confundida, o bien por la droga, o bien por una posible contusión. Únicamente un pesado golpe en la cabeza podía haberle dejado la cara tan amoratada e hinchada. Ella no recordaba cómo o cuándo había recibido ese golpe.
Moore volvió a las fotos de la escena del crimen. Andrew Capra yacía muerto en el piso del dormitorio, boca arriba. Le habían disparado dos veces, una en el abdomen, otra en el ojo, ambas a corta distancia.
Estudió las fotos por un buen rato, analizando la posición del cuerpo de Capra, el diseño de las manchas de sangre.
Volvió al informe de la autopsia. Lo leyó entero dos veces.
Miró una vez más la foto de la escena del crimen.
«Aquí hay algo que no encaja», pensó. La declaración de Cordell no terminaba de cerrar.
Un informe aterrizó de repente sobre su escritorio. Levantó la vista, sorprendido, y vio a Rizzoli.
– ¿Tenías idea de esto? -preguntó.
– ¿Qué es?
– El informe sobre el cabello encontrado en el borde de la herida de Elena Ortiz.
Moore lo recorrió con los ojos hasta llegar a la oración final. Y dijo:
– No tengo idea de lo que esto significa.
En 1997, las diversas ramas del Departamento de Policía de Boston se mudaron bajo un solo techo, ubicado en el flamante complejo One Schroeder Plaza, en el violento y destartalado barrio de Roxbury. Los policías se referían a su nueva ubicación como “El palacio de mármol”, a causa del despliegue de granito pulido de la recepción. «Que nos den un par de años para llenarlo de basura, y nos sentiremos como en casa», era el chiste. El Schroeder Plaza tenía pocas similitudes con las mugrientas estaciones de policía de los programas de la televisión. Era un edificio elegante y moderno, realzado por amplios ventanales y claraboyas. La Unidad de Homicidios, con sus pisos alfombrados y sus gabinetes con computadoras podía pasar por una oficina corporativa. Lo que más agradecían los policías al Schroeder Plaza era la integración de las varias ramas del Departamento de Policía de Boston.
Para los detectives de homicidios, una visita al laboratorio de criminología significaba tan sólo bajar por el corredor hacia el ala sur del edificio.
En Pelos y Fibras, Moore y Rizzoli observaban cómo Erin Volchko rebuscaba entre su colección de sobres con evidencia.
– Todo lo que tengo para trabajar es este único cabello -dijo Erin-. Pero es increíble lo que un pelo puede decirte. Bien, aquí está. -Colocó el sobre junto al número de expediente de Elena Ortiz, y luego sacó una placa de vidrio para microscopio-. Sólo les mostraré cómo se ve bajo la lente. Las estadísticas numéricas figuran en el informe.