30.A-B-C: Evita en lo posible las siguientes frases: a) Anteayer mismo el difunto estaba vivo; b) Nuestra profesión es desagradecida, nuestros artículos se olvidan al día siguiente; c) ¿Escucharon ayer en la radio el programa Tal?; d) ¡Cómo pasan los años!; e) Si el difunto viviera, ¿qué pensaría de este desastre? f) Esto no se hace así en Europa; g) El pan, o cualquier otra cosa, estaba a tanto hace años; h) Luego este suceso nie recordó lo siguiente.
31.C: La palabra «luego» es, de hecho, sólo para los escritores novatos que desconocen su arte.
32.B: Todo lo que haya en una columna que sea arte no es columnismo; todo lo que tenga de columnismo no es arte.
33.C: No alabes la inteligencia del que apaga su ardor P°r el arte violando la poesía (pulla a la afición poética de B).
34.B: Escribe de manera fácil y te leerán con facilidad. 35.C: Escribe de manera difícil y te leerán con facilidad.
36.B: Si escribes de manera difícil acabarás con una úlcera.
37.A: Si acabas con una úlcera, serás un artista (en ese momento, con las primeras palabras cariñosas que se dirigían, se echaron a reír todos juntos).
38.B: Envejece lo antes posible.
39.C: ¡Envejece y podrás escribir un buen artículo sobre el otoño! (volvieron a sonreírse afectuosamente).
40.A: Los tres grandes temas son la vida, la muerte y la música, por supuesto.
41.C: Pero ¿qué es el amor? Tendrás que tomar una decisión al respecto.
42.B: Busca el amor (debo recordar al lector que entre estos consejos se producían largos silencios, interrupciones y mutismos).
43.C: ¡Oculta tu amor, porque eres un escritor!
44.B: El amor es búsqueda.
45.C: Ocúltate para que crean que tienes un secreto.
46.A: Deja sentir que tienes un secreto para que las mujeres te amen.
47.C: Cada mujer es un espejo (en ese momento, como abrieron otra botella, me invitaron a raki).
48.B: Recuérdanos bien (por supuesto que les recordaré, señor mío, dije, y como podrá comprender el lector avisado he escrito muchos de mis artículos recordándolos a ellos y sus historias).
49.A: Sal a la calle, mira las caras, ahí hay un buen tema para ti.
50.C: Deja sentir que tienes conocimiento de secretos históricos, pero que, por desgracia, no puedes escribir sobre ellos (en ese punto C contó una historia; la historia, que narraré en otro artículo, del enamorado que le decía a su amada «yo soy tú». Por primera vez sentí la existencia del secreto que sentaba cariñosamente a la misma mesa a aquellos tres escritores que se habían pasado medio siglo insultándose).
51.A: No olvides que todo el mundo es enemigo nuestro.
52.B: Nuestro pueblo quiere profundamente a sus generales, su infancia y a sus madres, quiérelos tú también.
53.A: No uses epígrafes porque matarían el misterio de la escritura.
54.B: Si tiene que morir así, mata entonces tú también el misterio, ¡mata al falso profeta vendedor de misterios!
55.C: Si usas epígrafes, no los tomes de libros occidentales, ni sus personajes ni sus autores se parecen a nosotros; no los tomes nunca de libros que no has leído porque eso es exactamente lo que hace el Deccal.
56.A: No lo olvides, eres ángel y demonio, eres el Deccal y Él, porque los lectores se aburren de alguien absolutamente malo o absolutamente bueno.
57.B: Pero cuando el lector comprenda que el Deccal ha tomado la apariencia de Él, cuando se dé cuenta con horror de que quien él creía el Salvador es el Deccal, de que ha sido engañado, ¡por Dios que será capaz de pegarte un tiro en un callejón oscuro!
58.A: Sí, por esa razón, esconde el misterio; que no se te ocurra vender el secreto de tu profesión.
59.C: No olvides que tu secreto es el amor. El amor es la palabra clave.
60.B: No, la palabra clave está escrita en nuestras caras, y escucha.
6LA: ¡Es el amor, es el amor, es el amor, el amor…!
62.B: No temas los plagios porque todo el secreto de que a duras penas leemos y escribimos, todo nuestro secreto, esta oculto en nuestro espejo místico. ¿Conoces la historia de Mevlâna de la competición de pintores? Él la tomó de otros a su vez, pero él… (la conozco, señor mío, le dije).
63.C: Un día, cuando seas viejo, cuando te preguntes si una persona puede ser ella misma, también te preguntarás si has entendido o no este misterio. ¡No lo olvides! (No lo he olvidado.)
64.B: ¡No olvides tampoco los viejos autobuses, ni los libros escritos a vuelapluma, a los pacientes y a los que no comprenden tanto como a los que comprenden!
En algún lugar de la estación, quizá en el interior del restaurante, sonaba una canción que hablaba de manera un tanto hueca del amor, de la amargura y de lo absurdo de la vida; en ese momento se olvidaron de mí y, recordando que cada uno de ellos era una anciana y bigotuda Sherezade, comenzaron a contarse historias de forma amistosa, fraterna, triste. He aquí algunas:
La divertida y amarga historia del desafortunado columnista cuya única pasión en la vida era describir el viaje que hizo Mahoma por los Siete Cielos y que tanto se entristeció cuando supo que, años antes, Dante había hecho algo parecido. La del sultán loco y pervertido que en su infancia perseguía cornejas con su hermana por las huertas. La del escritor que perdió sus sueños cuando su mujer lo abandonó. La del lector que comenzó a creerse que era a un tiempo Albertine y Proust. La del columnista que se vestía como el sultán Mehmet el Conquistador. Etcétera, etcétera.
9. Alguien me sigue
«A veces caía la nieve, a veces la oscuridad.»
Hüsn-ü Alk, JEQUE GALIP
A lo largo de todo ese día Galip recordaría una y otra vez, como quien recuerda el único detalle que le queda de una pesadilla agorera, el viejo sillón que vio esa mañana después de salir de casa de su amigo Saim el archivero mientras bajaba a Karakóy por las antiguas calles de Cihangir y por sus estrechas aceras escalonadas. Alguien había abandonado el sillón en una de las empinadas cuestas de la parte de atrás de Tophane, por donde en tiempos tanto había vagado Celâl siguiendo la pista del tráfico de opio y grifa en Estambul, ante las rejas cerradas de las carpinterías y de los establecimientos de vendedores de papel pintado, suelos de linóleo y cenefas de escayola. El barniz de los brazos y las patas se le había desprendido, el cuero del asiento estaba desgarrado como si le hubieran hecho una herida y por entre el cuero brotaban sin esperanza alguna los oxidados muelles como si fueran las tripas que brotan de un caballo de un escuadrón de caballería al que le han rajado el vientre.
Al llegar a Karakóy, Galip estuvo a punto de pensar que la soledad de la cuesta donde había visto el sillón y el hecho de que la plaza se encontrara vacía (a pesar de que pasaban de las ocho) estaban relacionados con algún desastre cuyas señales todos hubieran interpretado. Era como si a causa de aquella catástrofe que se acercaba hubieran atado unos a otros los transbordadores, que ya debían estar navegando, y los fuelles se encontraran desiertos, como si los vendedores ambulantes, los fotógrafos que hacían fotografías instantáneas y los pedigüeños de rostros quemados por el sol que atestaban el puente de Gálata hubieran decidido pasar sus últimos días descansando. Galip, apoyado en el parapeto del puente y mirando las turbias aguas, recordó primero cómo los niños que en tiempos se congregaban en aquel rincón del puente se sumergían en el agua para sacar las monedas que los turistas cristianos arrojaban al Cuerno de Oro, y luego se preguntó por qué Celâl no habría mencionado esas monedas, que años más tarde tendrían un significado completamente distinto, en el artículo en el que hablaba sobre el día en que las aguas se retiraran del Bósforo.
Subió a su despacho y comenzó a leer la nueva columna de Celâl. De hecho, no era nueva, sino que se había publicado años antes. Aquello, de la misma forma que era una clara señal de que Celâl llevaba tiempo sin enviar ningún nuevo artículo al periódico, podía ser un indicio secreto de alguna otra cosa. Y en cuanto a la pregunta central del artículo, «¿Le cuesta trabajo ser usted mismo?», y al barbero protagonista de la columna, que era quien la preguntaba, quizá no se refirieran a los significados a los que parecía apuntar el artículo, sino a otros, secretos, asentados en el mundo exterior.
Galip recordaba que tiempo atrás Celâl le había comentado algo al respecto: «La mayor parte de la gente -le dijo Celâl- no se da cuenta de las particularidades esenciales de los objetos simplemente porque las tienen delante de las narices. Sin embargo, ven y notan las secundarias porque están apartadas en un rincón y sólo por eso les llaman la atención. Por ese motivo en mis artículos nunca aparece absolutamente claro lo que quiero mostrarles y aparento encajarlo en un rincón de la columna. Ese rincón en el que oculto el verdadero significado no está demasiado escondido, por supuesto, lo hago como si quisiera engañar a un niño jugando al escondite, pero también porque sé que el niño se creerá rápidamente lo que encuentre allí. Pero lo peor es que arrojan a un lado el periódico sin percibir ni el significado completamente evidente que tienen delante de sus narices en el resto del artículo ni los significados ocultos y casuales que requerirían un poco más de paciencia e inteligencia».
Galip arrojó a un lado el periódico y obedeciendo a un Impulso interior fue al Milliyet a ver a Celâl. Sabía que Celâl bajaba más al periódico los fines de semana, cuando estaba desierto, y esperaba encontrarlo a solas en su despacho. Mientras subía la cuesta pensaba en decirle sólo que Rüya se encontraba ligeramente enferma. Luego le contaría la historia de un cliente sumido en la desesperación porque su mujer le había abandonado. ¿Qué opinaría Celâl de un cuento así? La amada mujer de un ciudadano al que todo le iba bien, honesto, trabajador, con la cabeza en su sitio, comedido, abandonaba repentinamente a su esposo de una manera totalmente contraria a nuestra historia y nuestras tradiciones. ¿Qué podría indicar eso? ¿De qué significado secreto podía ser indicio? ¿Qué signo de qué apocalipsis? Celâl se lo explicaría después de escuchar con atención los detalles de la historia de Galip; cuando Celâl explicaba las cosas, el mundo entero cobraba sentido, las verdades «ocultas» que teníamos delante de las narices se convertían en partes sorprendentes de una historia rica en detalles que ya sabíamos de antes pero que no sabíamos que la supiéramos, y así la vida se hacía más soportable. Mientras observaba las brillantes ramas de los húmedos árboles del jardín del consulado de Irán, Galip pensaba que preferiría vivir en un mundo explicado por Celâl que en el suyo propio.
No pudo encontrar a Celâl en su despacho. La mesa estaba recogida, los ceniceros vacíos y no estaba su taza de té. Galip se instaló en el sillón morado en que se sentaba cada vez que entraba en aquella habitación y comenzó a esperar. Sentía la absoluta convicción de que poco después oiría las carcajadas de Celâl en una de las salas del interior.
Había recordado muchas cosas cuando por fin perdió la convicción. La primera vez que fue al periódico, sin que en casa lo supieran, acompañado de un compañero de clase que luego se enamoraría de Rüya, con la excusa de recoger unas invitaciones para un concurso de la radio que se emitiría en directo (a la vuelta Galip dijo avergonzado «También nos habría llevado a la imprenta, pero no tenía tiempo». «¿Has visto las fotos de mujeres que tenía en la mesa?», le contestó su compañero). Cómo en su primera visita con Rüya Celâl les había llevado a la imprenta («¿Usted también quiere ser periodista, señorita?», le había preguntado el anciano encargado de las máquinas y Rüya le hizo la misma pregunta a Galip en el camino de vuelta) y cómo había soñado en aquel despacho como si fuera un lugar de Las mil y una noches, lleno de papeles y sueños donde se creaban historias y vidas maravillosas que él ni siquiera era capaz de imaginar…
Esto fue lo que encontró Galip cuando comenzó a revolver precipitadamente la mesa de Celâl para encontrar nuevos papeles e historias y para olvidar, para olvidar: cartas de lectores sin abrir, lápices, recortes de prensa (la noticia marcada con bolígrafo verde del asesinato cometido años atrás por un marido celoso), fotografías de rostros recortadas de revistas extranjeras, retratos, algunas notas escritas a mano en papelitos con la letra de Celâl («No olvidar: la historia del príncipe heredero»), frascos de tinta vacíos, cerillas, una corbata espantosa, libros populares bastante básicos sobre el chamanismo, los hurufíes y métodos de desarrollo de la memoria, un bote de somníferos, fármacos vasodilatadores, botones, un reloj de pulsera parado, fotografías que salían de la carta abierta de un lector (en una estaba Celâl con un oficial de escaso pelo; en la otra dos luchadores de lucha turca y un simpático perro kangal miraban a la cámara en un merendero campestre), lápices de dibujar, peines, boquillas de cigarrillos y bolígrafos de todos los colores…
En la carpeta que había sobre la mesa encontró dos cartapacios en los que estaba escrito «Usados» y «Reservas». En la carpeta de «Usados» estaban, junto con sus copias a máquina, los artículos de Celâl publicados en los últimos seis días así como un artículo dominical aún sin publicar. Teniendo cuenta que el artículo dominical aparecería al día siguiente debían haberlo devuelto a la carpeta después de hacer la composición y añadir las ilustraciones.
En la carpeta de «Reservas» sólo pudo encontrar tres artículos. Los tres ya habían sido publicados años antes. Bastante probablemente había un cuarto en el piso inferior en la mesa de composición para ser publicado el lunes, así pues los artículos bastarían hasta el jueves. ¿Quería aquello decir que Celâl se había marchado de viaje o de vacaciones sin avisar a nadie? Pero Celâl nunca salía de Estambul.
Galip entró en la amplia sala de redacción para preguntar por él y sus pasos le llevaron involuntariamente hasta una mesa donde charlaban dos hombres. Uno era un viejo malhumorado que años atrás y bajo el seudónimo de Nesati, con el que era conocido por todo el mundo, había mantenido con Celâl una violenta polémica. Ahora publicaba artículos de memorias, de un airado moralismo, en el mismo periódico que Celâl pero en una columna menos importante y menos leída.
– ¡Celâl Bey lleva días sin aparecer! -le dijo con la misma cara larga de bulldog que mostraba en la fotografía de su columna-. ¿Qué tiene usted que ver con él?
Galip estaba a punto de encontrar en los desordenados archivos de su memoria quién era el segundo periodista cuando éste le preguntó por qué buscaba a Celâl Bey. El hombre era aquel Sherlock Holmes de gafas oscuras que jamás se tragaba una trola de las páginas del corazón: sabía que nuestra famosa estrella de tantas películas, que ahora aparentaba las afectadas maneras de una dama otomana, había trabajado hacía tantos años en tal callejón de Beyoglu en la lujosa casa de una madame, sabía que la aristócrata argentina «cantante vedette» era en realidad una argelina musulmana traída a Estambul cuando trabajaba como equilibrista por los pueblos de Francia.
– Así que son ustedes parientes -comentó el periodista del corazón-. Creía que Celâl Bey no tenía otra familia que su difunta madre.
– ¡Oh, oh! -replicó el polemista-. De no ser por sus parientes, ¿estaría Celâl Efendi donde está hoy? Por ejemplo, tenía un cuñado que le llevaba de la mano a todas partes. Ese hombre tan pío fue quien le enseñó a escribir aunque luego él le traicionó. Ese cuñado suyo era miembro de una comunidad naksibendi que celebraba sus ceremonias en secreto en una antigua fábrica de jabones en Kumkapi. Cada semana, después de las ceremonias, en las que se usaban una serie de cadenas, prensas de aceite, velas y pastillas de jabón, se sentaba y escribía un informe al Servicio Nacional de Inteligencia sobre los miembros de la comunidad. En realidad, el hombre quería probar que los fieles de aquella orden, a quienes estaba denunciando a los militares, no hacían nada que pudiera ser perjudicial para el Estado. Le enseñaba los informes a su cuñado, que tanta curiosidad sentía por la escritura, para que Celâl leyera, aprendiera y para que desarrollara el gusto de escribir. En los años en que las ideas de Celâl derivaron a la izquierda, siguiendo el viento que soplaba entonces, usó despiadadamente el estilo de aquellos informes mezclándolo con símiles y metáforas que tomaba directamente de Attar, de Abu Jurasani, de Ibn Arabi y de las traducciones de Bottfolio. ¿Cómo podían saber los que luego encontraban en sus símiles (que siempre se basaban en los mismos estereotipos) puentes de renovación que nos ligaban a la cultura del pasado que el inventor de aquellos pastiches era otro? Además, aquel prodigioso cuñado cuya existencia quiso Celâl que fuera olvidada era un hombre versátil: fabricó unas tijeras con espejo para facilitar su trabajo a los barberos; desarrolló un artefacto para circuncidar que no permitiera tantos desagradables accidentes que oscurecen el futuro de nuestros hijos; inventó una horca que no provocaba dolor porque usaba una cadena en lugar de una cuerda engrasada y un suelo deslizante en lugar de una silla. En los años en que todavía sentía necesidad del afecto de su querida hermana mayor y de su cuñado, Celâl presentaba entusiasmado aquellos inventos en su sección de «Increíble pero cierto».
– Disculpa, pero es exactamente al revés -le contradijo el periodista del corazón-. En los años en que preparaba la sección de «Increíble pero cierto» Celâl Bey estaba completamente solo. Voy a contarte una escena de la que fui testigo personalmente, no nada que haya oído de otros.
Aquello parecía una escena sacada de una película local en la que se contaran los años de pobreza y soledad de dos jóvenes de buen corazón que acabarían alcanzando el éxito. Poco antes de una Nochevieja, en su pobre casa de un barrio pobre, Celâl, el inexperto periodista, le comunica a su madre que la rama rica de la familia le ha invitado a celebrar la Nochevieja en su casa de Nisantasi. Allí pasará una noche divertida y ruidosa con las alegres hijas y los revoltosos hijos de sus tías y sus tíos paternos, y después quién sabe qué otras diversiones buscarían por la ciudad. Su madre, la costurera, alegre sólo imaginándose la felicidad de su hijo, tiene una buena noticia para él: para esa noche ha arreglado en secreto la vieja chaqueta de su difunto padre hasta dejarla a su medida. Mientras Celâl se pone aquella chaqueta, que le sienta como un guante (una escena que hace acudir las lágrimas a los ojos de su madre: «¡Estás exactamente igual que tu padre!»), la madre reliz se tranquiliza al escuchar que otro periodista amigo de su fojo también ha sido invitado a la fiesta. Cuando aquella noche salen juntos de la casa de madera a la calle fangosa por las escaleras frías y oscuras, dicho periodista, el testigo de nuestra lstoria, se entera de que nadie, ni sus parientes ricos ni nadie más, ha invitado esa noche al pobre Celâl. Además, Celâl debe quedarse esa noche de guardia en el periódico para afrontar los gastos de la operación de su madre, que se está quedando ciega a fuerza de coser a la luz de las velas.
No le hicieron demasiado caso a la declaración que realizó Galip tras el silencio que siguió a la historia de que algunos detalles no se ajustaban a la vida real de Celâl. Sí, por supuesto, podían equivocarse en lo que se refería al parentesco de algunos familiares y a algunas fechas; puesto que el padre de Celâl seguía vivo («¿Está usted seguro de eso, señor mío?»), podían haber confundido al padre con el abuelo o a la hermana con la tía, pero, por lo que se veía, tampoco tenían la menor intención de dar demasiada importancia a aquellos errores. Después de sentar a Galip a su mesa, de invitarle a un cigarrillo y de no escuchar la respuesta a una pregunta que le hicieron («¿Qué ha dicho que es exactamente de él?»), se dedicaron a colocar una a una las fichas de un ajedrez imaginario que sacaban de la bolsa de sus recuerdos.
Celâl estaba tan sumido en el cariño inagotable de su familia que, en la desesperanzada época en que estaba prohibido hablar de cualquier cosa que no fueran los problemas del ayuntamiento, le bastaba con recordar los días de su infancia en aquella enorme mansión, desde cada una de cuyas ventanas se veía un tilo, y verterlos en un artículo que ni los lectores ni los censores podían entender.
No, las relaciones de Celâl con la gente que no fuera de su profesión eran tan reducidas que, cuando se veía obligado a asistir a alguna reunión multitudinaria, siempre quería que se encontrara a su lado algún amigo de confianza del que pudiera imitarlo todo, de los gestos a las palabras, de la manera de vestir a la de comer.
En absoluto. ¿Cómo explicar que un joven periodista cuya única misión era preparar los crucigramas y los «Consejos a las lectoras» hubiera podido colmar sus ambiciones en el breve plazo de tres años consiguiendo una columna que no sólo era la más leída del país sino también de los Balcanes y de Oriente Medio y que pudiera enfrentarse con toda tranquilidad a las calumnias que habían comenzado a surgir a izquierda y derecha de no ser gracias al apoyo de una poderosa familia que le protegía con un cariño que no se merecía?