El libro negro - Pamuk Orhan 25 стр.


Al salir de nuevo a la calle Galip había eliminado ya algunas de esas pistas y le había dado preferencia a otras. No podían estar fuera de la ciudad porque Celâl no podía vivir en otro lugar que no fuera Estambul. No podían estar en la parte de Anatolia porque opinaban que aquello no era lo bastante «histórico». Rüya y Celâl no podían refugiarse juntos en casa de un amigo común porque no existía tal amigo. No podían estar en casa de un amigo de Rüya porque Celâl no iría a un lugar así. No podrían quedarse en la habitación de un hotel porque se verían privados de sus recuerdos y porque una pareja, aunque fueran hermanos, despertaría sospechas.

Cuando se sentó en el siguiente café estaba por lo menos seguro de que seguía la dirección correcta. Caminaba hacia Taksim por la parte de atrás de Beyoglu. Hacia Nisan, hacia Sisli, hacia el corazón de su propio pasado. Recordó en un artículo Celâl hablaba largamente de los caballos de las calles de Estambul. En un muro vio colgado el retrato de un luchador ya fallecido del que Celâl había hablado largamente. La fotografía era en blanco y negro y había sido arrancada de las páginas centrales de un antiguo número de la revista Uayat , páginas que decoraban tantas paredes de verdulerías, barberías y sastrerías después de ser convenientemente enmarcadas. Mientras observaba la expresión del luchador, que había conseguido una medalla olímpica y que en la fotografía sonreía modestamente con las manos en la cintura, Galip recordó que había muerto en un accidente de tráfico. Y así, como le había ocurrido antes tan a menudo, la expresión de modestia en el rostro del luchador se fundió en su mente con el accidente de tráfico ocurrido diecisiete años atrás y, sin pretenderlo, Galip pensó que aquel accidente era una señal.

O sea, que ese tipo de coincidencias, que fundían hechos y fantasías para formar indicios de nuevas historias, resultaban absolutamente necesarias. Salió del café y, mientras caminaba hacia Taksim por una de las calles laterales, pensó: «Por ejemplo, cuando veo ese viejo y cansado caballo del carro arrimado a la estrecha acera de la calle Hasnun Galip, siento la necesidad de acudir al recuerdo de aquel enorme caballo que veía en la cartilla en la época en que mi abuela me enseñaba a leer y a escribir. Y ese enorme caballo de la cartilla bajo el cual estaba escrito "Caballo" me recuerda a Celâl, que por entonces vivía solo en el ático del edificio de la calle Tesvikiye, y al piso de Celâl, que había sido decorado de acuerdo con sus propios recuerdos. Entonces pienso en que ese piso podría ser una señal del lugar que Celâl ha ocupado en mi vida».

Pero hacía años que Celâl había abandonado aquel piso. Galip dudó pensando que quizá podría estar interpretando erróneamente las señales. No tenía la menor duda de que si comenzaba a creer que sus intuiciones podían engañarle se perdería en la ciudad: eran las historias las que le mantenían en pie, las historias que descubría gracias a su intuición, como los objetos que un ciego reconoce gracias a su tacto. Había logrado aguantar los tres días que llevaba por la ciudad estrellándose contra las apariencias porque había podido crear una historia a partir de las señales. No tenía la menor duda de que el mundo y la gente a su alrededor también podían mantenerse en pie sólo gracias a sus historias.

Cuando se sentó en un nuevo café Galip pudo examinar «su propia situación» con el mismo optimismo. Las palabras que exponían las pistas le parecieron tan simples y comprensibles como las de los deberes del otro lado del papel. En un apartado rincón del café una televisión en blanco y negro mostraba a unos jugadores de fútbol en un campo nevado. Las líneas del campo, pintadas con carbonilla, y el balón, manchado de barro, eran negros. Exceptuando a los jugadores de cartas en mesas desnudas, todos miraban aquel negro balón de fútbol.

Al salir del café Galip pensó que el secreto que buscaba era tan simple como aquel partido de fútbol en blanco y negro. Lo único que tenía que hacer era seguir caminando hacia donde lo llevaran sus pasos sin dejar de observar las imágenes y las caras. Estambul estaba repleto de cafés; uno podía recorrer de arriba abajo toda la ciudad entrando cada doscientos metros en un café.

Cerca ya de Taksim se encontró de repente entre la multitud que salía de un cine. Las caras de aquella gente que caminaba distraída mirando al suelo con las manos en los bolsillos o del brazo unos de otros estaban tan cargadas de significado que Galip incluso pensó que la pesadillesca historia que estaba viviendo carecía de importancia. En los rostros de la multitud que salía del cine podía verse la paz de aquellos que han olvidado sus propias penas porque han tenido la posibilidad de sumergirse hasta el cuello en otra historia. Estaban tanto aquí, en esta calle miserable, como allí, en medio de aquella ficción en la que les hubiera gustado encontrarse en ese momento. Sus memorias, antes vacías por la derrota y el dolor, estaban ahora llenas por una intensa trama que calmaba su tristeza y sus recuerdos. «¡Pueden creer que son otros!», pensó Galip con nostalgia. Por un momento quiso haber contemplado aquella película que poco antes había visto la multitud, perderse en su historia y así tener la posibilidad de ser otro. Veía cómo la gente, que se iba dispersando por la calle, regresaba a ese repugnante mundo de las cosas conocidas mientras miraban los escaparates de tiendas vulgares. «¡Qué rápido se abandonan!», pensó Galip.

No obstante, para poder ser otro, uno debía emplear todas sus fuerzas. Al llegar a la plaza de Taksim, Galip sintió en su corazón una decisión capaz de poner en movimiento toda su voluntad con ese objetivo. «¡Soy otro!», se dijo. Era un sentimiento agradable, le hacía percibir que no sólo cambiaban las heladas aceras bajo sus pies y toda la plaza rodeada de anuncios de Coca-Cola y conservas, sino también su propia personalidad, de la cabeza a los pies. Uno podía incluso creer que era posible cambiar el mundo entero a fuerza de repetir con decisión aquella frase, pero tampoco había por qué ir tan lejos. «¡Soy otro!», se dijo Galip. Notó con agrado cómo se elevaba en su interior, como si fuera una nueva vida, una música cargada con los recuerdos y las penas de otra persona a la que no quería nombrar. Inmersa en aquella música, la plaza de Taksim, uno de los centros básicos que definían la geografía de toda su existencia, cambió lentamente, con sus autobuses, que la rodeaban como enormes pavos, y sus trolebuses, que se desplazaban lentos como langostas absortas, y se transformó en la engalanada plaza «moderna» de un país desesperado y empobrecido en el que Galip ponía el pie por primera vez. Así monumento a la República cubierto de nieve, las amplias caleras griegas que no daban a ninguna parte, y el edificio de la Ópera que Galip había contemplado arder con satisfacción diez años atrás, se convirtieron en partes auténticas del pasado imaginario del que pretendían ser indicios. Galip no logró ver una cara misteriosa ni una bolsa de plástico que pudiera ser señal de un segundo mundo cubierto por velos entre la multitud que esperaba inquieta en las paradas de los autobuses y que se subía a los vehículos a empujones.

Y así, sin sentir la necesidad de entrar en los cafés para leer las caras de la gente, caminó hacia Nisantasi pasando por Harbiye. Mucho después, cuando creyó haber encontrado el lugar que buscaba, cuando intentó recordar la personalidad en la que se había envuelto a lo largo de todo aquel camino, se sentiría incapaz de emitir un juicio definitivo. «¡En ese momento aún no me había convencido por completo de que era Celâl!», pensaría entonces, entre los artículos viejos, los cuadernos y los recortes de prensa que iluminarían el pasado de éste. «En ese momento no me había dejado por completo atrás.» Observaba lo que veía como si fuera un viajero que se ve obligado a pasar medio día en una ciudad que no se le habría pasado por la imaginación visitar de no ser por el retraso que ha sufrido su vuelo: la estatua de Atatürk indicaba que en el pasado del país había habido un importante militar; las multitudes en las luminosas aceras cubiertas de barro ante los cines indicaban que la gente que se aburría los domingos por la tarde se entretenía con sueños de otros países; los empleados de las tiendas de bocadillos y hojaldres, que miraban las aceras desde sus escaparates cuchillo en mano, indicaban que las ilusiones y los recuerdos dolorosos estaban convirtiéndose en cenizas; y los árboles desnudos y oscuros que había en medio de la avenida, y que se oscurecerían aún más al anochecer, indicaban la tristeza nacional que se había desplomado sobre ellos.

«¡Dios mío! ¿Qué se puede hacer en esta ciudad, en esta calle, a esta hora?», susurró Galip, pero sabía que aquel grito lo había tomado de un antiguo artículo de Celâl que había recortado y guardado.

Había anochecido cuando llegó a Nisantasi. El olor de los escapes de los coches al atascarse el tráfico en las tardes de invierno unido al del humo que salía de las chimeneas impregnaba las aceras. Galip aspiró complacido aquel olor que hería el olfato pero que, de una manera extraña, encontraba tan característico de aquel barrio. En la esquina de Nisantasi el deseo de ser otro se elevó con tanta fuerza en su interior que creyó que podía ver cosas totalmente distintas y nuevas en las fachadas, en los escaparates, en los anuncios de bancos y en los letreros de neón que ya había visto antes decenas de miles de veces. El sentimiento de ligereza y aventura que convertía el barrio en el que había vivido desde hacía tanto en algo completamente distinto se había grabado en Galip como si ya no fuera a abandonarle nunca más.

Cruzó la calle y, en lugar de caminar hacia su casa, se desvió a la derecha por la calle Tesvikiye. Galip estaba tan contento con aquel sentimiento que envolvía todo su cuerpo y las posibilidades que le ofrecía aquella personalidad con la que se abrigaba eran tan atractivas, que se le llenaban los ojos con imágenes nuevas, como si hubiera sido un enfermo que después de pasar largos años entre las cuatro paredes del hospital es dado por fin de alta. Le apetecía decir cosas como: «¡Resulta que el escaparate de la pastelería por delante de la cual llevo tantos años pasando se parecía al escaparate bien iluminado de una joyería! ¡Resulta que la calle era estrecha y las aceras «regulares!».

Cuando era niño dejaba atrás su cuerpo y su alma y contemplaba desde el exterior aquella segunda persona completamente nueva. «Ahora pasa por delante del Banco Otomano -pensó Galip como si siguiera con la mirada nuevas personalidades con las que se envolvía en su infancia. Ahora pasa sin volver siquiera la cabeza por delante del edificio Sehrikalp, donde vivió tantos años con sus padres y sus abuelos. Ahora se detiene ante la farmacia donde el hijo de un practicante está sentado detrás de la caja y mira el escaparate. Ahora pasa sin el menor temor por delante de la comisaría, ahora mira con cariño, como si fueran viejos amigos, a lo maniquíes que hay entre las máquinas de coser Singer. Ahora, como las personas decididas que tienen un objetivo concreto, camina hacia el corazón de un misterio, de una conspiración cuyos menores detalles llevan años preparándose cuidadosamente…».

Cruzó de acera y, después de recorrer el mismo camino hacia atrás, cruzó de nuevo y anduvo hasta la mezquita bajo los escasos tilos y los balcones con paneles publicitarios. Luego caminó en la dirección contraria por la misma acera. En cada ocasión daba la vuelta algo más arriba o algo más abajo de la calle ampliando su «terreno de investigación», en cada ocasión observaba con cuidado en su antigua y triste personalidad ciertos detalles de los que no se había dado cuenta previamente y los grababa en un rincón de su memoria: en el escaparate de la tienda de Aladino había una navaja de muelle entre los viejos periódicos apilados, las pistolas de juguete y las medias de nailon; la señal de dirección obligatoria que debía indicar la calle Tesvikiye señalaba al edificio Sehrikalp; el pan seco dejado sobre el bajo muro de la mezquita había enmohecido a pesar del frío; algunas de las palabras de las pintadas políticas escritas junto a la puerta del instituto femenino tenían doble sentido; Atatürk, desde la fotografía en la pared de una de las aulas cuyas luces se habían quedado encendidas seguía mirando al mismo lugar a través del polvoriento cristal de la ventana, al edificio Sehrikalp; una mano misteriosa había prendido imperdibles a los capullos de rosa que había en el escaparate de una floristería. Los vistosos maniquíes del escaparate también miraban hacia el edificio. Galip miró largo rato aquel piso, como los maniquíes. Cuando, como los maniquíes, se sintió una imitación de las fantasías soñadas en otros países y de los protagonistas, que jamás se dejaban engañar, de las novelas policíacas que nunca había leído pero que tanto le había escuchado a Rüya, a Galip le pareció lógica la idea de que Celâl y Rüya podían encontrarse allí, en aquel piso alto al que señalaban con sus miradas los maniquíes. Se apartó de la fachada del edificio como si huyera y caminó en dirección a la mezquita.

Pero se vio obligado a emplear todas sus fuerzas para conseguirlo. Parecía que sus pies no quisieran alejarse del edificio Sehrikalp, que quisieran entrar lo antes posible en el inmueble, subir corriendo por las conocidas escaleras hasta el último piso, alcanzar aquel lugar, aquel punto oscuro y terrible y mostrarle algo. Galip no quiso pensar en aquella imagen. Mientras se alejaba de la casa utilizando todas sus fuerzas sintió que las aceras, las tiendas, las letras de los anuncios y las señales de tráfico regresaban a los antiguos sentidos que llevaban años indicando. En cuanto comprendió que estaban allí se hundió por entero en una sensación de desastre y temor. Cuando llegó a la esquina de la tienda de Aladino no fue capaz de saber si su miedo aumentaba porque se había acercado a la comisaría o porque la señal de dirección obligatoria de la esquina ya no señalaba al edificio Sehrikalp. Sentía un cansancio y una confusión mental tales que necesitaba sentarse en cualquier sitio, aunque sólo fuera un momento, para poder pensar.

Se sentó en el viejo puesto de bocadillos que había en la esquina de la parada de taxis colectivos Tesvikiye-Eminónu y pidió té y un hojaldre. ¿Qué podía ser más natural que el hecho de que Celâl, tan apegado a su propio pasado y a la memoria que estaba perdiendo, hubiera alquilado de nuevo o comprado el piso en el que había pasado los años de su infancia y juventud? Así podría regresar victorioso al lugar del que le habían expulsado, mientras que los que le habían echado se pudrían en un edificio polvoriento de una calle lateral por culpa de la pobreza. A Galip le pareció muy propio de Celâl que hubiera ocultado aquello a toda la familia, a excepción de Rüya, y que hubiera disimulado sus huellas a pesar de vivir en la calle principal.

En los siguientes minutos Galip dedicó su atención a una familia que acababa de entrar en el puesto de bocadillos: una madre, un padre, un niño y una niña que apañaban la cena comiendo algo en un puesto después de salir del cine un domingo por la tarde. Los padres eran de la edad de Galip. El padre se sumergía de vez en cuando en el periódico que había sacado del bolsillo del abrigo; la madre calmaba con un movimiento de las cejas las peleas que surgían entre los niños, y luego su mano, que iba y venía sin cesar entre el bolsito y la mesa, repartía diversos objetos entre los otros tres con la rapidez y la habilidad de un prestidigitador que extrae todo tipo de cosas extrañas de su sombrero: un pañuelo para la goteante nariz de su hijo, una pastilla roja para la palma abierta del padre, un prendedor para el pelo de su hija, un mechero para el cigarrillo del padre, que estaba leyendo el artículo de Celâl, de nuevo el mismo pañuelo para la nariz de su hijo, etcétera.

Cuando Galip se hubo comido su hojaldre y terminado su té, recordó que el padre había sido compañero suyo en la escuela secundaria y en el instituto. Obedeciendo a un impulso se lo comentó mientras se dirigía a la puerta y pudo ver en el cuello y en la mejilla derecha del hombre una terrible cicatriz. Recordó también que la madre había sido una charlatana y brillante estudiante de la misma clase que Rüya y él en el instituto Terakki de Sisli. Por supuesto, mientras los mayores hablaban y los niños ajustaban cuentas, a lo largo de todo el proceso de evocar recuerdos y preguntar sobre cómo le iba al otro, se recordó con cariño a Rüya, que habría completado la simetría con aquel otro matrimonio, tan parecido al suyo. Galip les explicó que no tenían hijos, que Rüya le estaba esperando en ese momento en casa leyendo novelas policíacas, que por la nocne iban a ir juntos al cine Konak, que él volvía de comprar las entradas y que hoy se había encontrado por el camino a otra compañera de clase, a Belkis: Belkis, esa morena no muy alta.

El insípido matrimonio declaró con una seguridad insípida que no dejaba el menor lugar a la duda: «¡En nuestra clase no había ninguna Belkis!». De vez en cuando abrían la tapa encuadernada de los viejos anuarios de la escuela y evocaban juntos a todos sus compañeros uno a uno, con sus historias y sus recuerdos particulares: por esa razón estaban tan seguros.

En cuanto Galip salió al frío de la calle caminó a toda velocidad hacia la plaza de Nisantasi. Fue corriendo al cine Konak porque había decidido que Celâl y Rüya irían a la sesión de las siete y cuarto de aquella tarde de domingo. Pero no estaban ni por las aceras ni en la entrada del cine. Mientras los esperaba vio una fotografía de la mujer que había visto la tarde anterior en el cine y de nuevo se elevó en su interior el deseo de estar en su lugar.

Pasó mucho tiempo dando vueltas y revueltas mirando las tiendas y leyendo los rostros de la gente con la que se cruzaba cuando se encontró de nuevo ante el edificio Sehrikalp. En todos los edificios de la calle, exceptuando el Sehrikalp, brillaba esa luz azulada de los televisores que se refleja en todas las ventanas a las ocho de la tarde. Mientras observaba atentamente cada uno de los oscuros pisos del inmueble vio un trozo de tela azul marino anudado a la reja del balcón del piso superior. Treinta años antes, cuando toda la familia vivía allí, un trapo del mismo color azul marino colgado del mismo balcón era una señal para el aguador. El hombre, que repartía agua en cántaros de zinc que cargaba en un carro tirado por caballos, comprendía gracias a ese trapo azul en qué piso se había agotado el agua potable y subía la que correspondiera.

Galip también decidió que el trapo era una señal y en su mente surgieron diversas ideas sobre cómo debía interpretarla: podía ser una señal que le indicaba que Celâl y Rüya estaban allí. O un indicio más de que Celâl había regresado nostálgicamente a ciertos detalles de su pasado. Poco antes de las ocho y media volvió a su casa desde aquel lugar de la acera en el que estaba plantado.

Las lámparas y las luces de aquel viejo salón en el que en tiempos, y quizá no fueran unos tiempos tan lejanos, se habían sentado fumando Rüya y él con libros y periódicos en las manos, resultaban tan insoportablemente llenas de recuerdos y tan insoportablemente dolorosas como las fotografías de un paraíso perdido que hubieran caído en manos de un periódico. No había el menor indicio ni huella de que Rüya hubiera vuelto ni pasado por casa. Los mismos olores y las mismas sombras que saludan tristemente al cansado marido que regresa al hogar. Galip abandonó los muebles silenciosos bajo la triste luz de las lámparas y fue al oscuro dormitorio por el oscuro pasillo. Se quitó el abrigo y se tumbó vestido sobre la cama, que encontró a tientas. Las luces de las lámparas del salón y las de las farolas, que se filtraban a través del pasillo, se convertían en el techo de la habitación en sombras demoníacas de delgado rostro.

Galip sabía perfectamente qué hacer cuando mucho más tarde se levantó de la cama. Leyó en el periódico la programación televisiva y se informó de las películas que se proyectaban en los cines de los alrededores y de su inmutable horario; lanzó una última ojeada al artículo de Celâl; abrió el frigorífico y se llenó el estómago con pan seco y con algunas aceitunas y algo de queso fresco que sacó de él y que ya mostraban los primeros indicios de putrefacción. Metió algunos recortes de periódico que escogió al azar en un enorme sobre que encontró en el armario de Rüya, escribió sobre él el nombre de Celâl y se lo llevó consigo. Salió de casa a las diez y cuarto y comenzó a esperar frente al edificio Sehrikalp, aunque esta vez algo más allá.

No mucho tiempo después, se encendieron las luces de la escalera e Ismail, el portero de la casa desde hacía cuarenta años, sacó los cubos de basura llevando un cigarrillo en la comisura de los labios y comenzó a vaciarlos en el enorme contenedor que había junto al alto castaño. Galip cruzó la calle.

– Hola, señor Ismail. He venido a dejar este sobre a Celâl.

– ¡Ah, Galip! -le dijo el hombre con la alegría y la desconfianza del director de instituto que reconoce años después a un antiguo alumno-. Pero Celâl no está aquí.

– Lo sé, sé que está aquí pero yo tampoco se lo he dicho a nadie -replicó Galip entrando en el edificio con paso decidido-. Y ten cuidado, no se lo digas a nadie más. Me dijo que le dejara este sobre abajo, al señor Ismail.

Galip descendió por las escaleras, que llevaban cuarenta años oliendo a gas ciudad y a aceite refrito, y entró en la portería. Kamer, la mujer de Ismail, estaba sentada en el mismo sillón y veía la televisión, que estaba sobre la mesita donde en tiempos había estado la radio.

– Kamer, mira quién ha venido -dijo Galip. -¡Ah! -la mujer se puso en pie y se besaron-. Te has olvidado de nosotros.

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