Aunque las luces del estanco conocido en la zona como «la tienda de Aladino» estuvieron encendidas hasta el amanecer, nadie notó la presencia de la agonizante joven en su interior, ni la policía que investigaba por los alrededores ni nadie más. Fue considerado extraño por parte de las autoridades que el policía que montaba guardia en la acera de enfrente no sólo no actuara, sino que ni siquiera se diera cuenta tampoco de que había una segunda persona herida.
El asesino huyó en una dirección desconocida. Un ciudadano que acudió a las autoridades la mañana siguiente informó de que aquella noche, poco antes del suceso, después de comprar un billete de lotería en la tienda de Aladino, había visto en un lugar cercano al de los hechos una oscura sombra de aspecto terrible con una curiosa capa y una ropa estrambótica más propia de una película histórica («Parecía el sultán Mehmet el Conquistador», dijo) y que incluso se lo había contado excitado a su mujer y a su cuñada antes de enterarse de la noticia por los periódicos. El joven periodista terminaba su artículo deseando que aquella pista no terminara siendo víctima del desinterés o la ineptitud como había ocurrido con la joven cuyo cadáver había sido descubierto al amanecer entre las muñecas.
Aquella noche Galip soñó con Rüya entre las muñecas que se vendían en la tienda de Aladino. No había muerto. Esperaba a Galip en la oscuridad respirando suavemente entre las demás muñecas, le hacía guiños pero Galip llegaba tarde a la tienda, por alguna extraña razón no podía ir; sólo podía contemplar por la ventana del edificio Sehrikalp, entre lágrimas y a lo lejos, las luces del escaparate de la tienda de Aladino, que se reflejaban en la acera nevada.
Una soleada mañana de febrero el padre de Galip le dijo que había llegado la respuesta a la solicitud de información que el Tío Melih había hecho a la Oficina del Registro de la Propiedad de Sisli con motivo de la herencia de Celâl y que, al parecer, poseía otro piso en alguna de las calles traseras de Nisantasi.
El piso al que fueron el Tío Melih y Galip acompañados por un cerrajero jorobado era el más alto de uno de esos edificios de tres o cuatro pisos que hay en esas angostas calles traseras de Nisantasi pavimentadas con adoquines y con las aceras llenas de agujeros, con la fachada oscurecida por el hollín y el humo, con la pintura caída aquí y allá como la piel de un enfermo incurable y que a Galip siempre le hacían pensar cada vez que entraba en ellos por qué en cierto momento a los ricos se les había ocurrido vivir en lugares tan miserables o bien por qué en cierto momento se había considerado ricos a quienes vivían en lugares tan miserables. El cerrajero abrió sin la menor dificultad la cansada cerradura de la puerta, sobre la que no había ningún nombre escrito, y se marchó.
En la parte de atrás había dos estrechos dormitorios, cada uno de los cuales tenía una cama. En la delantera vieron un pequeño salón que recibía el sol por una ventana que daba a la calle y con una enorme mesa de comedor en medio; sobre la mesa, que a ambos lados tenía sendos sillones, había recortes de periódico en los que se describían los últimos asesinatos, fotografías, revistas deportivas y de cine, ediciones recientes de tebeos de la época de la infancia de Galip como Texas y Tom Mix, novelas policíacas y montones de papeles y periódicos. Un enorme cenicero de cobre lleno a rebosar de cáscaras de pistachos probó a Galip sin darle lugar a la menor duda que Rüya se había sentado en aquella mesa.
En la habitación que debía ser de Celâl, Galip vio cajas de Mnemonics, el fármaco para la pérdida de la memoria, de vasodilatadores, de aspirinas y de cerillas. En lo que respecta a lo que vio en una silla en la habitación de Rüya, se acordó de que su mujer no se había llevado demasiado al marcharse de casa: parte de sus productos de maquillaje, sus zapatillas, el llavero que creía que le traía suerte y un cepillo de pelo que tenía un espejo por detrás. Galip miró de tal manera aquellos objetos sobre la silla Thonet de aquella habitación vacía de paredes desnudas, que por un momento sintió que se había desprendido del embrujo de una ilusión y que comprendía el otro significado que le señalaban dichos objetos, aquel significado olvidado que se escondía en el mundo. «Vinieron aquí a contarse historias mutuamente», pensó al regresar junto al Tío Melih, que aún seguía sin aliento por el esfuerzo de haber subido las escaleras. La forma en que estaban los folios en un extremo de la mesa demostraba que Rüya había comenzado a transcribir las historias que le contaba Celâl y que durante toda aquella semana Celâl siempre había estado sentado en el sillón de la izquierda, que ahora ocupaba el Tío Melih, y Rüya le escuchaba sentada en el que ahora estaba vacío. Galip se metió en el bolsillo de la chaqueta las historias de Celâl, de las que posteriormente se aprovecharía para sus artículos en el Milliyet y le dio al Tío Melih la explicación que estaba esperando, aunque no insistiera demasiado.
Celâl sufría una terrible enfermedad de la memoria, cuya existencia había sido descubierta hacía mucho tiempo por un famoso médico inglés, el Dr. Cole Ridge, pero para la que no se había hallado remedio. Se escondía en aquel piso para ocultarle a todos su enfermedad y continuamente les pedía ayuda a ellos. Por esa razón se quedaban en el piso, algunas noches Galip, otras Rüya, y escuchaban sus historias para que pudiera encontrar su pasado y lo reconstruyera, e incluso las transcribían. Mientras fuera nevaba Celâl les contaba interminables historias durante horas.
El Tío Melih guardó silencio largo rato como si lo hubiera comprendido todo bastante bien. Luego lloró. Encendió un cigarrillo. Sufrió un ligero ahogo. Dijo que Celâl siempre se había dejado llevar por ideas equivocadas. Le había poseído la extraña pasión de vengarse de toda la familia porque creía que le habían echado del edificio Sehrikalp y que su padre se había portado mal con su madre y con él al casarse de nuevo. No obstante, su padre le había querido al menos tanto como a Rüya. Ahora no le quedaba ningún hijo. No; su único hijo era ahora Galip.
Lágrimas. Silencio. Sonidos de una casa extraña. Galip le quiso decir al Tío Melih que comprara su botella de raki en la tienda de la esquina y que regresara a casa lo antes posible. En lugar de eso se hizo la siguiente pregunta, en la que jamás volvería a pensar y que el lector deseoso de formularse sus propias preguntas haría bien en saltarse (un párrafo):
¿Cuáles eran aquellas historias, aquellos recuerdos, aquellos cuentos, cuáles eran aquellas flores que se abrían en el jardín de la memoria de los que, para mejor saborearlos, olerlos y disfrutarlos, Celâl y Rüya habían considerado necesario excluir a Galip? ¿Era porque Galip no sabía contar historias? ¿Porque no era tan animado y alegre como ellos? ¿Porque no entendía en absoluto determinadas historias? ¿Porque les aguaba la fiesta con su excesiva admiración? ¿Porque habían huido de la incorregible tristeza que emanaba de él como si fuera una enfermedad contagiosa?
Galip vio que Rüya, como hacía en casa, había colocado un recipiente de yogurt de plástico debajo del viejo y polvoriento radiador, que goteaba.
Como no podía soportar el inaguantable recuerdo de Rüya y los muebles casi se movían con la amargura de una terrible tristeza, en cierto momento próximo al final del verano, Galip abandonó el piso alquilado en el que había vivido con ella y se instaló en el de Celâl en el edificio Sehrikalp. De la misma forma que no pudo mirar el cadáver de Rüya, no quiso ver cómo su padre repartía sus cosas a izquierda y derecha e incluso cómo vendía algunas. Ya no podía ni imaginar, como creía optimistamente en sus sueños, que Rüya regresaría algún día, tal y como había ocurrido con su primer matrimonio, y que continuarían su vida en común como si siguieran con un libro que estuvieran leyendo juntos y hubieran dejado a medias. Los calurosos días del verano se alargaban como si no fueran a terminarse nunca.
A finales de verano hubo un golpe militar. Un nuevo gobierno, formado por prudentes patriotas que no se habían manchado con el fango de la cloaca llamada política, anunció que los culpables de los asesinatos políticos cometidos en el pasado serían hallados uno a uno. En respuesta, en el primer aniversario de su muerte, los periodistas, que no tenían noticias políticas que escribir a causa de la censura, recordaron con un lenguaje cortés y bien educado que ni siquiera se había resuelto el «Asesinato de Celâl Salik». Un periódico, por alguna extraña razón no el Milliyet , en el que Celâl escribía, sino otro, anunció que entregaría una importante recompensa económica a la denuncia que condujera a la detención del asesino. Con aquel dinero uno podía comprarse un camión, un pequeño molino de harina o un colmado que proporcionara unos saludables ingresos mensuales durante toda la vida. Así fue como comenzaron el movimiento y la excitación que habrían de iluminar el misterio que se escondía tras el «Asesinato de Celâl Salik». Los comandantes encargados de mantener el estado de excepción en las ciudades de provincias se arremangaron y se pusieron manos a la obra con la intención de no dejar pasar aquella última ocasión de alcanzar la inmortalidad que se les ofrecía.
Habrán comprendido por mi estilo que soy de nuevo yo quien ha comenzado a narrar los hechos. Al mismo tiempo que los castaños, que por aquel entonces estaban echando las hojas, yo me iba transformando de una persona triste en otra airada. Y esa persona airada en la que me estaba convirtiendo no prestaba demasiada atención a las noticias que los corresponsales en provincias enviaban a Estambul subrayando que «la investigación se mantiene en secreto». Una semana se leía que el asesino había sido capturado en un pueblo de montaña cuyo nombre había sonado previamente porque en sus afueras se había despeñado por un barranco un autobús lleno de futbolistas y seguidores del equipo que habían muerto aplastados, a la semana siguiente el criminal era atrapado en un pueblo costero contemplando con nostalgia y sentido del deber cumplido el horizonte de un país vecino que le había pagado sacos de dinero para que realizara el trabajo. Como aquellas primeras noticias envalentonaron a ciudadanos que de otra manera no se habrían atrevido a convertirse en chivatos e incitaron a ser industriosos a aquellos comandantes del estado de sitio que envidiaban los logros de sus colegas, a principios del verano se inició una auténtica oleada de «el asesino ha sido capturado». Fue por entonces cuando los responsables de los cuerpos de seguridad comenzaron a llevarme a medianoche a la central de la ciudad con el objeto de «utilizar la información» que yo pudiera tener y para «identificar al criminal».
Con el toque de queda la vida de todo el país se dividió en dos, blanco y negro, como si la hubieran cortado por la mitad con un cuchillo, igual que ocurre con esas ciudades pequeñas y remotas tan apegadas a su religión y a sus cementerios donde el ayuntamiento detiene los generadores eléctricos desde la medianoche hasta el amanecer porque el presupuesto es insuficiente, de tal manera que los carniceros clandestinos sacrifican furiosos caballos viejos en una atmósfera de pena capital y entre la silenciosa y terrible oscuridad que reina en ellas. Poco después de medianoche emergía lentamente de entre el humo que flotaba sobre la mesa de trabajo de Celâl, donde había estado redactando su último artículo con una inspiración y una creatividad dignas de él, bajaba a la puerta del edificio Sehrikalp, a la acera, absolutamente vacía, y esperaba el coche de policía que habría de llevarme al edificio que el Servicio de Inteligencia tenía en las laderas de Besiktas y que parecía un castillo rodeado de altos muros. El castillo estaba tan animado, lleno de voces e iluminado como quieta, vacía y oscura la ciudad.
Me mostraban fotografías de jóvenes insomnes de mirada soñadora, ojeras moradas y pelo desgreñado. Los ojos de algunos me recordaban los ojos negros del hijo del aguador que venía a casa y que, mientras su padre llenaba las vasijas de agua, grababa de inmediato en su memoria con el proyector de su mirada los objetos que llenaban la casa; otros me recordaban a un «amigo del hermano mayor de un amigo», desvergonzado y lleno de granos, que se había acercado a Rüya sin que le importara lo más mínimo que la acompañara su primo mientras ella estaba saboreando su bombón helado en el descanso de una película a la que habíamos ido juntos; otros al dependiente de nuestra edad que miraba con ojos somnolientos cómo se dispersaba la multitud de estudiantes que salía del colegio por la puerta medio abierta de una antigua tienda de telas, lugar histórico bien conocido en la zona geográfica entre el colegio y casa; otros, y ésos eran los más terribles, no me recordaban a nadie, no me sonaban de nada. Mientras miraba aquellas caras vacías y tan terroríficas como vacías que se habían visto obligadas a posar ante el fotógrafo contra las paredes sin pintar, sucias y manchadas de quién sabe qué, de las delegaciones de la Dirección General de Policía, en cuanto parecía que estaba a punto de escoger, o no, una expresión que ni se entregaba plenamente ni era del todo indefinida, una sombra imprecisa entre las brumas de mi memoria, o sea, cuando dudaba ante una fotografía, los astutos agentes que tenía plantados encima me animaban a que me decidiera y me daban información tentadora sobre la persona de fantasmagórica expresión de la fotografía: este muchacho había sido arrestado gracias a una denuncia en un café de los nacionalistas en Sivas y tenía ya otros cuatro asesinatos a sus espaldas; este otro, cuyo bozo aún no se había convertido en bigote, había publicado en una revista pro-Enver Hoxa un largo artículo que señalaba a Celâl como objetivo que abatir; el que había perdido los botones de la chaqueta estaba siendo enviado a Estambul desde Malatya, era maestro y les había hablado con insistencia a sus alumnos de nueve años de la obligación de matar a Celâl porque había blasfemado contra uno de los grandes hombres de la religión en un artículo que había escrito quince años antes sobre Mevlâna; aquel tipo maduro y tímido con aspecto de padre de familia era un borracho que en una taberna de Beyoglu había pronunciado un largo discurso sobre la necesidad de limpiar de microbios el país y que había sido denunciado en la comisaría de Beyoglu por un ciudadano que se sentaba en una mesa próxima y que tenía en mente la recompensa ofrecida por el periódico afirmando que había mencionado el nombre de Celâl entre los microbios que limpiar. ¿Conocía Galip Bey a aquel borracho de cara resacosa, a aquellos desesperados, a aquellos violentos, a aquellos desdichados perdidos en sus sueños? ¿Había visto Galip Bey en los últimos tiempos o en los últimos años en compañía de Celâl alguna de esas caras soñadoras y delincuentes cuyas fotos le ponían delante una a una?
A mediados de verano, en la época en que vi que en los nuevos billetes de cinco mil liras había una imagen de Mevlâna, leí en los periódicos la esquela de un coronel jubilado llamado Fatih Mehmet Üçüncü. En aquellos mismos días cálidos de julio, las obligatorias visitas nocturnas comenzaron a hacerse más frecuentes y a multiplicarse las fotografías que ponían ante mí. En aquellas fotos vi caras más tristes, más apenadas, más terribles y más increíbles que las que había visto en la modesta colección de Celâl: reparadores de bicicletas, estudiantes de arqueología, operarios de telares, empleados de gasolineras, mozos de colmados, extras de cine local, dueños de cafés, escritores de panfletos religiosos, vendedores de billetes de autobús, vigilantes de aparcamientos, chulos de cabaret, jóvenes contables, vendedores de enciclopedias… Todos habían sido torturados, golpeados y maltratados, poco o mucho, todos miraban a la cámara con una expresión de «no estoy aquí», una expresión de «en realidad yo soy otro» que enmascaraba el miedo y la tristeza de sus rostros como si quisieran olvidar aquel misterio perdido que yacía en las profundidades de su memoria pero que habían olvidado que seguía allí, aquel misterio que no habían buscado porque lo habían olvidado, como si quisieran olvidar aquella información oculta de forma que desapareciera en un pozo sin fondo para no regresar jamás.
Como no quiero volver a los movimientos, predeterminados con mucha antelación y que yo realicé de manera totalmente inconsciente, ni a la disposición de las piezas en ese viejo juego que me parece (y a mis lectores) resuelto hace mucho, no voy a hablar lo más mínimo de las letras que vi en las caras de las fotografías. Pero una de las interminables noches en el castillo (¿sería más adecuado que lo llamara «fortaleza»?), mientras rechazaba con la misma determinación todas las caras que me mostraban, un agente de Inteligencia, luego me enteraría de que era coronel de Estado Mayor, me preguntó: «Las letras. ¿No ve ninguna de las letras? -y añadió con una veteranía fruto del oficio-: Nosotros también sabemos lo difícil que es ser uno mismo en este país. Pero usted debería ayudarnos un poco».
Una noche escuché ciertas deducciones de un grueso teniente coronel sobre cómo todavía subsistía la creencia en el Mahdi entre los restos de las cofradías en Anatolia; lo contaba no como si fuera el resultado de un trabajo de investigación sino como si expresara oscuros y amargos recuerdos de su propia infancia: Celâl, en sus viajes secretos por Anatolia, había intentado contactar con aquellos «residuos reaccionarios», había conseguido encontrarse con una serie de sonámbulos en un taller de automóviles en un suburbio de Konya o en casa de un colchonero de Sivas y les había dicho que incluiría señales del Día del Juicio en sus artículos pero que tendrían que esperar. Los artículos sobre los cíclopes, sobre las aguas retirándose del Bósforo, sobre los bajás y sultanes que se disfrazaban, hervían de dichas señales.
Cuando uno de los laboriosos agentes que aseguraban que por fin descifrarían aquellas señales afirmó con toda seriedad que podría resolver el enigma gracias al acróstico que formaban las letras iniciales de cada párrafo del artículo de Celâl titulado «El beso», estuve a punto de decir que ya lo sabía. También estuve a punto de decirles que ya lo sabía cuando me señalaron el sentido del hecho de que el libro en el que Jomeini narraba su lucha y su vida se titulara El descubrimiento del secreto y cuando me mostraron fotografías tomadas en las oscuras calles de Bursa en los años de su exilio en la ciudad comprendí perfectamente lo que querían indicarme. Yo, como ellos, sabía quién era la persona y cuál era el misterio enmascarados en los artículos de Celâl sobre Mevlâna. Y de nuevo me apetecía decir que ya lo sabía cuando me comentaban divertidos que Celâl buscaba a alguien que lo matara porque había perdido la memoria, o según ellos decían «se le había aflojado un tornillo», intentando «establecer» un misterio desaparecido, o cuando me encontraba en alguna de las fotografías que me ponían delante con una cara que se parecía mucho a alguna de aquellas personas tristes y apenadas de expresión perdida de las fotos que había encontrado en las profundidades del armario de madera de olmo. También habría querido decir que sabía quiénes eran las amantes a las que invocaba en su artículo sobre las aguas retirándose del Bósforo, la esposa imaginaria a la que llamaba en su artículo sobre un beso imaginario, o los héroes con los que se encontraba en los sueños previos al sueño en sí. Y me apetecía decir que ya lo sabía, aunque no me creyera lo que me contaban, cuando recordaban divertidos que el revendedor loco que había disparado a la joven griega de cara pálida, que trabajaba de taquillera en un cine y que Celâl mencionaba en un artículo, era en realidad un policía de civil asignado a ellos y también cuando, a altas horas de la noche, y tras observarla largo rato, les decía que no reconocía la cara de un sospechoso, cara que había perdido su integridad, sus secretos y su significado a fuerza de golpes, tortura e insomnio, a lo cual habría que añadir la inquietud provocada por el hecho de que nosotros pudiéramos verlo a él a través del espejo mágico que nos separaba pero él no a nosotros, y me explicaban que, en realidad, lo que había escrito Celâl sobre caras y mapas no era sino «un truco barato» y que con aquel método vulgar contentaba, engañándolos, a los lectores, que esperaban de él un secreto, un signo de confianza o de participación.
Quizá ya sabían lo que yo sabía o no pero, como pretendían acabar lo antes posible con el asunto y secar antes de que diera fruto la sospecha que iba creciendo inquieta en un rincón no sólo de mi mente, sino en la de todos los lectores de periódicos y en la de todos los ciudadanos en general, querían matar antes de que lo descubriéramos el misterio cubierto por la negra pez y el sedimento gris de nuestras vidas, el misterio perdido y oscuro de Celâl.
A veces, alguno de aquellos avispados agentes que creían que la historia ya se había alargado demasiado, o algún decidido general al que veía por primera vez, o un flaco fiscal al que había conocido meses antes, comenzaban a contarme una historia perfectamente redonda, como el detective nada convincente que, con la facilidad de un prestidigitador, desvela uno a uno los sentidos desconocidos de los detalles para los lectores de la novela. Mientras se desarrollaban aquellas escenas que recordaban a la última página de las novelas que leía Rüya, los demás agentes tomaban notas en folios con el membrete de la Oficina de Materiales del Estado como si fueran profesores que formaran parte del jurado de un «debate» escolar escuchando pacientes y orgullosos las perlas de un estudiante brillante: el asesino era un peón enviado por potencias extranjeras que querían «desestabilizar» nuestra sociedad; los bektasi-naksi-bendis, que habían visto cómo sus secretos se habían convertido en objeto de burla, ciertos poetas que escribían acrósticos en metros clásicos e incluso otros poetas modernos, hurufíes voluntarios, se habían hecho cargo, sin darse cuenta, de la representación de las potencias extranjeras en esa conjura que nos estaba impulsando hacia cierto tipo de apocalipsis. No, aquel asesinato no tenía la menor motivación política: para comprenderlo bastaba con recordar que el periodista muerto sólo escribía bobadas que lo obsesionaban ajenas a la política, con un estilo pasado de moda hacía bastantes años, tan prolijo y con una forma tan enrevesada que no había quien las leyera. El asesino era un famoso bandido de Beyoglu que se creía objeto de burla por la exagerada leyenda que Celâl había creado sobre él, o bien un pistolero a sueldo que hubiera tomado a su servicio. Una de aquellas noches en que se obligaba bajo tortura a retirar sus confesiones a estudiantes universitarios que se habían denunciado a sí mismos sólo por la fama o en que se forzaba a confesar a inocentes que hubieran traído de cualquier mezquita, un catedrático de literatura del Diván con dentadura postiza, que había pasado su infancia en los mismos jardines de atrás y calles con balcones del viejo Estambul que un general del Servicio de Inteligencia, después de una aburrida exposición que hizo sobre el hurufismo y sobre el antiguo arte de los juegos de palabras, interrumpida a menudo por bromas y chistes, escuchó la historia que le conté de mala gana e incluso reconoció, hinchado como una adivina de barrio, que los hechos bien podrían ajustarse sin la menor dificultad a la trama de Hüsn-ü Ask del jeque Galip. Por aquel entonces un comité de dos personas examinaba en el castillo las cartas de denuncia escritas a los periódicos y a las fuerzas de seguridad con la emoción del premio: no prestaron atención al hallazgo literario del catedrático, que se remitía a cuestiones poéticas de hacía dos siglos.