Si pudieras verme ahora - Ahern Cecelia 14 стр.


Capítulo 13

Elizabeth se dio impulso en el balancín de su jardín trasero. Sostenía un café caliente envolviendo con sus finos dedos el tazón color tiza. El sol se ponía lentamente y un ligero helor salía reptando de su escondite para ocupar su lugar. Elizabeth contemplaba el cielo, una vista perfecta de algodonosas nubes rosas, rojas y naranjas como salidas de un cuadro al óleo. Un resplandor ambarino se alzaba desde detrás de la montaña que tenía delante, semejante al resplandor secreto que emergía de entre las sábanas de Luke cuando éste leía en la cama a la luz de la linterna. Inhaló profundamente el aire refrescante.

«Cielo rojo por la noche», oyó decir a una voz en su interior.

– Anuncio de buen tiempo -susurró en voz baja.

Se levantó una brisa leve como si el aire, igual que ella, estuviera suspirando. Hacía una hora que estaba sentada allí fuera. Luke estaba arriba jugando con su amigo Sam después de pasar el día en casa de su abuelo. Elizabeth aguardaba a que el padre de Sam, a quien no había visto nunca, viniera a recoger a su hijo. Normalmente era Edith quien trataba con los padres de los amigos de Luke, de ahí que a Elizabeth no le apeteciera lo más mínimo ponerse a charlar sobre los niños.

Eran las diez menos cuarto y la luz, al parecer, daba por concluida la jornada. Elizabeth había estado meciéndose adelante y atrás mientras combatía las lágrimas que amenazaban con caer, se tragaba el nudo que amenazaba con cerrarle la garganta, y ahuyentaba los pensamientos que amenazaban con anegar su mente. Tenía la impresión de luchar contra el mundo que amenazaba con poner en peligro sus planes. Luchaba contra las personas que irrumpían en su universo sin su permiso; luchaba contra Luke y su mentalidad infantil, contra su hermana y sus problemas, contra Poppy y sus ideas en el trabajo, contra Joe y su cafetería, contra los competidores de su negocio. Sentía que siempre estaba luchando, luchando, luchando. Y ahora allí estaba sentada luchando contra sus propias emociones.

Se sentía como si hubiese aguantado cien asaltos en el cuadrilátero, como si hubiese encajado todos los puñetazos, golpes y patadas que sus oponentes le habían propinado. Ahora estaba cansada. Los músculos le dolían, estaba bajando la guardia y las heridas tardaban en cicatrizar. Un gato saltó de la alta tapia que separaba a Elizabeth de sus vecinos y aterrizó en su jardín. Echó un vistazo a Elizabeth; la cerviz en alto, los ojos brillantes en la oscuridad. Caminó lentamente a través de la hierba con absoluta despreocupación. Tan seguro de sí mismo, tan confiado, tan henchido de su propia importancia. Se encaramó a la tapia de enfrente y desapareció en la noche. Elizabeth envidió su capacidad para ir y venir a su antojo sin deberle nada a nadie, ni siquiera a los seres más próximos, quienes lo amaban y cuidaban de él.

Elizabeth se sirvió del pie para darse impulso otra vez. El balancín emitió un leve chirrido. A lo lejos la montaña parecía estar ardiendo mientras el sol se hundía y se perdía de vista. Al otro lado del cielo la luna llena aguardaba la última llamada para salir a escena. Los grillos continuaban parloteando ruidosamente entre sí, los últimos niños corrían a sus hogares para pasar la noche. Los motores de los coches se paraban, sus portezuelas se cerraban de golpe, las puertas y las ventanas se atrancaban y las cortinas se corrían. Y luego se hizo el silencio y Elizabeth volvió a quedarse sola sintiéndose como una visita en su propio jardín trasero, el cual había cobrado nueva vida en la creciente oscuridad.

Su mente comenzó a rebobinar los acontecimientos del día. Se detuvo y reprodujo la visita de Saoirse. La reprodujo una y otra vez aumentando el volumen a cada repetición. «Al final todos se marchan, ¿no es cierto, Lizzie?» La frase se repetía como un disco rayado. Le fastidiaba como un dedo que alguien le clavara repetidamente en el pecho. Cada vez con más fuerza, primero raspando la piel, luego rajándola, pinchando y pinchando hasta que por fin la desgarraba y le alcanzaba el corazón. El punto donde más dolía. La brisa sopló y la herida en carne viva le escoció.

Cerró los ojos apretando los párpados. Por segunda vez aquel día Elizabeth lloró. «Al final todos se marchan, ¿no es cierto, Lizzie?»

La frase se repetía sin tregua aguardando una respuesta de Elizabeth. Su mente explotó. «¡Sí!», gritó. Sí, al final todos se marchan. Todos y cada uno de ellos, todas y cada una de las veces. Cada una de las personas que alguna vez conseguía alegrarle la vida y animarle el corazón desaparecía tan aprisa como un gato en la noche. Como si la felicidad sólo pudiera ser una suerte de capricho que te permitieras el fin de semana, igual que un helado. Su madre lo había hecho, justo como lo había hecho el sol de aquel atardecer, la había abandonado llevándose consigo la luz y la calidez y reemplazándolas con frío y oscuridad.

Los tíos y tías que iban de visita a la granja y ayudaban se habían mudado o habían fallecido. Los maestros que simpatizaban con ella sólo podían atenderla durante un curso escolar; los amigos del colegio crecían y también trataban de encontrarse a sí mismos. Siempre eran las buenas personas las que se marchaban, la gente que no tenía miedo de sonreír ni de amar.

Elizabeth se abrazó las rodillas y lloró desconsoladamente como una chiquilla que se hubiese caído y hecho un corte en la rodilla. Deseó que su madre viniera y la levantara, que la llevara en brazos y la sentara en la encimera de la cocina para ponerle una tirita. Y luego, como siempre hacía, la arrastrase por la habitación bailando y cantando hasta que ella olvidara el dolor y las lágrimas se secaran.

Deseó que Mark, su único amor, la tomara entre sus brazos, unos brazos tan grandes que la hacían sentirse como una enana cuando la abrazaba. Deseó estar envuelta por su amor mientras la mecía despacio y con ternura, como acostumbraba hacer, calmándola con susurros tranquilizantes al oído y acariciándole el pelo con los dedos. Elizabeth le creía cuando le decía esas cosas. Él le hacía creer que todo iría bien y, acostada entre sus brazos, sabía que sería así, sentía que sería así.

Y cuanto más deseaba más lloraba porque se daba cuenta de que estaba rodeada por un padre que casi nunca la miraba a los ojos por temor a recordar a su esposa, una hermana que se había olvidado de su propio hijo y un sobrino que a diario fijaba en ella sus ojos azules llenos de esperanza pidiendo ser amado y abrazado. Pero ella sabía que si no era capaz de compartir estos sentimientos era porque nunca le habían dado suficiente de ellos.

Y mientras Elizabeth estaba allí sentada y meciéndose, temblando en la brisa, se preguntó por qué permitía que una frase que había salido de los labios de una muchacha que nunca había recibido suficientes besos de amor ni sentido cálidos abrazos y que nunca se había permitido pronunciar palabras de amor fuese precisamente la que de golpe y porrazo la había derribado tirándola al suelo. Tal como había hecho con el trozo de seda negra en su despacho.

Maldita fuese Saoirse. Malditos fuesen ella y su odio a la vida, maldita por no esforzarse cuando lo único que hacía Elizabeth era esforzarse con toda su alma. ¿Qué le daba valor para hablar con tanta grosería? ¿Cómo podía ser tan descarada con sus insultos? Y una voz interior recordó a Elizabeth que no era la bebida la que hablaba, nunca había sido la bebida. Era el dolor.

Y su propio dolor la estaba desazonando esa noche.

– Socorro. -Lloró quedamente tapándose la cara con las manos-. Socorro, socorro, socorro… -susurró entre sollozos.

Un ligero chirrido en la puerta corredera de la cocina le hizo levantar la cabeza, que tenía apoyada en las rodillas. En la puerta había un hombre iluminado desde detrás como un ángel por la luz de la cocina.

– Oh. -Elizabeth tragó saliva, el corazón le palpitó al verse sorprendida. Se enjugó las lágrimas de cualquier manera y se alisó el pelo revuelto. Se puso de pie-. Usted debe de ser el padre de Sam. -La emoción que bullía en su fuero interno hizo que le temblara la voz-. Soy Elizabeth.

Hubo un silencio. Probablemente aquel hombre se estuviera preguntando cómo se le había ocurrido dejar a su hijo de seis años al cuidado de aquella mujer, una mujer que permitía que su joven sobrino abriera la puerta principal por su cuenta a las diez de la noche.

– Perdone, no he oído el timbre. -Se ciñó la rebeca a la cintura y cruzó los brazos. No quería acercarse a la luz. No quería que él viera que había estado llorando-. Seguro que Luke ya le ha dicho a Sam que está aquí, pero… -Pero ¿qué, Elizabeth?-, pero de todos modos iré a avisarle -farfulló. Caminó por el césped hacia la casa con la cabeza gacha, frotándose la frente con la mano para ocultar los ojos.

Cuando alcanzó la puerta de la cocina los entrecerró para protegerlos de la luz intensa del interior, pero mantuvo la cabeza gacha, ya que no deseaba mirar a los ojos a aquel hombre. Lo único que veía de él era un par de deportivas azules marca Converse al final de unos téjanos desteñidos.

Capítulo 14

– ¡Sam, tu papá ha venido a buscarte! -gritó Elizabeth con voz débil hacia lo alto de la escalera. No obtuvo respuesta, sólo el sonido de unos pies menudos corriendo por el descansillo. Suspiró y miró su reflejo en el espejo. No reconoció a la mujer que vio. Tenía el rostro hinchado y el pelo revuelto por la brisa y húmedo de atusarlo con las manos mojadas de lágrimas.

Luke apareció en lo alto de la escalera con cara soñolienta y vestido con el pijama de Spiderman que se negaba a dejar que le lavara y que escondía detrás de su oso de peluche favorito, George, para protegerlo. Se frotó los ojos cansinamente con los puños y la miró confundido.

– ¿Eh?

– Luke, se dice perdón, no eh -le corrigió Elizabeth, y acto seguido se preguntó qué importancia tenía en las presentes circunstancias-. El padre de Sam todavía espera. ¿Puedes decirle a tu amigo que se dé prisa en bajar, por favor?

Luke, aturdido, se rascó la cabeza.

– Pero… -se interrumpió y se frotó el rostro con aire cansado.

– Pero ¿qué?

– El papá de Sam ha venido a buscarle mientras te encontrabas en el jar…

Se calló y desvió la mirada por encima del hombro de Elizabeth. Sonrió mostrando un hueco entre los dientes.

– Vaya, hola, papá de Sam. -Sofocó a duras penas una risita-. Sam bajará enseguida -agregó aguantándose la risa, y se fue corriendo por el descansillo.

Elizabeth no tuvo más remedio que volverse despacio y enfrentarse al padre de Sam. No podía seguir evitándole mientras él aguardaba a su hijo en su casa. Al primer vistazo reparó en la expresión de perplejidad con que el hombre miraba a Luke desaparecer por el descansillo a la carrera y riendo tontamente. El padre de Sam se volvió de cara a ella, a todas luces preocupado. Estaba apoyado contra el marco de la puerta con las manos en los bolsillos traseros de unos téjanos desteñidos que hacían juego con una camiseta azul. Unos mechones de pelo negro azabache escapaban de debajo de su gorra también azul. A pesar de aquel atuendo juvenil Elizabeth supuso que tenía su misma edad.

– No le haga mucho caso a Luke -dijo Elizabeth un tanto apurada por la conducta de su sobrino-. Es sólo que está un poco excitado esta noche y… -No supo cómo seguir-. Lamento que me sorprendiera en un mal momento en el jardín. -Se envolvió el torso con los brazos en un ademán protector-. Normalmente no estoy así. -Se secó los ojos con las manos temblorosas y las entrelazó para disimular el temblor. El exceso de emociones la había desorientado.

– No pasa nada -respondió la voz grave con ternura-. Todos tenemos días malos.

Elizabeth se mordió el interior de la boca e intentó en vano recordar su último día bueno.

– Edith se ha marchado durante unos días. Seguro que ha tratado con ella. Por eso no nos habíamos conocido antes.

– Ah, Edith -sonrió-. Luke la menciona muy a menudo. Le tiene mucho cariño.

– Sí. -Esbozó una sonrisa y se preguntó si Luke la habría mencionado a ella alguna vez-. ¿Quiere sentarse? -preguntó indicando la sala de estar. Después de ofrecerle una bebida regresó de la cocina con un vaso de leche para él y un expreso para ella. Se detuvo un momento en la puerta del salón, sorprendida al pillarle dando vueltas en la silla giratoria de cuero. Verlo de aquella guisa la hizo sonreír.

Al verla en la puerta él sonrió a su vez, dejó de girar, cogió el vaso de leche y se dirigió al sofá de cuero. Elizabeth tomó asiento en su sillón acostumbrado, tan enorme que casi se la tragó, y se odió a sí misma por esperar que las deportivas de él no ensuciaran la alfombra color crema.

– Tendrás que perdonarme, pero no sé cómo te llamas -dijo Elizabeth procurando alegrar su apagado tono de voz.

– Me llamo Ivan.

Elizabeth se atragantó y espurreó café por toda su blusa.

Ivan corrió a su lado para darle palmaditas en la espalda. Sus ojos preocupados miraron directamente a los de ella. Arrugó la frente con inquietud.

Elizabeth tosió sintiéndose estúpida, apartó la vista enseguida y carraspeó.

– No te preocupes, estoy bien -murmuró-. Sólo es que resulta curioso que te llames Ivan porque… -Se interrumpió. ¿Qué iba a decir? ¿Iba a contarle a un desconocido que su sobrino deliraba? A pesar de los consejos de Internet todavía no estaba convencida de que el comportamiento de Luke pudiera considerarse normal-. Bueno, es una larga historia. -Hizo un gesto con la mano como descartándola y tomó otro sorbo-. ¿A qué te dedicas, Ivan, si no es indiscreción preguntarlo?

El café caliente corría por su organismo llenándola de una reconfortante y conocida sensación. Notó que volvía en sí y salía del coma de la tristeza.

– Supongo que podría decirse que estoy en el negocio de hacer amigos, Elizabeth.

Elizabeth asintió como si lo entendiera perfectamente.

– ¿No lo estamos todos, Ivan?

Ivan consideró esa idea.

– ¿Cómo se llama tu empresa? -preguntó ella.

Los ojos de Ivan se iluminaron.

– Es una compañía excelente. Lo cierto es que me encanta mi trabajo.

– ¿«Compañía excelente»? -repitió Elizabeth frunciendo el ceño-. No me suena. ¿Tiene su sede aquí, en Kerry?

Ivan pestañeó.

– Tiene sedes por doquier, Elizabeth.

Elizabeth enarcó las cejas.

– ¿Es internacional?

Ivan asintió con la cabeza y bebió un poco de leche.

– ¿Y a qué se dedica la compañía?

– A los niños -contestó Ivan-. Excepto Olivia, que trabaja con los ancianos, pero yo trabajo con niños. Les ayudo, ¿sabes? Bueno, antes eran sólo niños, pero ahora parece que nos estamos diversificando…, creo…

No supo cómo proseguir, dio unos golpecitos al vaso con la uña y se quedó mirando al vacío.

– Vaya, eso está muy bien -terció Elizabeth sonriendo. Aquello explicaba la ropa juvenil y el carácter juguetón-. Me figuro que si ves sitio en otro mercado tienes que ocuparlo, ¿no es así? Expandir la empresa, aumentar los beneficios. Yo siempre ando buscando la manera de hacerlo.

– ¿Qué mercado?

– El de los ancianos.

– ¿Tienen un mercado? Fantástico, me pregunto cuándo lo celebran. ¿Los domingos, supongo? Siempre se pueden encontrar buenas gangas en esos mercadillos. El padre de mi viejo amigo Barry compraba coches de segunda mano y los restauraba. Su madre compraba cortinas y las transformaba en prendas de vestir; parecía un personaje de Sonrisas y l á grimas, y además es estupendo que viva aquí, porque cada domingo quería «escalar todas las montañas», y como Barry era mi mejor amigo no me quedaba más remedio que hacerlo, figúrate. ¿Cuándo crees que se puede ir? No a ver la película, me refiero al mercado.

Elizabeth apenas le oía; su mente había vuelto al modo pensamiento. No podía detenerse.

– ¿Estás bien? -preguntó la voz amable.

Elizabeth dejó de mirar el fondo de su taza de café para verle la cara. ¿Por qué parecía que ella le importara tanto? ¿Quién era aquel desconocido que le hablaba con ternura y la hacía sentirse tan a gusto en su presencia? Cada chispa de sus ojos azules añadía un puntito de piel de gallina a los brazos de Elizabeth, su mirada era hipnótica y el tono de su voz era como una canción favorita que ella habría querido poner a todo volumen pulsando el botón «Repetir». ¿Quién era aquel hombre que había entrado en su casa y le había hecho una pregunta que ni siquiera su propia familia era capaz de hacerle? «¿Estás bien?» ¿Y qué? ¿Estaba bien? Hizo dar vueltas al café en la taza y lo observó alzarse en espuma contra los bordes, igual que el mar contra los acantilados de Slea Head. Pensó en la pregunta y llegó a la conclusión de que si habían transcurrido años desde la última vez que oyera a alguien pronunciar aquellas palabras seguramente la respuesta era que no. No estaba bien.

Estaba cansada de abrazar almohadas, de confiar en las mantas para darse calor y de revivir momentos románticos sólo en sueños. Estaba cansada de esperar que cada día transcurriera deprisa para pasar al siguiente. De esperar que fuese un día mejor, un día más fácil. Pero nunca lo era. Trabajaba, pagaba las facturas y se acostaba, pero nunca dormía. Cada mañana la carga que pesaba sobre sus hombros era mayor y cada mañana deseaba que anocheciera cuanto antes para poder regresar a la cama y abrazarse a sus almohadas y envolverse en el calor de sus mantas.

Miró al amable desconocido de ojos azules que la estaba observando y vio más preocupación en aquellos ojos que en los de cualquier otra persona que ella hubiese conocido hasta entonces. Deseaba decirle cómo se sentía, deseaba oírle decir que todo iría bien, que no estaba sola y que todos vivirían felices y comerían perdices y… se interrumpió. Los sueños, los deseos y las esperanzas eran poco realistas. Debía impedir que la mente la llevara por aquellos derroteros. Tenía un buen trabajo y ella y Luke gozaban de buena salud. Eso era cuanto necesitaba. Levantó la vista hacia Ivan y pensó sobre cómo contestar a su pregunta. ¿Estaba bien?

Ivan bebió un sorbo de leche.

Elizabeth sonrió y se echó a reír, ya que encima del labio le había quedado un bigote blanco tan grande que le llegaba hasta las ventanas de la nariz.

– Sí, gracias, Ivan, estoy bien.

Él no parecía tenerlas todas consigo mientras se limpiaba la boca y, tras estudiarla un ratito, reanudó la conversación.

– Así pues, eres diseñadora de interiores.

Elizabeth frunció el ceño.

– Sí. ¿Cómo lo sabes?

Los ojos de Ivan chispearon maliciosos.

– Lo sé todo.

Elizabeth sonrió.

– Como todos los hombres. -Miró la hora-. No me explico por qué tarda tanto Sam. Seguro que tu esposa ya estará pensando que os he raptado a los dos.

– Oh, no estoy casado -contestó Ivan enseguida-. Chicas, ¡puf!

Hizo una mueca.

Elizabeth se rió.

– Lo siento, no sabía que tú y Fiona no seguíais juntos.

– ¿Fiona? -Ivan parecía confundido.

– ¿La madre de Sam? -preguntó Elizabeth sintiéndose estúpida.

– Ah, ¿ella? -Ivan hizo otra mueca-. Ni hablar. -Se inclinó hacia delante en el sofá de piel y éste crujió bajo sus téjanos. Un ruido que Elizabeth conocía-. ¿Sabes?, le encanta preparar ese espantoso plato de pollo. La salsa echa a perder la carne de pollo, en serio.

Elizabeth se encontró riendo de nuevo.

– Ésa es una razón poco frecuente para que no te guste alguien. -Aunque curiosamente Luke se había quejado de lo mismo después de cenar en casa de Sam durante el fin de semana.

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